Javier Fernández de Castro
Escribir una novela siempre ha sido una práctica de algo riesgo porque terminarla y publicarla es sólo el principio de una aventura que es lo más parecido a un salto al vacío sin red. No obstante, y aunque la sociología de la literatura tiene registrada una infinita variedad de las quisicosas ocurridas a las novelas y sus autores una vez que ambos se someten al juicio público, no cabe duda que el mayor riesgo de todos es que la novela sea mala sin paliativos. Lo que se dice un patinazo, del que ocasionalmente no se libran ni los maestros.
Antes, cuando las cosas de la literatura las llevaban los profesionales de las letras y no los publicistas se decía que escribir una mala novela costaba siete años de silencio, y es de suponer que se decía porque la experiencia demostraba que ese era el plazo requerido para que los lectores olvidasen la infamia que determinado sautor les endilgó siete años atrás.
José Serralvo, el autor de El niño que se desnudó delante de una webcam muestra el camino hacia un nuevo peligro, pues corre el riesgo de meter al enemigo en casa porque (¡todavía hoy!) existe una invencible tendencia a identificar al autor con su obra y si ese Serralvo sabe tanto de pornografía infantil y pedofilia… Que no se extrañe si a partir de ahora las madres de su escalera corren a poner a salvo a sus niños cada vez que lo vean entrar o salir de casa.
El título, sin ir más lejos, da una cierta idea del contenido de la narración. Pero sólo en lo que se refiere a las primeras páginas, porque según se van sucediendo las situaciones, y con la sola relación de los sucesos narrados se podría escribir un tratado no sólo sobre las prácticas y preferencias pedófilas sino también sobre las perversiones que tales prácticas y preferencias potencian. Aunque en la novela se diga de otra forma, queda claro que la satisfacción sexual (como todo en esta vida) está sometida a las leyes de la termodinámica y más concretamente a la de los rendimientos decrecientes, razón por la cual llegado un momento determinado, y que suele coincidir con la pérdida del sentimiento de novedad y la llegada de la repetición y la monotonía, para conseguir el mismo grado de satisfacción se exige un aumento exponencial de la “práctica”, y ese es un camino irreversible hacia la perversidad.
Lo que hace no sólo legible sino apasionante la lectura de esta historia de un niño que es inducido a las mayores aberraciones y abyecciones por parte de adultos que lo manipulan como quien maneja una marioneta es la notable habilidad del protagonista/narrador para situarse en un terreno que está más allá de la moral, la crónica negra, el reportaje sensacionalista y, menos aún, el testimonio de denuncia. Es un ejercicio de estilo muy meritorio porque la voz narradora va bordeando todo el rato el abismo sin caer nunca en él, o al menos nunca del todo. En parte gracias al humor, pues por raro que parezca hablando de lo que se habla hay golpes de humor estupendos.
En ningún caso se recurre a la autocompasión y menos aún al yo era inocente, yo no sabía, fui engañado, de haberlo sabido… Por descontado que el niño de doce años que cae en manos de un ciberacosador y perversor de menores no tiene ni idea de dónde se está metiendo y, menos aún, de lo que le va a pasar. Pero tampoco es del todo inocente y llegado un momento dado de su desarrollo como persona es tan manipulador como manipulado, o por llevarlo a un terreno mucho más conocido, es tan víctima como verdugo, y éste probablemente sea el aspecto más novedoso e instructivo del trabajo de José Serralvo.
La práctica de la pedofilia no tiene asidero moral alguno porque no es una relación de igualdad ni siquiera cuando hay un cierto grado de consentimiento por parte del débil (por ejemplo respecto a su participación en las fabulosas sumas de dinero que mueve ese negocio). Pero si la práctica en sí carece de apoyatura moral es porque, como dice el protagonista/narrador, la pedofilia es “la expresión de la sexualidad de un adulto deshumanizado que contribuye a deshumanizar a un niño”. Objetivar al niño, deshumanizarlo, es la coartada perfecta para justificar las mayores iniquidades. Pero también es la vía hacia la destrucción del deshumanizador porque está creando monstruos que terminarán manipulándolo a él: son los dueños de su placer y su única vía de satisfacción, y qué mejor definición del verdugo.
Pero si la narración capta la atención del lector y no la suelta hasta el final es porque José Serralvo pone continuamente en juego recursos muy variados y que vienen directamente de Nabokov, David Foster Wallace, entre otros, pero también vías narrativas tan paralelas, atractivas y ricas como pueda ser una historia de amor. Peculiar, como todo, pero amor.
El niño que se desnudó delante de una webcam
José Serralvo
Los libros del Lince.