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Últimas tardes con Barthes (1)

Roland Barthes abordó muchas veces el tema del deseo y su relación con el placer. Dejó en sus alumnos la herencia de una cierta tradición hedonista y la idea de ensanchar los dominios del placer: el placer del cuerpo, el placer del texto, en placer de pasear o de tomar un café, el placer de conversar, el placer de enseñar, el placer de aprender. La cultura era para él una amplia y paradójica dimensión del placer. Dicho de otra manera: Barthes identificaba el sabor con el saber, por eso su estilo era tan seductor y tan sensorial.

Se notaba que sus cursos en el Colegio de Francia eran para él un placer, y daba sus clases magistrales fumando un habano de la mejor factura. Notabas que se deleitaba con las palabras, que se dejaba envolver por el ritmo oscilante y mareante del francés y del humo que surgía de su veguero. Sus clases tenían algo de interpretación musical, como un concierto de violoncelo al que asistieran, en calidad de espectros, Marcel Proust y Marlene Dietrich junto a muchos alegres muchachos y muchachas. Su cabeza era el atanor donde se llevaba a cabo una alquimia muy notable. El saber llegaba a ti convertido en sabor sin por eso perder ni rigor conceptual ni tensión reflexiva.

Su lengua tenía un ritmo, un tempo, un diapasón que no se advertía en pensadores más profundos que él y seguramente más definitivos. Uno de sus biógrafos, al que recuerdo sentado junto a mi en uno de los cursos, aseguraba hace tiempo que Barthes no tenía pensamiento propio y que todo cuanto decía procedía de otros. Un error. Hay conceptos que en la obra de Barthes cobran un valor especial, que difiere del que le dan sus contemporáneos. Barthes es el pensador del deseo; le da al deseo un valor absoluto, por encima del valor que le daban los estructuralistas y los que vinieron después. Percibimos que cuando en su obra aparece el concepto deseo, tiene un brillo especial, un brillo positivo y muy alejado de la idea lacaniana del que el deseo busca siempre la muerte. El deseo, para Barthes, buscaba la materialización del placer, y esa materialización había que llevarla a cabo a diario, para que ni un solo día de la vida estuviese exento de placer. Parecía el punto de vista de un pagano de la antigüedad: vayamos a lo práctico, vayamos a lo material y lo carnal, vayamos a lo inmediatamente placentero, y después soñemos. En los círculos de iniciados que estaban cerca del maestro, o que sencillamente revoloteaban en torno a él, se decía que Barthes fornicaba cada día con un muchacho distinto. Buscaba, más que Derrida, la différance. La buscaba en las calles al amparo de la noche recién nacida, y cuando llegaba ese momento, daba igual lo que estuviese haciendo, leyendo, escribiendo, cenando con amigos, daba igual porque se dejaba arrastrar por el apetito carnal y buscaba la concreción del placer en unos ojos negros aguardando en una esquina de un oscuro bulevar. Todas las noches buscaba el vértigo pero, ¿qué era el vértigo para Barthes? No la hermosura de los cuerpos, no la posesión, ni la penetración, ni el grito, era más bien mostrar la fragilidad y la carencia cuando se acercaba a un hermoso muchacho: era experimentar la desprotección y el extravío. Barthes creía que hasta en los encuentros más banales ponemos un pie en el abismo, y habló más de una vez de ello en los días que sucedieron a la muerte de Pasolini. Esa desprotección se tornaba aún más aguda cuando descendía a los cuartos negros, como confiesa en su texto póstumo Las noches de París.

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15 de junio de 2023
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¿Qué ha pasado?

 

Recordaba en la columna anterior el debate (que ha llegado al extremo de plantearse la conveniencia de frenar la investigación), a fin de evitar que los algoritmos puedan desplazar al ser humano en muchas de las actividades que este hasta entonces era el único capaz de realizar. Son cotidianas las referencias a la posible sustitución por artefactos maquinales de tareas vinculadas a la recepción, la hostelería o los cuidados de personas mayores o incapacitadas. Pero también técnicos con responsabilidades en múltiples disciplinas podrían ser considerados reemplazables. La preocupación se ha extendido a la abogacía, la jurisprudencia en general, e incluso a la política.  Si un algoritmo puede conocer todas las variables en juego, y calcular en qué sentido modificar el peso de algunas de ellas para que el resultado final se acerque al objetivo… ¿qué será de los asesores políticos o especialistas en mercadotecnia?

