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Indicación de la sangría

Poco sabemos de la vida de Juan Bautista Xamarro. Sólo que fue residente en Corte, barbero de los pajes de S.M. (Su Majestad), que estuvo casado primero con Magdalena de Tamayo y después con Ana María Maldonado, y que otorgó testamento el 16 de febrero de 1623 ante el notario Francisco Hernández, falleciendo en Madrid, donde vivía en la calle Tudescos, y donde fue enterrado, en el cementerio de San Martín.

Xamarro es conocido por publicar en 1604, en Madrid, en la Imprenta Real, el libro Conocimiento de las Diez Aves Menores de Jaula, su canto, enfermedad, cura y cría; tratado del que circulan multitud de ediciones, a menudo facsímiles. También, de Xamarro, la Biblioteca Nacional de España guarda el manuscrito Tratado de la dentadura, sus enfermedades y remedios, en el que se le referencia como ‘barbero napolitano’ pero, nuestro interés se centra en otro título, en Indicación de la sangría, publicado en Valladolid, también en 1604 y del que no se conserva ningún ejemplar aunque es citado reiteradamente en listados de obras de enfermería, listados que acostumbra a encabezar en compañía del volumen, también de 1604, Defensa de las criaturas de tierna edad, de Cristóbal Pérez de Herrera.

Ayer, 23 de julio de 2024, estuve cerca de un ejemplar de Indicación de la sangría, eso sí titulado Indicaciones de la sangría y firmado como J.B. Zamarro. Entraba yo a recibir la comunión en la capilla de Santa Orosia, en la catedral de Jaca, y al levantarse uno de los fieles quedó libre el extremo de un banco; fui a sentarme pero el fiel volvió a recoger algo que había olvidado; fue todo muy rápido, había poca luz, y los movimientos de esa persona resultaban nerviosos, casi catatónicos; además su cuerpo y/o sus ropas desprendían un insoportable hedor a podredumbre, a catacumbas, que quizá nubló mi vista. Pero diría, casi aseguraría, que el objeto, legajo más que libro, llevaba, en su cubierta, que me pareció de madera o cuero, el título en cuestión, Indicaciones de la sangría, con el nombre Zamarro acompañado, de forma errática, por las letras J y B. [El Hospital Viejo de Jaca (mediados del XVI), cercano a la Catedral, está inmerso en una profunda remodelación; comentan los vecinos que, de noche, se ven y oyen raros personajes recorriendo las estancias, ahora sin ventanas, introduciendo objetos de variada forma en sacos de arpillera]

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26 de julio de 2024
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Sepulcros blanqueados

“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! Sois semejantes a sepulcros blanqueados que, se muestran hermosos por fuera; pero dentro sólo encierran huesos de muertos e impureza." (Mateo, 23-27).

Marlow, narrador protagonista en la obra de Conrad “El corazón de las tinieblas”, evoca este pasaje bíblico como preámbulo de su toma de contacto con una compañía colonial en la hoy capital de la Unión Europea.

"Llegué a una ciudad que siempre me hace pensar en un sepulcro blanqueado. Prejuicio por mi parte sin duda. No tuve dificultad en encontrar las oficinas de la compañía. Era lo más grandioso de la ciudad”.

La compañía que tan singular presencia tiene en " la ciudad sepulcral" (así será denominada por el autor en lo sucesivo) es la “Societé Anonyme Belge pour le Commerce du Haut – Congo”, en esa época en dura competencia con la holandesa “Nieuwe Afrikaansche Handels- Vennoostchap”.

Comentaristas de la obra de Conrad señalan que un simple delegado principal de una de estas compañías tenía autoridad sobre un distrito que podría suponer la superficie de Bélgica y Holanda reunidas; distrito en el cual su poder sobre las poblaciones locales era absoluto, con imposiciones bajo forma de trabajo, entrega de marfil, etcétera, y castigos tremendos en caso de resistencia.  En un momento del relato se evoca el ideario que justificaría la expansión en tierras africanas: “Cada estación de la compañía debe ser un faro en el camino hacia mejorar las cosas, un centro de comercio, sin duda, pero también un marco de humanización, progreso, instrucción”.  Todo ello en conformidad al espíritu de la “Asociatión Internationale pour l’ Exploration et la Civilisation en Afrique” que presidía el propio soberano belga Leopold II.

