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La vida deportiva de la vida

Muy a menudo, por no decir siempre, los finales de la vida, personal y profesional suelen calificarse no sólo como un último tramo, son como el periodo donde se leerá la totalidad de la vida.

Se actúa, en efecto, como con las novela malas ( e incluso con alguna buena donde lo más importante) es el final. Y el  conjunto del texto se relee a partir de su conclusión desdichadamente.

El fin se sitúa como una cima desde la que el demiurgo enjuicia el recorrido acertado o equivocado del argumento general y del protagonista en particular. En este caso, no hay oportunidad para  ponderar  los diferentes episodios de una vida y de su complejidad sino que tan sólo la simplificación lleva a juzgar la existencia como una incierta coronación.  El fin o el vértice de la muerte será todo los indicativos del valor.

 La clase del residuo temporal sería así, si es dorado o no, quien daría significación a la totalidad del recorrido. Se trata, en definitiva, de una igualación de la existencia con el deporte de competición. ¿El resultado? ¿De una vida entera se entera uno por su resultado en la liga o el maratón?

La consideración deportiva de la vida, de otra parte, es no ya una crueldad, en el buen o en el mal sentido (puesto que hay crueldades de enorme resplandor), sino sencillamente una elemental carrera.

La vida es una carrera. Se llega en un puesto u otro y quienes  no alcanzan los primeros lugares son absolutamente perdedores. Y hay tantos perdedores en la disputa que quien romper la cinta de llegada se convierte en el indudable campeón. Lo demás es muchedumbre. ¿Muchedumbre para hacer leña? ¿Muchedumbre para quemar. Muchedumbre para olvidar entre cenizas.

Hay tantos casos de  autores, literatos, científicos, pintores, arquitectos, que no triunfaron en sus carreras oficiales que fueron relegados al baúl de los olvidos. Para qué valdría tenerlos en cuenta. ¡Qué ímprobo trabajo -desalentador trabajo- significaría atender a las circunstancias y logros importantes de cada cual que no lució en al podio en su final!

Lo importante es lo triunfante y lo triunfante es igual al triunfo consolidado en el final. En el recorrido intermedio, los logros, las luchas, los inventos no poseen relevancia puesto que lo importante es la meta. ¿La meta? ¿Es la meta una metafísica del valor? Sabemos que no. Unos  llegan antes y otros después lo que no comporta que los primero clasificados en la última lista histórica sean los más importantes. La importancia se sustituye vilmente por el record.

 El valor de una mente y un trabajo se mide por la estimación del coso popular. Pero ¿qué coso, qué caso? El coso donde rige el valor bursátil (deportivo-mercantil)  y el caso en que no siendo mensurable al primer golpe cuantitativo termina siendo olvidado o acantonado en las estanterías de la historia.

Alguien llega, algunos llegan y reivindican al que no fuera injustamente el campeón pero, en suma, esto es pan de un día. Pronto, las referencias de los recordmen regresan y los que fueron injustamente enterrados como concursantes son la extraviada calderilla de la evolución. Esta es la injusticia, esta es,  al cabo, es la justicia que, como casi siempre, nada tiene que ver con el valor.

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4 de abril de 2016
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OK

