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Un modelo

Las sociedades de transición son instructivas. Domina en ellas con fuerza todo lo que las ha conducido a la ruina, pero todavía no se divisa lo que va a sustituirlo. Ejemplo clásico fue la República de Weimar, periodo de entreguerras en el que Alemania se hundió en el caos y del que emergió disparada por la tiranía nacional socialista.

En esos periodos de naufragio y corrupción suelen darse escritores de gran interés: han de ser testigos del horror y mantener, sin embargo, la dignidad de la escritura. No hay caso mayor de lucidez en medio del caos que el atormentado Joseph Roth, el más radical de aquella pléyade de artistas centroeuropeos, muchos de ellos judíos, hoy casi olvidados. Murió en 1939, en su exilio parisino, a los cuarenta y cinco años de edad, destruido por la desesperación, el agotamiento y el alcohol.

A pesar de que la sociedad germana estaba pidiendo a gritos el panfleto, el libelo, una escritura al servicio de la política inmediata, nunca abdicó. Sabía que la literatura política carece de raíces y no tiene recorrido. Sólo la leen los fanáticos y los ignorantes. Sus novelas son un prodigio de exactitud moral sin renunciar un ápice al gran estilo. Por eso hoy las leemos como si fueran actuales. De hecho, son actuales.

Su traductor habitual, el excelente escritor Eduardo Gil Bera, ha editado una biografía de Roth, "Esta canalla de literatura", que es también una antología de su mejor prosa en aquellos años durante los cuales trató de respirar y se ahogó en alcohol. Años en los que ni siquiera se engañaba sobre sus hermanos: "Los judíos ricos alemanes pensaron, al principio, que Hitler sólo se refería a nosotros, los judíos orientales". Es decir, a los pobres. Los nazis no matizaron: Roth tenía parientes ricos. Todos fueron asesinados. Conviene leer a Roth ahora que algunos exigen una nueva transición.

Artículo publicado en El País. 

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19 de mayo de 2015
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La fuerza del pensamiento

Lo más sobresaliente del pensamiento es el extraordinario ejercicio de su poder creador. El pensamiento asume o corrige la realidad si posee una calidad superior y entera. El pensamiento puede hacer, en efecto, más  oscuro un porvenir indeterminado, pero también dotarlo de una esperanza que construye con su luz o su energía. Ciertamente no logrará reformas materiales instantáneas pero, al cabo, lo que importan no son los milagros inmediatos sino la tendencia que el pensamiento instala hacia el futuro.

En tiempos felices el pensamiento se deja mecer, pero en los adversos debe ponerse en pie y trabajar con ahínco. Sin pensamiento no hay voluntad de pensamiento. Y viceversa, no hay voluntad sin un pensamiento voluntarioso. La voluntad de cambiar las cosas indeseables empieza por cambiar la pena del diagnóstico que el pensamiento ha dejado cundir sobre ellas. Por esto, cambiando su actitud, se constituye en  el capitán de la siguiente acción constructora. 

Sin duda, no es de ninguna manera fácil proceder así porque, en general, hallándose las circunstancias torcidas el pensamiento deberá empeñarse en la dura voluntad de invertir  o retorcer la malaventura para repensar positivamente. Parece un imposible  este bucle de querer queriendo o pensar el bien repensando desde el mal pero es así como se alcanza la salvación, el alivio o la asunción serena.

 Un pensamiento endeble dejará el ser  a la deriva. Pero un pensamiento con firme voluntad de vencer dirige el rumbo hacia lo mejor, sea la paz del mal, la pasión del bien o la fe en forjar el destino propio, aun dolorido.

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19 de mayo de 2015
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Tanta Teresa

Hay tantas Teresas en la santa de Ávila que resulta difícil elegir una u otra, ahora que se presentan ante nosotros con motivo del quinto centenario de su muerte. Por todas siento fascinación y todas me acompañan, excepto la que se castiga el cuerpo y el alma por amor a un dios que en mí no manda. Santa Teresa es una alta montaña de la literatura y, haciendo un fácil juego lingüístico, es nuestro Montaigne, por la riqueza deslumbrante de su prosa, por la lucidez penetrante de su mirada, y por su manera franca de contarse a sí misma, aunque naturalmente, el escritor francés tenía un espíritu más jovial y mundano, y, aun siendo un piadoso hombre del ‘establishment', no se sometió, como sí lo hizo Teresa, a la servidumbre voluntaria de Jesucristo.

       Se la reedita y se escribe sobre ella; del montón de libros que veo en las tiendas me llaman la atención los dos que ha publicado Lumen, una edición muy pulcra del ‘Libro de la vida', con prólogo de Lolita Bosch, y en especial ‘Malas palabras', que es una novela a dos voces, una tomada de la propia monja carmelita, y la otra superpuesta y entreverada de manera brillante por la joven novelista Cristina Morales. Morales recrea, expande y comenta narrativamente un episodio central de la vida de Teresa de Cepeda, con una rica escritura que hace justicia (y nunca sombra) a la de la santa, tomándose  libertades imaginarias muy sugestivas, como en el episodio de los juegos infantiles (páginas 70-72) y en el delicioso trazo de un espíritu de la coquetería (páginas 153-156). Y es muy ocurrente hablar de la "teología de la experiencia".

     También es de recomendar la edición de la obra poética teresiana que acaba de sacar la editorial Vitrubio bajo el título ‘El ser que no se acaba'. Muchos españoles, incluso aquellos que ignoran de quién son, pueden citar de memoria los versos "Vivo sin vivir en mí, / y tan alta vida espero, / que muero porque no muero". Pertenecen a uno de sus celebrados poemas místicos, pero hay otras composiciones en su obra, que comprende asimismo la poesía festiva y didáctica, igual de buenas. Por ejemplo el bellísimo ‘Coloquio de amor', un diálogo entre Dios y el Alma inquieta: "Lo que más temo es perderte".

