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Literatura inglesa

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Honestidad intelectual

 

En un determinado momento, ser superficial le pareció a Wilde lo mismo que ser cómplice de una monstruosidad: algo que destruía la voluntad y aniquilaba toda posible verdad adherida a las palabras.

Era como si de pronto Wilde se diese cuenta de la tragedia que implicaba haber desperdiciado el talento. O lo que sería lo mismo: haber utilizado la agudísima mirada que le habían regalado el azar o la necesidad para hacer observaciones superficiales en lugar de haberla utilizado para profundizar.

Tengo la impresión de que esa clase de certezas te pueden producir, a una edad muy determinada, una angustia de consecuencias mortales. A Wilde se la produjo, a pesar de que nunca fue verdaderamente superficial. Pero al final de sus días él no lo creía así, y pensaba que había dedicado más talento a la vida que a la escritura, y que podía haber llegado más lejos, mucho más lejos, en la exploración de la verdad.

Se trata de un examen de conciencia en el que Wilde demuestra que, más allá o más acá de sus superficialidades y sus profundidades, nunca le faltó la honestidad intelectual.

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21 de marzo de 2017
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Un héroe de nuestro tiempo

Cuando era niño, le fui a comprar el periódico a mi padre. Mientras caminaba hacia casa, anduve ojeando un poco el rotativo y me fijé en el anuncio de una película rusa titulada Hamlet. Ya en casa, le pregunté a mi padre quién era Hamlet. Mi padre me miró sorprendido y dijo:

-Pero hijo, ¿no conoces al príncipe de Dinamarca?

-Pues no -respondí indignado. ¿Acaso tenemos contactos con la aristocracia internacional?

-Quizá cuando lo conozcas se convierta en uno de tus mejores amigos- acabó diciendo mi padre.

No se equivocó. Años después, cuando pude leer por primera vez Hamlet, me quedé fascinado con el príncipe danés. Hamlet no es hombre de muchos amigos, pero a mí me incluyó enseguida en su círculo.

Hamlet es el héroe más paradójico de Shakespeare. Hamlet lo sabe todo y, con un voluptuoso resentimiento lleno de negrísima bilis, se calla, como monje devoto de la mortificación, o como un irónico absoluto.

Hamlet es la ironía límite, o la ironía en el límite mismo de lo posible, y practica un sarcasmo tan forzado como envenenado, que le vuelve más loco todavía.

No es que no hable porque no puede, es que no sabe cómo expresar, en lenguaje ordinario, todo lo que sabe y siente. Está atónito al principio, y al final conquista la "catatonia": la física y la mental. Su suerte estaba más que echada.

Entre los héroes del pasado, cuyas vidas nos sabemos de memoria, Hamlet es el que más se parece a nosotros, y justamente por eso su figura empezó a valorarse de verdad a finales del siglo XIX y principios del XX, y todavía en los años veinte Eliot, lector agudísimo, aseguraba que Hamlet era un bodrio artístico.

Ironías de la vida y del teatro... Antes no entendían a Hamlet, al oscuro, divertido y escurridizo Hamlet: les parecía demasiado incoherente, demasiado impertinente, demasiado indeciso, demasiado loco. Les parecía un héroe de nuestro tiempo y, no queriendo pecar de anacronismo, dejaron que lo reivindicaran los hijos del existencialismo y las dos guerras mundiales.

Y fue así como llegó hasta nosotros su desgarbada figura declamando continuamente su celebre cuestión, que algo tiene que ver con la cuestión de Descartes, que existía porque pensaba. Ser o no ser, he ahí el dilema. Pensar o no pensar, he ahí la cuestión, la única cuestión real de la conciencia.

Coleridge, que tenía una visión muy neurótica del príncipe danés, decía que lo único que le ocurría a Hamlet era que, a diferencia de los que le rodeaban, tenía un mundo propio del que no le apetecía salir. Lo que equivale a calificarlo de autista. No creo que sea ese el problema. Hamlet es la soledad del que sabe que el mundo es no-mundo. Hamlet es el absurdo de nuestros días.

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30 de mayo de 2016
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Blake, Carroll, Beckett

Es sabido que la figura de William Blake tardó bastante en ser canonizada por lo que tenía de desconcertante e insólita. Los críticos no sabían si considerarlo un místico o un visionario (teniendo el cuenta que no son lo mismo, pues el místico busca la abstracción absoluta de Dios y el visionario busca la figuración de Dios: su imagen). Tampoco sabían como encasillar sus libros, a menudo inseparables de sus magníficas ilustraciones. Su figura empezó a ser domesticada a partir del atributo de visionario, lo que dejó al margen sus textos satíricos y mordaces, que desfiguraban la imagen del poeta y hacían difícil su ubicación.

Una isla de la Luna, traducida y prologada por Castanedo, fue considerada durante mucho tiempo una estupidez. ¿Lo es? No si se tiene en cuenta que se anticipa a Carroll y a Beckett y que bebe de las fuentes más desconcertantes de Tristán Sandy.