Cuántas veces hemos recibido un mero ?OK? como respuesta a un correo amable y detallado en el que tuvimos la delicadeza de interesarnos por nuestro interlocutor, y en el que formulábamos además alguna pregunta? Qué frustración nos inflama ante ese dique que frena en seco el fluir de las palabras y nos las arrebata. E-mails lacónicos y descorteses, perezosos o abruptos, se cruzan en nuestra pantalla reduciendo la comunicación escrita a un ?sí?, un ?no? o un ?ya vemos?. ?¡Qué borde!?, nos decimos. Desde el lugar de la comprensión, aunque sobre todo el interés en que nada, o poco, nos disturbe, pensamos que el destinatario de nuestro argumentado mensaje estará muy ocupado, que su medida del tiempo es distinta a la nuestra, que tomarse cinco días para contestar es un reflejo de su personalidad abrumadora o flemática. Hay casos peores, en los que la respuesta nunca llega. El correo electrónico, ese canal de comunicación que ofrece garantías y credibilidad en el orden social ??Déjalo escrito por e-mail?, nos recomiendan en el trabajo?, determina muchas variantes de la personalidad de quien lo escribe. Así lo argumentan los autores de un estudio realizado por la Universidad del Sur de California y Yahoo Labs que, sobre la base de 16.000 millones de correos electrónicos, utilizaron algoritmos para extraer datos sobre los tiempos de los mensajes y el número de palabras contenidas en sus respuestas. Entre sus conclusiones revelan que la longitud media de una respuesta es de sólo cinco palabras, y que el 90% de estas se envían en el límite de las 24 horas. O que, cuanto más jóvenes son los usuarios, más rápidas y breves. A los nativos digitales nadie les gana a inmediatez, precisamente la mayor cualidad de la comunicación electrónica a diferencia de la postal, pero al monosílabo de un chico de veinte años una mujer madura responde con una media de cuarenta palabras. Los mayores de cincuenta van más al ralentí y les cuesta casi una hora darle al botón, mientras que los adolescentes tardan menos de trece minutos para emitir una señal, por breve que sea. Nuestro comportamiento virtual informa del veloz desapego que mantenemos. Las conversaciones electrónicas suelen empezar con garra y ritmo. Hay voluntad de intercambiar algo: conocimiento, información, negocio, amor. (La Vanguardia)

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4 de abril de 2016
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Discontinuidad y catatonía: la política de nuestros días

Ahora mismo la discontinuidad es un concepto dominante en muchas ciencias, y en la vida real. ¿Tenía razón Unamuno cuando decía que “la ciencia es la ideología de cada época”?

La discontinuidad se está imponiendo plenamente en nuestras vidas, amores, amistades, deseos, y formas de pasar el tiempo. Es la ideología suprema de nuestra época, a la vez que su realidad más evidente. Basta con otear el mundo de la política para constatar que la discontinuidad es la norma y resulta muy difícil crear nexos. España es una narración en crisis, aquejada de discontinuidad aguda y bastante explosiva.

Es sabido que la discontinuidad (la discontinuidad en la mecánica misma de la vida) es el mejor camino para sucumbir a la ansiedad, pero también es el mejor camino para ubicarse de verdad en una nueva narración que puede dar vértigo pero que ya nos incluye en su inmensa biosfera discontinua.

Veo a mis amigos estableciendo relaciones muy discontinuas: vistas desde fuera parecen teatro del absurdo y están llenas de grietas que dificultan mucho la exploración del otro y favorecen la sensación de irrealidad. Es uno de los problemas más elementales que suele acarrear la discontinuidad: al romper los nexos narrativos, toda la narración pierde sentido y (como todo lo que no es narrable no es real) la vida entera adquiere la apariencia de una narración parpadeante e irreal, como son parpadeantes e irreales las pesadillas.

De la vida como arte que se plantearon tantos teóricos y visionarios del siglo pasado, estamos pasando a la vida como narración discontinua, veloz, errática y sin sentido.

Dicho en otras palabras: de la vida como obra estamos pasando a la vida como catatonía. El progreso es significativo.

Escalofrío interior, temblor del pensamiento. Nada está en su sitio. Todo se mueve hasta cuando no lo parece. Hay mucho movimiento, pero no hay historia, porque ni hay argumento, ni hay dirección.

Solo hay catatonía. Dicho de otra forma: solo hay rigidez, estupor mental y excitación sin fundamento. Ahí comienza y termina la política de nuestro tiempo.