 Y hay otra preocupación simétrica. Es usual, tanto en foros académicos como mediáticos o políticos, interrogarse sobre la conveniencia de implementar el bienestar de otras especies, llegando a proponer la plena homologación con la nuestra. Exigencia esta (paradójica muestra de puro y kantiano desinterés) que, de hecho, se ha planteado también, aunque con menor empeño respecto de las entidades maquinales.

Pues bien, sin obviar estas cuestiones (cuyo abordaje exigiría una ascética mediación por diversas disciplinas), cabe poner el acento en otras:

¿Qué ha pasado para que (frente al padre de la biología Aristóteles que se oponía a la hipótesis) se suponga que en entidades sin vida cabe presencia de alma y aún de alma racional, y se apueste (a la vez que se la teme) por la eclosión de tales seres? Y casi en contrapunto: ¿qué ha pasado para que en nuestra época se llegue a otorgar mayor peso al ser animal (versus planta) e incluso al ser vivo (versus materia inerte) que al ser hablante, cuya aparición supuso una singular emergencia en la historia evolutiva, una revolución en el seno de la animalidad y en consecuencia de la vida?

Al hilo mismo de estas preguntas, quisiera recordar que el espíritu humano es la única fuente de las interrogaciones más audaces sobre seres del entorno natural, y sobre eventuales seres lingüísticos que la naturaleza no habría generado por sí misma.  Tales interrogaciones dan precisamente testimonio suplementario de la radical y absoluta singularidad de nuestra especie: la especie que cuenta las cosas, da cuenta de las cosas y, en razón misma de ello, prioritariamente importa.

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14 de junio de 2023
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Sobre la educación

 

Al escritor Rafael Sánchez Ferlosio siempre le acompañó la preocupación (y la ira) por el modo chapucero con el que se colonizan las mentes de niños y jóvenes por medio de las leyes de enseñanza

Algún día alguna institución reconocerá la ingente labor editorial que lleva a cabo Ignacio Echevarría. Con erudición, minuciosidad y respeto por la figura editada, pone al alcance de los lectores textos que no son en absoluto fáciles de encontrar. Entre sus últimas aportaciones está la edición de los escritos de Canetti sobre Kafka y aquella de la que hoy voy a hablar: Borriquitos con chándal, una selección de artículos de Rafael Sánchez Ferlosio “sobre la educación, la enseñanza y el deporte” (Debate, 2023).

A Ferlosio siempre le acompañó la preocupación (y la ira) por el modo chapucero con el que se colonizan las mentes de niños y jóvenes por medio de las leyes de enseñanza. Llevamos ocho desde que se restauró la democracia. En realidad, iba mucho más allá de una mera protesta contra la tecnificación pedagógica y los manejos políticos que acaban aplastando la inteligencia de los niños y los jóvenes. De los adultos, nada hay que decir. Ya es demasiado tarde.

En esta muy recomendable antología ha reunido Echevarría artículos dispersos, muchos de ellos inencontrables, si no es en los magníficos cuatro tomos de las obras completas (Debate). Aunque aquí se mencionan “la educación, la enseñanza y el deporte”, en realidad se habla de un asunto que es uno de los fundamentos del pensamiento de Ferlosio, la diferencia entre educar e instruir. Más propiamente: los procesos que nos han convertido en humanos. La pregunta a la que Ferlosio quiso responder una y otra vez es esta: ¿cómo, de qué manera, mediante qué instrumentos nos hemos arrancado a la naturaleza?, ¿cómo se ha producido la adaptación a algo llamado “humanidad”, que es enemigo de nuestro estado original?

En su prólogo, menciona Echevarría un artículo al cual Tomás Pollán, el máximo experto en la obra de Ferlosio, se ha referido como la intuición germinal de la pregunta. Es un artículo de 1962 titulado Personas y animales en una fiesta de bautizo. Por cierto, si no tienen ustedes las obras completas, este texto germinal se encuentra en otra imprescindible antología de Ferlosio, también editada por Echevarría: Páginas escogidas (Random House, 2017).