      En algunos pasajes del ‘Libro de la vida', y también en su otro gran texto de carácter doctrinal, el ‘Libro de las Fundaciones', el lector no abocado a la religión puede sentir cierto agobio laico. Para ese lector, y yo soy uno de ellos, el libro por el que comenzar la subida a la cumbre de la literatura de Teresa de Jesús es sin duda ‘Las Moradas', también llamado ‘Castillo interior' Se trata de una alegoría espiritual contada como un relato de aventuras en el que la narradora busca las puertas de la fortaleza divina donde le espera su salvación. Hasta llegar a ella y ver la luz, hay lóbregas estancias que atravesar, y en el tránsito por los misteriosos paisajes del alma el viajero puede llegar a ser un personaje de Kafka, ansioso pero esperanzado.

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19 de mayo de 2015
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¿Nos hallamos en una decadencia abismal o se trata de mirar el problema desde otro ángulo?

Lo dije en un texto del mes pasado: en el año 2009 Elena Tchoudinova publicó en Rusia la novela La mezquita de Notre-Dame, 2048, que fue editada en Francia en el 2009, y donde vemos una Europa abducida por el Islam, con Notre-Dame convertida en gran mezquita y toda Francia islamizada.

Cinco años después, en el 2014, aparece la novela de Jean Rolin Les événements (Los acontecimientos), donde viajamos a una Francia escindida que se halla en plena guerra civil, en la que intervienen por supuesto los musulmanes.

En enero del 2015 aparece finalmente Sumisión de Houellebecq. Se trata pues de la tercera entrega de la gran epopeya Europa bajo el Islam.

En la novela de Tchoudinova la islamización se produce por emigración, en la de Houellebecq por conversión y prestidigitación política, y en la de Rolin por algo parecido a una rebelión, si bien Rolin se dedica sobre todo a describir la guerra con precisión hiperrealista, como acostumbra a hacer, más que a explicar las causas del conflicto.

En dos de los tres casos se trata de argumentos muy forzados. Se ve demasiada voluntad narrativa para hacer de algún modo creíble el asunto. Hasta ahí todo normal, lo que me inquieta es la dimensión que está tomando esta paranoia tóxica.

Si uno hiciera caso a los proclamadores del declive francés y del declive de toda la cultura occidental, estaríamos en la última fase de la decadencia y a punto de abrir las puertas a la barbarie total.

Pero hay otras formas de verlo. ¿Y si en lugar de estar en la última fase de la decadencia estuviésemos en un período parecido al del emperador Adriano, cuando la civilización se convierte en civilización sin Dios? China ha sido siempre una civilización sin Dios, y ahí está una vez más, con todo su poderío, como si fuese un imperio recién nacido. Se trata del único imperio milenario que todavía persiste, y ahora mismo parece más joven que el imperio americano. ¿Cómo explicar esa paradoja?

La persistencia del imperio chino es esperanzadora, y te ayuda a relativizar mucho los vaivenes de la historia, también los de la historia de tu propia cultura. Dicho de otra manera: quizás estamos viviendo un período muy interesante, de exploración del abismo humano en todo su gloria y en toda su atrocidad, sin que los imperativos religiosos coarten nuestra visión del mundo. Más que una decadencia sería el despliegue cada vez más amplio de la razón laica, por más que los políticos y los economistas se empeñen en conducirnos al grado cero del pensamiento y de la conciencia social. Obran así porque, creyéndose los reyes del presente, son espectros del pasado.

Puede que en el futuro cambiemos de dioses, como hicieron los romanos, pero algunos signos indican que van a ser dioses muy diferentes a las divinidades patriarcales que hemos conocido, quizá porque la figura del patriarca y su divinización resultan cada vez más difíciles de sostener en todas las culturas de la tierra, en parte por influencia occidental.

Con el correr de los tiempos, cabe pensar que se irá produciendo una feminización cada vez más acusada de la divinidad, ya que se detectan bastantes flechas que apuntan en esa dirección. Todo lo contrario de lo que anhela el fundamentalismo, tanto el religioso como el desplegado por las plañideras del declinismo francés.

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19 de mayo de 2015
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En palabras del poeta

