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Las Malas, de Camila Sosa Villada

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Trilogía Argentina (parte III)

 

Llego a Las malas gracias a la generosidad de mi compañera de trabajo en la librería. El ejemplar que leo es el suyo; procuro hacerlo rápido porque no me gusta retener por más tiempo del estrictamente necesario los libros ajenos, me siento como si estuviera perpetuando un secuestro. Lo primero que identifico en el relato es la clara intención demarcativa de la autora en el uso de la palabra travesti en lugar de trans - algo común en Latinoamérica, o por lo menos en Argentina, como señala Mariana Enríquez durante la presentación en Sevilla de su último libro publicado como editora, Cuerpos para odiar, de la escritora Claudia Rodríguez, una novela que bien podría ser el bebé encontrado por Camila en medio de los arbustos del Parque Sarmiento, tal vez su hija adoptiva-: utiliza travesti porque es una palabra que proyecta sombra, que pesa, llena de mugre y de costras, que trae consigo cartones de vino y tiros de cocaína cortada con escayola. Travesti no es, al menos, una palabra blanca, pues está ineludiblemente vinculada a la oscuridad.

Camila cuenta su experiencia como trabajadora sexual en la Córdoba que transita durante sus años de estudiante; la ciudad -un personaje más de la novela- y sus habitantes orbitan alrededor del centro de operaciones de un grupo de mujeres transgénero, mujeres cuarto hadas, cuarto brujas, cuarto animales, cuarto seres humanos. Es fácil vislumbrar su voluntad apenas devoradas las primeras treinta páginas: Las malas es un relato sobre la supervivencia y sus mecanismos. La actriz y escritora cordobesa ejecuta la literatura del yo no con la persistente voluntad de realizar una práctica narcisista, sino con la de forjar el filo de una arma blanca con la que cosquillear nuestras gargantas, siempre preparada para una traqueotomía de urgencia. La primera lección de este retrato de la resistencia es sin embargo la que hemos olvidado -o puede que obviado- con más facilidad y, por eso (entre otras muchas cosas) este es un libro que todas deberíamos leer: no podremos permanecer en esta hostilidad solas, por mucho que se nos empuje hacia la creencia contraria.

El gran triunfo del capitalismo ha sido el de arrebatarnos la creencia en la posibilidad bienhechora de la red y la esperanza de la comunión con tus semejantes. Nos ha desposeído del poder, del único poder al que cualquier individuo, independientemente de su estatus, raza, color, procedencia o género, indistintamente de cualquier término cortante que divida y separe, de cualquier palabra que profese la religión dicotómica del mundo, puede recurrir: el de generar un escudo común contra la basura que nos rodea, una barrera protectora construida a base de cimentaciones compartidas, del concepto participativo de familia -no necesariamente con, y a menudo sin, consanguinidad alguna-, de la generación y preservación de una comunidad. Con las luces y sombras que esto pueda traer consigo, en el caso de esta narración, traducidas a los conceptos fiesta y furia.

Una de las muchas imágenes que dibuja la novela sobre el acercamiento natural e inevitable de las heridas compartidas es la del desfile de los Hombres sin Cabeza -los soldados que emigraron a Argentina después de combatir en las guerras africanas- rindiendo tributo a la Tía Encarna, la madre de todas las travestis del Parque; ellos siempre preferirán la compañía de aquéllas mujeres leídas como una mitad a la de cualquier otro tipo de mujer: los cuerpos seccionados por la violencia se huelen y se buscan como animales en celo, conscientes tal vez de que cualquier otro tipo de unión supondría un riesgo para la supervivencia de la especie. Uno de estos Hombre sin Cabeza despierta cada día a la tía Encarna con un ‘Qué hermosa estás mi amor’ y con eso es suficiente; un sortilegio, un amuleto protector contra las desgracias, las vejaciones, los desmembramientos.

Sosa recupera el imaginario del realismo mágico latinoamericano -tendencia por otra parte muy acorde al zeitgeist-, balanceándose en un precipicio lírico que mira hacia un océano de cursilería, y lo hace sin dar ni un pequeño traspiés, con la gracilidad de una bailarina, librándose de dejarnos la boca pastosa por la sobrepasada ingesta de azúcar. Su honestidad y transparencia, su habilidad para tornar hermoso lo abominable es capaz de disipar el olor dulzón de los ramos podridos, evitando con inteligencia que se nos quede pegado al cielo del paladar. Síntoma de lo que nos quiere decir, el libro registra y recuerda como lo hacen los cuerpos; hay en él una conciencia del talle y de la culpa que sólo pueden pertenecer a una mujer -por si existe alguien que todavía dude de su mujerosidad- y que refleja magistralmente sirviéndose del uso de metáforas referidas al cuerpo y sus fragmentos. Es una historia contada en un equilibrio precario pero constante, que consigue embellecer la podredumbre y la inflamación, una capa de base de maquillaje aterciopelado y sedoso aplicada sobre una piel a punto de reventar. Una narración tan binaria como este nuestro territorio, que oscila entre los límites de la esperanza y el desasosiego, la sororidad y la natural pelea por la supervivencia, la tensión y la ternura, la violencia y el amor, y que traslada el si nos tocan a una nos tocan a todas a la realidad del fango y la lucha.

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14 de mayo de 2024
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Ensayos, poemas y ficciones en clave catalana

Residía en Barcelona, o tal vez me había mudado a las casas húmedas en la cara norte de la Collserola mucho antes de que la perforaran para llegar a Sant Cugat. Tiempo atrás de aquel gran pelotazo metropolitano, por el bar de la estación vallesana de los FFCC solía concurrir el hijo de Arturito Pomar. Empezaba la primavera de 1980, las mimosas llevaban días soltando polen y casi todas las apuestas daban por sentado que el líder del PSC –el nuevo partido fusión de los socialistas catalanes–, Joan Reventós, sería el primer president de la Generalitat restaurada.

Dos años y medio antes también presenciamos desde la misma Barcelona el regreso de Tarradellas y su célebre y emocionante balconazo. Tiempos agitados. Un mes después de la venida desde el exilio a la plaza de Sant Jaume, otra histórica, Federica Montseny, llenaba Montjuich para reclamar la tradición anarquista catalana: frente a la autonomía regional la alternativa eran los municipios libres, coreaban desde la CNT. A pesar de su apellido, la líder rojinegra pronunciaba Montjuich en un agudo castellano. Pocas semanas después se irían de fiesta al Parque Güell sus verdaderos herederos, los ajoblancos de Pepe Ribas y las vanguardias feministas.

En el mismo y movido 77, el de los grandilocuntes preámbulos, estuvimos en la manifestación que precedió al primer estatut, de los barrios a la plaza y los cielos con helicópteros; un 11S que cayó en domingo con un millón de personas en las calles. Pero la izquierda que había barrido en las generales perdió ante los nacionalistas en aquel 1980 de las primeras elecciones autonómicas. Esquerra Republicana le prestó sus votos a Jordi Pujol y éste inició un mandarinato de más de dos décadas en la Casa dels Canonges, junto a los naranjos y protegido por el gran mural, los cuatro paneles de Tàpies que vigilan la gobernanza catalana mucho mejor que TV3 o el palco del Nou Camp.

Visto con esa perspectiva que da el tiempo fugitivo, no resulta fácil llegar al meollo de la cuestión de Cataluña y con Cataluña. Ortega y Gasset se dio por vencido pese a su amplio conocimiento de la sociología historicista de Max Weber. Si le añadimos las islas de Baltasar Porcel todavía es más complejo el temario, y no digamos si cruzamos la “quinta” provincia junto al Ebro y marchamos hacia el sur valenciano, cuya explosión colorista y ruidosa es incomprensible para naturales del Pirineo o de la exotérica Montserrat.

En estas fechas, previas al domingo de Pentecostés de 2024, se anunciaba otra victoria socialdemócrata que trata de aunar rosas y cuatribarradas. Sin estrellas. Ya veremos. No solo hay que ganar, sino gobernar. Tampoco quedan demócratas cristianos en el Principado de Cataluña, aunque la heredera soldado Leonor de Borbón habla un fluido catalán y viste de camuflaje. Esperando el devenir de los pactos buceo por las tesis de la historia, ensayos, novelas, poéticas y películas que procuran explicar algo mejor a Cataluña. O tal vez para desentenderla del todo. Esta es la selección sin ánimo de adulterar escaños ni pensamientos propios.

