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Todo el amor del mundo, pero exiliado

El exilio es un concepto clave en la vida del filósofo y escritor Albert Camus (Mondovi, actual Dreán, Argelia francesa, 1913-Villeblin, Francia, 1960) y de la actriz María Victoria Casares (La Coruña, 1922-Alloue, Francia, 1996). Lo es también para la sublime historia de amor a la que juntos dieron forma. Como si el hecho de ser desprendidos del lugar en el que nacieron les condenara a una duplicidad vital: la vida truncada que, sin embargo, no deja nunca de desarrollarse; y la responsabilidad de vivir la existencia que el azar, el destino, la providencia o el absurdo les ha impuesto.

Palabras como ‘exilio’, ‘destierro’, ‘desierto’, ‘mar’ u ‘océano’ aparecen con frecuencia en la arrebatadora correspondencia entre el premio Nobel de Literatura y la que fue considerada como una de las intérpretes teatrales y cinematográficas más importantes del siglo XX, de quien a finales de 2022 se conmemoró el centenario de su nacimiento. De la misma manera que ella, hija de Santiago Casares Quiroga, ministro y jefe de Gobierno bajo la presidencia de Manuel Azaña, se vio obligada a exiliarse con su madre en Francia en 1936, a los catorce años; y a él la inestabilidad y la miseria de la Argelia en la que nació lo llevaron a la capital francesa, su amor está imposibilitado para desarrollarse en ningún otro territorio que no sea la imaginación, el deseo, el pensamiento y la escritura de estas cartas. Las publica la editorial Debate, con texto establecido por Béatrice Vaillant y traducción de María Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego. Es en estos escritos donde la relación se hace más fuerte, donde adquiere todos los significados que la convierten en una fuente de energía y motor para la existencia de dos personas convertidas en leyenda.

Se han recopilado un total de 865 misivas, además de apuntes y anotaciones de cuadernos. La primera es una nota breve que él le dirige a ella para concretar un encuentro. Está datada en junio de 1944. El día 6 de ese mes habían coincidido en una lectura dramatizada, cuando María Casares era exalumna de la Escuela de Arte Dramático y había sido contratada por el teatro de Les Mathurins para actuar en El malentendido, de Camus. Desde 1942, él se encuentra separado de su mujer, Francine Faure, que es maestra en Orán y no ha podido viajar a París por la ocupación alemana. A finales de 1944, Francine regresa, María se aleja, y, en octubre, Camus escribe una desgarradora carta en la que se despide de la joven actriz pidiéndole «Que no se te olvide ser grande» y deseando «que mi amor te proteja». Dos años después la pareja vuelve a coincidir, de nuevo un 6 de junio, y retoman su relación, que ya no se vería interrumpida hasta la muerte, el 4 de enero de 1960, en un accidente de coche del autor de La peste. La última misiva es del 30 de diciembre de 1959: «Bueno. Última carta. Solo para decirte que llego el martes por carretera; subo con los Gallimard el lunes (pasan por aquí el viernes)».

La relación amorosa a la que le costaba ocupar una posición prioritaria en el acontecer del día a día de los dos personajes, parece ser, sin embargo, lo único que da sentido a sus vidas. Los escritos de ella permiten entender con qué pasión la actriz era capaz de desterrarse de sí misma para ser poseída por los sentimientos de los personajes que interpretaba. Acudimos con ella, noche tras noche a su representación de Dora en Los justos, de Camus, al raudal emocional que no controla al ser la portadora de un mensaje universal, pero también a los ataques de risa que se contagian entre los intérpretes sobre el escenario. Se muestra un temperamento desbordante, de una punzante ironía y de un gran talento para la escritura.

Las cartas, en su mayoría, están redactadas durante las separaciones a que obligan los retiros de él en zonas con climas propicios para tratar su tuberculosis, o bien durante las giras profesionales que cada uno ha de realizar por sus respectivas profesiones. Para no distanciarse, se obligan a escribirse cada día, compromiso que cumplirán los primeros de los casi dieciséis años que duró su relación. Ninguno de los dos es indiferente a cuanto sucede a su alrededor. Además de conocer la actividad cultural de la ciudad, podemos saber cómo respira el París de los cincuenta, con huelgas que conseguían paralizar la capital; el clima prebélico con la omnipresente amenaza de la bomba de hidrógeno, o las presiones del Partido Comunista para conseguir adhesiones a sus manifiestos entre los escritores, directores, dramaturgos y actores.

Ella deja constancia de su contacto frecuente con movimientos de republicanos españoles, incluso con Juan Negrín, quien fuera presidente del gobierno de la Segunda República. También aparecen asociaciones e iniciativas de apoyo a los represaliados por el franquismo que cuentan con el apoyo y la admiración de Camus, con ascendencia familiar española. Otros conflictos, como la situación política y social en Argelia o su enfrentamiento con la intelligentsia francesa, pertenecen más íntimamente al escritor, aunque no deja de compartirlos con su amante. Los dos sufren crisis anímicas y nerviosas, lagunas de fe en su trabajo y en la creación, pero también somos testigos de la culminación de la carrera de ella, a la que seguimos en sus giras por América, Europa, la URSS y el norte de África con el Théâtre National Populaire; así como de la consagración y la recepción de los libros de él, considerado uno de los principales representantes de la filosofía del absurdo, con la concesión del Nobel en 1957. No faltan tampoco los celos, las ausencias tan absorbentes como los encuentros de los amantes, o los respectivos flirteos con otras personas. A Camus se le atribuyen, además, en los últimos años de su vida, relaciones con la actriz Catherine Sellers y con la danesa Mette Ivers.

La correspondencia fue publicada en Francia en 2017 por la editorial Gallimard, el sello habitual de Camus, supervisadas por su hija, Catherine –gemela de Jean, el otro hijo del escritor–. Se las había vendido Casares y la hija del Nobel se decidió a publicarlas para evitar que se difundiera una copia no autorizada que alguien había conseguido en el entierro de la celebérrima actriz.