No existen dos disciplinas más antagónicas en cuanto a la naturaleza del oficio: la política y la poesía. Sentirse llamado a hacer grandes cosas para mejorar el mundo, frente a la soledad desmañada de quien arranca pequeños sorbos de palabras con la voluntad de mejorar la cuartilla. Pero, a la vez, la larga tradición que las une demuestra que al político le empuja una impe­riosa necesidad, una fijación, de arañar algún verso para ennoblecer su discurso. Bien lo saben quienes los escriben: deben de ser certeros en su elección, en la procedencia del autor y su idoneidad. ¡Qué fatigados deben estar los espíritus de Cervantes, Machado, Espriu, Pla, Borges o Neruda, por citar algunos de los que no suelen fallar en las alocuciones de los cabezas de cartel! Con demasiada frecuencia los versos son pronunciados frente al atril, sea mitin o discurso solemne, como un pegote de silicona, un embe­llecimiento fútil que, lejos de provocar una corriente de electricidad entre la audiencia, de sentir el cosquilleo de las imágenes que el poeta sacó de su prodigiosa chistera, produce una sensación pretenciosa e incluso amarga. Aún recuerdo aquellos días azules que un bucólico Mariano Rajoy deseaba a todos los españoles: “Tendremos un mañana colmado de días azules y soleados”, voceó en un pueblo de Cá­ceres. Posteriormente, en una entrevista, Gloria Lomana le preguntó por su inusitada poética, y el presidente le explicó que había fusilado a Machado y Pessoa. Un retruécano imposible propio de un estudiante de secundaria: los últimos versos escritos por el poeta andaluz: “Esos días azules y ese sol de mi infancia”, fusionados con la saudade del portugués: “No sé lo que traerá el mañana”. En su último acto como alcaldesa, Ana Botella quiso también embellecer su verbo, y según las crónicas “tomó prestadas las palabras del poeta Joan Margarit para decir que ‘pese a todo y siempre, en los peores momentos, mi familia ha sabido hacerme misteriosamente feliz’”. ¡Qué extraña pareja: Botella y Margarit! Cuando los nuestros viajan fuera, salen preparados, a la manera de Artur Mas en una reciente conferencia en la Universidad de Columbia de Nueva York. Por un lado, tuvo buen gusto al elegir a un exquisito de la poesía norteamericana, Robert Frost, y su El camino no elegido, pero hizo de él una interpretación errónea. Se trata de unos versos populares, que conocen bien los universitarios, y que derraman un lúcido estoicismo: “Dos caminos se separaban en un bosque, y yo¿ yo tomé el menos transitado. Y eso lo ha cambiado todo”. El propio Frost advirtió de su trampa: no hay un camino más difícil que otro, son casi iguales, pero lo que hace la diferencia es la decisión que uno toma. Bien lo sabe Susana Díaz, que estos días no precisa sonetos, acaso de haikus, y que en su soledad errante habrá recordado aquel consejo que un día le diera su padre: “Niña, no te metas en política”. (La Vanguardia)

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18 de mayo de 2015
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Oscar Wilde y la amistad como final

Oscar Wilde ilumina, como  ningún otro autor que yo haya leído, el espesor, el valor y el drama de la amistad. En sus manos, el verdadero y el falso amigo son personajes literarios de la misma profundidad y complejidad que tienen el guerrero sin miedo en Homero o el enamorado hasta más allá de la muerte en el Dante. 

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En su colección de aforismos Unas cuantas máximas para la instrucción de los sobre-educados, Wilde escribió: “La amistad  es mucho más trágica que el amor. Dura más.

Uno de los cuentos más tristes de su colección El príncipe feliz, su primer éxito editorial, desarrolla este tema hasta las últimas consecuencias. Es El amigo fiel, la historia del pequeño Hans, un joven campesino que, en su ingenuidad, cree que el gran Hugo el Molinero es su amigo.

Hugo lo usa, lo explota y le exige agradecimiento por favores que nunca le hace. Cuando Hans tiene hambre, Hugo no lo ayuda ni lo visita “para no avergonzar a su amigo”. Cuando su situación mejora, Hugo le da a su amigo la posibilidad de trabajar para él y hacerle regalos nunca retribuidos, y lo deja gozar de sus edificantes discursos sobre la amistad.

Finalmente, el hijo de Hugo enferma y Hans, quién si no, debe ir en medio de una noche tormentosa en busca del médico. Hugo no le presta su linterna “porque es nueva y sería una gran pérdida si algo le pasara.” El pequeño Hans muere, y el gran Hugo reclama el lugar de preferencia en el funeral. Allí el amigo fiel se lamenta: “Fue una gran pérdida. Uno sufre por ser tan generoso.”

No hay tanta amargura ni tanto desprecio por la hipocresía en ninguna obra posterior de Wilde. No se puede concebir mayor ruindad que la de Hugo por Hans, que se cree afortunado por tener un amigo.

La última obra en prosa de Wilde, una larguísima carta que lleva el sombrío título de De profundis, cuenta la misma historia, pero esta vez es verdad. Hugo es el bello, joven y vanidoso lord Alfred Douglas. Oscar Wilde se atribuye el papel del pequeño Hans.

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Los que han leído sus obras de teatro más mundanas y populares (La importancia de llamarse Ernesto, El abanico de Lady Windermere, Una mujer sin importancia), los que vieron alguna de las películas que se hicieron sobre su vida o escucharon alguno de sus punzantes juegos de palabras, suelen construir un Oscar Wilde enamorado de sí mismo: eternamente disfrazado de dandi, con trajes impecables de colores imposibles, desgranando brillanteces para una corte de jóvenes seguidores. Creador más que seguidor de la última moda, dictador de gustos literarios, personificación para su época de lo culto y lo moderno.

“Ser dandi es la afirmación de absoluta modernidad de la Belleza”, reza uno de sus aforismos.

Es difícil encajar un sentimiento como la amistad en este personaje excéntrico, amante del estilo, la belleza del artificio y el oropel. Un propagandista siempre abierto al monólogo, que parecía buscar más discípulos que iguales. “Hasta el discípulo tienen sus usos,” escribe en una más de sus Máximas…: “Se para detrás de nuestro trono, y en el momento de nuestro triunfo, nos susurra en el oído que, después de todo, sí que somos inmortales.”

En su momento de gloria, Oscar bien pudo sentirse inmortal. Los mayores genios de su época se agolpaban en las tabernas londinenses donde Wilde impartía cátedra, y muchos años después, sorber su genial ingenio es aún el sueño de los que no llegaron a conocerlo. Cierta vez preguntaron a Winston Churchill con quién le hubiera gustado sentarse a conversar. No lo dudó ni un instante: “Con Oscar Wilde.” Aún hoy, un famoso ‘mentalista’ británico asegura desde su página web que cumplió el deseo y habló con Oscar en la ultratumba.

