Basilio Baltasar
Si un locutor baja a la calle con su micrófono y pregunta al transeúnte, aprovechando su alegre disposición a ser consultado, cuánto le suena el nombre de Mussolini o Stalin, verá hasta qué punto algunos nombres son conocidos por la población. Pero si en lugar de mencionar a las delirantes encarnaciones del siglo XX, le pide al desocupado paseante si recuerda algo de la vida y obra de Thomas Paine, comprobará el desdichado destino reservado a los pioneros que fundaron los logros de nuestro tiempo.
Obviamente, la omisión que padece Paine no es una casualidad de la ignorancia común: responde al deliberado propósito de nuestros pedagogos y de los publicistas fieles al dictado de las potencias infernales.
En 1999 publiqué en Seix Barral la deslumbrante biografía que le dedicó Howard Fast (ya saben: el autor de Espartaco, el perseguido durante la exitosa Caza de Brujas de McCarthy…). Ratificando la imposible existencia de Paine en el paradigma académico de nuestro país, el libro pasó por las librerías sin recibir una sola reseña. Lo tomé como un síntoma de nuestra astenia intelectual. El desdén que los sabios españoles dedican a lo que no conocen ha conseguido ser la inconfundible rúbrica de la Marca España.
Veo ahora que la editorial Funambulista edita la obra con que Paine consolidó las ideas de la Revolución Americana (“El sentido común”) y que Debate publica el ensayo del ya ausente Christopher Hitchens sobre Thomas Paine y su glorioso libro: “Los Derechos del Hombre”.
El ensayo es una brillante evocación y ratifica a Paine en el panteón de los hombres ilustres: la inteligencia con que desveló la clave de la última religión -la divinidad de lo humano latente en el hombre- resulta ahora de una acuciante urgencia.