No todos los seres humanos están llamados para el heroísmo, ni a convertirse en leyenda o receptáculo de «todo el amor del mundo». Por suerte, para asomarse a esos abismos, la literatura propicia construcciones apabullantes como esta.

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10 de abril de 2023
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La nueva edad de la fe

En Opresión y resistencia, sus escritos contra el totalitarismo, George Orwell previene contra las distopias que se incuban en el mundo moderno, entre ellas lo que llama “la edad de la fe”, que sobreviene cuando se pretende el control moral de las expresiones libres, la primera de ellas la creación literaria.  Para que la edad de la fe se establezca no hace falta vivir en un país totalitario; es suficiente que “bastas esferas de la imaginación se ven afectadas por las creencias oficiales”, o que estas sean decretadas por sectores de la sociedad capaces de ejercer control intelectual.

Orwell previno contra el pensamiento único basado en premisas políticas, pero no alcanzó a adivinar que en el siglo veintiuno “la edad de la fe” estaría determinada por el puritanismo, que en Estados Unidos rige la conducta social, y vigila celosamente la ortodoxia de las expresiones culturales.

Esto ha sido así a lo largo de su historia, desde la llegada de los pilgrims a las costas de Nueva Inglaterra, como nos lo enseña Nathaniel Hawthorne en La letra escarlata; pero hoy el puritanismo vive un periodo de resurrección, y guía la nueva edad de la fe, bajo la amenaza de volverse global. Y va desde la censura y la supresión, hasta la prohibición y la cancelación. Una renovada fe, intransigente y cerrada, que alcanza tanto a la derecha como a la izquierda.

Si Orwell prevenía de que el orden totalitario pretende la reescritura del pasado, en esta nueva edad de la fe se pretende la reescritura tanto de la realidad, como de la imaginación. Y como hay que rescribir los libros que ofenden determinadas sensibilidades, no importa la antigüedad de su publicación, esto implica también reescribir el pasado. Es lo que la filósofa Rosa María Rodríguez Magda llama “la blanda sensibilidad indignada…: no se pretende modificar la realidad, sino inventarla, corregirla también retrospectivamente, y forzar el asentimiento público y legal de esa depuración: la nueva normalidad como psicosis colectiva de la corrección política”.

Desde hace muchos años se ejerce en el llamado cinturón bíblico en Estados Unidos un férreo control de la lectura en las bibliotecas públicas y escolares, con una conspicua lista de libros prohibidos que incluye a William Faulkner y a Toni Morrison, entre otros, y donde no puede leerse nada que desafíe la tesis creacionista, con lo que Darwin viene a ser un engendro del demonio. En el estado de la Florida, las juntas escolares asumen la potestad de vigilar que no entre en las aulas ningún libro “de naturaleza explícita que enseñe a los niños sobre orientación sexual y la identidad de género”,

Pero la pureza moral viene a ser abonada desde el otro lado del espectro, con el surgimiento de la cultura woke, que forma parte también de la edad de la fe. Desde esta perspectiva se demanda la modificación de las obras literarias para que sean adaptadas a “las sensibilidades políticamente correctas”. Ni Roald Dahl, ni Agatha Christie, ni Ian Fleming, con los que se ha empezado, pueden alegar nada en contra de la implacable censura de sus obras desde el silencio de sus tumbas. Para esta tarea las editoriales se asesoran de un “comité de lectores sensibles”; o sea, un santo tribunal de la inquisición.

Toda referencia, palabra o frase que evoque el colonialismo, el racismo, el machismo, la misoginia, debe ser suprimida, alterada o cambiada por expresiones neutras o benévolas. La escritura sin mancha ni suciedad, lavada con detergente y bien aplanchada. Un mundo insulso de personajes inocentes, despojados de la gracia de la culpa.

Está bien, se dirá, son autores que no encarnan la verdadera literatura, autores de consumo masivo, James Bond, el intrascendente inspector Poirot. ¿Qué más da? Pues ojo que en un colegio de secundaria en Manhattan fue cancelada no hace mucho una puesta de El mercader de Venecia, “debido al carácter antisemita” de la obra. De un lado Shakespeare por antisemita en Manhattan; del otro Dickens, en el sur profundo, porque sus novelas resultan “perturbadoras” por su descarnada exposición del delito incubado en la miseria.

Si ya se empezó con sacar del escenario El mercader de Venecia, pronto llegaremos a ver Macbeth y El rey Lear depuradas para librarlas de toda alusión capaz de indignar a las blandas sensibilidades. Y corregir a Shakespeare será corregir el pasado, hacer potable la época isabelina para tranquilidad de las buenas conciencias.

Y detrás vendrá Rabelais para convertir a Gargantúa y Pantagruel en personajes comedidos. Y no se librará tampoco Cervantes. El lápiz rojo caerá implacable sobre la escena en que don Quijote queda haciendo penitencia cabeza abajo, con las nalgas al aire, que no está bien enseñar las partes pudendas del cuerpo; y las tantas veces que Sancho dice hideputa, borradas también, y condenado el mismo Sancho por antisemita, ¿pues, no dice: “y cuando otra cosa no tuviese sino el creer, como siempre creo, firme y verdaderamente en Dios y en todo aquello que tiene y cree la santa Iglesia Católica Romana, y el ser enemigo mortal, como lo soy, de los judíos, debían los historiadores tener misericordia de mí y tratarme bien en sus escritos?”.

El Gran Hermano te vigila.

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10 de abril de 2023

Suplemento Cultura|s, La Vanguardia. Edición impresa (8-04-2023)

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Baudelaire, periodista cultural

Los escritos de Baudelaire sobre arte, literatura y música podrían haberse resca­tado como una reliquia cultural, pero la antología se lee como una irónica interpe­lación a nuestra época. Sorprende comprobar que los 150 años transcurridos desde su publicación en diferentes periódicos y revistas no hayan hecho caducar las amonestaciones del poeta maldito y auspicien su extraña y ardiente actualidad. Una actualidad inmóvil, idéntica, paralizada, indiferente a los espantajos del progreso y la evolución.