¿En qué creía Wilde? En el arte más que en la realidad. En la belleza como valor ético. En el genio artístico como posesión suprema.“El esteticismo era el punto central de su credo y declaró que la belleza era el ideal al que todos debían acercarse,” recuerda su hijo Vyvyan Holland.

En la introducción a las Obras Completas de Wilde, Holland declara que, en su opinión, el ensayo más interesante de su padre es La decadencia de la mentira. “Tiene la forma de un diálogo, en el que el tema dominante es la gran superioridad del Arte sobre la Naturaleza, y llega a la conclusión de que la Naturaleza sigue al Arte.”

Pero esta imagen frívola y sólo interesada por lo estético es percibida cada vez más por los críticos como un hábil disfraz que oculta y ayuda a ‘vender’ en la época victoriana unas ideas sociales y políticas de avanzada, y que además le permite a Wilde mantener en la sombra una sensibilidad extrema.

Oscar Wilde era socialista en una época conservadora, un patriota irlandés en medio de un Londres eufórico de imperialismo inglés, y un creyente total en la libertad individual sobre el cuerpo y la mente de cada cual en una sociedad pacata y puritana. Sus trajes extravagantes, sus modales excesivos, sus retruécanos vacíos le permitieron construirse el personaje de brillante bufón inofensivo, cuando en realidad su discurso era revolucionario. 

Cuando Wilde cayó – y ningún pensador desde Sócrates cayó tanto desde tan alto en tan poco tiempo – su condena a prisión fue la condena de las “fuerzas morales” de la sociedad victoriana a todos los valores e ideales que por mucho tiempo se le perdonaron, pero no se le olvidaron.

En la cárcel, Oscar Wilde descubre la situación tremenda en que sufren y vegetan los presos. Sus dos cartas a la prensa denunciando esta situación y proponiendo reformas penitenciarias son la mejor demostración de su humanismo y su preocupación por los más débiles. Arrancada a la fuerza su careta de dandi, Wilde ya no puede ni quiere esconder la indignación que late en todo su obra detrás de la sonrisa del cínico disfrutador de la vida.

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Muchos han interpretado la obra del genio irlandés como un reflejo de su vida breve, azarosa y demasiado pública. Wilde es sobre todo conocido por su famoso juicio, donde se desplegó ante una sociedad victoriana hipócritamente horrorizada los detalles de su debilidad por los muchachos.

Wilde, que provenía de una familia de nobles irlandeses empobrecidos, se estableció muy jóven en Inglaterra, donde su genio literario y su conversación profunda y chispeante brillaron de inmediato, primero en Oxford, donde estudió, y luego en los círculos de artistas de Londres.

Cuentan sus biógrafos que desde sus años de universidad buscó la compañía de bellos jóvenes. Creyó encontrar sosiego en un matrimonio del que nacieron dos niños. Pero pronto comenzó a frecuentar los dormitorios de sus acólitos y los salones de madamas que facilitaban compañía masculina. En estos ambientes trabó amistad con Lord Alfred Douglas, hijo del colérico y conservador Lord Queensberry.

Wilde se enamoró locamente de Alfred, y Lord Queensberry lo persiguió y fustigó por todos los medios a su alcance. “Lo que ocurrió después se ha contado muchas veces,” dice Vyvyan Holland. “Alfred Douglas, cuyo solo objetivo era llevar a los tribunales a su padre, convenció a Oscar Wilde de que iniciara una querella contra él por difamación. Lord Queensberry fue absuelto gloriosamente y su lugar en el banquillo de los acusados fue ocupado por Oscar Wilde, que resultó sentenciado a dos años de prisión” por escándalo y prácticas reñidas con la moral.

Fue la ruina. Tuvo que venderlo todo, incluida su preciada biblioteca. Todos los amigos y admiradores de antaño salvo un puñado de compañeros fieles y valientes, como Robert Ross, lo abandonaron. Le fue prohibido ver a sus hijos, y éstos tuvieron que cambiar de apellido (de ahí que Vyvyan se llame Holland).

Este episodio no sólo quebró emocional y espiritualmente a Wilde, quien murió en Francia, pobre y abandonado, poco tiempo después. También sirvió para teñir toda su obra con el mote de “homosexual.” Así, se notó que en sus obras de teatro, los noviazgos y matrimonios son meras imposiciones sociales. Ninguno de sus personajes se hunde por una relación amorosa que fracasa. De lo que sí se muere en sus obras es de las amistades traicioneras, o en el supremo sacrificio, por salvar a un amigo.

Por amistad muere el ruiseñor en el cuento El ruiseñor y la rosa: Un poeta pobre quiere llevar a la joven de la que está enamorado al baile. Esta le pide un rosa roja, pero es invierno. El ruiseñor escucha la plegaria de su amigo y se desangra sobre una flor blanca. Con el preciado regalo, el poeta va donde su amada, pero ella ya aceptó ir al baile con el sobrino del burgomaestre, un patán rico que le ofrece presentes más valiosos.

En De profundis Wilde disecciona una relación apasionada y compleja con el dolor de un alma traicionada y la maestría de un artista. Está hace meses en la cárcel, y recibe su primera noticia de su antiguo amigo. Lord Alfred Douglas le escribe al director de la prisión pidiéndole que interceda para que Oscar Wilde de su aprobación para un artículo en una revista francesa en el que Douglas pretende incluir fragmentos de cartas que el escritor le envió desde la celda. “¡Las cartas que debían ser para ti cosas sagradas y secretas por sobre cualquier otra en el mundo!”, aúlla de dolor el prisionero.