El quadern gris

JOSEP PLA

El indiscutible prosista en catalán del siglo XX, la magnitud de cuya obra ha terminado por desarbolar a su propia y conspicua biografía como periodista al servicio del franquismo. Hasta un catalanista irredento como el valenciano Joan Fuster se rindió al idioma planiano, con el que se mimetizó incluso estéticamente bebiendo whisky en pantuflas. El cuaderno gris es una obra inenarrable, pues se trata de una pieza literaria de autoficción, llena de creatividad y alejada de la cruda realidad. Apuntes de dietario para una bildungsroman en la que se confrontan mundos epocales, el ámbito rural y el urbano, la guerra europea y un modo de narrar en una lengua tan auténtica como afinada. Un contexto más liberal hubiera convertido a Pla en el primer Nobel de la literatura catalana. Ahora estamos muy lejos del aura ampurdanesa.

Dioptria

PAU RIBA

El mejor músico y letrista catalán de los 60 y 70. Lo alternativo catalán más allá de Serrat, las marisquerías populares de la Barceloneta o el Poble Nou y los cantautores politizados. Dylaniano campestre e ibicenco que se electrificó a tiempo para abandonar el excursionismo folk. Nadie como él le dio poética actual y musicalidad rockera al catalán. Antes del slang de tevetrés, más acá incluso de la koiné fabriana, Riba es fiel a sus ancestros familiares y mantiene un idilio entre bucólico y psicodélico con su idioma. Naturalismo frente a barroco y academia. El enamoradizo cantor dels calabotins.

Barcelona, antes de que el tiempo lo borre

F. JAVIER BALADÍA

Un libro (editorial Juventud, 2003) y un documental (2010, dirigido por Mireia Ros a modo de gran collage fílmico). Extraordinario e irónico retrato del nacimiento de la burguesía industrial y comerciante catalana en el siglo XIX, su efervescencia cultural en el periodo de entresiglos, la gloriosa belle époque y su decadencia con la guerra civil y la posguerra. La antítesis del paradigma emprendedor.

La plaza del Diamante

MERCÉ RODOREDA

La novela catalana contemporánea (1962) más leída, recrea un arquetipo sobre el carácter y el destino de la clase menesterosa barcelonesa. El barrio de Gracia y su plaza del Diamante convertido en centro del mundo, al modo de la Berlin Alexanderplatz de Alfred Döblin, incluyendo monólogos interiores, aunque Rodoreda es más realista y no tan experimental. La resignación de las víctimas, la derrota de la catalanidad del pueblo frente al franquismo, incluso del incipiente feminismo emancipador ante el arcaísmo machista. Es decir, el constructo catalán procedente de las clases medias que terminará por ser dominante. Enric Juliana mediante desde la Badalona anterior a su devenir en pasodoble y en equipo de baloncesto. Traducida a numerosos idiomas. Con versión cinematográfica más que correcta a cargo de Francesc Betriu (1982) y otra teatral de aires joycianos con la flamenquísima Lolita Flores haciendo el papel protagonista. ¿Qué tiene Cataluña que atrae tanto al andalucismo y a la cultura gitana?

Furia española

FRANCESC BETRIU

Película catalana cercana al retrato de la picaresca española: el submundo del Raval barcelonés en tiempos de Johan Cruyff recién llegado al Barça (1975) cuando anunciaba en la única tele la pintura Titanlux y bautizó a su hijo como Johan Jordi. Génesis de la modernidad del barcelonismo, esa esfera donde reside el populismo identitario contemporáneo del catalanismo que, a su vez, ofrece un sistema de integración para los estamentos suburbiales y los emigrantes. El magnífico guion lo firman el mismo Betriu y José Luis García Sánchez, uno de los sólidos cineastas españoles de filiación comunista en tiempos agónicos de Franco.

Catalunya, Espanya. Acords i desacords

JOSÉ E. RUIZ-DOMÈNEC

Medievalista y políglota, de la escuela historiográfica de las mentalidades impulsada por Georges Duby, afincado en la Barcelona culta desde los años 70, Ruiz-Domènec lanza una tesis sugestiva en este opúsculo (La Magrana, 2011): la de Cataluña sería una historia territorial en permanente dialéctica de oposición entre el sustrato hispanogodo y el carolingio, siendo su relación con el resto de la Península tanto de afecto como de desafección. Puestos a encontrar actitudes antiespañolas en la genealogía catalana, se pueden señalizar, del mismo modo, preferencias proespañolas, por ejemplo, la apuesta por los Trastámara castellanos del representante del patriciado catalán, el conseller Bernat de Gualbes, en el Compromiso de Caspe en 1412, cuando cambió el curso de la historia peninsular. O la misma política matrimonial de los poderosos condes de Barcelona.

Catalanes todos

JAVIER PÉREZ ANDÚJAR

Ensayista precoz y novelista tardío, editor formal para El País y a su vez dado a la escritura satírica en medios más alternativos, Pérez Andújar, obviamente de origen charnego, ha escrito dos libros del mismo título, uno de estudio y otro de ficción. El que nos interesa es el menos conocido pero más revelador ensayo de 2002 (editorial La Tempestad), que cuenta documentalmente las quince visitas del general Franco a Cataluña. No todos fueron demócratas y se enfrentaron a la dictadura, más allá de los colaboracionistas de la etapa bélica que desveló Josep Fontana, del tercio de Nuestra Señora de Montserrat y del apoyo que Cambó ofreció a la insurrección antirrepublicana. Además de este libro donde figuran personajes relevantes como el juez-alcalde José María Porcioles o el periodista deportivo y exfalangista Juan Antonio Samaranch, la colección de huecograbado de La Vanguardia (entonces Española), da cuenta gráfica del vitoreado desfile nacional por las avenidas liberadas de la Barcelona que dejaba atrás las incautaciones libertarias. Con el periodista de radio Manuel (bautizado Imanol) Aznar entre las tropas vencedoras: hijo de periodista y embajador, padre de presidente de Gobierno.

Cataluña en la España moderna

PIERRE VILAR

El historiador marxista por excelencia se quedó prendado de Cataluña y se dedicó en cuerpo y alma a darle un supuesto sentido lógico a la lucha de clases entre el final del antiguo régimen y la guerra civil. Una obra voluminosa que empezó a publicar en los años 60. Buena parte de los mitos historiográficos modernos en Cataluña proceden de Vilar. Le fascinaba, además, el enfrentamiento entre la naciente burguesía catalana y la vieja corte castellana del XVIII y XIX. Dos conflictos mejor que uno para dar rienda suelta al materialismo histórico. Más versátil de lo que sus seguidores consideran, no es posible entender el argumentario de las generaciones de la Transición sin descifrar la aportación de Vilar, y su más que necesaria crítica y puesta al día.

El amante bilingüe

JUAN MARSÉ

Dicen los filólogos que suele ser en la periferia donde se renueva la literatura, allí donde el idioma se modula en los intersticios, en las calles extra-radiales y en los territorios abandonados por las academias unificadoras. Tal vez por eso, la narrativa en castellano de posguerra tuvo en Barcelona a sus escritores de referencia, además de una industria editorial pujante. Y quien dibujó la vida cotidiana de aquella ciudad ensanchada y dividida de norte a sur de la Diagonal en tiempos del cólera político fue Juan Marsé. La fascinación del mirón intelectual por la sensualidad burguesa y la atracción golfa por los rufianes que producía el monipodio ramblero. Esquizofrenia y sexo aparecen en la cosmovisión catalana. Tal vez solo la bipolaridad sea la única vía para copular como es debido y superar los fantasmas descritos por Freud, viene a sugerir Marsé.

La ciudad de los prodigios

EDUARDO MENDOZA

Creador de Barcelona como sujeto literario. Un ameno cóctel entre Charles Dickens, Dostoievsky y las novelas ejemplares cervantinas pasado por la modernidad para contar historias entre policíacas y moralizantes. Narrativa fluida al servicio de la reconstrucción crítica del pasado sin levantar ampollas. Barcelona ocurrió antes que Chicago según Mendoza: el nacimiento del capitalismo no es tanto familiar como gangsteril, como la América de Sergio Leone. Once upon a time. Escritura en castellano para recrear el alma catalana decimonónica, sin la dramaturgia de Mariona Rebull y con voz descreída, irónica e inteligente.

