Lluís Bassets
Nadie estará tan pendiente de lo que ocurra esta próxima semana en Grecia con los refugiados como Angela Merkel. Si el plan de devolución a Turquía que ha pactado la Unión Europea no funciona, las responsabilidades recaerán ante todo sobre las espaldas de la canciller alemana, que ha sido su principal patrocinadora y ha querido salvar con ello la inicial política de puertas abiertas que ha llevado a un millón de refugiados a instalarse en Alemania solo en 2016.
El Consejo Europeo y las autoridades turcas acordaron el 18 de marzo la devolución de quienes llegaran a Grecia a partir del día 20, operación que en principio está previsto que empiece el 4 de abril con un primer grupo de 500 refugiados. Parte esencial del plan es conseguir un efecto disuasivo, lo contrario del efecto llamada, de forma que se corte el flujo de migraciones hacia Europa desde Oriente Próximo, pero todavía no hay señal alguna de que se haya conseguido. Tampoco hay seguridades de que la presión migratoria no se abra paso más tarde hacia otros puntos, como son las costas italianas, maltesas o españolas.
Las dificultades son evidentes, incluso para quienes han concebido el plan. El mayor argumento a favor es la ausencia de planes alternativos. Cerrar Europa a cal y canto, como propugnan algunos países en nombre de la preservación de la identidad cristiana y de la soberanía nacional, sería el fin de la UE, la ruptura con las convenciones internacionales y el regreso a unos Estados nacionales iliberales, en pugna unos con otros. Tampoco es posible abrir desordenadamente las fronteras europeas al torrente de refugiados que llega desde Oriente Próximo, pues agotaría la capacidad de absorción en muy poco tiempo, afectaría al orden público y conduciría de nuevo a la solución anterior, al encastillamiento xenófobo.
La UE no ha sido capaz de enfrentarse a tiempo y en forma a la crisis de los refugiados provocada por la guerra de Siria. No lo han sido unas instituciones muy debilitadas y sin autoridad ante la cabalgada de renacionalización política en que está el continente desde hace años. Tampoco lo han sido los 28 Estados, profundamente divididos ante la cuestión de los refugiados: los euroescépticos, como Reino Unido, no quieren gestionar fronteras y asilo en el marco de la UE porque solo les interesa el mercado único; los antieuropeos, como el Grupo de Visegrado de los antiguos países comunistas, propugnan la Europa fortaleza; los que ya han acogido refugiados, como Alemania, Suecia y Austria, quieren un reparto equitativo de la carga y una política europea de fronteras y de asilo; y luego están los que miran hacia otro lado y evitan comprometerse, que no son pocos y tienen en la España de Mariano Rajoy a su mayor exponente.
Al final ha sido Alemania, con la presidencia holandesa de turno de la UE, la que ha elaborado un plan, el único existente, de forma casi unilateral y ante la pasividad de la mayoría. El resultado ha sido profusamente criticado, aunque los Veintiocho no han tenido más remedio que aprobarlo ante la falta de alternativas. La crítica más demagógica carga sobre las espaldas de la UE la responsabilidad de las escenas dramáticas que están produciéndose en las costas mediterráneas y en la frontera cerrada de Macedonia. Pero la realidad de los hechos es que el origen del problema no está en un exceso de Europa, sino precisamente en la inhibición de los Estados y en el déficit de unión entre los europeos, y especialmente en la ausencia o debilidad de los mecanismos compartidos de gestión de fronteras y del asilo.
El plan prevé que todas las personas que sigan llegando a Grecia irregularmente serán devueltas a Turquía, aunque en ningún caso como parte de expulsiones colectivas y atendiendo siempre a la legalidad y a los procedimientos de asilo exigidos por la Convención de Ginebra. Por cada refugiado sirio que reciba Turquía, este país mandará a Europa a otro refugiado sirio, de una cuota cifrada por el momento en 72.000, con el propósito de convertir a este país en el lugar de presentación de las solicitudes de asilo, dificultando así la actividad de las mafias de tráfico de personas.
Es difícil creer que todo esto funcione. Son muchas las dudas respecto a las garantías legales, a la moralidad del acuerdo y, lo que es peor, a su viabilidad, sobre todo respecto a la capacidad griega y europea para gestionar una operación tan compleja de identificación individual y de devolución respetando los derechos individuales y las mínimas condiciones de humanidad que exige una población vulnerable que huye de la guerra y de la destrucción de su país. Las dudas son tan serias como para que la organización para los refugiados de Naciones Unidas (ACNUR), convocada para gestionarlo, haya rechazado su colaboración.
La parte más difícil de digerir públicamente es la que se refiere a la Turquía de Erdogan, que ha conseguido sacar partido financiero ?6.000 millones de euros? y político ?reanudación de las negociaciones de adhesión a la UE? en un momento de regresión de las libertades públicas y de creciente autoritarismo de su presidente. Es dudosa la declaración de Turquía como país seguro para los solicitantes de asilo, sobre todo si se tiene en cuenta la creciente persecución que sufre el nacionalismo kurdo, tan implicado en la liberación del norte de Siria. No presenta tantos inconvenientes, en cambio, la liberalización de la política de visas, pues a fin de cuentas se situará al mismo nivel en el que ya se encuentran los países balcánicos.
A pesar de todo, Alemania y la Comisión Europea esperan que el acuerdo sirva y consiga primero disuadir a quienes quieren llegar desordenadamente para que presenten en Turquía sus solicitudes de asilo para instalarse en Europa, y termine al final convirtiéndose en un sistema legal, ordenado y éticamente aceptable que organice la llegada de ese medio millón más de refugiados que se prevé para 2016.
No es tan solo el futuro político de Merkel el que se juega en las costas del mar Egeo a partir de esta semana. Se juega también el futuro de Europa. La libre circulación entre los Veintiocho, garantizada por los acuerdos de Schengen, se halla prácticamente congelada. Los acuerdos de Dublín que organizaban la aplicación del derecho de asilo en Europa están suspendidos. Pero si fracasa el acuerdo Turquía-UE, también entrará en crisis el sistema internacional de asilo entero, incapaz de absorber la crisis de refugiados más importante probablemente desde que se concibió la Convención de Ginebra en 1951, después de la II Guerra Mundial.