Al margen entonces del reloj (“Dios espantoso, siniestro e impasible”) Baudelaire llevará de la mano al lector de nuestros días por los Salones, imprentas y teatros del viejo París y también por los pasajes de una mentalidad enquistada en sí misma y atrapada en la feliz complacencia de su arrogante estupidez.

Nos dice Baudelaire en su diatriba contra la escuela pagana que todo niño sobreexcitado que oiga hablar sin cesar de gloria y de goce, cuyos sentidos sean a diario acariciados, irritados, asustados, encendidos o satisfechos se convertirá en el más desgraciado de los hombres.

En su apología de Víctor Hugo, celebrando la densidad hiperbólica de sus personajes, Baudelaire lamenta que vaya creciendo a la sombra de estos gigantes la tendencia sermoneadora, pedantesca y didáctica de las novelas.

Al celebrar el artículo que Saint-Beuve dedicó a la Academie Française, renueva el desdén por los intrigantes que la gobiernan y por los políticos que vienen vergonzosamente a robar el sillón que se le debe a un pobre hombre de letras.

Baudelaire advierte que el poeta no se debe a la república, ni a la monarquía absoluta ni a la monarquía constitucional. Denuncia la alianza adúltera establecida entre la escuela literaria y la política y reclama para el arte la potestad destemplada del genio que a nadie da cuentas. No desperdicia la ocasión de aludir a Heine y a su literatura podrida de sentimentalismo materialista.

Será suficiente este breve balance –niños adulados (¡sin IPhone aún!) y hombres desquiciados, poetas serviles, instituciones amañadas y novelas puritanas– para reconocer en la voz de Baudelaire el soniquete del gemido contemporáneo.

El lector recordará que los escritos de Baudelaire recogidos en este volumen fueron publicados sin el aura que la posteridad concedió al autor de Las flores del mal y que sus ácidos juicios le acarreaban la consecuente inquina de sus adversarios. Señalar la tontería del gentío, la verborrea de los oradores o la pomposa ridiculez de los literatos no le proporcionaba afecto precisamente.

Su conocimiento de Manet y Delacroix, de Flaubert, Balzac y Víctor Hugo, tan sagazmente penetrados y comprendidos en este volumen, lo autorizaba a comportarse como un crítico inclemente, enervado por la mediocridad, la impostura y la falsificación de los valores estéticos.

Anticipándose a Charles de Gaulle, Baudelaire ya supo ver que en Estados Unidos gobernaba la tiranía cruel e inexorable de la opinión y que sus ciudadanos padecían esa fe envanecida e ingenua por la omnipotencia de la industria. También pudo prever la figura de los “filósofos zoócratas” que han americanizado al dócil hombrecito europeo.

Su encomio de Edgar Allan Poe, como traductor y prologuista de su obra, le permite compartir la enérgica refutación de la “gran herejía de los tiempos modernos” y celebrar con veneración a este escritor visionario, “azotado sin piedad por el Ángel ciego de la expiación”, poeta, narrador y filósofo, iluminado y sabio. “¿Por qué no confesar –dice Baudelaire– el placer de presentarles a un hombre que se parece un poco a mí?”

Los escritos de nuestro autor recorren los libros y pinturas de su siglo con meticulosa lucidez, revelando la profundidad de sus logros artísticos y consagrando su integridad estética. Baudelaire, libre de la coerción invisible y de la obediencia voluntaria que la modernidad ha injertado en la ciudadanía, heredero de una inteligencia que no se deja hipnotizar por las candilejas del espectáculo, nunca cultivó la empalagosa adulación del lector.

En diferentes momentos de la antología se oye su insistente evocación como un presagio: “¡Ojalá que la religión y la filosofía puedan acudir algún día, como obligadas por el grito de un desesperado!”.

Retrato del artista intratable Charles Baudelaire nace en París en 1821 y muere en la misma ciudad a los 46 años. Tras las restauraciones monárquicas y las barricadas revolucionarias que agitaron el XIX francés, aparecen ‘Las flores del Mal’ (1857), ‘Los paraísos artificiales' (1860), ‘Los despojos’ (1866) y ‘El spleen de París’ (1869). Contemporáneo de Balzac, Flaubert y Víctor Hugo, su poética sacudió al mismo tiempo las convenciones literarias y las presunciones morales. En realidad, su obscenidad, que concitó acusaciones, procesos y censuras y consagró la figura del artista intratable, fue la enervada alegoría de la incipiente modernidad.

Reseña del libro: Escritos sobre arte, literatura y música (1845-1866), de Charles Baudelaire (Acantilado, 2022)

Publicado en Cultura|s de La Vanguardia

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9 de abril de 2023
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No uno, sino dos

 

En una ocasión, Robert Graves coincidió con el gran T.E. Lawrence, más conocido como Lawrence de Arabia, y hablaron de poesía. El coronel mostró un interés notable por los poetas de la época, como el propio Graves, y confesó tenerles mucha envidia porque estaba convencido de que guardaban un secreto que él quería conocer y aprovechar. “Lawrence pensaba que el secreto de los poetas era una maestría técnica de las palabras, más que un modo particular de vivir y pensar”, escribió Graves. Y, por lo tanto, siendo un secreto técnico, podía aprenderse y poner en uso. Esta ha sido, desde la antigüedad, una divisoria típica de los poetas, aquellos que son maestros del lenguaje, como Keats, y los que sobresalen por su inspirada y sombría existencia, como Byron.

Poetas hay pocos y en nuestro tiempo aún menos, ni siquiera creo que deba hablarse de la poesía, pero yo tengo ahora encima de la mesa dos gruesos volúmenes de quinientas páginas cada uno que resumen la vida entera de dos grandes escritores. Uno se llama Jon Juaristi y el libro Derrotero reúne sus poemas de 1969 a 2022 (Renacimiento). El otro se llama Francisco Ferrer Lerín y el libro, titulado más convencionalmente Poesía reunida (Tusquets), también recoge toda la obra desde 1969. He aquí dos vidas que coinciden en el cuidado de las palabras y han conocido la misma época. Dos perfectos y atemporales firmamentos. En cualquier país civilizado tendrían ya, por lo menos, una calle.