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4 de abril de 2016
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Alto riesgo en el mar Egeo

Nadie estará tan pendiente de lo que ocurra esta próxima semana en Grecia con los refugiados como Angela Merkel. Si el plan de devolución a Turquía que ha pactado la Unión Europea no funciona, las responsabilidades recaerán ante todo sobre las espaldas de la canciller alemana, que ha sido su principal patrocinadora y ha querido salvar con ello la inicial política de puertas abiertas que ha llevado a un millón de refugiados a instalarse en Alemania solo en 2016.

El Consejo Europeo y las autoridades turcas acordaron el 18 de marzo la devolución de quienes llegaran a Grecia a partir del día 20, operación que en principio está previsto que empiece el 4 de abril con un primer grupo de 500 refugiados. Parte esencial del plan es conseguir un efecto disuasivo, lo contrario del efecto llamada, de forma que se corte el flujo de migraciones hacia Europa desde Oriente Próximo, pero todavía no hay señal alguna de que se haya conseguido. Tampoco hay seguridades de que la presión migratoria no se abra paso más tarde hacia otros puntos, como son las costas italianas, maltesas o españolas.

Las dificultades son evidentes, incluso para quienes han concebido el plan. El mayor argumento a favor es la ausencia de planes alternativos. Cerrar Europa a cal y canto, como propugnan algunos países en nombre de la preservación de la identidad cristiana y de la soberanía nacional, sería el fin de la UE, la ruptura con las convenciones internacionales y el regreso a unos Estados nacionales iliberales, en pugna unos con otros. Tampoco es posible abrir desordenadamente las fronteras europeas al torrente de refugiados que llega desde Oriente Próximo, pues agotaría la capacidad de absorción en muy poco tiempo, afectaría al orden público y conduciría de nuevo a la solución anterior, al encastillamiento xenófobo.

La UE no ha sido capaz de enfrentarse a tiempo y en forma a la crisis de los refugiados provocada por la guerra de Siria. No lo han sido unas instituciones muy debilitadas y sin autoridad ante la cabalgada de renacionalización política en que está el continente desde hace años. Tampoco lo han sido los 28 Estados, profundamente divididos ante la cuestión de los refugiados: los euroescépticos, como Reino Unido, no quieren gestionar fronteras y asilo en el marco de la UE porque solo les interesa el mercado único; los anti­europeos, como el Grupo de Visegrado de los antiguos países comunistas, propugnan la Europa fortaleza; los que ya han acogido refugiados, como Alemania, Suecia y Austria, quieren un reparto equitativo de la carga y una política europea de fronteras y de asilo; y luego están los que miran hacia otro lado y evitan comprometerse, que no son pocos y tienen en la España de Mariano Rajoy a su mayor exponente.

Al final ha sido Alemania, con la presidencia holandesa de turno de la UE, la que ha elaborado un plan, el único existente, de forma casi unilateral y ante la pasividad de la mayoría. El resultado ha sido profusamente criticado, aunque los Veintiocho no han tenido más remedio que aprobarlo ante la falta de alternativas. La crítica más demagógica carga sobre las espaldas de la UE la responsabilidad de las escenas dramáticas que están produciéndose en las costas mediterráneas y en la frontera cerrada de Macedonia. Pero la realidad de los hechos es que el origen del problema no está en un exceso de Europa, sino precisamente en la inhibición de los Estados y en el déficit de unión entre los europeos, y especialmente en la ausencia o debilidad de los mecanismos compartidos de gestión de fronteras y del asilo.

El plan prevé que todas las personas que sigan llegando a Grecia irregularmente serán devueltas a Turquía, aunque en ningún caso como parte de expulsiones colectivas y atendiendo siempre a la legalidad y a los procedimientos de asilo exigidos por la Convención de Ginebra. Por cada refugiado sirio que reciba Turquía, este país mandará a Europa a otro refugiado sirio, de una cuota cifrada por el momento en 72.000, con el propósito de convertir a este país en el lugar de presentación de las solicitudes de asilo, dificultando así la actividad de las mafias de tráfico de personas.