Les històries naturals

JOAN PERUCHO

El humor catalán es una cosa seria, y cuenta con una larga tradición. No es asunto de los chistes de Eugenio Jofra Bafalluy (muy solvente la película Saben aquell… de David Trueba, 2023). Esta novela de ambiente decimonónico publicada en 1960 cuando imperaba el realismo en carne viva, desborda sentido del humor y también una imaginación sin límites, en una guerra carlista que intuimos como metáfora de la guerra civil. Perucho también es juez, erudito, que pasaba el tiempo aburrido del papeleo comiendo con sentido opíparo y escribiendo sobre mundos fantásticos. Tan original que no se entiende Cataluña sin esta huida hacia los mares de la cultura y la magia. Cataluña escabullida de los compromisos políticos a bordo de una interminable y disparatada biblioteca.

Dietaris y Foc cec

PERE GIMFERRER

Cultista, metaliterato, domina las dos lenguas, un escritor ambidiestro que asombra a los dos bandos (y al tercero, neutral). El Rimbaud catalán que se transforma en gongorino, o a la inversa. Reflexivo y experimental. Brillante, muy brillante, tanto poeta como crítico, dietarista y pensador en los márgenes de la realidad. Un moderno de verdad. Todo lo que escribe es interesante, nada superfluo. Vocación en la posteridad. De los textos autobiográficos que ha publicado sorprende el que lleva por título la misma denominación de una marca de lencería francesa cuasi pornográfica. Metall fosc, núvols avars / l'estelada han conquerit, dice uno de sus versos de Foc cec. Gandul existencialista en busca de epigramas y experiencias que trastoca buena parte de la herencia literaria catalana y ha jugado un sinfín de roles, desde el cine al jazz, del surrealismo a la abstracción. Ahora es un illot, barman de las letras hispánicas en tiempos de Facebook.

Catorze ciutats comptant-hi Brooklyn

QUIM MONZÓ

Cuando todo es linealidad, orden, concierto y voluntad de construir un mundo oficial de banderas e insignias reconocibles, un universo de sardanaires y tradiciones con canelons, el joven Quim, kafkiano reeducado en las duras calles neoyorquinas, se desata como cuentista excepcional y nuevoperiodista único. Imaginativo, surrealista y muy actual. Monzó mantiene vivo el pabellón de la rauxa frente al seny, el yin y el yang del ser consciente e inconsciente catalán. Fenomenal escritor moderno del que en España no se han enterado. Vale este libro de flâneur o cualquier otra recopilación de narrativa corta que se desee.

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12 de mayo de 2024
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El jinete de bronce

Cuando en marzo de este año el camarada Vladimir Vladimirovich Putin, candidato único a la presidencia de Rusia ganó de manera abrumadora las elecciones, la presidenta de Honduras doña Xiomara Castro, simpatizante entusiasta del socialismo del siglo ventiuno a la Chávez, se apresuró a felicitarlo en nombre de todos los países miembros de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) “por su convincente victoria”. Diez de esos países, entre ellos Chile, suscribieron una declaración para desmentirla. Otros, como México y Brasil, guardaron silencio.

Sorprende la adhesión a veces ciega, a veces disimulada, que la vieja izquierda da al zar de todas las Rusias, el camarada Putin. Y no se trata sólo de la izquierda dictatorial o autoritaria, en el poder en países como Cuba, Venezuela, Nicaragua o Bolivia, sino también de cierta izquierda intelectual, refugiada en claustros donde aún el viejo leninismo tropical exuda su moho en las paredes, y en clubes de pensamiento ortodoxo de tercera edad, nostálgicos uno y otros del socialismo real, del cual es Putin el profeta destinado a revivirlo.

Cuando se dio en Nicaragua la guerra de los contras, que pertrechados por la administración Reagan trataban de derrocar a los revolucionarios sandinistas, más que como una escaramuza de la guerra fría aquella batalla era vista desde los cenáculos de la izquierda militante como una agresión descarada del viejo y protervo Goliat contra el imberbe y débil David que sólo tenía piedras en su salbeque para defender su pequeño país.

Esa misma izquierda, que ahora ya peina canas, borró del disco duro aquella imagen de la justicia que tiene el débil en toda lucha desigual, cuando en febrero de 2022 las tropas del zar Vladimir invadieron Ucrania, y dieron toda la razón a Goliat, o miraron hacia otro lado, fingiendo disimulo, o pidiendo de artera manera salomónica, contención “a ambas partes”, el invasor y el invadido. David era un corrompido fascista.

Todo podría atribuirse al síndrome antimperialista amamantado a lo largo del siglo veinte por las ocupaciones militares de Estados Unidos, y su apoyo a los golpes militares, que fija en la retina un Goliat imperecedero, que no admite copia. El Goliat que le toca en suerte a los ucranianos, si les da con el mazo en la cabeza, es por su bien.

Y, además, si Putin el justiciero, “el gran líder de la humanidad” como lo llama Maduro, está contra el perverso imperialismo norteamericano, que sigue incólume en la letra de los manuales, los fieles antimperialistas de ayer, y los reciclados de hoy, deben cerrar filas alrededor del héroe de las estepas.

Para los viejos camaradas que vuelven los ojos hacia el paraíso espeso y gris del socialismo real, más que el zar que busca restaurar las fronteras de la antigua y mítica Rus de la que Ucrania, oh destino manifiesto, es parte natural, Putin representa la resurrección de las glorias de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. ¿Los muros del Kremlin no siguen acaso allí? Y el mismísimo Stalin subido al caballo de Pedro el Grande, el jinete de bronce, vuelve a cabalgar, ahora con el torso desnudo.

Pero, vamos a ver. ¿Putin, apóstol de la izquierda? Extraño personaje que también es, a la vez, el apóstol de la más cerrada derecha, y que, como el dios romano Jano de doble rostro, puede mirar a dos lados opuestos a la vez.

Aleksandr Duguin, el ideólogo ultraconservador, es a Putin lo que Steven Bannon es espiritualmente a Donald Trump. Duguin invoca un “fascismo a la rusa”, sustentado por un nazismo esotérico capaz de dar paso a una nueva derecha europea, capaz de llevar adelante una revolución conservadora universal. ¿Dónde lo colocamos entonces? ¿Más cerca de Jair Bolsonaro, o más cerca de Nicolás Maduro? ¿O será que alguien como Ortega quiere también “un Estado fuerte y sólido…una radio y una televisión patrióticas…que expresen los intereses nacionales"?

Son amalgamas extrañas, pero ya se ve que posibles. Duguin se interesa también en satanismo, y en las manifestaciones del ocultismo. Y según el criterio de Bernard-Henry Levy, se trata de un típico racista antisemita, a lo cual habría que sumar los criterios homófobos del propio Putin, cuyas leyes prohíben cualquier tipo de matrimonio entre personas del mismo sexo, y busca establecer centros de reconversión forzada para los homosexuales. Los libros sospechosos de contener propaganda gay, aunque se trata de clásicos de la literatura rusa, son sometidos a la censura.

Es que los reinos autoritarios se parecen, igual que las familias felices. Y las familias ideológicas extremas, se parecen también. ¿Cuál es la distancia entre Duguin y Bannon? Ninguna. “El movimiento” de Bannon quiere una revolución populista de dimensión mundial, combate frontalmente las migraciones, la ideología de género, los derechos LGBT, la legalización del aborto, declara el cambio climático una leyenda absurda, y se declara en abierta lucha contra “el marxismo cultural”.

Pecata minuta esto último, que bien puede ser obviado por la izquierda ortodoxa. Para ser felices en familia, hay que saber disimular.

 

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10 de mayo de 2024
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De la misma forma en que al salir del baño del aeropuerto una máquina nos invita a elegir caritas verdes o rojas para valorar su limpieza, los lectores de nuestros artículos pueden clicar en una pestaña para opinar sobre ellos, aunque algunos lo confundan con orinar. En los inicios de la prensa democrática, escribir una carta al periódico era algo serio que precisaba de tiempo, sello y buzón. De un esfuerzo.

Cuando a los columnistas nos animaron a añadir nuestro correo electrónico en la firma, me asombré ante tal fiebre epistolar. Era yo una debutante con foto cándida, por lo que algunos lectores, casi siempre hombres, me llamaban “niña”, “chata” y hasta “pizpireta”. Había quienes me animaban a elevar el nivel, y más de una pesadilla tuve de las que te encuentras con el culo al aire en plena calle, ante la risotada pública y la vergüenza propia. Otros, en cambio, me regalaban ideas, me corregían con respeto, y diría que hasta me mandaban sus propias columnas.