El título del libro de Juaristi, Derrotero, da una pista sobre su mundo porque es, en efecto, una guía de navegación, pero también una colección de derrotas. Su poesía es irónica, distanciada, sin esperanza, sin convencimiento, humorística, a veces sarcástica y esconde bajo el disfraz de la humildad una audacia suicida. El coronel Lawrence lo habría puesto junto a los maestros técnicos, porque sus poemas, exquisitamente construidos, son un prodigio de exactitud lingüística.

Ferrer Lerín seguramente cuadraría con los que antes dije que eran particulares por su pensamiento y por su vida. La vida de Lerín es una obra de arte que debe consultarse en su página de internet. Se encontrarán en ella todos los ingredientes de la novela negra: asesinatos sexuales, espionaje, juego de naipe bajo nubes de tabaco, retiro salvaje, todo ello cernido por el anillo celeste de los buitres.

Si el mundo de Juaristi es un perfecto modelo moral, un juicio (severo) sobre nuestra existencia tan amada como denostada desde los clásicos latinos, el de Lerín es perfectamente amoral, un mundo de mentiras, caricaturas, historias obscenas: un mundo moderno. Bien podríamos decir que están presentes los dos poetas de la tradición europea, el clásico y el romántico, el que mira desde la altura los movimientos de las hormigas humanas y el que se hunde en una desesperación que sólo es posible expresar mediante el uso surreal del lenguaje.

Hay muy pocos poetas, pero he tenido la suerte de conocer a dos de los que todavía viven, de modo que puedo asegurar su honradez. No quiero hablar de poesía, pero me gustaría ser como esos buhoneros que van por los pueblos con una borrica en cuyas alforjas llevan remedios contra el dolor de muelas, el dolor de cabeza, el dolor reumático y el dolor de la vida. Iría yo mostrando a grandes gritos estos libros y animando a la gente a que los comprara para evitar mayores daños y suavizar los incurables. Son dos universos densos, sólidos, maravillosamente escritos y juzgados. ¡Y aún no tienen ni una calle…!

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4 de abril de 2023
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Yishai Sarid: Israel y el trauma de militarizar a toda una sociedad

Tras la inquietante 'El monstruo de la memoria', Yishai Sarid nos adentra en el complejo clima social del Israel actual a través del debate sobre la implacable movilización bélica del país

Uno de los colores omnipresentes en el paisaje de Israel es el verde oliva de los uniformes que llevan chicos y chicas cuando hacen el servicio militar obligatorio, del que están exentos ortodoxos y árabes israelíes. No hace falta acercarse a los puestos de control para distinguirlos, pues se mezclan con el tejido de la vida cotidiana: ametralladora en ristre y petate en bandolera, están en autobuses de línea, en colas de supermercados, en estaciones de servicio. En un país en estado de alerta permanente desde hace décadas, el ejército se ha erigido como una de sus instituciones centrales, y el servicio militar es un rito de paso que incluye el permiso para matar. Para que el dedo sea capaz de apretar el gatillo, la mano de hundir el cuchillo o de lanzar una granada, se debe forzar la resistencia de un cerrojo interior hasta quebrarla.

Como explica Dave Grossman en El coste psicológico de aprender a matar en la guerra y en la sociedad (Melusina, 2019), se ha constatado en estudios sobre la Segunda Guerra Mundial que la gran mayoría de soldados no disparaban a matar. En la guerra de Vietnam, sin embargo, ya se había logrado invertir esa realidad. He ahí el resultado de aplicar la psicología a la maquinaria militar.

Aprender a matar a cualquier precio

Y a eso se ocupa, con entrega y fascinación, Abigail, teniente coronel del ejército que ejerce como terapeuta, con lo que se ha ganado una puerta de entrada al alma de las fuerzas armadas. Además, es hija de un psicólogo con un cáncer terminal cuyos pacientes son mayoritariamente excombatientes con trastorno de estrés postraumático. Padre e hija tienen visiones opuestas sobre la psicología: si para el primero el objetivo es curar el trauma -en la invasión del Líbano de 1982 el número de bajas psiquiátricas doblaba el de muertos: recuérdese el documental de animación Vals con Bashir-, para la segunda "no hay nada que dañe más la salud mental que la derrota". En otras palabras, lo prioritario es "hacer de los soldados mejores combatientes", para que puedan "matar con mayor facilidad», libres de remordimientos, culpa o miedo".

Victoriosa compone un potente díptico con la novela precedente de Yishai Sarid (Tel Aviv, 1965), El monstruo de la memoria (Sigilo, 2020), para adentrarnos en el clima social y político del Israel contemporáneo, guiado por la lección envenenada del Holocausto, que consiste en el deber de ser una nación fuerte capaz de defender a sus hijos a cualquier precio, un imperativo que es una carga para las nuevas generaciones. Esto se lo oí decir al propio Sarid en un festival en Jerusalén hace años, cuando se cumplía el cincuenta aniversario de la Nakba, y en el episodio quince se cuelan las protestas en la frontera con Gaza durante esa efeméride a través de la mirilla de los francotiradores israelíes.

Con el fin de mantener viva esa predisposición a matar hay que cultivar un relato radicalizado que, en manos de políticos extremistas, tiene efectos desastrosos. Tanto en esta novela como en la previa, tenemos a un narrador en primera persona que ejerce de instructor, lo que proporciona los mimbres para un debate entre distintos puntos de vista. Si en la anterior nos hablaba un joven historiador que trabajaba de guía en los campos de concentración nazis, aquí Abigail imparte charlas a soldados y mandos. "Mido desde arriba las penurias, el estrés, los amagos de abandono, como una ingeniera del espíritu", dice, sabiendo que sin la manipulación no existirían los ejércitos. La palabra hebrea del título es, además de adjetivo, el sustantivo para designar a un "director de orquesta".