Además de ser el mayor prosista español del siglo XX, en apretada compañía de Juan Benet, es Ferlosio un filósofo e incluso podría decirse, un filósofo presocrático. Debería ser estudiado y leído en las facultades de filosofía más que en las de literatura. Así, por ejemplo, en nuestro caso, el problema de la enseñanza se plantea desde una perspectiva radical: los procesos que hemos ido estableciendo los humanos, a partir de la era moderna, para perderle el miedo a nuestro origen animal. Es decir, el desarrollo de una adaptación lingüística que usamos con particular eficacia en la humanización de los niños para impedir que sean ellos mismos quienes descubran su fondo original. La educación no persigue el conocimiento, sino la adaptación.

La educación es una coerción que busca asimilar todo lo que es ajeno a nuestra propia condición, “un proceso de apropiación social del niño por el medio”. Históricamente es la invención de las grandes industrias pedagógicas, la televisión, el deporte, la publicidad y, aunque Ferlosio no llegó a conocerla, la trama fatídica de las redes sociales. Un nombre, el de “redes”, tan exacto como el de las “cadenas” de televisión.

Una vez más ha sido la técnica la que ha ido disponiendo las invenciones y las máquinas necesarias para destruir lo que de originario pudiera quedar en los humanos y en el resto del planeta. Y esa ha sido la operación adaptativa que nos ha distinguido. Aunque Ferlosio no lo mencione, la pulsión que lleva a dar un nombre propio a un recién nacido es la misma que la imposición de Yahvé a Adán cuando le ordenó dar nombre a todos los animales y plantas del Edén. Fue la primera adaptación y la primera destrucción de la naturaleza humana.

 

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13 de junio de 2023
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Adiva

Ante la reciente confirmación de la presencia en España, como en buena parte de Europa, de una nueva especie de mamífero, el chacal dorado (Canis aureus), es bueno recordar lo que se dice en El Bestiario de Ferrer Lerín, en la introducción del capítulo “Fieras” y en la entrada ADIVA, acerca de dicho cánido.

La presencia de ADIVAS en el interior peninsular, concretamente en la meseta sur, ha sido objeto de esporádicas polémicas, a menudo poco rigurosas. La misma indefinición de la palabra –y de su variante más extendida, ADIVE- en lo que a adscripción a una especie se refiere, complica las cosas. Aceptado el origen arábigo del término y su utilización en el Magreb para designar el chacal, todo lo demás son conjeturas. Desde el lobo al zorro, pasando por el podenco, cualquier aplicación es posible si se trata de un mamífero carnívoro de tamaño medio. Y parece ser que en tiempos pasados los nobles ¿europeos? gustaban de la compañía de chacales, entonces abundantes no sólo en el norte de África sino en el este de nuestro continente. Una población relicta, procedente de ejemplares escapados –o liberados- de aquellas cortes, vagabundeando discretos por los enclaves manchegos más solitarios, parece argumento de ficción pero, en la novela Níquel (2005), de evidente estilo documental, se describe el cruento ataque de varios chacales dorados –Canis aureus- a tres intelectuales barceloneses comedores de tierra la noche del viernes 17 de septiembre de 1964.

ADIVA, O ALIVE. Cierta especie de animál mui comun en Africa, y mui parecido al perro, que en Castellano llamamos Podenco, solo que la cola es como la de la zorra. Mantiénese de la caza, y de noche continuamente aúlla, imitando el llanto de un niño. [Diccionario de Autoridades, 1726]

Le coman adívas, y le piquen avispas, y le hollen puercos.”

Miguél de Cervantes: Historia de Don Quixóte de la Mancha.

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El Bestiario de Ferrer Lerín. Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2007.

Níquel, Zaragoza, Mira Editores, 2005 (1ª ed.)

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https://www.elperiodico.com/es/medio-ambiente/20230418/nueva-especie-invasora-chacal-dorado-85554678?fbclid=IwAR2wfdh6onI1NUucpaok9BA_Sd-42JiXx8KoVaVPUjBJPYLQKwwPHF-GaSs

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10 de junio de 2023

'Una carpa bajo el cielo' de Liudmila Ulítskaya

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Liudmila Ulítskaya y la Rusia del Deshielo: disidencia en la «sociedad de las larvas»

 

Caudalosa como un río siberiano, la nueva novela de Ulítskaya, galardonada con el Formentor 2022, reflexiona sobre el papel disidente de su generación

 

La generación soviética del Deshielo, parafraseando una marcha estalinista que afirmaba hacer realidad los "cuentos de hadas", acuñó un dicho sarcástico: "Nacimos para hacer realidad a Kafka". Esta referencia literaria no es casual, ya que el arte creaba un espacio alternativo para ejercer la resistencia interior. "La poesía llenaba el espacio sin aire, ella misma se volvía aire. Probablemente, como dijera Mandelstam, 'aire robado'", leemos en Una carpa bajo el cielo de Liudmila Ulítskaya (Davlekánovo, 1943), galardonada con el Premio Formentor 2022.