Por un lado está la grandeza de Aristóteles, El Greco o Petrarca. Una palabra suya merece genuflexión, piensa esta plumilla ante tanta majestad. Los hay que dejan una firme huella digital y, de forma recurrente, amplían nuestras miradas con audacia. Y por supuesto no faltan los que te tratan de botarate, quienes se pasan de listillos ni los maliciosos. “Debe de tener un sobresueldo del PSOE”, me escribió Simple Minds tras un artículo sobre Pedro Sánchez, a lo que el majísimo Lector Voraz respondió: “Qué poca categoría de comentario”. Y por un perfil sobre Brad Pitt, un alias me llamó “chochito espumeante”, tremendo piropo para una mujer en la menopausia. Ese día, mis elegantes compañeros cerraron el buzón. A veces dan veredictos cortos: “Menuda tontería”; otras piden más autocrítica: “Los periodistas deberían también autoexaminarse ante ese muro de lamentaciones y odios que les hace cada vez menos libres, creíbles y profesionales honestos”.

La disciplina en la verificación sigue siendo la esencia del oficio, como recoge el libro de Kovach y Rosenstiel Los elementos del periodismo. Todo lo que los periodistas deben saber y los ciudadanos esperar. Hoy, en pleno debate sobre el poder de los bulos y el incestuoso baile entre ciertos políticos y periodistas, el ejercicio de la crítica es tan imprescindible como el respeto. Servidora lo tiene por ustedes antes de poner una coma, elegir el título, editar lo que pueda dañarles o ser malinterpretado, asumiendo que no siempre se acierta.

Hace un par de años, un comentarista que debatía con agudeza y erudición volcó su desdicha en mí: yo había escrito de esa figura tan colosal en mi infancia, la mujer del médico, y él captó ligereza en el tono. Con gran aflicción añadió que su esposa, ya fallecida, había sido una gran mujer de médico. Es la única ocasión en que pedí a los administradores si podían ponerme en contacto con él, pues su expresión me había conmovido. No hubo respuesta, su firma se evaporó en el mar de Alias y yo me quedé sin poder decirle que también soy mujer de médico.

 

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9 de mayo de 2024

Elias Canetti e Iris Murdoch

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¿Te puede gustar la obra de un autor que te disgusta?

¿Te puede gustar la obra de un autor que te disgusta? Creía que evidentemente sí, pero me ha sorprendido la cantidad de conocidos que, tras publicar un artículo sobre la apertura de los diarios secretos de Elias Canetti, me dicen que habían dejado de leer al autor de Masa y poder, desencantados por los crueles exabruptos de su diario inglés, un libro editado gracias a un ardid que esquivó el embargo de los 30 años de la muerte del escritor. «A un poeta hay que leerlo, no conocerlo», se curaba en salud el propio Canetti, quien aconsejaba la conveniencia de «admirar a distancia». Pocos intelectuales de su época salen indemnes en sus apuntes, pero tampoco él es indulgente consigo mismo, tal vez porque tuvo el coraje de llevar más lejos que Michel Leiris su promesa de exponerse por entero, incluido lo infame. ¿Quién no sentiría un vértigo, si se nos amenazara con hacer público todo lo que nuestros smartphones saben de nosotros?

Hay una confesión de Canetti escrita el 1 de mayo de 1954 (es decir, durante su aventura con Iris Murdoch) en la que, ¿por descuido?, mezcla la primera y la tercera persona: «Necesito ser claro sobre lo que significa mentir para mí y por qué necesito mentiras. Tal vez miente [sic] para preservar la independencia mental; o conducirle [sic] a una existencia multifacética que, como hombre tranquilo y reflexivo, no puedo tener, atrapada, cada vez más profunda y complicadamente, por mentiras. Siempre tengo que recordar exactamente lo que le he dicho a esta persona y a aquella, y como nunca me rindo ante nadie, me veo obligado a continuar este juego con ingenio y circunspección. Es como si viviera en muchas novelas al mismo tiempo, en lugar de escribirlas. Necesito la incompatibilidad de estas ficciones juntas, la tensión entre ellas…»

El juego de espejos entre mirada y reflejo del observador que se observa y que podría ser el momento germinal de una novela, me recuerda al Kafka de Preparativos para una boda en el campo. En ella el yo narrador permanece acurrucado en la cama como un insecto, mientras su doble fantasmal viaja al encuentro de su novia. En el caso de Canetti, con poco talento para la ficción, la imagen del mentiroso se queda congelada, pillada en falta, sin atreverse a abandonar el espejo ni a vivir una vida narrativa propia.

Canetti no quiso publicar sus textos más crueles y vengativos, aunque tampoco los destruyó, sabiendo que un día aparecerían. No hay buen aforista que no haya visitado las zahurdas de Plutón o se pierda en retóricas angelicales. «Era posible —escribió— discutir con él miles de títulos, siempre y cuando no se entrara en demasiados detalles», pero también advertía «no olvides que para algunos eres tan tonto como pueda serlo para tí el más tonto de todos».

Quienes buscan un retrato vengativo de Canetti en los libros de una de sus amantes, Iris Murdoch, olvidan los demonios personales de la escritora y que ella amó a otros grandes intelectuales de ambos sexos. Uno de ellos, Ludwig Wittgenstein, se preguntaba «¿De qué sirve estudiar filosofía si todo lo que hace por ti es permitirte hablar con cierta plausibilidad sobre algunas cuestiones abstrusas de lógica, etc., y si no mejora tu pensamiento sobre las cuestiones importantes de la vida cotidiana…? Verás, sé que es difícil pensar bien sobre la "certeza", la "probabilidad", la "percepción", etc. Pero, si es posible, aún así es más difícil pensar, o tratar de pensar, de verdad honestamente sobre tu vida y la vida de otras personas. Y el problema es que pensar en estas cosas no es emocionante, sino que a menudo es francamente desagradable. Y si es desagradable, entonces es más importante... No puedes pensar decentemente si no quieres hacerte daño. Lo sé, porque soy un evasivo (shirker)».

II

A Canetti le gustaba el gossip, como a su admirado John Aubrey, que en sus vidas breves contaba que Hobbes nació cuando su madre se puso de parto por miedo a la invasión de la Armada española  o que Francis Bacon había muerto a consecuencia del resfriado que cogió cuando quiso demostrar que  la carne de pollo podía conservarse rellenando de nieve el buche. “A shilling life will give you all the facts”, decía Auden.

Aquí les dejo, para que comparen,  cómo relatan Canetti e Iris Murdoch su primer encuentro sexual.

Elias Canetti : «Lo extraño vino después de besarnos. El diván sobre el que yo dormía estaba cerca. Sin que yo la tocara, ella se desnudó por propia iniciativa, rápidamente, podría decirse que con rapidez fulminante, llevaba ropas que no tenían que ver ni remotamente con el amor, de lana, poco estéticas, pero allí estaban arrugadas en un montón sobre el suelo, y ella ya se había  metido debajo de la manta en el diván. No tuve tiempo de contemplar sus vestidos o de contemplarla. Permanecía inmóvil  e inmutable, apenas noté que penetraba en ella, no sentí tampoco que ella notara nada, quizá yo hubiera sentido algo si se hubiera resistido.Pero no había nada de eso, como tampoco de alegría. Lo único que noté es que sus ojos se tiñeron de oscuro y que su piel flamenca rojiza se volvió aún más rojiza».

(Fiesta bajo las bombas. Los años ingleses)

Iris Murdoch: «C. [Canetti] tiene todos los significados mitológicos imaginables para mí. Y va mucho más allá de mis horizontes. Me trata físicamente con violencia y nunca me deja sola. Me toma rápida, abruptamente, como en un solo movimiento, me besa inquieto y tira mi cabeza hacia atrás salvajemente. No hay una fase tierna y tranquila como la de Franz [Baermann Steiner]. Cuando estamos satisfechos, no nos tumbamos uno al lado del otro, sino que nos miramos con una especie de divertida hostilidad. Es un ángel y un demonio al mismo tiempo, terrible por su distancia y el misterio de su sufrimiento».

Peter J. Conradi: Iris Murdoch. A Life

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6 de mayo de 2024
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Dignidad y filosofía

La primera condición de la praxis filosófica pasa por asumir (glosando a Francisco Brines) que antes del lenguaje nada y después del lenguaje nada. Y como el después es inevitable, asumir nuestra condición de paréntesis entre nada y nada. Y si en la condición finita reside lo trágico de la vida para el hombre, en la asunción de la misma reside su dignidad. Pues sólo la lucidez respecto a nuestra condición (que retorna en los momentos de imposibilidad de la mentira, así en los sueños) lleva a pensar, es decir, a responder a lo que alude Aristóteles, cuando sostiene que todos los humanos por su singular condición aspiran a simbolizar y conocer.