El dolor en carne propia

Sarid, abogado de profesión y con experiencia en inteligencia militar, sabe llevar al límite los argumentos de unos y otros. Uno de los aciertos de la novela es que la guerra siempre aparece lejana -la acción se desarrolla en aulas, campos de entrenamiento, casernas, hospitales, etc.-, y el "enemigo"» sin rostro es un requisito necesario para la anestesia moral: los árabes son "objetivos", "terroristas", "alborotadores", "los malos". Tal es la burbuja donde crecen estos adolescentes y donde aprenden que hay quien "merece morir". Un alto mando le pregunta cómo se puede conseguir que interioricen el acto de matar los jóvenes, más "delicados y blandengues", absorbidos por las pantallas: "esos niños ya casi no juegan en el patio ni se pegan. Su barrio está en el teléfono móvil, todo es simbólico, el mundo real apenas existe".

Al final, todo cuanto rodea a Abigail, madre soltera por decisión propia, tiene que ver con el ejército: el padre de su hijo Shaúli (jefe del Estado Mayor), sus amistades y los pacientes, y así sigue siendo cuando retoma la vida civil. La protagonista es tan atractiva como desconcertante: ¿un producto de la cultura militarista? Está fascinada por los casos anómalos de quienes matan sin remordimientos, y no es fortuito que tenga la libido tan activa, como un reflejo de esos dos instintos fundamentales, Eros y Tánatos, en constante oposición.

Tampoco es casual que al inicio de la novela se sitúe a Shaúli en ese proceso de (de)formación militar. Como hijo único no está obligado a ir al frente y, aun así, va, víctima de las expectativas maternas y su glorificación de la fortaleza. Ella lo ve así: "ha entendido que sólo estás dispuesta a soportar a los valientes, a los duros, que te repugnan las personas débiles". Desde entonces nos quedamos en vilo, expectantes ante cuál será la reacción de Abigail cuando tenga que lidiar con el dolor en su propia carne por medio de su hijo. Sarid vuelve a meter el dedo en la llaga con esta reflexión sobre el papel del ejército en la deriva de su país.

Una herida nunca sanada

Aunque alcanzó el éxito internacional con su segundo libro, Limassol, fue su anterior obra, El monstruo de la memoria, la que ha hecho de Sarid uno de los grandes narradores israeslíes. "Quise escribir una historia sobre la naturaleza de la memoria. Pensar cómo recordamos hoy día la Shoah, cómo esa memoria influencia nuestra vida y cómo es manipulada por aquellos en el poder", ha contado sobre esta novela escrita en forma de carta dirigida al director de Yad Vashem, el instituto israelí encargado de la preservación de la memoria del Holocausto. "El trauma nunca fue tratado ni sanado, nos sigue persiguiendo".

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30 de marzo de 2023
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El aforista ante el abismo

 

Si todos habíamos sido expulsados del paraíso, todos recordaríamos sobre todo una frase; la de la expulsión, pensé, dándole la razón a Ramón Eder.

 