El triunfo del fariseísmo, en cualquiera de sus modalidades, pasa porque el protagonista no sea meramente hipócrita. Sea cual el objetivo valor moral de su acción efectiva, el fariseo ha de tener la satisfacción subjetiva de responder a lo único de lo que pueden estar satisfecho, a saber, hallarse del buen lado. Pues, en ausencia de riqueza afectiva o creativa, estar del buen lado es el último y único Bien que sustenta su satisfacción, Sólo se permite a sí mismo - ¡y de hecho se exige! - contar entre los buenos.  El resto de su existencia es obediencia, obediencia no vivida subjetivamente como tal, sino como expresión de la propia inclinación; obediencia oscura y, en consecuencia, oscuro resentimiento.

Implacables, los que están del buen lado arrojan a los díscolos a las “tinieblas exteriores”. Arrojar a la tiniebla, a veces consiste simplemente en empujar a los arcenes del espacio considerado limpio, eficiente y moralmente correcto. Es entonces literalmente la suficiencia del fariseo bíblico tan frecuente en nuestros pagos: “Gracias te doy Señor por no ser como ese”.

Pero en el caso de la narración de Conrad, lo que se arroja a la tiniebla son las costumbres, las creencias y hasta las lenguas propias de poblaciones enteras, consideradas como ajenas a la humanidad y en consecuencia susceptibles de ser extirpadas hasta la transformación (“civilización”) de aquellos que las siente como el propio ser.  Pero si la dignificación es falaz, sin embargo, la miseria y destrucción que sus impulsores generan es bien real. En su periplo por los dominios congoleños de Leopoldo II, el narrador de la novela de Conrad, intentando cobijarse por un momento en la sombra de los árboles vecinos a una suerte de cantera, descubre el destino de aquellos que ya no son aptos para trabajar en la misma:

“Agachados, tumbados, sentados entre los árboles, aferrados a la tierra, medio difuminados en la penumbra, expresaban todas las actitudes de sufrimiento, abandono y desesperación (…) Este era el lugar al que se habían retirado para morir. Morían lentamente, no eran enemigos, no eran criminales, no eran ya seres terrestres, eran sombras de enfermedad e inanición, yaciendo confusamente en la penumbra verdosa”.

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24 de julio de 2024
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El fútbol

Durante años el fútbol estuvo criminalizado en nuestro país por haber sido el primer embajador internacional de la dictadura franquista. Aquel régimen utilizó los éxitos del Real Madrid y el legendario gol a la URSS de Marcelino –un gallego en el club de Zaragoza–, mientras en lugares como Inglaterra o Argentina no eran pocos los intelectuales, algunos muy de izquierdas, que escribían literatura épica con el balompié. Los uruguayos Mario Benedetti y Eduardo Galeano, por ejemplo, o el filósofo alemán radicado en Cambridge, Ludwig Wittgenstein, sostuvieron un verdadero romance con el fútbol y la teoría del juego, lejos de ese componente alienante que muchos diagnosticaban desde España y también Borges.

Curiosamente, el Real Madrid había sido el club más republicano antes de convertirse en estandarte del nuevo régimen político. En su dilatada trayectoria ha tenido jugadores cercanos al Opus Dei como Zoco, pero también a maoístas confesos, el bávaro Paul Breitner, sin ir más lejos. Una dicotomía política que, según parece, va a mantener durante la próxima temporada, con Daniel Carvajal mostrándose abiertamente derechista y su nueva estrella, Kylian Mbappé, escorado a la izquierda solidaria y multirracial.

En realidad, el fútbol siempre ha sido políticamente ambivalente, y ahora lo estamos comprobando por mor del triunfo de la selección en el Europeo de naciones. Lo ha sido incluso en el Barça, la entidad que se jacta de ser “més que un club”, pero que también tuvo su propio idilio con Franco, al que condecoró en varias ocasiones y nombró socio de honor en tiempos de Narcís de Carreras y también de Agustí Montal. Detrás de los clamores independentistas recientes se ocultaban de su pasado las diversas recalificaciones urbanísticas que permitieron al Barça construir su flamante Camp Nou al abandonar Les Corts o la influencia diplomática del franquismo para sellar con éxito el difícil fichaje de Kubala.

Con el Valencia también ha pasado lo mismo. Fue profundamente franquista tras la guerra civil para, décadas más tarde, convertirse en el club popular por excelencia de la menestralía urbana y los agricultores de la huerta. Hasta la transición y las riñas identitarias. En el momento más dulce del equipo, con la llegada del gran Mario Kempes, el Valencia se vistió del azul de la senyera, anatema para la izquierda de entonces. No fueron pocos los valencianos progres que se hicieron del Barça y abjuraron de aquel Valencia “blavero”. Se perdieron a Marito con las calzas caídas y aquella extraordinaria final en el Bernabéu contra el Madrid.