Y de esta dignidad aparta todo orden social que imposibilite o dificulte el que todos y cada uno de nosotros tengamos momentos de confrontación a lo que somos. Todo orden social que nos mantenga distraídos de lo esencial, ahora por el trabajo sin sentido (el trabajo en el que nada de las capacidades que nos singularizan como seres humanos se fertiliza), ahora por las modalidades de ocio presentadas como escapatoria al primero, y que no son más que complemento en el conjunto de la vida errática.

En un momento álgido de los Manuscritos del 44, tras exponer la miseria inherente a la división del trabajo manual e intelectual y, en el seno del segundo, la perversa modalidad que supone la división de disciplinas en compartimentos estancos,   Marx se refiere a sí mismo, diciendo que en la sociedad que tiene en mente, su jornada se distribuiría en actividades múltiples: “cualquiera puede realizarse en una rama que él desea, la sociedad regula la producción general y en consecuencia hace posible para mí el hacer una cosa hoy y otra mañana, cazar en la mañana, pescar en la tarde, criar ganado al atardecer, hacer teoría crítica tras la cena, exactamente como mi mente decida, sin llegar a ser nunca cazador, marinero, pastor o crítico”.

Pero esta superación en su persona de la miseria de la división del trabajo no haría de él una suerte de diletante, sino alguien susceptible de confrontarse a  las interrogaciones que no pueden dejar de plantearse al alma humana, precisamente por su destierro originario, su elevación sobre la condición natural y su búsqueda de nuevo arraigo. En otro párrafo de este mismo texto, en el tercer manuscrito, Marx indica que la sociedad que surgiría de la abolición de la propiedad privada supondría conciliación de naturalismo y humanismo, es decir, tanto superación del conflicto entre el hombre y la naturaleza, como de los conflictos entre el hombre y el hombre y entre necesidad y libertad.

No hay por qué compartir la visión optimista de Marx en el texto que acabo de evocar y sobre el que volveré. Basta con aceptar que el problema nos concierne, que el espíritu humano no rehúye el lugar dónde se juega su destino, se rebela ante la mutilación de sus potencialidades innatas.

Así la práctica política sería el instrumento a través del cual se aspiraría a una sociedad en la que cada ser humano llegaría a estar en condiciones de asumir lo que ser humano implica. La práctica política buscaría una Polis griega sin esclavos y sin condena a Sócrates. Una Polis en la que las reflexiones que Sócrates mantiene con sus discípulos hasta el momento mismo de ingerir la cicuta serían en efecto cosa de todos. Una Polis trágica, como contrapunto de una Polis resignada a la aceptación de la miseria material y el extravío del espíritu en falsos problemas y querellas.

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3 de mayo de 2024
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La pandilla

'Abril es el mes más cruel en la gran alcoba’, inicio del poema “Railroad Farewell” (1973), publicado en libro por primera vez en Cónsul (1987), constituye uno de los pocos elementos que podrían dar carácter de "generación" a mi nexo con el grupo de amigos aficionados a la carne de ternera con los que, a finales de los sesenta y comienzos de los setenta, visitaba a diario, en la ciudad de Barcelona, cuando esta no era lo mismo que Cataluña, las galerías de arte y las librerías de viejo. Me refiero a Félix de Azúa, Pedro Gimferrer, Leopoldo María Panero, como componentes del grupo y, me refiero, como elemento característico del agrupamiento generacional, al intercambio de manuscritos y otros croquis; es decir le paso a Félix de Azúa ese texto y él lo corrige sustituyendo "gran alcoba" por "gran estancia", dado su proverbial alejamiento de las cosas del amor y conduciendo así a Eliot al brumoso interior de una estación de ferrocarril. Luego, el término "estancia" fue devorado por el mundo de la publicidad y volví al término primigenio, "alcoba".

Un segundo elemento que también podría dar carácter de generación, en esa línea de intercambio, es la cita que Pedro Gimferrer utiliza al final de su primer libro, Mensaje del tetrarca (1963); se trata de los dos últimos versos del poema “Antiguo” (1961) que aparecerá luego en mi primer libro, De las condiciones humanas (1964), cita que, como la que la acompaña, de Edgar Allan Poe, pasará a mejor vida en ediciones posteriores.

Tercer elemento sería el artículo de Leopoldo María Panero “Última poesía no-española”, publicado en junio de 1979 en Poesía. Revista de ilustración poética, en el que enumera a algunos poetas coetáneos suyos prestando especial atención a los componentes del cónclave barcelonés.

Estoy hablando de mí, de no considerar como generacional la relación establecida con Azúa, Gimferrer y Panero durante los sesenta y setenta, aunque puede, y de ello es buena muestra su participación en la celebrada antología Nueve novísimos poetas españoles (1970) de José María Castellet, que la relación literaria entre ellos fuera más sólida y, también hablo, de que, curiosamente, años después, se acuñara, con diversas variantes, el rótulo referido a mi persona, ‘padre nutricio de la secta novísima’, en especial a partir del capítulo “Biografías” del volumen titulado Pasiones literarias (2001), editado por Mónica Monteys Pi, volumen recopilatorio de un ciclo de conferencias celebradas en el Instituto Francés de Barcelona.

O sea que una posición excéntrica respecto al movimiento novísimo no descarta ciertos vínculos geográficos, cronológicos, sociales y culturales con su núcleo, con sus componentes más preclaros, y que los elementos antes señalados permitan que algunos teóricos y periodistas culturales mantengan el discurso, pese al tiempo discurrido, de mi prelatura, o al menos de mi pertenencia tangencial a esa etapa del campo minado de las generaciones literarias. Y como incómodo remate, un hecho sumido ya en una letal nebulosa, el manuscrito del poemario que, al ingresar en el ejército, dejé, casi di en custodia, a uno de los vates carnívoros y que, al regresar del frente, él y unos testigos de la entrega, negaron su existencia; Homenaje a Perse (1961), se llamaba el libro, parcialmente reproducido a partir de unos apuntes en Edad del insecto (2016).

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29 de abril de 2024
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Las tribulaciones de Jack Kerouac

Algunos escritores conforman geografías que se pueden recorrer. A veces las buscas pero otras veces te salen al paso como recuerdos de una vida que no has vivido. En París se pueden recorrer los espacios por los que se deslizó Proust, pero también por los que se movió Kerouac. Tardé mucho en darme cuenta de que el primer hotel de la capital francesa donde estuve trabajando como portero de noche, el hotel du Vieux-Paris, había sido el de la generación Beat. Mientras estuve en él nadie lo comentaba, pero la última vez que pasé por París se me ocurrió volver al viejo hotel de mis años jóvenes y lo vi lleno de fotos de la generación Beat. El nuevo dueño valoraba ese momento de la historia del hotel, y lo utilizaba como gancho publicitario. Hablé con él, y mientras tomábamos bourbon, me contó que en la misma barra sobre la que reposaban nuestras copas, se había apoyado Kerouac cuando llegó a Francia para investigar sus orígenes familiares. En aquella feliz ocasión el escritor había tenido una iluminación que él mismo se encargaría de referirnos en Satori en Paris.

Kerouac tenía muchas iluminaciones, y le sobrevenían sobre todo cuando estaba borracho. Cuentan que en Nueva York tuvo más de cien iluminaciones, tanto en la Horatio Street, donde pasaba épocas junto a Gregory Corso y sus camellos y panteras, como en el Corner Bistro, uno de los bares con más solera de Nuevas York, donde sirven excelentes cervezas y todos los whiskys americanos que puedas imaginar. Todavía se nota que fue el bar de los beats. Sus camareros practican la buena filosofía de la tolerancia, y el ambiente siempre resulta tan bohemio como familiar. Enseguida te sientes como en casa, mientras miras desde la ventana la apacible Jane Street, como la miraba en otro tiempo Kerouac.

Me contó una vez un escritor que toda esa fiesta que describe Kerouac en Los vagabundos del dharma, se llevó a cabo en Nueva York, pero que la trasladó a San Francisco porque narrativamente funcionaba mejor. Me asombró esa revelación. Hasta los escritores más realistas buscan el efecto literario, y Kerouac lo buscó siempre.