Primero fui cruzando de un lado a otro el pueblo por la calle principal, que va discurriendo entre pasadizos y arcos sobre los que se alzan las casas. A intervalos podía ver el mar entre los edificios, pero si dirigía la vista hacia la izquierda veía los tejados y la frondosa montaña, que caía en picado sobre el pueblo como un jardín vertical. Dejé atrás los últimos embarcaderos y las escaleras oscilantes que descendían hasta el agua, y aún tuve que cruzar los soportales y los arcos que sostenían un último edificio para acceder a una especie de avenida, de aproximadamente medio kilómetro, cuyo recodo izquierdo limitaba con el acantilado, bajo el que se agitaba el agua. Dejé atrás la avenida y continué por la carretera del acantilado hasta que vi la casa que buscaba, alzándose por encima de uno de los arcos de una antigua fortaleza ya demolida. Una casa inmensamente azotada por los vientos invernales, que quizá los atraía como un pararrayos al rayo; una casa en la que notar las palpitaciones más severas de la tierra y el agua, y al mismo tiempo sentirse a resguardo tras sus cristales dobles, resistentes al granizo y a las gaviotas que se estrellan en días de niebla contra los ventanales. Una casa para escribir aforismos con el rigor de Sísifo subiendo la piedra y dejándola caer. El anfitrión no salió a recibirme el primero, cuando llamé a la puerta del jardín delantero, fueron dos perros negros los que acudieron a mi. No me ladraron y en cuanto el anfitrión abrió la puerta saltaron para abrazarme y celebrar mi llegada. Eran alegres y apasionados. – Hola, Ramón. – Entra, amigo, que la lluvia me ha prometido que va a continuar todo el día. – ¡Qué contrariedad! – No aquí, donde la lluvia está absolutamente normalizada y forma parte de la naturaleza del lugar. Ya en el salón de la casa, Ramón me ofreció un whisky. Mientras lo tomaba, estuve contemplando junto a él el panorama desde la galería ubicada en el centro de la casa. La vista de todo el círculo de agua abriéndose al mar por un estrecho entre dos cúmulos de rocas agrandaba el alma y a la vez la achicaba. Desde allí Ramón me condujo hasta el cuarto donde leía y escribía. Me agradó su austeridad. No había imágenes, no había fetiches, no había estampas evasivas: bastaba con lo que se veía desde la ventana. El whisky era excelente y me sentó bien. Mientras lo tomaba recordé que Martin Amis decía que solo un anfitrión de mucha clase podía ofrecerte un whisky a las once de la mañana. – Aquí trabajo –me dijo, y era como si dijera: “Aquí me sumerjo en el fondo de la existencia, aquí respiro mientras cae la noche, aquí vigilo el aliento de Dios.” Pero en lugar de eso comentó-: En este mismo cuarto meditó en otro tiempo Victor Hugo, y en este mismo cuarto meditó más tarde un asesino. En todo lugar más o menos preservado se ha refugiado lo mejor y lo peor. ¿Nos damos una vuelta por el pueblo? Y la dimos. Estuvimos primero en una plaza que daba al mar. Su suelo barnizado por la lluvia semejaba una continuación del agua y parecía hecho de la misma sustancia líquida. Era como estar sentado sobre la superficie misma de un lago de estaño y amianto. Allí nos subimos a un pequeño barco que llaman “la motora”, y que antes llamaban “el gasolino”, y nos deslizamos hasta Pasajes de San Pedro, al otro lado del círculo de agua, en una de cuyas tabernas estuvimos bebiendo sidra y comiendo pescado. Mientras lo hacíamos, Ramón me dijo: – Hace tiempo que no viajo por el mundo. Ahora viajo por mí mismo. Cuando viajas por ti mismo encuentras puertos que no esperabas, arrecifes que desconocías, desiertos cuya existencia ignorabas, mares bravíos, grutas, caminos, senderos, precipicios, bosques que estaban en ti pero que o bien no los habías visitado nunca o bien no los visitabas desde el instante mismo en que se hundieron en el pantano de aguas movedizas de la memoria. Verás, quiero emplear el tiempo que me queda para ahondar un poco en la condición humana, empezando por mi propia condición. Pasajes de San Juan es un buen lugar para las almas que ya no le tienen miedo a sus propios monstruos. Algunas tardes de niebla parece un puerto de otra dimensión que te conduce al Sutra del Diamante: el mundo es no mundo. – ¿Cuál es el mejor aforismo que ha salido de tu cabeza? – Juraría que el que dice que nadie olvida la frase con la que fue expulsado del paraíso. La sentencia cayó sobre mi cabeza como un dictamen. Si todos habíamos sido expulsados del paraíso, todos recordaríamos sobre todo una frase; la de la expulsión, pensé, dándole la razón a Eder. – ¿Ves a mucha gente? – Sólo a la suficiente. Hace tiempo que me persigue un tipo de generosidad muy especial… – ¿A qué clase de generosidad te refieres? – A esa que consiste en regalar tu ausencia. Los dos nos echamos a reír. Fue una tarde alegre y a la vez dramática la que pasé con Ramón, y digo dramática porque Ramón suele dar a sus palabras cierto tono que nunca llega a ser trágico pero que parece lleno de gravedad. A media tarde regresamos a Pasajes de San Juan y estuvimos en una de las casas en las que se hospedó Victor Hugo cuando visitó el pueblo. A la entrada, nos salió al paso un señor que parecía regentar la casa. El hombre tosía y nos miraba como si estuviera a punto de hacernos una revelación sin precedentes. Ramón me apartó de él y nos perdimos entre las sombras de la casa, chocando con muebles venerables que no siempre cuadraban con la época. Refiriéndose al señor con el que acabábamos de hablar, y que seguía nuestros pasos desde el vestíbulo en penumbra, me dijo: – Es un pobre loco que a veces suplanta al encargado del lugar para que le den una propina. Se cree la encarnación de Victor. – ¿Víctor? – Víctor Hugo, quiero decir. – Perdona, no sabía que tratabas al escritor francés de forma tan familiar. – Aquí lo queremos mucho y lo solemos llamar irónicamente así. Nadie ha hablando con tanta autoridad y tanta buena fe de Pasajes de San Juan. ¿Nos vamos? Nos fuimos tras darle una propina al hombre de la sonrisa piadosa y los andares finos que decía regentar la casa, y estuvimos paseando por el pueblo. Cerca de la iglesia, en una calle dominada por una higuera y que concluía en el mar, vimos a una chica bailando sola y la aplaudimos. Luego estuvimos cenando en un restaurante del pueblo cuyos ventanales daban al puerto. Allí Ramón me dijo: – Pasajes de San Juan tiene una intimidad con el agua difícil de relatar. Fíjate lo cerca que están las casas del mar. Más que tocarlo lo besan. Parece la región de las casas flotantes. Le di la razón y me sorprendió que a las tres de la mañana hubiese cierta vida en la calle principal, y es que en los trozos de la calle limitados por el pretil que da al mar se iban sucediendo los pescadores con sus cañas, conformando una alegre y apacible cofradía que me desconcertó. Al día siguiente, poco después de despertarme en la fonda junto al agua donde me hospedaba, recordé un aforismo de Eder que dice: “La alegría convierte el caos en un cosmos”. Ahora comprobaba su verdad. Llevaba días sumergido en la confusión y de pronto, la alegría de hallarme en Pasajes tras haber conversado con Ramón me ordenaba de otra forma las ideas, tornándolas más armónicas las unas con las otras. Abrí el libro de Eder que llevaba conmigo, La vida ondulante, y pensé que su título se conjugaba bien con el mundo de Pasajes, tan ondulante como sus aforismos que, como diría el mismo Eder, no sirven para nada, “excepto para darle sentido a las cosas”, excepto para alegrarte el día, excepto para dejarte a las puerta de alguna revelación, excepto para provocarte la suave sonrisa de la ironía, excepto para estimular el duende del ingenio, excepto para ver estallidos de luz que van jalonando la oscuridad, excepto para sentir continuas chispas de humor en medio del purgatorio, en medio de la soledad, en medio de la oscilación, en medio de la ondulación de Pasajes de San Juan. Había un rumor de aves y barcas envolviendo el invierno cuando abandoné el pueblo comprendiendo por qué Ramón Eder lo había elegido para explorar los abismos más profundos, “que son los interiores”, como dice en uno de sus últimos aforismos.