Es difícil creer que todo esto funcione. Son muchas las dudas respecto a las garantías legales, a la moralidad del acuerdo y, lo que es peor, a su viabilidad, sobre todo respecto a la capacidad griega y europea para gestionar una operación tan compleja de identificación individual y de devolución respetando los derechos individuales y las mínimas condiciones de humanidad que exige una población vulnerable que huye de la guerra y de la destrucción de su país. Las dudas son tan serias como para que la organización para los refugiados de Naciones Unidas ­(ACNUR), convocada para gestionarlo, haya rechazado su colaboración.

La parte más difícil de digerir públicamente es la que se refiere a la Turquía de Erdogan, que ha conseguido sacar partido financiero ?6.000 millones de euros? y político ?reanudación de las negociaciones de adhesión a la UE? en un momento de regresión de las libertades públicas y de creciente autoritarismo de su presidente. Es dudosa la declaración de Turquía como país seguro para los solicitantes de asilo, sobre todo si se tiene en cuenta la creciente persecución que sufre el nacionalismo kurdo, tan implicado en la liberación del norte de Siria. No presenta tantos inconvenientes, en cambio, la liberalización de la política de visas, pues a fin de cuentas se situará al mismo nivel en el que ya se encuentran los países balcánicos.

A pesar de todo, Alemania y la Comisión Europea esperan que el acuerdo sirva y consiga primero disuadir a quienes quieren llegar desordenadamente para que presenten en Turquía sus solicitudes de asilo para instalarse en Europa, y termine al final convirtiéndose en un sistema legal, ordenado y éticamente aceptable que organice la llegada de ese medio millón más de refugiados que se prevé para 2016.

No es tan solo el futuro político de Merkel el que se juega en las costas del mar Egeo a partir de esta semana. Se juega también el futuro de Europa. La libre circulación entre los Veintiocho, garantizada por los acuerdos de Schengen, se halla prácticamente congelada. Los acuerdos de Dublín que organizaban la aplicación del derecho de asilo en Europa están suspendidos. Pero si fracasa el acuerdo Turquía-UE, también entrará en crisis el sistema internacional de asilo entero, incapaz de absorber la crisis de refugiados más importante probablemente desde que se concibió la Convención de Ginebra en 1951, después de la II Guerra Mundial.

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4 de abril de 2016
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Dietario de un cinico 6

Si un locutor baja a la calle  con su micrófono y pregunta al transeúnte, aprovechando su alegre disposición a ser consultado, cuánto le suena el nombre de Mussolini o Stalin, verá hasta qué punto algunos nombres son conocidos por la población. Pero si en lugar de mencionar a las delirantes encarnaciones del siglo XX, le pide al desocupado paseante si recuerda algo de la vida y obra de Thomas Paine, comprobará el desdichado destino reservado a los  pioneros que fundaron los logros de nuestro tiempo.

Obviamente, la omisión que padece Paine no es una casualidad de la ignorancia común: responde al deliberado propósito de nuestros pedagogos y de los publicistas fieles al dictado de las potencias infernales.

En 1999 publiqué en Seix Barral la deslumbrante biografía que le dedicó Howard Fast (ya saben: el autor de Espartaco, el perseguido durante la exitosa Caza de Brujas de McCarthy…). Ratificando la imposible existencia de Paine en el paradigma académico de nuestro país, el libro pasó por las librerías sin recibir una sola reseña. Lo tomé como un síntoma de nuestra astenia intelectual. El desdén que los sabios españoles dedican a lo que no conocen ha conseguido ser la inconfundible rúbrica de la Marca España.

Veo ahora que la editorial Funambulista edita la obra con que Paine consolidó las ideas de la Revolución Americana (“El sentido común”) y que Debate publica el ensayo del ya ausente Christopher Hitchens sobre  Thomas Paine y su glorioso libro: “Los Derechos del Hombre”.

El ensayo es una brillante evocación y ratifica a Paine en el panteón de los hombres ilustres: la inteligencia con que desveló la clave de la última religión -la divinidad de lo humano latente en el hombre- resulta ahora de una acuciante urgencia.

