

En buena medida, casi todas las regresiones de la historia las ha provocado el miedo a pensar, por lo que sería recomendable que le diéramos a ese miedo la importancia que se merece. Ocurre además que el miedo a pensar suele ser tan comunicable como la histeria y tan epidémico como la peste.
Y sin embargo, uno tiene la impresión de que, ya desde el principio, hubo otro camino bien definido: el de avivar las conciencias sin imponer una línea y una ley, mas sin dejar nunca de enjuiciar todo lo enjuiciable y de modificar todo lo modificable, en la búsqueda de una vida más justa y de una realidad menos intolerable, pues, como dijo el poeta, el arte y la filosofía "sólo aspiran a un mundo más benigno" hasta en sus peores y más crudos momentos.
Quizá haya que volver a los que pensaron sin miedo para observar la fractura originaria sugerida en el mito bíblico de Caín y Abel y en la secuencia evangélica del beso de Judas. Dos momentos que postulan que cuando los rencores se coagulan hasta el delirio provocan un instante monstruoso y empieza a correr la sangre.
Desde sus mismos orígenes griegos, la acción y la reacción no han podido despojarse de la tentación del abismo; lo cual no quiere decir que, por ambas sendas, no lleguen a detectarse, aquí y allí, pensadores que renunciaron a la rigidez con palabras y con hechos.
No sabemos la dimensión que hubiese podido tener el marxismo si sus fundadores lo hubiesen despojado desde el principio de pretensiones violentas y de instinto de horda. Quiero con ello decir: no sabemos lo mucho que nos habrían modificado ciertas ideologías del pasado de haber renunciado a la cobardía de no ir más allá de sí mismas. Y es que allá donde empieza la dimensión de la muerte (como amenaza o como certeza), acaba la lengua y acaba naturalmente el pensamiento.
Pero, ¿qué es el miedo a pensar? Básicamente es el miedo a perder la comodidad que nos procuran los lugares comunes y las "grandes ideas" recibidas.
Poner en cuestionamiento esas grandes ideas, que como diría Carver sólo son grandes debido a la inflación y a la repetición, puede dar miedo, y además exige un cierto impulso reflexivo, que para colmo te puede poner en contra de los que no están dispuestos a hacer ese esfuerzo, de los que no quieren salir del redil de los pensamientos sedimentados, coagulados y en definitiva muertos.
Cuesta salir de la muerte, cuesta salir de lo trillado, pero merece la pena, porque el miedo a pensar conduce automáticamente a otros miedos, como en una reacción en cadena de cuyos efectos ya estamos siendo las víctimas en este preciso momento. Por ejemplo: el miedo a pensar tiende a convertirse en seguida en miedo a leer: de hecho son miedos inseparables y muy implicados el uno en el otro.
Se están rebajado los presupuentos del espíritu a la vez que crece el miedo a acercase a la materia oscura de nuestro ser. Como si apartar los ojos de las reflexiones luminosas y audaces, que tocan conciencia y tocan negrura, nos fuera a librar de lo que ya estamos viendo: la profunda devaluación de casi todos los territorios de la cultura y la cada vez más afianzada entronización de toda clase de neologismos para ocultar las llagas (las infamias) que más hieden.
Pues hay que advertir que al miedo a pensar y al miedo a leer se une siempre el miedo a nombrar. Tres miedos copulativos que tienden a producir una triple ceguera que deteriora por igual la conciencia individual, la herencia escrita, y la lengua entendida como herramienta para desvelar el mundo y no para ocultarlo.
Pero que nadie se indigne ante la banalización del saber y ante la envolvente invasión de la estupidez. Son caminos que fueron trazados hace bastante tiempo: quizá al final de los años cuarenta, cuando Europa decidió olvidar y borrar huellas, y dejó la educación en manos de la televisión.
Aquel olvido voluntario está teniendo un grave efecto mariposa que va unido a un efecto bumerán. Por eso, en lugar de avanzar, estamos volviendo a la Europa descerebrada que precedió a la Primera Guerra Mundial, si bien ahora vivimos una época aún más desdibujada, perdidos en una torre de Babel estruendosa, ubicada en medio de la inmensa selva de la ignorancia.
Hacía seis años que no nos veíamos. A pesar de la muleta, me pareció muy recuperado. Me tranquilizó la luz irónica de sus ojillos entrecerrados y cubiertos de arrugas. Había pasado mucho tiempo en el remolino de la confusión. Tras separarse de su mujer, entró en ese tobogán que tiene un comienzo excitante y pronto se convierte en una caída sin control. Después de haber conducido camiones ilegales y huido de una prisión mortal, le perdí la pista en algún estado mexicano donde trabajaba de camarero, aunque era ya viejo para esa tarea. Al regresar a España todo cambió de golpe.