 

Revista Claves  (marzo-abril 2023)



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29 de marzo de 2023
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De plaza España

 

Yo venía de plaza España, o de sus alrededores. Caminaba rápido. Quería llegar, antes de que anocheciera, al cruce con la calle Logopedia. No porque me esperaran o por ver imperiosamente a alguien, sino por no perder el último tren al pueblo de Galisteo donde entonces yo vivía. La distancia era mayor de lo que pensaba y temí no llegar a tiempo. Maldije haberme apartado tanto del centro y, además, no era capaz de recordar cuál había sido el motivo. Visitaba, en aquellos años, los solares vacíos a observar lagartijas, pero en esa zona no había solares, tan apiñadas estaban las casas y tan apiñados los corrales cercanos al matadero. Quizá faltaran aún diez o doce manzanas y, de repente, un coche descapotable se detiene y su conductora se dirige a mí diciendo, casi gritando, “¡Fernando, Fernando!, ¿te llevo pues?”. Entonces aún no me llamaba Fernando pero vi en el ofrecimiento una solución a mi grave problema. La conductora, Laurita, preguntó “¿adónde vamos?”, y yo intentando aprovecharme de la situación contesté “por favor al pueblo de Galisteo”. Puntualizó ella, “hasta el pueblo no que allí están mi madre y mi esposo Partos, pero puedo dejarte a unos metros de la entrada”. Dije que de acuerdo y entonces me di cuenta que conocía a Laurita, que era famosa por disponer de madres y esposos en toda la comarca, que normalmente luego aparecían ahorcados. E intenté bajar, pero el deportivo ya rugía por la radial R 24 y al abrir la puerta caí sobre el asfalto siendo arrollado por un camión de mudanzas para inválidos, de la empresa José Canuto.

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28 de marzo de 2023
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La lengua que es mi patria

Cerca del lago Xolotlán en Nicaragua, pueden verse unas huellas que quedaron impresas en el lodo hace dos mil años. Pies de adultos y de niños, que atestiguan la huida de una erupción volcánica, ríos de lava, cielos encendidos, la tierra que se estremece.

Desde entonces siempre hemos estado huyendo de algo, terremotos y huracanes, guerras civiles, y tiranos agarrados al poder, el primero Pedrarias Dávila, el Furor Domini, muerto a los 91 años, y quien se hacía cantar cada año una misa de difuntos, yacente en un catafalco en el altar mayor de la catedral de León, del que se levantaba para ordenar que perrearan a los indios insumisos; y quinientos años después, el tirano que es el mismo y es otro sigue envejeciendo en su cama y en su trono, y desvaría en sus mandamientos y arbitrariedades, dueño de vidas y haciendas sigue imponiendo el silencio, llena las cárceles, condena al destierro, un rostro superpuesto sobre el viejo rostro en la fantasmagoría de los siglos.

Los letrados escribieron las constituciones y las leyes de los tiranos iletrados, y las repúblicas de papel encubrieron el aparato siniestro del despotismo que nunca fue ilustrado. Y las armas han cobrado siempre su precio a las letras que pugnan por la libertad, porque el oficio de escribir es libre por naturaleza, y el poder, cuando quiere ser absoluto, mal disimula su inquina contra la imaginación, que es libre, y es crítica del poder, y contradictoria, y rebelde a las servidumbres por naturaleza.

Porque no tienen sentido del humor alguno, las tiranías castigan las burlas y ficciones de las novelas mandando prohibirlas, y quien las escribe debe pagar con el destierro, y enfrentar la pretensión de que te quieran quitar tu país, borrar tu fecha y lugar de nacimiento, tu memoria y tu pasado y tus palabras, porque, en el delirio de las arbitrariedades caprichosas que se adueñan de la cabeza de los tiranos, creen suya la facultad de hacerte desaparecer, como en uno de aquellos conjuros de la Camacha de Mantilla, la hechicera de El coloquio de los perros, que “congelaba las nubes cuando quería, cubriendo con ellas la faz del sol y, cuando se le antojaba, volvía sereno el más turbado cielo”.

Por la libertad de palabra se ha pagado siempre un precio. Y las palabras de los libros quedarán siempre allí, aceradas y punzantes, y siempre volverán a los ojos cada vez que abramos un libro un día prohibido, para decirnos otra vez lo que los tiranos, desde sus sueños maléficos de grandeza y de poder, no quisieron oír, o quisieron prohibir. “Pequeño libro, irás, sin que te lo prohíba ni te acompañe, a Roma, donde, ¡ay de mí!, no puede penetrar tu autor. Parte sin ornato, como conviene al hijo de un desterrado…”, canta Ovidio en Las tristes, desde su exilio en el Ponto Euxino.

“Los libreros nos rechazarán. Las tropas de asalto de las SS romperán los escaparates…la palabra ha muerto, los hombres ladran como perros”, escribe Joseph Roth en una carta a Stefan Zweig en octubre de 1933, con poder más que adivinatorio de la catástrofe nazi que se acercaba, para cercar y cercenar vidas y hacer arder en hogueras las palabras.

«Lengua mía fiel, / te he servido. / [...] Has sido mi patria, porque me faltaba cualquier otra…”, escribía Czesław Miłosz, condenado a la inexistencia en Polonia, porque todos sus libros habían sido prohibidos, y él condenado al destierro.

Pero es imposible borrar las palabras. “La literatura es la única forma de seguridad moral que tiene la sociedad…aunque sólo sea porque trata de principio a fin sobre la diversidad humana y esta es su razón de ser”, viene a recordarnos otro proscrito, Joseph Brodsky.

En América Latina, que es mi patria, y en España, que es así mismo mi patria, sus escritores han fraguado su vida alguna vez en el fuego del exilio, que ha moldeados sus soledades, y sus esperanzas, y ese vislumbre del regreso a la tierra perdida, no cesa en la memoria, ni cesa en la lengua, siempre despierta en la boca.

“País de la memoria donde nací/ morí/ tuve sustancia/huesitos que junté para encender/tierra que me enterraba para siempre”, dice Juan Gelman, exiliado de su patria por otra dictadura, al fin y al cabo, cada quién ha tenido la suya, su pedazo de pan amargo en la lengua estragada.