Esta novela abarca desde la muerte de Stalin (1953) hasta la de Joseph Brodsky (1996), y es igual de extensa geográficamente, pues nos lleva a Moscú, Kiev, Tashkent, Nueva York o Bruselas. La trama sigue las vidas de tres amigos de escuela con distintos orígenes. Lo que une a Sania, Iliá y Misha es lo que los diferencia del resto: una sensibilidad contraria a la brutalidad impuesta. Cada uno tomará un camino diferente: musicología, fotografía y poesía respectivamente, guiados por mentores que fomentan su curiosidad, como el profesor de literatura (cuyos recorridos literarios por Moscú resultan encantadores) o la abuela de Sania, bastión de la tradición cultural que los jóvenes hallaban en sus mayores.

LA SOCIEDAD DE LAS LARVAS

La obra llena un vacío para los lectores de habla hispana respecto a las décadas mencionadas, abordando la evolución de la disidencia -no como un movimiento, sino como islas o "pequeños rebaños", sin "una unidad de pensamiento clara y simple"-, la circulación de textos prohibidos autopublicados (samizdat) -cuya práctica, ilegal, hizo que Ulítskaya perdiera su trabajo en una institución científica y optara por la escritura- y el precio humano que se pagó.

En una línea temporal sinuosa -la trama se enrosca como la hélice del ADN- los personajes intercambian protagonismo, logrando así una polifonía caleidoscópica que refuerza la idea explícita en el texto: "El tiempo no se mueve del punto A al punto B, en realidad se compone de capas... Es como una cebolla, en su interior todo ocurre simultáneamente". El resultado es un retrato perspicaz de la segunda mitad del siglo XX soviético -y de la historia de la literatura en ruso, casi enciclopédica- sin romantizar la disidencia de su generación, pero valorando su papel.

El título que Ulítskaia, bióloga de formación, consideró para esta novela es el de uno de los últimos capítulos: Imago. La autora desarrolla esta metáfora central en la novela seiscientas páginas antes, en una conversación entre Víktor Iúlevich y el único amigo de la infancia con el que logra reconstruir lazos, también mutilado de guerra, biólogo y "filósofo ocasional". Imago es la etapa del insecto posterior a la fase larvaria, en la que alcanza la madurez, al menos en sentido fisiológico, pues ya puede reproducirse.

¿Sucede lo mismo con el ser humano? ¿Es ese el único criterio para marcar el inicio de la edad adulta y no "la responsabilidad de los actos, la independencia, el grado de conciencia de uno mismo"? ¿Cómo se alcanza ese despertar moral que implica "reventar el capullo y liberar la mariposa multicolor volátil, efímera, preciosa"? ¿Por qué no ocurre con todos y qué pasa cuando un Estado engrasa su maquinaria represiva para impedirlo? "Pero Mijaíl, tendrás que aceptar el hecho de que vivimos en una sociedad de larvas, de gente que no ha llegado a madurar, de falsos adultos".

UNA PSICOSIS PERPETUA

El término "imago" aflora también a los labios de Misha antes de su trágico final. La editorial rusa lo descartó por considerarlo un nombre científico poco conocido. Se tituló, en su lugar, con el mismo nombre del séptimo capítulo: en él, Olga -cuyos padres forman parte del statu quo, pero a los que se enfrenta al enamorarse de Iliá-, necesitada de quimioterapia, relata un sueño: en una gran carpa verde, como la de un circo, se congregan sus conocidos, "los muertos y los vivos todos juntos", y aguardan en una larga fila para entrar, como una especie de reconciliación crepuscular.

¿Es posible esto en una sociedad en que se premia a los traidores, destruye cualquier tipo de lealtad, expulsa a sus miembros más destacados o los quiebra forzándolos a delatar? En palabras de Kúsikov, un policía de barrio: "Es sorprendente cómo funciona la vida soviética, o rusa tal vez: nunca sabes quién te delatará ni quién te tenderá la mano. Y los roles pueden cambiar de sopetón". Es una cuestión irresoluble a la que también hace referencia Iván Karamázov, cuando expresa su incapacidad para tolerar que "la madre abrace al verdugo que ha hecho que los perros destrocen a su hijo... Muy caro han puesto el precio a la armonía".