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3 de abril de 2016
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Willi Luvus

El escritor y geólogo Jorge Ordaz adquiere, en una librería de Iowa City, un ejemplar de Pharos and Pharillon, de E. M. Forster, publicado en 1923 por Leonard y Virginia Wolf en su editorial Hogarth Press. Ordaz nos lo cuenta en su exclusivo blog Obiter Dicta añadiendo algo realmente apasionante, que el libro, hasta llegar a sus manos, "ha hecho un largo viaje a juzgar por las inscripciones que han ido dejando algunos de sus dueños: Willi Luvus, I/II/33; Library Hawai, I-II-1938; Wyckoff Gelber, San Francisco; Bourjaily". Finalmente nos dice que "este último nombre seguramente responde a Vance Bourjaily (1922-1984), un escritor estadounidense de ascendencia libanesa, autor de novelas de mérito, y que fue profesor asociado en la Universidad de Iowa". Identificado Bourjaily, obviada la biblioteca, nos quedan Gelber y Luvus. De Gelber no hallo rastro. De Willi Luvus propongo lo siguiente.

‘Willi', según Gutierre Tibón en su Diccionario etimológico comparado de nombres de persona (México, 1996), es el hipocorístico alemán de ‘Guillermo' lo que me lleva a investigar en ese país o entre personas vinculadas a esa nacionalidad instaladas fuera de sus fronteras. Encuentro la referencia de un ciudadano español, Mariano García de Estremera (Madrid, 1900-1959), adscrito a varios consulados de Alemania en Estados Unidos entre 1932 y 1937 y que, a su regreso a España, publica un opúsculo titulado Palabras y frases de gran belleza puestas a disposición de escritores y personas sensibles en general (Madrid, 1938) que firma como Willi Luvus. Ahondando en la materia descubro a un posible antecedente, un tal Guillén Lupo, "que regalaba versos", y que se cita en un apéndice al Discurso acerca de la situacion y division interior de los hospicios, con respecto á su salubridad (Sevilla, 1778) de Gaspar Melchor de Jovellanos.    

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3 de abril de 2016
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El radical conservador

"El último de los mohicanos", lo llamé en otro artículo. Aún lo creo: es el último de su especie. El último representante -y, dado su empeño, la paradójica clausura- de la gran tradición de intelectuales públicos latinoamericanos que distinguió nuestras letras a lo largo de dos centurias. A su lado quedan algunos brillantes epígonos de nuestro particular Siglo de Oro -Del Paso, Edwards, Pitol, Bryce-, pero solo Mario Vargas Llosa mantiene esa actitud a la vez arrojada y soberbia de quien se asume como guía moral de su tiempo y como vanguardia de su revolución personal desde que abjuró de la idea revolucionaria de estirpe marxista.

            Si algo hay que admirar en el peruano son sus pasiones y su desenfreno, los cuales lo convirtieron en el más contradictorio de los miembros del Boom. Diré más: tanto en su literatura como en su vida personal, política y amorosa, lo distingue una suma o una amalgama o una superposición de convicciones febriles y decisiones atropelladas. Mientras que el fuego de García Márquez se concentró en aquilatar una lengua inimitable y perfecta, al tiempo que él se convertía en una suerte de Buda universalmente idolatrado, y mientras Fuentes destilaba su talento por medio de una inteligencia y una curiosidad sin límites, Vargas Llosa siempre osciló entre la lucidez y el desenfreno, entre la acción y las palabras. En el antiguo dilema renacentista, fue el único entre ellos que eligió a la vez las armas y las letras.