Pero aún en el más terrible desgarro, el sentimiento hacia su joven amigo es mucho más y muy distinto que una relación amorosa que tiene que disfrazarse de amistad por las convenciones victorianas. Las raíces de esas amistades amorosas entre hombres que tanto florecieron entre los artistas de la reprimida Inglaterra del siglo XIX están en el modelo griego. El amor es amistad y la amistad es amor, y cuando se traiciona, la traición es doble.

Así también, es doble el lazo que une a compañeros que comparten el lecho y la pasión por el arte y las aficiones de los mejores amigos. Douglas fue un convertido al credo artístico de Wilde. De esta amistad artística nos queda un trabajo conjunto: Salomé, el drama bíblico que Wilde escribió directamente en francés, fue traducido al inglés, en la versión que aún hoy se representa, por Alfred Douglas.

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En su resumen biográfico, Vyvyan Holland destaca que su padre trabajó con ahínco y sin pausa en un ensayo en particular, al que volvió una y otra vez. Era su obsesión. Se llama El retrato del señor W.H., y es una más de las conjeturas sobre quién podría ser el destinatario de los sonetos de amor de William Shakespeare.            

Pasada la época victoriana, casi ningún entendido se atreve a argumentar que los sonetos fueron escritos para una dama. Fueron con casi total certeza para un caballero, pero ¿cuál? Una opinión muy difundida entre los críticos literarios es que se trata de un noble, tal vez Lord Pembroke o quizás Lord Southampton.

El ensayo de Wilde, de más de 50 páginas, intenta demostrar que los sonetos fueron compuestos para un joven actor de la compañía del bardo, llamado Willie Hughes. Se trata de un sentimiento amoroso por un artista, una sensibilidad afín, una inteligencia alerta. Es, en la versión de Oscar Wilde, un igual que despierta ternura, admiración, el ímpetu de crear y la pasión amorosa. Y la búsqueda que hace Wilde de datos sobre este Willie Hughes, su análisis de los sonetos para que encajen en su versión y el recuerdo de sus propias discusiones con otros “shakesperianos” conforman una novela de misterio, la afanosa construcción de una historia que, para Wilde, demostraría que su modelo de amistad existe y fue posible.

No es extraño que se dedicara tanto y le diera tanta importancia a este ensayo. La relación que quiso ver entre el autor teatral y su actor es la que Oscar anhelaba para sí, la que buscó infructuosamente en Lord Douglas.

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La amistad para Wilde no es un escudo para ocultar una relación amorosa que la sociedad de su época no le permite confesar. Es una relación plena y polifacética, la relación enriquecedora entre iguales que para él es la base de la sociedad socialista que sueña en su largo ensayo, demasiado moderno para su tiempo, El corazón del hombre bajo el socialismo.

Mientras los marxistas de su tiempo planeaban una sociedad que liberara al hombre de sus cadenas económicas, colocándolo en un sistema que a la larga significó la imposición de nuevas cadenas, Wilde, iluso y lúcido al mismo tiempo, soñaba con un mundo de hombres libres donde cada uno se libere a sí mismo desde adentro, donde nadie sea perseguido por sus ideas o sus costumbres.

Wilde se construyó una Grecia antigua a la medida de su sueño, donde la relación ideal era el amor platónico, una abierta y tolerante sociedad de amigos. Se discute hoy con ardor si Platón y sus discípulos y pares eran realmente “platónicos” o si en sus relaciones había “algo más”. Lo que la obra de Oscar Wilde nos viene a decir es que, sin necesidad de entrar en el “algo más”, la amistad verdadera ya es mucho, muchísimo.

 

Ojalá muchos nuevos lectores encuentren en los libros de Oscar Wilde al amigo que su autor nunca encontró. 

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18 de mayo de 2015
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Idealista y resolutivo

En algunos partidos, los profesores han recalado en sus filas con el pálpito de aunar realidad y utopía. “Soñar participa de la historia”, escribió Walter Benjamin, aunque también desaconsejaba relatar los sueños en ayunas para no delatarse a uno mismo mostrando su ingenuidad onírica. No significa ello que los profesores de ERC que han paseado la camiseta de número uno -Carod, Ridao, Junqueras, Terricabras¿- sean unos ingenuos soñadores que han cambiado las aulas por el cartel electoral porque las primeras no alcanzaban el tamaño de sus sueños. Hombres de cultura, que diríamos, y alguna mujer -menos- han participado de un proyecto impregnado de las cuatro barras como santo y seña: malalts d’amor pel seu país, petit. Alfred Bosch es un escritor, viajero, políglota y docente que cuando cumplió 50 años, en lugar de comprarse un coche más grande se metió en política. No admite que el revoloteo existencial fuera la causa de esa migración: “Siempre he creído que en realidad la política me eligió a mí, porque hoy se acerca más a la historia y la creación que a la transacción”. Hijo del Eixample, educado en un colegio británico, apasionado por África -escribió sobre Mandela, L’home-Deú- y recibió la bendición de José Manuel Lara, que editó sus libros, ambientados en la historia de los tiempos. Bosch considera a Maragall su principal mentor -nueve años a su lado colaborando en el proyecto olímpico- y a Dickens su referente literario. Sus críticos le reprochan que su escritura sea más de sentencia que de relato, de acción que de diálogo, de factura prieta más que expansiva. El joven Alfred ya soñaba con escribir. Lo atestigua servidora, cuyo conocimiento del candidato se remonta a los tiempos de l’AJELC (Associació de Joves Escriptors en Llengua Catalana), cuando la Generalitat organizaba los Jocs Florals para los chavales -un año, incluso Josep Vicenç Foix los entregó- y regalaba viajes como premio: “Me conociste en los dos años más prescincibles de mi vida”, apostilla. Ya lo decía Caballero Bonald, “quien recuerda, miente”. Alfred Bosch, con sus ojos azules de párpados caídos y obnubilados -”es lo que más me gusta de mi cara, esos ojos extrañamente bonitos que me ha regalado la genética”- y su pelo rizado, mostraba ya el talante de quien quiere llegar muy alto en la vida. Si Alberto Fernández tenía algo del rubio de los Pecos, Bosch lo tiene del moreno. Nunca ha acabado de encajar dentro de un traje, los lleva demasiado holgados. De vez en cuando se planta una corbata morada para no olvidar la vieja dama que descansa en su apellido político. Le pregunto por su estilo, y no responde con marcas ni prendas: “Idealista d’anar per feina”. De los que cuentan los sueños bien desayunados. (La Vanguardia)