Quiso el azar que se encontrara con una novia antigua, justamente la que abandonó para casarse. La mujer, ya pasados los 50, lo miró con regocijo cariñoso. "No has cambiado nada, sólo te has muerto varias veces", dijo. Mi amigo constató que nadie le juzgaba con mayor gentileza y comenzaron a salir. Era regresar a muchas cosas. La casa abandonada, la novia abandonada, la ciudad abandonada, pero aún le faltaba conocer otro abandono.
Poco después ella le dijo: "Cuando te casaste yo estaba embarazada. Me lo callé porque no habrías sabido qué hacer, pero al niño se lo dije en cuanto cumplió 13 años, así que te conoce. ¿Quieres conocerlo tú ahora?". Mi amigo aseguró que inmediatamente quería conocerlo. Y al salir de su casa, aquella noche, lo atropelló una moto.
Una vez superado el coma, el cirujano le advirtió de que iba a quedar cojo, pero que le esperaba su silla de ruedas. Señaló al pasillo. Un muchacho de unos 20 años sostenía las manillas y le miraba desconcertado. No le cupo ninguna duda. Desde entonces no se han separado. "Hay más clases de amor que las que conocí de joven", me dijo. Luego se alejó renqueando.
Cero K es un capítulo más en el continuo avance de la ciencia ficción como un nuevo realismo: el millonario Ross Lockhart -padre del abúlico narrador, Jeff-- quiere criopreservar el cuerpo de su segunda esposa, Artis, que sufre una enfermedad terminal. Junto a otros socios, ha invertido en la Convergence, un instituto secreto localizado entre los Urales y Siberia, que promete vida eterna a sus clientes: ha desarrollado técnicas para preservar cuerpos de modo que, en el futuro, con los avances biotecnológicos, estos sean reanimados y adquieran inmortalidad. Ciencia: en los Estados Unidos hay varios institutos como el que describe DeLillo (el más conocido es el Alcor Life Extension Foundation); ficción: se han logrado avances en la criopreservación, pero todavía falta lo más difícil, que es la tecnología capaz de reanimar los cuerpos preservados.
En Ruido Blanco, DeLillo señalaba que, en una sociedad en la que ha triunfado lo artificial, lo único verdaderamente auténtico es el miedo a la muerte. Cero K atrapa ese miedo, conjugado con la melancolía de la llegada del fin: los sueños de Ross son un gesto de rebeldía ante la finitud de la vida, "un período tan breve que lo podemos medir en segundos". De nada vale decir que es la muerte aquello que nos hace humanos: la "tecnología basada en la fe... otro dios, no tan diferente de los anteriores", puede permitir que unos cuantos -los miembros del 1%-- se impongan a las razones biológicas que llevan al fin.
Jeff tiene buen ojo para captar el look postmoderno de las instalaciones del instituto -Convergence es una mezcla de un edificio de la Cientología con una instalación artística, con el mejor uso de maniquíes en la narrativa desde los tiempos de Felisberto Hernández--, pero su vida anodina y su mirada clínica ante el drama que ocurre ante sus ojos -una madrastra cuya muerte se acelerará, un padre tentado de seguir sus pasos- impiden que se convierta en un personaje memorable: él es más una mirada --¿la de DeLillo?- que otra cosa. El fascinante monólogo de Artis ya iniciando el proceso de criopreservación -el "ping ping ping" de su cerebro- podía haber sido más desarrollado. Hay una subtrama fallida con Stak, el hijo de la pareja de Jeff, con un desenlace que abusa de la coincidencia.
DeLillo intuyó hace rato que todo aquello que percibimos está mediado por el cine, la televisión, el arte: no podemos ver nada de forma directa o "auténtica". Por eso no es casualidad que el gran triunfo de esta novela, aparte de las reflexiones agudas sobre la mortalidad, sea la escena en la que Jeff se asoma a la sección de criopreservación y se encuentra con "largas columnas de hombres y mujeres desnudas, en suspensión congelada". Esto es cine clase B -Coma, por ejemplo- elevado a instalación artística: "espectáculo puro, una single entidad, los cuerpos majestuosos en su postura criónica. Una forma de arte visionario, arte corporal con amplias implicaciones".