            Todo en Vargas Llosa es un oxímoron. El autor fastuosamente experimental de La casa verde es el realista decimonónico de Las cinco esquinas. Su devoción por la literatura libertina lo condujo a la explosión sensual de Elogio de la madrastra y en El sueño del celta mudó en el limeño mojigato incapaz de narrar el sadomasoquismo de su protagonista. Solía aborrecer las novelas de tesis y escribió El héroe discreto. Demolió el establisment en Las ciudad y los perros o Conversación en La Catedral, y hoy lo encarna como pocos. Quiso ser presidente y terminó en marqués. Deploró la cercanía de García Márquez con Fidel, pero el invitado estrella en su 80 cumpleaños fue José María Aznar. Fue casi estalinista -Fuentes dixit- y hoy es casi neoliberal (el "casi" gracias a su imbatible lucidez), ganándose tantos fieles como adversarios, algo que parece fascinarle. Vilipendió la sociedad del espectáculo y terminó deslumbrado por la figura indispensable del Hola!.

            Poco importa que en el pasado defendiese a Cuba y que hoy la vapulee, que de joven comulgara con la ultraizquierda francesa

-"el sartrecillo valiente"- y en la madurez Popper lo tirase del caballo en el camino a Damasco, que en ocasiones se abra un abismo entre sus dichos y sus actos: lo asombroso no es tanto la cambiante firmeza de sus convicciones como la elegante ferocidad de su estilo. A mí hace tiempo que me resulta imposible coincidir con la mayor parte de sus opiniones, pero no puedo dejar de leerlo, de pelearme con él, de detestarlo y admirarlo en idénticas medidas: lo que uno sólo puede aspirar a hacer con un clásico.

            Como le ocurrió a Fuentes y a tantos otros, su meteórico ascenso desde que obtuvo el premio Biblioteca Breve a los veintiséis años se vio estremecido por el hito impensable -e inalcanzable- de Cien años de soledad. Batiéndose en silencio con su viejo amigo -más allá de los líos de faldas, a partir de entonces la igualdad amistosa era imposible-, fue capaz de engarzar otras dos obras maestras absolutas: La guerra del fin del mundo y La fiesta del chivo. Como otros de mis compañeros de generación, yo atesoro y me reconozco devoto de El pez en el agua, su doble memoria -no podía ser de otro modo- del nacimiento de su vocación literaria y de su fracaso político, quizás porque en ninguna otra de sus obras sus contradicciones se muestran de manera tan descarnada, tan a flor de piel.   

             Allí, Vargas Llosa supo conjurar, sacudir y vencer todos sus demonios: en la amargura de la derrota -ni más ni menos que ante Fujimori-, rescató su infancia y se liberó del fantasma de su padre. Y, de paso, recuperó la energía para reinventarse como escritor y para continuar experimentando la mayor de sus pasiones, esa que nos barre como un tsunami en cada uno de sus textos, incluso los menos afortunados: esa fuerza elemental, primitiva e irrefrenable que le ha permitido alcanzar, como a muy pocos grandes escritores en la historia, esa coincidentia oppositorum con que soñaban los escolásticos: la que une la vida con los libros.

 

Twitter: @jvolpi

            

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3 de abril de 2016
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El castillo de Gripsholm

En su día, Kurt Tucholsky (1890-1935) fue considerado como uno de los escritores alemanes más incisivos, irónicos y  mordaces, al mismo tiempo que uno de los más leídos. Pertenecía a una familia de banqueros judíos y se graduó  en leyes en la Universidad de Jena, pero salvo un breve periodo como empleado de un banco la única profesión que ejerció con éxito y  hasta el final de sus días fue el periodismo, con alguna incursión en la narrativa. Con veintidós años publicó Rheinsberg (1912), una novelita de amor amena, amoral y descarada que si le abrió las puertas al gran público también le granjeó la enemistad de las fuerzas conservadoras nacionales, aparte de que sus críticas en paralelo desde los semanarios más satíricos empezaban a ser feroces  y acabaron costándole  dos años de silencio forzoso. Pese  a su firme voluntad de no participar en la despiadada carnicería que estaba siendo  I Guerra Mundial, en 1915 no solo fue llamado a filas sino que permaneció alistado hasta el final (1918). Regresó  a Berlín convertido en un radical de izquierdas que criticaba acerbamente a los comunistas, un furibundo anti militarista que incomodaba por igual a los militares y a la industria armamentista en vísperas de hacerse de oro con el rearme alemán y un anti totalitario no menos cáustico que ponía un énfasis especial en sus invectivas contra los nacionalsocialistas, entonces ya en vísperas de su hegemonía dentro y fuera de Alemania. Y puesto que encima renunció públicamente a su condición de judío también se puso en contra a esa pequeña pero todavía muy poderosa minoría. Como él mismo reconocería al final de sus días, era imposible luchar en tantos frentes a la vez contando tan solo como arma una máquina de escribir. 