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17 de mayo de 2015
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La muerte del califa

El anterior califa reconocido, Abdulmecid II, era un destacadísimo pintor y coleccionista de mariposas. El actual, autoproclamado y solo aceptado por las bandas armadas del Estado Islámico, Abu Bakr El Bagdadi, es un asesino terrorista, que pasó por las cárceles iraquíes después de la invasión estadounidense, antes de incorporarse a Al Qaeda y luego a la actual organización que tiene bajo su dirección. Los califas otomanos no cumplían el requisito esencial y difícil de descender del profeta Mahoma, pero su autoridad religiosa fue reconocida más allá del imperio, aunque no en territorios del islam como Marruecos o la Península Arábiga. Esto hasta 1923, cuando Kemal Atatürk terminó con la vieja institución político-religiosa. El califa terrorista reivindica los títulos genealógicos que le permiten presentarse como sucesor legítimo del profeta aunque sabe que solo los ignorantes tragarán sus fabulaciones y falsas predicaciones piadosas como guía máximo del islam. Todo es falso en el título del califa del EI, con pretensiones de autoridad religiosa y política sobre toda la comunidad de creyentes, la Umma. Ni es califa, ni es Estado, ni es Islámico. Y a pesar de todo, esta farsa sangrienta tiene una cierta eficacia a la hora de reclutar asesinos y amedrentar y someter a las poblaciones. Pronto se cumplirá un año de la proclamación del califa en la mezquita de Mosul y estos mismos días las tropas califales están entrando en la ciudad iraquí de Ramadi, en el trascendental triángulo sunní donde se juega la estabilidad y quizás incluso los equilibrios políticos que pueden asegurar la pervivencia de Irak. El Estado Islámico está ahora mismo en un duro mano a mano con la alianza creada por Estados Unidos para liquidarlo. Este viernes fue abatido su ?ministro de petróleo?, Abu Sayyaf, en una acción fulgurante aerotransportada de los seals estadounidenses en territorio sirio, una auténtica excepción en la política de ataques aéreos que evita poner botas en tierra. El EI también acaba de perder Tikrit, pero está ganando terreno en cambio en el mencionado triángulo sunnita adyacente a Bagdad. En un año, el EI ha conseguido hacerse con el liderazgo internacional del terrorismo yihadista y situar bajo su autoridad desde las actuaciones de asesinos individuales que actúan aparentemente por su cuenta en Europa o Estados Unidos hasta grupos pre existentes en Asia o Africa, como los violadores y esclavizadores de niñas del nigeriano Boko Haram. Su especialidad, en la que sobresalen respecto a sus hermanos criminales de Al Qaeda, es convocar a jóvenes desnortados de todo el mundo a una yihad internacionalista en la que les seducen con una orgía de mujeres, aventuras y asesinatos en esta tierra y las 72 huríes reglamentarias en la bien cercana vida futura que a buen seguro obtendrán. Parece evidente que defenderse del EI significa liquidar los tres ingredientes de la autoridad que pretende detentar. Si se les echa del territorio donde están asentados, se demuestra ante los musulmanes de todo el mundo que son unos asesinos y no unos creyentes y se elimina al califa, la mitad del problema quedará resuelto. Sí, la mitad: hay otra mitad de actuación política en otros niveles mucho más compleja. Dejemos para otra ocasión la guerra ideológica, que los musulmanes mismos deberán librar y ganar contra quienes quieren convertir su religión en ideología criminal. Para echarles del territorio no bastan probablemente los actuales ataques aéreos, sino que habrá que poner tropas terrestres y no únicamente comandos especiales en actuaciones excepcionales. Esto es lo que más falta ahora, principalmente en la región fronteriza sirio-iraquí donde se halla asentado y se encuentran sus cuarteles generales y sus jerarcas: en territorio iraquí les combate más mal que bien el ejército iraquí y en territorio sirio se enfrenta con ellos nada menos que el ejército de Bachar el Asad, que también combate a las otras guerrillas no adscritas al EI. Queda entonces como objetivo estratégico liquidar al califa y a todos sus posible sucesores, tarea a la que Washington dedica esfuerzos aéreos y, sobre todo, los famosos aviones teledirigidos o drones. Y respecto a su desarrollo, las informaciones son muy confusas y basadas todas en fuentes indirectas, debido a la dificultad de contar con testigos fiables de lo que sucede en el convulso y peligroso territorio dominado por el EI. El califa Al Bagdadi, según algunas fuentes, fue herido gravemente el 18 de marzo en un ataque aéreo cerca de Mosul en Irak. En algún momento se le dio por muerto, aunque otras fuentes aseguran que se halla gravemente herido en la columna vertebral y una pierna. Otros testimonios aseguran que ha sido trasladado de Mosul a Raqqa, en Siria, convertido en un paralítico aunque todavía con capacidad para razonar y dar órdenes. ¿Qué pasa cuando el califa queda incapacitado o muere, aunque sea como es el caso un califa más falso que un duro sevillano? El Consejo Consultivo o Shura del EI ya se ha reunido, siempre según estas fuentes tan volátiles, y ha decidido el nombramiento de un califa adjunto que gobernará en su ausencia o en la medida en que el titular no pueda hacerlo e incluso le sustituirá en el momento en que Al Bagdadi fallezca. Corren cuatro nombres que tienen un inconveniente mayor: ninguno de ellos se ha fabricado una genealogía acorde con la sucesión familiar del profeta. Hay uno, Abu Alaa al-Afari, que tiene además dos inconvenientes: es turkmeno y no árabe, condición imprescindible también para ser califa; y un segundo inconveniente, aun sin confirmar, que puede ser mayor: el ministerio de Defensa de Irak asegura que está muerto, liquidado por su merecido dron. Todas estas conjeturas han quedado en cuarentena con la última hazaña del califa Al Bagdadi: el pasado 14 de mayo, el EI ha dado a conocer la grabación de una larga prédica del siniestro personaje, titulada ?Hacia delante, tanto si es fácil como si es difícil?, llena de referencias y citas coránicas y dedicada, fundamentalmente, a animar a los yihadistas de todo el mundo para que se alisten en el EI. Si el discurso confirma que Al Bagdadi está con vida, la inexistencia de imágenes permite pensar que efectivamente se halla impedido y no puede subirse al púlpito de una mezquita para fabricar una de las piadosas imágenes que estimulan la imaginación legendaria de los yihadistas. Los comentarios que incluye sobre Arabia Saudí o los musulmanes de Birmania, los Rohinga, permite deducir además que se trata de una grabación reciente. La sucesión del califa ha sido históricamente una fuente de problemas e incluso de divisiones sectarias y guerras civiles dentro del islam. Si así sucedió con los primeros y auténticos califas, ¿qué no sucederá con este último, falso y mentiroso, que pretende jugar con la credulidad de los jóvenes musulmanes para enrolarlos en una aventura genocida? Matar al califa y a todos sus hipotéticos sucesores es un objetivo militar de primer orden para quienes combaten al EI, no solo para descabezar la dirección militar de sus tropas sino para liquidar el símbolo del que se han apropiado los terroristas y con el que pretenden dirigirse a los 1.600 millones de musulmanes que hay en el mundo.