Recuerdo haber leído Los vagabundos del dharma a los diecisiete años, a la sombra de una barca de pescadores en Vilanova i la Geltrú. Eran los años setenta del siglo pasado. No había turistas en Vilanova; estaba solo en aquella playa descuidada y llena de barcas, tras haber recorrido el norte de Italia. Leyendo Los vagabundos percibí que el orientalismo de la generación Beat había sido más profundo de lo que parecía. Kerouac manejaba muy bien el dialecto budista. No era ninguna broma, aunque llegaba a aburrir un poco con tanta jaculatoria. Dos partes de la novela me conmovieron especialmente: la visita a la casa de su familia, en la América profunda, y la etapa en la que el narrador sube a la montaña y se convierte en guardabosques. En ambos momentos llegas a escuchar la respiración del silencio, y la prosa de Kerouac se torna profunda y musical. Desde la intimidad de aquella playa de Vilanova era fácil viajar a los bosques de América con un guía tan fabuloso. El opio no hubiese tenido sobre mí un efecto tan narcótico.

Desde Vilanova, me traslado otra vez a Nueva York mucho más rápido que en un avión, a la velocidad del deseo, a esa vertiginosa velocidad llego a la Gran Manzana para reunirme con Jack, o con algunos de sus representantes en la tierra. Suele frecuentar el Corner Bistro un poeta español que a cambio de una copa te explica todo lo que hay que saber sobre la generación Beat y muy especialmente sobre Jack Kerouac.

Nuestro amigo piensa que Jack era un ingenuo con cierta vena lírica pero sin verdadera capacidad para crear una tragedia de nuestro tiempo, una verdadera tragedia. Fitzgerald había dicho: “Dadme un gran personaje y escribiré una gran tragedia”. Kerouac tenía buenos personajes pero, a diferencia de Henry Miller y del mismo Fitzgerald, ya no creía en los grandes relatos, y había empezado a deslizarse hacia la muerte sin darse cuenta. Sus últimos años fueron patéticos. Algunos periodistas televisivos conseguían que pareciese un payaso reaccionario y bobalicón. Era dueño de un estilo jazzístico y resultón, pero su pensamiento desfallecía, no era un verdadero pensamiento. Probablemente no lo necesitaba. Hay novelistas que no piensan, o que cuando piensan comienzan a hacerlo peor. Jack lo hacía peor cuando pensaba, mucho peor, y su buen amigo Corso le dio un consejo: “No pienses, Jack. Te perderás. Yo nunca pienso cuando escribo”.

Así que Jack ya no pensaba nunca, ni cuando escribía ni cuando no escribía, y eso acaba pasándote factura. Con ese proceder, acabas descuidándote, y te dan enseguida la medalla de oro de la estupidez. A Jack se la dieron. Antes que a él, ya se la habían dado a Fitzgerald, otro genio que pasaba por ser un perfecto idiota los últimos años de su vida.

Jack bebía mucho todos los días, con una avidez desbordantemente dionisíaca. La gente ignoraba que en realidad era la reencarnación de Dionisio en una tierra de promisión en la que nunca había faltado el alcohol, ni siquiera en los años más odiosos de la Ley Seca

Los periodistas esperaban a que Jack se embriagase para hablar con él. Kerouac era más divertido cuando se emborrachaba, pero también más estúpido. Una cosa no iba sin la otra. La famosa dialéctica de los opuestos que se juntan. Lo peor de Jack era eso, sus amigos lo comentaban en el Corner Bistro, lo peor de Jack era lo indisolublemente unidas que estaban en él la genialidad y la idiotez. Parte de su encanto emanaba de esa suerte de alquimia no tan rara en América.

Al principio, muy al principio, Kerouac soñó con ser un emisario de la América profunda, luego soñó con ser el emisario de su propia generación, moviéndose por el maravilloso triángulo de Paris, San Francisco y Nueva York. Los reyes del mambo guiados por él. Y en algún momento trágico quiso representar al patriota. Stella, su última esposa, se lo dijo bien claro: “Jack, cuando uno empieza a hablar de la patria está acabado”.

El núcleo duro de la generación Beat no era patriota. Se lo impedía su sentido del honor. Se trataba de ser dignos, nada más, y eso implicaba denunciar la indignidad de América. El patriotismo no formaba parte de la identidad Beat. Ya solo por eso, se ubicaban a miles de años luz de Whitman, aunque venerasen al poeta de las hojas de hierba y de las masas.

Los miembros más solventes y reflexivos de la pandilla Beat (porque, como la generación del 27, eran en realidad una pandilla), sentían que a veces Jack les traicionaba con sus peroratas insoportables, pero lamentaron su muerte mucho más que la prensa estadounidense, que siempre lo había tratado con desprecio y que hizo lo mismo al confirmarse que Kerouac había cambiado definitivamente de residencia.

Supongo que cuando se fue echaron en falta su calor, sus talento, su increíble sentido de la amistad. Había sabido retratar como nadie a su generación, y entre ágiles fraseos y turbulentos fracasos había conseguido darle a sus narraciones un aire levemente épico. Era lo suficientemente astuto como para saber que la novela o recurre periódicamente a la épica, o desaparece como género. En ese y otros aspectos, su aliento fue muy positivo, y yo se lo agradeceré siempre.

Acabo mi geográfica personal de Kerouac en Madrid. Era la época en que asistía el rodaje de Carne trémula de Almodóvar, y pasaba por una calle junto al rectángulo verde del canal de Isabel II. Allí se hallaba un bar llamado Jack Kerouac, en el que me detenía todos los días. Su dueño era un amante de toda la obra de Kerouac, y a deferencia del poeta del Corner Bistro, no le gustaba que hablasen mal de Jack. Conocía muchos momentos de la vida del escritor: su infancia en Lowel, la revelación divina que tuvo a los seis años, cuando oyó a Dios decirle que le esperaban décadas de desdicha, que moriría sumergido en dolores espantosos, pero que se salvaría. Y salvado está, por supuesto. Nadie va a poner en duda que Jack se ha salvado. Por eso puede inspirar a personas muy diferentes.

El dueño del bar acaricia los libros de Kerouac publicados por Anagrama y me dice: “Para mí ha sido siempre una estrella que hace más soportable esta puta negrura. Jack miraba como a mi me gusta mirar, con suave profundidad, como si tocase jazz. Qué quieres que te diga, tenía muy buen oído, conocía la materia que se traía entre manos, y se podía permitir el lujo de la bondad. ¿Te apetece otra copa del bourbon que más le gustaba a Jack?”

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28 de abril de 2024

Sembrando trozos de banano, División Costa Rica, circa 1920s. United Fruit Company photograph collection, Baker Library, Harvard Business School (UF54.046).

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‘Calufa’ y don Quincho: Dos visiones de la república bananera

En el corazón de la memoria, la historia y la literatura de Costa Rica se encuentra el camino de una empresa agrícola que cambió la forma de trabajar la tierra, plantar, cosechar, distribuir, mercadear y publicitar su producto. Y cambió la historia del país y de su región.
Cuando la United Fruit Company (UFCo) nació en Boston en 1899, su producto—que provenía de las plantaciones del norteamericano Minor Keith en las llanuras caribeñas de Costa Rica—era apenas conocido en Estados Unidos. Medio siglo más tarde, el banano había desplazado a la manzana y la naranja como la fruta preferida en el desayuno, y su consumo se había transformado en símbolo de prosperidad y exotismo en la mesa de las familias norteamericanas.
Pero en los países caribeños donde se cultivaba, las plantaciones bananeras adquirieron otra fuerza, otro significado. Fue en los bananales donde se destruyó la selva tropical y cientos de sitios arqueológicos, se formó la producción en masa y la inmigración transnacional en masa. En las plantaciones de la UFCo se fundaron los primeros sindicatos, al alero del incipiente Partido Comunista. En Costa Rica, la compañía bananera transformó el paisaje y la población en las dos costas: en el Caribe en la primera mitad del siglo XX, con la llegada de trabajadores de Jamaica, cuyos descendientes siguen siendo hoy una parte importante de esa zona, y en el Pacífico Sur, en los años siguientes, con la llegada campesinos del Valle Central, de Nicaragua y de Panamá. Eso sí: pese a que la UFCo se ufanaba de traer el desarrollo al país, estas regiones siguen siendo las más pobres y atrasadas.
De las penalidades de los trabajadores bananeros se escribieron las primeras, y muchas de las mejores novelas de realismo social y denuncia política la región. No hay ninguna otra empresa privada en el mundo sobre la que hayan escrito cuatro premios Nobel de literatura: le dedicaron novelas y poemas el guatemalteco Miguel Ángel Asturias (quien lo ganó en 1967); Pablo Neruda (1971); Gabriel García Márquez (1982) y Mario Vargas Llosa (2010).
Las grandes novelas bananeras de Costa Rica, si bien no son tan conocidas a nivel mundial como las de estos titanes de las letras, forman la espina dorsal de dos caminos centrales en la literatura del país, y merecen ser mucho más apreciadas fuera de sus fronteras. También permiten entender lo específico de la literatura tica y su relación con la auto-percepción de los intelectuales costarricenses.