(La Tercera, 15 de mayo 2016)
Fue de sorpresa en sorpresa durante su primera jornada en el gigantesco Instituto Germánico de Ornitología. Era como una ciudad; cada especie de ave disponía de un Departamento de Estudio, con su propio complejo de edificios. Su infancia campesina observando los cernícalos, la elección del bachillerato de ciencias, la Facultad de Biología, el doctorado. Y ahora la beca que le iba a permitir trabajar en esta prestigiosa institución. “Hay aves que usan la luz ultravioleta para encontrar alimento; sabemos que a veces los cernícalos buscan su presa gracias a la detección de los rastros de orina dejados en el suelo por los roedores ya que ese licor refleja el ultravioleta”, dijo el Doctor Tugues en la disertación que cerraba el acto de inicio del curso. Pero fue al atardecer, al cruzar la parte norte del parque camino del anexo de apartamentos, cuando descubrió una peculiar construcción, un pabellón cilíndrico, tenuamente iluminado, de altura indefinida ya que lo cubría la niebla. Preguntó y juraría (su conocimiento de la lengua alemana no era perfecto) que le respondieron que era el almacén de registros. El lugar donde se guardaban, donde se iban guardando, todas las ‘visiones’, todo lo que veían, todo lo que han visto, todos los ejemplares de Falco tinnunculus desde que existía la especie. ¿Era eso posible? Ondas, frecuencias, partículas diseminadas y ahora capturadas. Necesitaba descansar. Un sueño reparador. Mañana sería otro día.
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Viitala, Jussi; Erkki Korplmäki, Pälvl Palokangas & Minna Koivula (1995). «Attraction of kestrels to vole scent marks visible in ultraviolet light» Nature. Vol. 373. n.º 6513. pp. 425–27. 10.1038/373425a0.
Dijo Motherwell: "Las pintura sin conciencia es decoración". La decoración, sin embargo, es muerte pura. La vida eterna del artificio.
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Sólo espero el banquete en el más allá. Entre un grupo de buenos amigos y fieles comensales.
Sin petróleo no se entiende Arabia Saudí. No se entiende la creación y consolidación del reino y menos todavía la alianza histórica con EE UU (petróleo por protección), su papel determinante en la fijación de los precios mundiales y su peso geopolítico en Oriente Próximo. El presupuesto del Estado se nutre en un 80% de los ingresos del petróleo, que aporta un 45% del PIB y alcanza a un 90% de las exportaciones. Su subsuelo contiene las primeras reservas de crudo y es el segundo productor mundial detrás de Rusia.
Sin petróleo no sería el tercer país del mundo en gasto de defensa ni el primer cliente de la industria armamentística mundial. No podría sostener la guerra de Yemen, ayudar a los rebeldes sirios y proporcionar ayuda financiera al régimen del mariscal Al Sisi que tomó el poder en Egipto tras deponer al presidente Morsi.
Tampoco se habría producido el movimiento de reislamización que ha sufrido todo el mundo, desde Marruecos hasta Indonesia, al amparo de las madrasas y mezquitas sufragadas durante décadas con fondos saudíes. La guerra de Afganistán contra la Unión Soviética se financió en buena parte con dinero saudí. El terrorismo no se ha financiado, que se sepa, de las arcas del petróleo, pero sin reislamización y sin muyahidines afganos, es decir, sin petróleo no habría Bin Laden ni Al Qaeda. Tampoco sin la constructora de la familia Bin Laden, la primera del país desde los tiempos de Ibn Saud y la que ha reconstruido La Meca y sus lugares santos decenas de veces.
Sin petróleo tampoco podría sostener el pulso con Irán, que en buena parte es por mantener su cuota del mercado mundial aun a costa de contribuir a la caída del precio del barril que está minando las bases de su economía. Riad se opuso al acuerdo nuclear con Irán menos por el peligro de una hipotética bomba atómica persa que por el levantamiento de las sanciones que permite a los iraníes su regreso al mercado mundial en busca de su parte del pastel petrolero.
El petróleo ha sido y es todo en Arabia Saudí, hasta el punto de que hasta ahora había un entero ministerio solo para la política petrolera y quien lo ocupaba solía permanecer durante largos años en el puesto: los siete monarcas saudíes han tenido solo cuatro ministros de Petróleo. El último, Ali Al Naimi, de 80 años, lo ocupaba desde 1995. El único que tuvo un mandato corto, dos años, fue el primero, Abdulla Tariki, que ocupó la cartera de 1960 a 1962, fundó la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) y conspiró con el movimiento de los Príncipes Libres, panárabes y naseristas, y por tal razón fue destituido.