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17 de mayo de 2015
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El error de la estelada

El error es serio y tendrá consecuencias. Con los símbolos no se juega y mucho menos cuando se trata de la clase de símbolos que reconocemos como nacionales, que sirven para identificar una comunidad de ciudadanos. Se ha cometido un error con la estelada y quienes lo han cometido, al contrario de lo que puedan pensar los más irreflexivos, no son ni la Junta Electoral Central, que ha exigido su retirada de los locales públicos y de los colegios electorales, ni la entidad privada Sociedad Civil Catalana, que presentó la denuncia por su presencia en los balcones municipales de tres centenares de localidades catalanas. El error de la estelada lo han cometido los plenos municipales, los concejales y los alcaldes que han decidido, en el atolodramiento de su entusiasmo y sin que les frenara la prudencia ni el sentido de la ecuanimidad -no hablemos ya de la legalidad vigente-, situar en el lugar de la bandera de todos la bandera de una parte de la población, la de un partido, vaya. El error de la estelada no es anecdótico y viene de lejos. Son muy interesantes las reacciones bien prudentes de la mayoría de los responsables soberanistas ante la decisión de la Junta Electoral, incluso de una parte de los columnistas y tertulianos más encendidos. Para poder atacar a fondo la resolución o se ha de deformar, como si la prohibición afectara a todos los espacios públicos, o se ha de envolver y confundir con los disparates de los ministros Wert y Fernández Díaz, las sentencias lingüísticas o la hipotético regreso de las corridas de toros, para convertirla así en parte de la gran ofensiva contra Cataluña. No es así. La Junta Electoral Central, con la resolución, y Sociedad Civil Catalana, con la petición, han hecho un buen servicio incluso a quienes desean que las elecciones municipales sean la primera vuelta de las autonómicas y tengan incluso un carácter pre-plebiscitario. Sobre todo si quieren que las sucesivas elecciones tengan credibilidad y valor democrático para el proceso independentista. Sólo los que querrían convertir la ceremonia de las urnas en unas manifestaciones de entusiasmo que desbordaran las normas y las reglas de equidad y de juego limpio entre todos los candidatos y partidos podrían desear que llegara el día de las elecciones con la bandera de un partido en los balcones municipales y en buena lógica también en los colegios electorales, las escuelas públicas o concertadas y en multitud de instalaciones pagadas con los impuestos de todos. Imaginemos qué percepción se daría internacionalmente de la idea de juego limpio que preside el proceso soberanista. El error de la estelada no es anecdótico y viene de lejos. Es de fondo. Recordemos lo que dice la doctrina oficiosa que acompaña su utilización: se trata de la bandera de una insurrección, ahora pacífica, es evidente, pero insurrección al fin y al cabo, con voluntad de romper la legalidad en caso de que convenga. Se levanta cuando comienza el movimiento y no se arria hasta que triunfa, momento en que la bandera de todos, la bandera cuatribarrada desnuda, volverá a ser la única que se utilizará. En su imposición en los locales públicos hay, pues, dos ideas implícitas: una, rompamos ya la legalidad; y dos, esto no hay quien lo pare. En la medida en que haya muchos ayuntamientos que lo hagan, más clara será la ruptura y más irreversible. El error es doble: creer que la comunidad internacional y sobre todo la Unión Europea podrían aceptar un movimiento rupturista, y creer que el proceso es irreversible. El primer error ya se ha ido esclareciendo con el tiempo y hoy hay muy poca gente que crea en una comunidad internacional rendida a los pies de una DUI (declaración unilateral de independencia). El segundo error aún no lo han reconocido todos, pero sí el soberanismo menos cegado por la pasión política: vender que el proceso es irreversible debilita el proceso. Este último error pertenece a la misma clase de errores que las consignas "Ahora o nunca", "Tenemos prisa", "España nos roba", "Ahora es el momento", o todavía más la invención del concepto de unionismo para oponerlo al de soberanismo y de forma mucho más indecente todavía el de dependentismo para oponerlo al independentismo. Como la estelada, estos conceptos crean el espejismo de que convocan y agrupan gracias a la presión que ejercen, pero, de hecho, dividen y inmovilizan. Hay momentos en que hay que elegir entre ser un país o ser una causa. Lo dijo Henry Kissinger muy solemnemente a propósito de Irán, pero me parece que tiene validez universal. La bandera tiene una gran virtud que hay que preservar: no es la bandera de una causa, sino de un país, de una nación que incluye a todos, los que quieren hacer una nueva, los que sólo quieren rehacerla con el conjunto de los españoles y los que quieren que siga tal como está. Se trata de una virtud histórica, símbolo de la capacidad de supervivencia por encima de épocas y de regímenes y de la eficacia del catalanismo a la hora de hacer avanzar las cosas con el entendimiento y el pacto. Imaginemos por un momento que en el lugar de cada estelada hubiera simplemente la bandera catalana. El efecto político, me parece a mí, sería aún más fuerte que esta confusión actual de esteladas azules y estreladas rojas, todas banderas de partido. La estelada no debe tener sitio en los edificios oficiales y en las instalaciones pagadas por todos los contribuyentes. Pero hay que respetar, solo faltaría, a quienes la quieren exhibir públicamente en edificios de su propiedad, en sus automóviles o sobre uno mismo. Pero también hay que recordarles la responsabilidad que significa esta exhibición. Cuanto más esteladas haya sin que después se sigan resultados, mayor será la decepción. Último argumento, para mi gusto definitivo. Todo lo que ha conseguido Cataluña hasta ahora, y es mucho a pesar de lo que digan los derrotistas, se debe a lo que simboliza la señera. No tenemos noticia de que la estelada haya dado algún fruto positivo, pues todo lo que ha dado hasta ahora han sido atolondramientos, fracasos y decepciones.