                Los poemas satíricos y sus celebradas canciones de cabaret las firmaba como Theobald Tiger, aunque luego, como Kaspar Hauser,  retomaba los mismos temas para tratarlos desde la óptica del hombre de la calle. Para la crítica teatral y de libros usaba el pseudónimo de Peter Panter y sus ataques más demoledores (especialmente contra los cada vez más poderosos nazis), los firmaba como Ignaz Wrobel. Esa pequeña treta no despistó a sus oponentes y si ya en 1930 creyó prudente librarse de su continuo acoso refugiándose en París, tan solo tres años más tarde, después de haber quemado públicamente sus libros y de haberlo tildado de “degenerado”, las nuevas autoridades nacionalsocialistas le desposeyeron de la nacionalidad alemana. Para entonces Tucholsky se había puesto nuevamente fuera de su alcance abandonando París para instalarse en Suecia, pero el camino inequívocamente sombrío que estaban tomando Europa y el mundo le sumió en una profunda depresión y (de forma deliberada o no, pues nada se sabe de cierto) en 1935 tomó una dosis excesiva de barbitúricos y murió solo, casi olvidado y profundamente decepcionado por no haber logrado alertar a sus compatriotas de la hecatombe que les caería encima.

                En El castillo de Gripsholm Tucholsky retomó en cierto modo el tema de su exitosa Rheinsberg, pues en ambas los personajes centrales son una pareja no casada que se va de vacaciones a Suecia. En esta su segunda vuelta al amor Tucholsky estaba en plena madurez (la novela  es de 1931) y ya no escribía para provocar ni pretendía escandalizar: su propósito, como le exige el editor Rowolt en una graciosa correspondencia incluida al principio de libro, era escribir una historia de amor que compensara el descenso de ventas que estaban experimentando sus libros de crítica social.

 Tenía poco más de cuarenta años, sufría una enfermedad crónica,  llevaba a cuestas muy mal dos matrimonios fracasados y empezaba a sentir los devastadores  efectos del cansancio que le provocaban  tantos frentes como tenía abiertos desde hacía años. Pese a todo lo cual, y en contra de lo que pueda pensarse, en lugar de un relato cáustico, desengañado y agorero, El castillo de Gripsholm es, en efecto,  una deliciosa historia de amor y la mejor expresión de lo delicada que puede ser la relación de un hombre y una mujer: está contada desde el intercambio de sentimientos pero sin cursilerías ni cielos de color rosa. Ambos saben estar viviendo un momento efímero, irrepetible y cuyo final está a la vista, pero en este caso el trasfondo funesto, la prueba de que son conscientes de que su amor está teniendo lugar en un mundo cruel e injusto se encarna en una niña con la que se cruzan casualmente por los prados y que poco a poco va convirtiéndose en una siniestra historia de terror tipo Hansel y Gretel en la que hace el papel de bruja la dueña del internado para señoritas donde ha sido enviada la niña. Todo ello contado en un estilo directo y sin complicaciones salvo para el pobre traductor, que ha debido ingeniárselas (por cierto que con suma brillantez) para verter al castellano el missingsch, que según el propio Tucholsky, es lo que se escucha cuando una persona que habla bajo alemán quiere expresarse en alto alemán. O sea un galimatías que sin embargo impregna los diálogos de una curiosa ternura.