Esta novela plantea preguntas pertinentes, debates morales y filosóficos, y muestra la diversidad de vidas y decisiones personales, muchas de ellas inspiradas en las de personas reales, que a veces aparecen con sus nombres. Una gran novela rusa caudalosa como un río siberiano que nos recuerda que "en el mundo hay gran multitud de todo y un sinfín de mundos".

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8 de junio de 2023
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El señor de las piedras

Hay novelas que configuran una época y un espacio muy definidos y a la vez se proyectan en un ámbito que parece fuera del tiempo: El señor de las piedras es una de ellas. Ambientada en el período en el que vivieron y murieron los más singulares e inspirados poetas de la dinastía Tang, a través del tejido textual que va creando Federico Puigdevall, que tiene la transparencia de la seda y la misma naturaleza descriptiva, sugerente y vaporosa de la poesía que invoca y celebra, vamos accediendo a los trayectos, llenos de peripecias y de búsquedas del absoluto, que jalonaron las vidas de dos amigos poetas, Li Bai y Du Fu. Ambos dejaron una huella imborrable en el imaginario colectivo, pues lícito es considerarlos dos de los más grandes poetas que ha dado la humanidad, por su capacidad de figuración y ensoñación, por su ironía, por su sarcasmo, por la belleza de sus metáforas pero también por su capacidad narrativa y su genio para convertir los vaivenes y variaciones de la naturaleza en la imagen más envolvente y sugestiva de la vida en toda su grandeza y complejidad. Junto a ellos se van desplegando la época en la que vivieron, las intrigas políticas, las guerras, las destrucciones, las fugas, los vínculos de más de un centenar de personajes cuyas existencias van configurando el río narrativo, lleno de afluentes y de fuerzas que convergen y divergen siguiendo dialécticas binarias muy parecidas a las del Tao, filosofía que preside toda la novela.

A la vez que asistimos a la amistad inquebrantable que unió a Li Bai y a Du Fu, vamos accediendo a los momentos en los que fueron creando sus poemas, de forma que en esta narración, tan detallada y prolija como las novelas chinas del siglo XVIII (pensemos en A orillas del agua o Viaje al Oeste), pocas cosas quedan en el tintero. Como hacen los poetas chinos de la dinastía Tang, Federico Puigdevall tiende a observar a los personajes desde su misma exterioridad, para que sea el lector el que vaya adivinando la intimidad de sus almas a partir de los movimientos que observa en ellos y de los caminos, a veces tortuosos, en los que se van perdiendo sus destinos. Nos hallamos ante una novela que a la vez que se atiene a la historia, va creando su propio mundo, tan lírico como narrativo, en el que la aspiración a la eternidad se va topando continuamente con el “vaporoso sueño de la vida” y su trágica fugacidad, fuente de todas las melancolías y muy especialmente de la melancolía que define y distingue a toda la poesía de la dinastía Tang. Como le dijo Du Fu a su amigo y maestro Li Bai en un célebre poema: “Al cabo de diez mil, de cien mil otoños, no tendrás otro premio que el inútil premio de la inmortalidad”. Si nos atenemos a la inmensa riqueza que atesora la poesía Tang y a lo mucho que han aprendido de ella los poetas de todas las épocas, no parece que fuera un premio tan inútil, ni inútiles los viajes, los encuentros y desencuentros que se van sucediendo a lo largo de esta hermosa y exigente novela.

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7 de junio de 2023
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El zoo maldito

 

 

El zoo de la ciudad de Nova Kajovka

desapareció bajo el tumulto

de las aguas

de la presa

destruida por los rusos.

 

Ah, oscuro, oscuro, oscuro,

y oscura la noche del león bajo el agua

y el tigre y el oso y las cebras

y los suricatos

que desde su puesto de vigilancia

vieron la ola gigante

antes de ser arrastrados

por ella.

 

Sólo se salvaron

los cisnes y los patos.

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6 de junio de 2023
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Anomalías

 

Según la ley universal de la simetría de la paridad, el universo no tendría que existir, creen los científicos.

Materia y antimateria producidas en la misma cantidad se tendrían que autodestruir, generando vacío, sin embargo no ocurrió así pues triunfó la materia de la que está constituido el universo.

 

Un equipo de la universidad de Florida parece haber demostrado que hubo una violación de la simetría que hizo posible la eclosión de la materia.