Lo mejor para opinar sobre el libro es leerlo en esta magnífica traducción, además convendría recordar lo que en su momento dijo el crítico canadiense Northrop Frey, al que frecuenté sobre todo el mi juventud, cuando buscaba ayuda para entender cabalmente a Eliot. Frey llega a decir que se trata de un texto donde se mezclan “poemas claramente satíricos con otros de una seriedad y un candor estremecedores”. Algo similar, indica Castanedo, a lo que Blake buscaría poco después al contraponer las canciones de inocencia y las de experiencia. El mismo Frey aseguraría en algún momento lo siguiente. “Si es cierto el aforismo de Blake de que la exuberancia es belleza, entonces Una isla en la luna es una obra de arte extremadamente hermosa”.

 

Dicho lo cual quisiera expresar la impresión general que me invadió tras la lectura de Una isla en la luna. Ante todo es un libro enormemente divertido y a la vez absurdo, entendiendo por absurdo no exactamente la ausencia de sentido si no la multiplicación imparable de sentidos que se contraponen, se potencian, se anulan, se sublevan, se tuercen, se retuercen, descienden y se elevan; por eso recuerda tanto algunos momentos de Alicia en el País de las Maravillas y algunos diálogos teatrales de Becket. Obviamente, en el caso de Blake y sucesores nos hallamos en las antípodas de algunas escuelas desesperadas y desesperantes de ahora, que han abandonado la invención en el lenguaje y la invención sin más.

Admirable el trabajo que ha hecho Castanedo con esta obrita tan extraña como inclasificable. Algo muy de agradecer en nuestros días donde todo parece tan clasificado y tan previsible. Tiene además momentos de verdadera comicidad y es de una modernidad incuestionable.

 

Este opúsculo lúdico y jocoso forma ahora mismo parte de una cadena que va desde Sterne a Beckett, pasando por Joyce y Döblin, en la que la argumentación no está reñida con la festividad corrosiva de las palabras.

 

 

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14 de marzo de 2015
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Novela múltiple, novela única.¿Por qué vendemos como novedades procedimientos que ya usaron los griegos y los romanos?

He aquí un libro emocionante y ágil, que todo interesado por el alma y la estructura de la novela puede leer con placer.

Trata de lo que el autor llama la novela múltiple, que también podría ser la novela-collage, que también podría ser la novela molecular y discontinua. Trata ese tema y a la vez lo busca, lo persigue como una cazador persigue su presa. El libro en sí es también un libro múltiple, saturado de citas que ilustran lo que quiere decir de mil variadas maneras.

Como todos los libros de estas características, quiere ser profético, pero ya se sabe que las profecías se formulan para que no se cumplan, aunque normalmente los profetas lo ignoren, pues creen demasiado en sí mismos y en sus palabras. Los profetas son los absolutistas de la palabra y los más lamentables funcionarios del Absoluto.

Adam Thirlwell compensa esa actitud recurriendo a la velocidad y al humor. Dos armas de nuestra época.

Asegura que la novela futura será un objeto múltiple en el que tendrá cabida todo: basura, caos, kitsch, collage... Una novela llena de objetos móviles. Pero, ¿acaso no es eso el Satiricón de Petronio, escrito hace unos dos mil años? Y muchas novelas del presente, ¿no son también eso?

Si pensamos que el presente es ya el embrión de futuro, como lector asiduo de toda clase de novelas creo tener cierta autoridad para decir que la novela actual sigue como mínimo dos caminos, que se harán aún más relevantes en el futuro. La novela múltiple que Thirlwell postula (y que sin ánimo de insultar yo llamaría balzaquiana), de la que sería un buen ejemplo Rayuela, y la novela minimalista y esencialista, que se nutre de una sola idea densa, homogénea y muy resistente a las modas y el olvido, que puede llegar a descomponerte por dentro en virtud de su unidad y densidad casi atómicas, y de la que encontramos grandes materializaciones en la historia: La metamorfosis sería un buen ejemplo de ello. Otros buenos ejemplos serían El túnel y El extranjero.

Ni una ni otra son invenciones modernas. ¡A ver si pensamos un poco y dejamos de vender como novedades procedimientos que ya fueron utilizados por los griegos y los romanos! Muchos autores han practicado las dos procedimientos de los que hablo con mayor o menor solvencia, por ejemplo Cervantes, con novelas múltiples como Don Quijote, y novelas esencialistas y “minimalistas” como las Novelas ejemplares. Lo mismo podríamos decir de Cortázar, de Nabocov, de Foster Wallace y hasta del mismo Balzac con novelas cortas tan fundamentales como Obra maestra desconocida. Autores que a veces abogan por la multiplicidad y otras veces por la esencialidad minimalista, porque todo cabe en sus almas abiertas y magníficas. A la primera opción la podríamos llamar la novela múltiple como quiere Thirlwell, a la segunda la podríamos llamar la novela única. En la actualidad un buen representante de la primera opción sería Fernández Mallo; respecto a la segunda me quedaría con el ya fallecido Julien Gracq y con Pierre Michon.

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10 de enero de 2015
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