Y desde aquel lado, de otro lado del vasto territorio de La Mancha océano mediante, adonde tantos españoles fueron a hacer la América en su exilio, Luis Cernuda escribe: “Si yo soy español, lo soy/A la manera de aquellos que no pueden/ Ser otra cosa: y entre todas las cargas/ Que, al nacer yo, el destino pusiera/Sobre mí, ha sido ésa la más dura.

Si yo soy nicaragüense, lo soy a la manera de quien no puede ser otra cosa. Nicaragüense de mi lengua, que es la lengua en boca de todos, desde la que no hay exilio posible, porque la lengua me lleva a todas partes, me quita cárceles y destierros, y me libera. La lengua que nadie puede quitarme de la que nadie puede desterrarme.

La lengua, que es mi patria.

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27 de marzo de 2023
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Acuerdo objetivo entre seres inteligentes

Es obvio que cuando una persona juzga que el líquido que se dispone a ingerir es incoloro e inodoro y cuando, un instante después, juzga además que es insípido, está actuando en conformidad a su condición de ser inteligente. Y caso de que se esté confundiendo y tomando por agua lo que en realidad es vino, diremos que su inteligencia ha fallado por tales o cuales motivos, en absoluto que no había en él capacidad de intelección. Nótese que caso de discusión el objeto mismo es la última instancia, y el soporte del acuerdo entre los seres de conocimiento. De forma si se quiere más sofisticada, la objetividad es también el último criterio cuando la comunidad científica delibera sobre la estructura del átomo de hidrógeno o el spin de un electrón. Y aunque se trate de una objetividad de orden diferente es también objetivo el juicio afirmando que raíz cuadrada de dos es un número irracional, o que (en un espacio euclidiano) todo triángulo tiene como predicado que la suma de sus ángulos equivale a dos rectos. En cualquiera de los tres casos, el ser humano que mostrara desacuerdo sería remitido a la objetividad, y de persistir sería considerado un ser en el que la mera subjetividad prima, y por consiguiente un ser poco apto al acuerdo objetivo, que se incrementa, cabe decir, en la medida misma en la que el peso de la subjetividad disminuye. Pero en la inteligencia humana no todo juicio legítimo es cognoscitivo y, por ende, el criterio de su legitimidad reside en los dos tipos de objetividad que marcan la experiencia y la ciencia.

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24 de marzo de 2023

National Cancer Institute

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Aterrizaje en el planeta cáncer

 

No suelo mirar casi nunca la pantalla del ecógrafo en las revisiones anuales, pero esta vez me encaré con el monitor, transgrediendo la aprensión. Y ahí estaba, engreída y ostentosa, una mancha. “¡Cuánto hacemos en la vida por no mancharnos!”, pensé mientras oía las palabras punción y aguja gorda como si llevara tapones en los oídos. Al salir a la calle, las aceras parecían nubes. Lo urgente se diluía ante la palabra mancha , que colonizaba todos los rincones del pensamiento.

La incertidumbre no solo desplegaba sus plumas negras, sino también las misteriosas, ese algo nuevo por vivir. “¿Cómo estás?”, me preguntó mi médico, dos días antes de tener los resultados. “Aterrizando en un nuevo planeta”, le respondí. El mundo seguía encendiendo las luces de sus escaparates, los jóvenes se sentaban en el parque, una anciana con collar de perlas compraba apio a mi lado.

Y ahí estábamos nosotras, casi 300.000 personas al año, andando con nuestro negro diagnóstico. Cómo vas a dejar de oír el rumor de la chiquillada en del patio de colegio, untado del aroma del puchero de las cocinas, después de saber que tienes un adenocarcinoma de mama. ¿Cuál será tu último café, mientras el sol te deslumbra y el día no promete igual para todos?

Esas ideas se plantan en quienes reciben como diagnóstico esa palabra alarmante, vecina de la muerte aunque ocurra en un 66% de los casos. Enseguida releí a Anatole Broyard, Ebrio de enfermedad, uno de los mis libros preferidos –que me recomendó Juanjo Millás–. En su prólogo, Oliver Sacks subraya que el ser humano, cuando enferma, necesita convertirse en narrador, fraguar un relato de su enfermedad. Porque dentro de cada paciente hay un poeta que intenta salir. Y para ello necesitas un médico que sepa llegar a tu carácter.

En el planeta cáncer, cada pequeña noticia que desmiente un mal mayor es una victoria. Así me lo advirtió Miquel H. Bronchud. No comprendía cómo podían felicitarme tanto: “Qué maravilla de anatomía patológica”. “Luminal A, de los más curables”. El lenguaje cambiaba de bando, y amortiguaba un campo semántico grave con palabras felices.

Una de las mejores medicinas me la administró Antonio de Lacy, mientras aguardaba los resultados del PET-TAC Full Body, una prueba de terror para descartar metástasis. Lacy cogió un folio blanco y escribió en mayúsculas la palabra NO. Me agarré al papel junto a la medalla de la Milagrosa, y me puse a observar detenidamente los lugares por donde respira el dolor. Lo olí muy de cerca en las salas de espera oncológicas; allí nadie habla. Miradas bajas, calvicies brillantes, pañuelos incómodos cubriendo la cicatriz de la química. En los boxes, donde te preparan para las pruebas nucleares, no se puede leer ni mirar el teléfono. ¡Si al menos sonara Bach!

“Me fui del Vall d’Hebron porque dejé de coger las manos de los pacientes. Un día, una mujer ingresada quería verme. Estaba muy malita, pero yo tenía un zoom. Al día siguiente murió. No me lo perdoné. Había perdido la esencia de la medicina. Se premia al que publica y se olvida al buen médico”, me confiesa mi oncólogo Javier Cortés, que me coge la mano con su piel áspera, pues la psoriasis ha sido su manera inconsciente de procesar el dolor.

Son legión quienes luchan para humanizar la medicina y quitarle el estigma al cáncer. Pero urgen creatividad y medios. Porque una vez sales del planeta, la vida cambia de relieve, incluso de tamaño. Has sentido el aliento de lo finito, y ello te hace imparable.

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23 de marzo de 2023
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El Boomeran(g)
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