La primera empresa saudí es la petrolera estatal Saudi Aramco. Cuidado, primera del país y del mundo, pese a que no cotiza en Bolsa (las evaluaciones sobre su valor, quizás 2,5 billones de dólares, según Bloomberg, se realizan a partir de sus reservas y capacidad de producción). Su presidente está muy cerca del poder ministerial, hasta el punto de que se solapa o precede a veces al cargo de ministro. Ha sucedido ahora, cuando el rey Salmán, de 89 años, ha cambiado el nombre del ministerio por el de Energía, Industria y Recursos Minerales y también al ministro, al que ha sustituido por el del presidente de Aramco, Jalid al Fahli, de 56 años, dentro de una remodelación del Gobierno inspirada por su hijo y segundo en la línea de sucesión, Mohamed bin Salmán (MBS), de 30 años.
Este es el segundo golpe de timón de Salmán, que llegó al trono en enero de 2015, a la muerte de su hermanastro, el rey Abdulá. A los tres meses de su entronización, sustituyó al príncipe heredero, su medio hermano Mukrin bin Abdulaziz, de 70 años, por su sobrino Mohamed bin Nayaf (MBN), de 56 años, y a este por su hijo MBS, en un movimiento insólito en la historia de Casa de Saud, donde nunca se había destituido a un príncipe heredero.
Muchas cosas suceden por primera vez. Agotados los hijos del fundador, seis de los cuales han reinado desde 1953, en un ejemplo perfecto de sucesión adélfica o entre hermanos, por primera vez el heredero pertenece a la generación de los nietos. Y también por primera vez, las tres primeras autoridades pertenecen al mismo linaje paterno y materno, detalle significativo en un sistema poligámico en el que la herencia matrilineal organiza facciones de hermanos opuestos a los otros hermanastros. En este caso, los tres son conocidos como sudairis, por descendientes de Hassa el Sudairi, la esposa preferida de Ibn Saud.
MBS dice que quiere terminar con la adicción saudí al petróleo. No deja de ser un chiste, tratándose de un petroestado que vive de, por, para, con, sobre y tras el petróleo. Sus planes para desengancharse cuentan como paso inicial con la privatización de una fracción minúscula, menos del 5%, de su gigantesca compañía petrolera, en una salida a Bolsa que ya se anuncia como la mayor de la historia.
MBS quiere hacer más privatizaciones, diversificar la economía, introducir la competencia, eliminar subsidios (gasolina, agua, electricidad), saudinizar y feminizar el mercado de trabajo: más de la mitad de la mano de obra es extranjera, el paro juvenil es muy alto y las mujeres son una fuerza de trabajo excluida. También quiere convertir la peregrinación a La Meca y Medina en una próspera industria de turismo religioso. Y construir museos y una industria cultural y del entretenimiento.
Hacer todo esto y a la vez no es fácil, si no se quiere aflojar además la férula de la monarquía teocrática. Será un camino en buena parte contradictorio, porque obligará a mantener el pulso con Irán, con el gasto de defensa que significa (25% del presupuesto), y recortar a la vez el déficit público galopante (15% este año). Sin afectar gravemente al orden público en un país de población jovencísima (dos tercios tienen menos de 30 años), situado en el vórtice de la inestabilidad geopolítica, en guerra fría con Irán, con tres países vecinos en guerra caliente, el conflicto palestino enquistado y el terrorismo de Al Qaeda y del Estado Islámico campando a sus anchas. Las inversiones para sufragar esta magna operación deberán salir de la privatización parcial de Aramco.
Sin petróleo Arabia Saudí sería otro país. Y será otro país si los sudairis se deshacen de la dependencia del petróleo antes de 2030, tal como pretenden, y abandonan la patrimonialización del Estado sin perder a la vez el nombre del guerrero que lo fundó. Como en un cuento de Las mil y una noches.
No cuesta mucho imaginar la reacción de los lectores de principios del siglo pasado que de pronto encontraron en su periódico habitual un anuncio en el que se solicitaban tripulantes para un velero de 17 metros a punto de zarpar para un crucero de varios años por los Mares del Sur. Es de suponer que a todos ellos, cuando se les cruzasen en sus respectivos imaginarios palabras tales como “crucero”, “velero”, “varios años” o “Mares del Sur”, el corazón les dio un triple salto mortal hacia atrás y sin red. Y si tal cosa les pasó según leían el anuncio, ya resulta inimaginable lo que les pasaría a sus maltrechos corazones cuando conocieron quién firmaba el anuncio: Jack London. Imagínate: viajar durante varios años por las diferentes islas de Hawái, a partir de las cuales el itinerario incluiría Samoa, Nueva Zelanda, Tasmania, Australia, Nueva Guinea, Borneo y Sumatra para luego atravesar Filipinas y llegar a Japón, Corea, China, la India, el Mar Rojo, el Mediterráneo y lo que la suerte deparase. Encima ganando un sueldo y por si fuera poco en compañía de Jack London y teniendo la oportunidad de verle escribir una serie de obras que ya tenía contratadas y con las cuales debía financiar el viaje.