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16 de mayo de 2015
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Sobre ruedas

Ser de los pequeños de una familia numerosa -el octavo de diez- puede imprimir un carácter entre tenaz y aventurero, y más con un padre militar de carrera que ganó una guerra. Los benjamines siempre acaban escuchando el final de la película, que los mayores se pierden, extraviados en sus fantasiosas urgencias. Pongo imaginariamente a Alberto Fernández Díaz frente al espejo, y su reflejo me devuelve una masculinidad rubia de sonrisa delgada y gesto como de acabar de comer un pomelo; una fusión del rubio de los Pecos con Sete Gibernau, ¿o es de Josep Maria Cullell con dos cuarterones de Antonio Gasset? A fuerza de observar los rasgos del candidato popular a la alcaldía -su mandíbula redonda, los lagrimales muy juntos, que traen un aire casi de ciencia ficción- el parecido con su hermano ministro se desvaneceen el dibujo, pero a la vez permanece en forma de sombra. Los hermanos poderosos siempre han sido codiciados, salvo en política, donde la sombra del nepotismo es heladora. En la gran pantalla, las pistas de Wimbledon o en una junta de accionistas son curiosos, invencibles, envidiables… como Warren Beatty y Shirley McLaine, Venus y Serena Williams o las Koplowitz. Pero en los partidos y las administraciones nunca vendieron bien: de los nefandos hermanos de Guerra a los oscuros deudos de Guindos o Mayor Oreja. Los Fernández Díaz simbolizan dos épocas diferentes, aunque comparten pertenencia y una infancia aragonesa. Más laxo en las formas, municipalista infatigable y pactista irredento, amable pero con prontos. “Tiene un lado visceral”, me cuentan desde su entorno. “Un exotismo que forma parte del paisaje, no chirría en el escenario. Y amortiza sus votos”, me describe uno de mis oráculos periodísticos. Su afición por las motos ha permitido disfrutar de lo lindo a los fotógrafos. Cuentan que, de joven, se pagó su primera Vespa encolando carteles de publicidad por las noches. Mira por dónde, ahora Varoufakis -más Ángel de Prada que del Infierno- universaliza la imagen del político motero por la que Fernández Díaz ha luchado tanto, llegando a presentar una propuesta municipal para que el carril taxi-bus también lo fuera de ciclomotores, y Harley, su pasión. Sempiterno cabeza de cartel pepero y veterano en el Consistorio, Alberto se ha mantenido incólume en su defensa de la ciudad. Hay bandoneón de tango en su historia: austero -vive en la misma casa desde hace 25 años-, forofo del Espanyol, y se casó el año olímpico con una vecina de la escalera, fiel al consejo de algunas madres barcelonesas: “Hijo, cásate con una chica de tu misma calle”: sorpresas, las justas. (La Vanguardia)

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15 de mayo de 2015
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El Boomeran(g)
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