‘Calufa’, el zapatero autodidacta

Nací el 21 de enero de 1909, en un barrio humilde de la ciudad de Alajuela. Por parte de mi madre soy de extracción campesina. Cuando yo tenía cuatro a cinco años de edad, mi madre contrajo matrimonio con un obrero zapatero, muy pobre, con el que tuvo seis hijas. Me crié, pues, en un hogar proletario (…) Tuve que abandonar los estudios, fui aprendiz en los talleres de un ferrocarril y, a los dieciséis años, me trasladé a la provincia de Limón, en el litoral Atlántico de mi país, feudo de la United Fruit Company, el poderoso trust norteamericano que extiende su imperio bananero a lo largo de todos los países del Caribe.

Así comienza lo más parecido que hay a una autobiografía de Carlos Luis Fallas (Calufa, como le llamaban sus amigos). Lo escribió, como carta de presentación, cuando se publicó la edición mexicana de su obra maestra, Mamita Yunai, en 1957.
Calufa ya era un escritor consagrado, el libro ya había sido traducido a media docena de idiomas, y el autor ya había publicado con éxito tres novelas más. Sin embargo, explica que ‘tuvo’ que abandonar los estudios, como si se justificara ante los lectores por su abandono del colegio.

En Puerto Limón trabajé como cargador, en los muelles. Después me interné por las inmensas y sombrías bananeras de la United, en las que por años hice vida de peón, de ayudante de albañil, de dinamitero, de tractorista, etc. Y allí fui ultrajado por los capataces, atacado por las fiebres, vejado en el hospital.

Se presenta como protagonista, víctima y testigo. Por eso se siente con derecho a contar: sabe de lo que habla.
En 1931 volvió a Alajuela, aprendió y ejerció el oficio de zapatero, ingresó en el movimiento sindical, intervino en la organización de huelgas, recordando, “Fui a la cárcel varias veces; resulté herido en un sangriento choque de obreros con la policía, en 1933; y ese mismo año, con el pretexto de un discurso mío, los Tribunales me condenaron a un año de destierro”.
El destierro debía cumplirlo precisamente en Limón, en la zona bananera. Eso le permitió participar activamente en la gestación y sostenimiento de la gran huelga bananera de 1934.
De su experiencia como trabajador bananero (‘liniero’) y dirigente sindical, Carlos Luis Fallas saca el material de la novela Mamita Yunai, que se volvería célebre en su país y que resulta indispensable para entender el fondo, entre la fiesta y la tristeza, entre la rebeldía y la resignación, del alma tica.
La novela tiene como personaje central a Sibaja, un trabajador empeñoso y militante comunista, y sus entrañables amigos de desventura: el cabo Herminio, un inmigrante nicaragüense que se desloma trabajando para la Yunai y al final mastica con rabia el dolor de su juventud perdida, y Calero, un niño grande, inocente, solidario y perezoso quien, en la escena más dramática del libro, sucumbe aplastado bajo el arbolón que está cortando para abrir terreno al banano.
Luego de sus años bananeros, el escritor volvió al Llano de Alajuela, en el Valle Central, subsistiendo con el oficio que heredó de su padre: el de zapatero.
Tras Mamita Yunai, Fallas publicó Gentes y gentecillas, un relato costumbrista y amargo, en 1947, y luego se volcó al mundo de la infancia: publicó dos novelas de jóvenes traviesos que descubren entre travesuras y golpes el mundo de los adultos: Marcos Ramírez, de 1952, y Mi madrina, en 1954.
Y pese a lo exitoso de su obra, esto es lo que dice sobre sus quehaceres literarios:

En mi vida de militante obrero, obligado muchas veces a hacer actas, redactar informes y a escribir artículos para la prensa obrera, mejoré mi ortografía y poco a poco fui aprendiendo a expresar con más claridad mi pensamiento. Pero, para la labor literaria, a la que soy aficionado, tengo muy mala preparación; no domino siquiera las más elementales reglas gramaticales del español, que es el único idioma que conozco, ni tengo tiempo ahora para dedicarlo a superar más deficiencias.

Pero el mundo literario de izquierda, sobre todo sus camaradas comunistas, no compartían su visión tan crítica sobre su escritura: Pablo Neruda alabó Mamita Yunai, promovió su publicación y traducción en los países de la Europa socialista, e incluso introdujo a su personaje más dramático y memorable, el trabajador bananero puro corazón, indolente y sentimental Calero, en los versos sobre la UFCo en Canto general.
El último discípulo de Calufa, Víctor Manuel Arroyo, apunta en la breve biografía del zapatero devenido escritor (publicada en 1973 en la serie ¿Quién fue y qué hizo?, del Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes de Costa Rica): “Dedicó su vida a luchar para que sus excompañeros de infortunio no bogaran, sin brújula y sin vela, en aquel horrible mar. Y esa actitud generosa”, culmina Arroyo, “cualquiera que sea la posición que se tome en las trincheras, merece el más profundo respeto”.
Hoy Mamita Yunai se lee y estudia en las escuelas de Costa Rica.
Este es el fragmento más citado de Mamita Yunai:

“Todo en el miserable caserío era monótono y desagradable. Las dos filas de campamentos, una frente a la otra a ambos lados de la línea, exactamente iguales todos: montados sobre basas altas; techados de zinc que chirriaban con el sol y sudaban gotillas heladas en la madrugada; construidos con maderas cresotadas que martirizan el olfato con su olorcillo repugnante, y pintados de amarillo desteñido. Al frente, los sucios corredorcillos en los que colgaban las hamacas de gangoche, lucias y deshilachadas por el uso constante. Arriba, colgando de los largos bejucos, tendido de punta a punta en los corredores, chuicas socios y sudados, casi deshaciéndose. Abajo, infestándolo todo, el suampo verdoso”.

En La casa paterna: escritura y nación en Costa Rica (1993), un ensayo de las investigadoras Margarita Rojas, Flora Ovares y María Elena Carballo y el investigador Carlos Santander, se define lo esencial de la “novela bananera”, de la cual Mamita Yunai es el ejemplo más claro y célebre.

El imperialismo resulta entonces un dato fundamental para comprender las relaciones hombre-naturaleza en la obra. No sólo explota a los hombres, sino que, además, el extranjero destruye el ambiente. Todas las calamidades, como el abandono de los trabajadores del Atlántico, la emigración de los negros, la miseria social y moral de los indios, la degradación individual de Herminio, Calero, cabo Lencho y otros personajes, tiene su origen en la Bananera.

Calufa era un narrador nato, un lector compulsivo, un contador y escuchador de historias impenitente. Escribió como un torrente, como le salía. Sus libros no son doctrinarios. Sus personajes no son acartonados. Una voz, desde adentro, escuchaba lo que él iba escribiendo. Y así encontró sin buscarlo el personaje del narrador y lo sacó como se saca un bagre del río, intacto con su vocabulario, su retórica, su ritmo y su respiración.
Recluido en su finca de Alajuela, escribiendo, militando y paseando por los bosques, con una mala salud de hierro que lo acompañó desde sus días bananeros, Carlos Luis Fallas murió el 7 de mayo de 1966, a los 57 años. Sus restos yacen en el Cementerio Obrero junto con 12 cuerpos más, en una bóveda prestada y sin lápida de identificación.