Y bien, si el universo entero es una anomalía, ¿qué somos nosotros?

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6 de junio de 2023

Dibujo de J. J. Grandville, caricaturista que colaboraba con Balzac.

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Elogio del periodismo cultural

 

«La página parece estar llena, parece contener ideas; pero, cuando el instruido mete allí la nariz, huele el olor de los sótanos vacíos. Es profundo y no hay nada: la inteligencia se apaga allí como una vela en una bóveda sin aire».  La frase no es mía. Es de Balzac. Por mucho trabajo que se me acumule, siempre he encontrado tiempo para acudir a los clásicos y librarme de la ansiedad que generan las visitas a las atiborradas mesas de novedades de las librerías, tomos flotando en un mar de fajas publicitarias como si ciñeran el salvavidas tras un naufragio, perdida la brújula crítica. O, si quieren, escaparate arbitrario de ofertas de supermercado, en los que distinguir, como decía Eliot, el ajo del zafiro.

Echo de menos libros como el que escribió Balzac para reírse en serio del periodismo, ahora que hay tantos expertos en nadalogía. También los de Flaubert sobre el estupidario y la necedad universal, aquella que es inmune a la lectura. Cuántas veces, leyendo densos ensayos académicos, he recordado a Bouvard y Pécuchet y su decisión de volver a su trabajo de copistas, después de haber fracasado en su  descomunal propósito de aplicar las ideas de moda de  su época. Y cuántas veces he regalado Los viajes de Gulliver de Swift  o La escuela de mandarines de Miguel de Espinosa o imaginado que los freakies Bouvard y Pécuchet hoy ganarían elecciones, dirigirían museos o se harían de oro con millones de seguidores en twitch o tik-tok. 

La falta de comprensión lectora existe desde que hay estadísticas, porque siempre se ha dado, incluso entre eruditos. La célebre frase de que en España no hay filósofos, sino profesores de Filosofía, es extensible a otras ramas. La venda que la alegoría pone a la representación de la Justicia, tan dañada en su equidad, quedaría hoy mejor nublando la vista de la Universidad. Exceptuando, claro, un par de libros y los magníficos papeles que corren por Internet, si se saben buscar bien. 

 El anatema del periodista: aquel que sabe un poco de todo y nada de algo, se ha revertido en el académico especializado al que se le escapa saber mucho de algo porque no sabe nada de todo. Cuando la academia se adormece en  la retórica de citas y comentarios de comentarios de otros comentarios, son de agradecer los libros escritos por periodistas culturales que leen sin muletas ortopédicas. No citaré nombres de grandes universitarios y periodistas para no ser turiferario, porque comparto profesión y boomeran(g) con algunos de ellos. Son gente letrada, al tiempo que escritores, que liberan las obras de las vitrinas del taxidermista y aportan esa mirada enciclopédica, apasionada y libre de escuelas, que ha perdido buena parte del funcionariado universitario. De eso se trata, de hacer vivas las obras clásicas, de prestigiar a los mejores autores de nuestro tiempo, de transmitir el placer, la inquietud o el peligro de saber leer.

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3 de junio de 2023
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Adelanto

Hablaba el otro día Félix de Azúa de la falta de carisma del candidato Núñez Feijoo (la Academia recomienda no colocar tilde en su segundo apellido) y, abundando en la materia de modo atrevido, añadiré que quizá el detalle que más perjudica su presencia física radique en la peligrosa inclinación, en la pronunciada caída de sus hombros (detectada rápidamente por sus asesores que intentan solucionar el problema suministrándole americanas ortopédicas). Es probable que no tenga nada que ver, que este texto mío de 2009, publicado en el libro Gingival (Menoscuarto Ediciones, 2012), carezca de cualquier rasgo profético pero, por si acaso, lo recupero; aquí va:

Los sin hombros

Es una familia querida en el barrio. La madre, florista, especializada en Wagner. El hijo mayor, que fuera dentista, hoy vende cupones en la Plaza Ordicia. La hija, reptante, huronea lista. El hijo menor preside las rifas que los jueves pares celebra Artemisa. Del padre no hay nada que pueda dar pistas; ¿huiría a Chipre?, ¿vivirá en Galicia? Lo cierto es que todos carecen de hombros, el cuello muy gordo, la cara amatista.

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2 de junio de 2023
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El Boomeran(g)
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