Lógicamente, la respuesta fue inmediata y masiva, y en los astilleros de San Francisco donde se estaba construyendo el Snark (un guiño de complicidad hacia Lewis Carroll, pues en principio el yate debía llamarse Wolf) se recibió una montaña de solicitudes enviadas por médicos, abogados, arquitectos, ídolos deportivos, campeones de vela o cocineros de los más afamados hoteles y restaurantes porque, cómo no, hasta el más miope de aquellos lectores debió de querer tentar su suerte.
Finalmente, y por razones que ni él mismo supo explicar, el elegido fue Martin Johnson, autor como es lógico de este libro lógicamente titulado Por los Mares del Sur con Jack London. De qué otra forma se podría llamar, si no. Años más tarde Johnson se convertiría, junto con su mujer, Osa, en un viajero famoso, aviador y autor de documentales, aparte de que los relatos de sus viajes y aventuras tuvieron muy buena acogida. Pero entonces, en 1907, era un chico de apenas veinte años que había hecho un par de viajes en buques mercantes y que ni siquiera sabía cocinar, aunque para eso precisamente fue contratado. Para bien y para mal, en el momento de escribir el presente libro tampoco tenía tanta experiencia con la pluma como para tratar de emular a su patrón y se limitó a contar tal cual cómo fue aquel viaje y lo que pasó. Y resulta que pasó de todo.
En aquél momento Jack London ya era un autor mundialmente famoso y tenía publicados títulos tan significados en su bibliografía como La llamada de lo salvaje (The Call of the Wild) (1903), El lobo de mar (The Sea-Wolf) (1904) o Colmillo Blanco (White Fang) (1906), así como innumerables cuentos y artículos de sus viajes por los polos y los Mares del Sur. Se suponía por tanto que sabía lo que se hacía cuando decía estar construyendo un barco capaz de soportar tifones que harían capotar a embarcaciones mucho más grandes que él. Claro que también se suponía que no le iban a engañar cuando le vendían materiales y componentes del barco a precio de oro, o que era un experto a la hora de aprovisionar las sentinas para que no les faltase de nada a los seis tripulante: el viejo capitán Eames, Jack London y su mujer, Charmian, un marinero experimentado, un grumete japonés que se mareó antes de poner un pie en el yate y que seguía mareado cuando medio desertó en Hawái y el propio Martin Johnson. Pero tantos supuestos se demostraron falsos apenas abandonar finalmente el puerto de San Francisco porque el barco empezó a hacer aguas casi de inmediato, los depósitos de agua y petróleo perdían, los motores no funcionaban y antes de atravesar la línea del trópico tuvieron que arrojar gran parte de los alimentos al mar porque se les habían podrido. Y ya puestos nada más natural que una vez en alta más resultase que carecían de oficial de derrota porque el viejo capitán Eames no la sabía trazar y London lo hacía a ojo, de manera que una vez plasmada en los mapas la trayectoria seguida hasta llegar a Honolulu era lo más parecido a un gusano retorcido y lleno de nudos.
Lógicamente, y aunque sufrieron toda clase de calamidades debidamente magnificadas por los editores de los periódicos que se habían gastado verdaderas fortunas en comprar las crónicas que les iba mandando London y no estaban dispuestos a ofrecer a sus lectores el relato de una aventura tan plácida y pintoresca como lo sería un viaje de bodas (hasta admitían apuestas acerca de si el Snark lograría llegar al próximo puerto), a lo largo de los dos años que finalmente duró la odisea les pasó un poco de todo, momentos buenos y malos, encuentros afortunados y experiencias desagradables y hasta peligrosas, y Martin Johnson se las apaña bastante bien, con su sencillez, para reflejar las peripecias, los paisajes, los personajes o el ambiente en un espacio reducido y que si había mala mar podía saltar como una cabra enloquecida y convertirse en un infierno. En definitiva, un libro muy entretenido y una oportunidad de conocer a un Jack London que a ratos no tiene mucho que ver con lo que cuentan sus biografías.
Por los Mares del Sur con Jack London
Martin Johnson
Traducción de Beatriz iglesias Lamas
Ediciones del viento