Don Quincho Gutiérrez, el dandi comunista

Joaquín Gutiérrez Manguel nació en 1918 en Limón, en el Caribe caliente, hijo de un finquero blanco. Era nueve años más joven que Calufa. Hoy es recordado especialmente por su cuento infantil Cocorí, que durante años fue lectura obligatoria en las escuelas ticas. Nació en un hogar burgués, en el que aprendió francés e inglés (sus traducciones de las obras de Shakespeare son celebradas y han sido usadas para puestas en escena en Costa Rica). Pero Joaquín Gutiérrez fue un militante comunista tan consecuente como Calufa, y la militancia social y política impregna su literatura en aún mayor medida que la de éste.
Su primera novela, Manglar, introdujo técnicas como el fluir de conciencia, las descripciones impresionistas del paisaje y el tema de la liberación de la mujer. Una maestra viaja de San José a Guanacaste, al rudo mundo rural del Pacífico norte, y en esa experiencia crece su conciencia social, se enfrenta a sus deseos sexuales, toma decisiones, madura, se transforma. Manglar ya fija la pauta de toda la literatura de Gutiérrez: sus protagonistas son adolescentes que crecen, cambian, descubren el mundo y el sexo de forma confusa, intensa. Así como las escenas clave en Calufa son a pleno sol, las de Gutiérrez pasan de noche: en las penumbras sus jóvenes se sorprenden de sus propios impulsos y decisiones.
En sus tres novelas centrales, los protagonistas se enfrentan a las injusticias y se rebelan. Pero no son pobres que encuentran su lugar de clase en el Partido Comunista y el Sindicato. Son hijos de pequeños burgueses, que abren los ojos a la injusticia que azota a los otros.
Puerto Limón es la contracara de Mamita Yunai: es el mundo de los desmanes de la compañía y las protestas de los linieros desde el punto de vista de un burgués: el sobrino de un pequeño productor que le vende sus racimos a la United Fruit.
Silvano es un joven idealista que vuelve a la casa de su tío en Limón desde San José tras terminar sus estudios secundarios. No sabe qué hacer con su vida, ni dónde encajar en el mundo de los grandes donde ha sido arrojado tras una adolescencia despreocupada en la capital.
Los personajes que representan las opciones que se le abren están bien dibujados: del lado de los “explotadores”, el tío de Silvano, un pequeño finquero pragmático pero de buen corazón, que cuida su negocio y que se opone por principio a las demandas de los trabajadores.
Y en el otro lado, un sagaz y deslenguado sindicalista nicaragüense a quien llaman Paragüita seduce a Silvano desde la culpa de clase y el desafío a su hombría.
Silvano se va separando del mundo del tío, pero tampoco entra de lleno en la propuesta revolucionaria y viril de Paragüita. Nunca formará parte del mundo extraño de los peones revoltosos, pero cada noche que pasa en los debates del cuadrante lo separa de un posible futuro de administrador de finca bananera. Se hunde en tierra de nadie.
En el final de Puerto Limón irrumpe la naturaleza incontrolable en la historia y en la prosa: una tormenta tropical de fin del mundo provoca un accidente mortal. Muere el tío y muere Paragüita. No queda claro si Silvano causó la tragedia, si pudo evitarla y no quiso, si no había nada que hacer y su confusión lo hace sentirse culpable, o si todo sucede en una pesadilla donde termina matando en sueños y en su conciencia a los dos polos de una decisión que no podía tomar.
Al final, el aturdido muchacho sube a un barco anclado en el puerto de Limón, y se aleja de su dilema irresoluble. Así hizo Gutiérrez: se embarcó con rumbo a Chile.
Así como el Sibaja de Mamita Yunai es un alter ego del mismo Calufa, exaltado y dramático pero basado en su experiencia en las plantaciones bananeras, el Silvano de Puerto Limón es una explosión literaria de Gutiérrez, el adolescente hijo de un pequeño finquero limonense, el campeón de ajedrez en San José, el militante del Partido Comunista. Como su personaje, en 1939, después de publicar su primer libro de poesía, Joaquín busca una puerta de salida.
Un campeonato mundial de ajedrez en Chile es su oportunidad. En Santiago publica, en 1947, Cocorí y Manglar. Tres años más tarde, Puerto Limón.
En 1973, lo sorprende el golpe de estado de Pinochet, y su mundo se viene abajo. Vuelve a Costa Rica 34 años después de su partida. Tras su vuelta, publica en San José sus novelas, que en su propio país adquieren cabal significado, y termina sus días como un titán de las letras ticas. Muere en San José en octubre del 2000. Hoy su estatua, con su alta y nervuda apostura patricia, se erige a un costado del Teatro Nacional de Costa Rica.

Encuentro desde lados opuestos de la brecha social

Es difícil imaginarse dos escritores y dos personajes más distintos que estos titanes costarricenses de la novela bananera: por un lado, Joaquín Gutiérrez, el dandi comunista a la europea, exquisito traductor de Shakespeare, que mira el mundo con seguridad desde su altísima y ondeante mata de pelo blanco; por otro, Carlos Luis Fallas, el campesino tosco que atisba siempre el mundo de los adultos desde la altura poética del niño pobre y por eso gran observador. Pese a sus diferencias, fueron grandes amigos: se frecuentaron en las montañas y llanos de su país y en las capitales de los países socialistas. En las memorias de Gutiérrez, Los azules días, se relatan varios de esos encuentros y las chanzas y pullas de su relación fraterna.
El mundo complejo y brutal inventado por la United Fruit Company desató la imaginación de estos grandes escritores. Cuando el viento de la historia haya terminado de borrar las gestas y tropelías de la compañía que implantó un nuevo mundo económico y nuevas preguntas sobre la identidad y la patria, estas novelas seguirán hablándonos de la fragilidad de los pobres, del significado de la amistad, de los compromisos ideológicos y de la búsqueda de un lugar en el mundo sibilino y cambiante de los intereses y los sentimientos. En definitiva, son grandes creaciones sobre la naturaleza humana. El banano es la excusa.
Pero en sus enormes diferencias, Calufa y don Quincho logran pintar, a cuatro manos, el panorama completo de la república bananera en su esplendor.

 

Publicado en el número especial de abril de 2024 sobre Costa Rica en la Harvard Review of Latin America en castellano e inglés. 

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26 de abril de 2024

El peón en el tablero de Irène Némirovksy (Salamandra, 2024)

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Irène Némirovsky y la historia de un desencanto en época de crisis

En 1934, cuando se publicó El peón en el tablero, Irène Némirovksy (Kiev, 1903-Auschwitz, 1942) explicó en una entrevista radiofónica que la inspiración de su obra, entonces ya reconocida en Francia, era el entorno que mejor conocía; esto es, el integrado "por desequilibrados que abandonaron el entorno en el que normalmente habrían vivido, y que no pueden adaptarse a una nueva vida sin conmoción y sufrimiento". Para esta su primera entrega en la editorial Albin Michel, siguió tirando del hilo -un arco que va de El malentendido (1926) a Los perros y los lobos (1940)— de su árbol genealógico, de cuyas ramas caían, una vez maduros, nouvelles y relatos.

En el presente título la autora se propuso, como apuntó en su diario, hacer un retrato del "hombre de 1933" o, dicho de otro modo, de la malaise existencial de ese momento. Para ella aquel fue un año de transición personal: cambio de editorial, muerte del padre y mayor estrechez económica, que la obligó a acelerar el ritmo de escritura. Con las futuras ventas en mente, Némirovsky optó por el naturalismo en detrimento de la experimentación, sin olvidar que al público "le entusiasma que le describan la vida de los "ricos".

Esto incluye su caída en desgracia, como es el caso del protagonista, Christophe Bohun, un oficinista veterano de guerra que odia la mediocridad de su oficio, herencia de los negocios mal llevados de su padre, un "David Golder" con ecos del progenitor de la propia Némirovsky, Leonid, otro empresario hecho a sí mismo para quien la acumulación de riqueza era un imperativo.

Aunque la obra parezca hablarnos de un momento concreto, Némirovsky, con este puente entre generaciones, describe un patrón histórico típico de los cambios de época -aquí la Primera Guerra Mundial y el Crack del 29, que arrasaron con el mundo de ayer-, en el que cada generación reacciona de manera distinta y a menudo contraria a las otras: aquí la de los emprendedores que conocieron la bonanza financiera (el abuelo reconoce: "quizá nosotros nos lo comimos todo antes de que llegaran ellos [la generación posterior]"), la desencantada (el padre, que ni siquiera es capaz, enfermo de nostalgia, de volver a experimentar amor) y la rebelde (el nieto, que no se siente culpable "de que todo por lo que merece la pena vivir cueste dinero").

El acercamiento estético es próximo al lenguaje cinematográfico, pues el narrador se intercala con las voces fragmentarias en off de los personajes. "¿De qué sirve quejarse? Hay que resignarse, cerrar los ojos y, sobre todo, no pensar, no pensar...", dice uno con aliento chéjoviano, ante tal páramo existencial.

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25 de abril de 2024
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El Boomeran(g)
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