 

 

El castillo de Gripsholm

Una historia veraniega

Kurt Tucholsky

Traducción de Jorge Seca

Acantilado

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2 de abril de 2016
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La cicatriz del poder

Hillary Clinton, la mujer cuyo apellido ha llegado a pesarle tanto como le ha permitido volar. Hillary, a secas, la brillante abogada con gafas de cristal de botella y sonrisa de ortodoncia. Ya convertida en Clinton, la del voten ?dos por uno?, la que siempre aspiró a la presidencia de los EE.UU., en la sombra y el sol. La que asumió la infidelidad de su marido, como Claire Underwood en House of cards, porque los asuntos de Estado y la ambición de poder están por encima de las debilidades de la carne. La indignidad hubiera sido mostrarse rabiosa y perdedora. Cómo iba a abandonar el proyecto por el cual había sacrificado incluso la honra social. Lo hizo con naturalidad, en un talk show, a la americana. Y vaya si convenció. Escaló en las filas demócratas, apoyada por esa generación de feministas liberales de los sesenta y setenta cuya principal cruzada consiste en aupar a mujeres hacia las altas cúpulas. Y se puso el uniforme de Secretaria de Estado, ejerciendo la delicada diplomacia y midiendo siempre su discurso. ?Nos representa a todas?, dijeron los lobbies afines, creyendo ciegamente que si gana una, ganamos todas. No siempre fue así. El tópico es Thatcher, pero podríamos repasar una a una el patrón que se le exige a una mujer para ser creíble en política. Bernie Sanders puede encender a las masas a grito pelado, mientras que los asesores de Hillary le aconsejan que no parezca gritona ni enfadada, que ejerza no ya de madre sino de abogada del sueño americano. La campaña, desde sus propias filas, es acerada y compleja. Muchos jóvenes prefieren el coraje del socialista Sanders, que no acepta ni un dólar de las grandes multinacionales y se financiara con pequeñas donaciones. Expansión de los beneficios sociales, impuestos para los especuladores, control a las oligarquías económica y política? Sanders conecta con el espíritu libertario de los Thoreau, Whitman y compañía. ¿Y Hillary? ¿Reescribirá la historia de tantas mujeres que se preparan toda la vida para llegar a algo, y cuando lo tienen en la punta de los dedos, se les escapa? Las jóvenes no la apoyan, la sienten demasiado empoderada y a la vez símbolo de la mujer castradora. Ni el sentimiento solidario las decide, a pesar de que los republicanos misóginos la traten de ?perra?, o que aún haya retrógrados que la reciban con letreros: ?Plancha mi camisa?. Su modelo fue Eleanor Roosevelt, la ?presidenta? más popular de la historia de la Casa Blanca, que, como ella, fue humillada por la infidelidad de su marido. En ambos casos permanecieron a su lado para ser sus más solventes asesoras: Eleanor ejerció de vicepresidenta oficiosa en el gabinete de su marido y Hillary fue responsable del sistema sanitario público de la administración Clinton. A diferencia de la campaña de hace ocho años, en la que apenas quiso utilizar el factor ?género?, en su actual carrera busca a la desesperada el voto femenino. ?El lugar de una mujer está en casa, en la Casa Blanca?, reza uno de sus eslóganes. Sonreír, sudar, entrar en foros de internet, ese es el nuevo programa de la candidata para contrarrestar ese abultado pasado que le priva de frescura y conexión emocional. Algo que evidentemente no ocurriría si fuera hombre: de poco importaría su larga trayectoria, todo lo contrario, ni el dibujo mental que todos tenemos de ella como una mujer de carácter. Veremos a quién eligen los norteamericanos para que les gobierne: a una veterana de sesenta y nueve años, gata vieja, matrimoniada desde hace años con el poder, o a un hombre de setenta y cinco años que detesta el perfume de Wall Street y parece siempre estar a punto de ponerse a hacer flexiones en los pabellones mitineros. ¿De verdad que el sexo es lo de menos? (La Vanguardia)

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2 de abril de 2016
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