Más ambivalencias. Otro filósofo profundo, por más que coqueteara con el nazismo, Martin Heidegger, fue un persistente aficionado del Bayern Munich. Al otro extremo, el pensador francés y marxista por excelencia, aunque huidizo del comunismo oficial, Jean Paul Sartre, ejerció de seguidor ferviente del París Saint Germain, ahora en manos del capital petrolífero de la autarquía qatarí. Su gran polemista, Albert Camus, escribió incluso un libro dedicado a este deporte: Lo que le debo al fútbol, su experiencia como portero cuando era universitario en la liga argelina.

En un programa cultural de la televisión holandesa, hace ya un cuarto de siglo, y en presencia de personalidades de la talla del antropólogo Richard Rorty, el novelista también Nobel John Coetzee o la zoóloga Jane Goodall –la de los chimpancés africanos–, el formidable pensador George Steiner se explayó a gusto con el fútbol: “Cuando Maradona corre con la pelota hacia el gol, 2.500 millones de corazones palpitan a la par –vino a decir–. Ningún evento similar ni siquiera fue imaginado. Ni Shakespeare ni Beethoven tuvieron ese poder de suspender las emociones humanas. No sé qué concepto sociológico sirve para esta emoción planetaria”. De eso se trata, no de política, sino de pulsión humana y telecomunicaciones universales.

También han puesto a caldo a nuestros jugadores por hacer payasadas durante la fiesta de exaltación en Madrid de su triunfo. Ninguno de ellos debe haber leído a Camus o a Steiner, claro está. Tal vez el exvalencianista Juan Mata, lector de poesía, o Miguel Pardeza, miembro culto de la Quinta del Buitre. Puede que ni siquiera Pep Guardiola, que se las da de intelectual haya estudiado a Platón o a Kant para estimular a sus jugadores, a lo sumo se habrá enganchado a las meditaciones de Marco Aurelio o al arte de la guerra de Sun Tzu, que suelen venir a cuento para extraer algún que otro aforismo recurrente antes de una “batalla” balompédica.

En la estupenda serie sobre la Premier inglesa, Ted Lasso (Apple tv), se muestran de modo entrañable las interioridades de un vestuario profesional londinense. El propio entrenador, Lasso, es un poco bobo, aunque con un gran corazón, mientras sus jugadores hacen el idiota constantemente. Son jóvenes, ricos y famosos, algunos muy descerebrados y los más procedentes de ambientes desclasados o de países extraños. Al final, gracias a la humanidad y humildad del propio Lasso consiguen crear un grupo animoso y vencedor. La España de un entrenador discreto como ha sido Luis de la Fuente se ha fundamentado en eso mismo. No pidamos más, no le saquemos peras al olmo ni caigamos en el politiqueo tan español. No es nada frecuente que un futbolista profesional tenga la labia de Jorge Valdano, pero alcanzan a saber que su Dios es redondo, como tituló el mexicano Juan Villoro.

España, la Roja ya sin medias negras, estaba congraciada con los dioses, sorteó las dificultades siempre que lo necesitaba. En un fútbol cada vez más homogéneo y globalizado –no como en la época de Martin Amis–, redescubrió que contra el bloque bajo y la presión constante que ahora tanto se llevan –y que aburre a las ovejas–, nada mejor que la ancestral receta del extremo burlón y el mediapunta creativo: las historias de un niño de diecisiete hijo de emigrantes, de un bailongo pamplonica cuya memoria viaja en patera, la de un andaluz ahora parisiense cuya progenitora fregaba pisos o la de un emigrante catalán a Zagreb y Leipzig, dos ciudades perdidas en el imaginario latino. Y a lo lejos, un portero hijo de guardia civil y de madre ertzaintza​​. ¡Qué bien lo pasamos emocionándonos con su fútbol chispeante!

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22 de julio de 2024
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Yo, el engreído, o Yo, el arrogante

 

He ensayado en varias ocasiones, todas fallidas, remedar aquel glorioso título “Yo, el jurado, la novela policíaca de Mickey Spillane, mal llevada al cine, protagonizada por su héroe habitual, Mike Hammer. Ahora tanteo un “Yo, el engreído” o quizá un “Yo, el arrogante” como rubro de un breve escrito acerca de esa cualidad inherente a la clase escribana y, en concreto, a un caso particular, el mío, tras la publicación, por el profesor Joaquín Fabrellas Jiménez, del ensayo La condición radical. Aproximación a la obra lírica de Francisco Ferrer Lerín (2023).

Abundan, en reseñas y artículos sobre mis libros, frases de este cariz: ‘célebre creador contemporáneo de gran talento’, ‘padre nutricio de la Secta Novísima’, ‘un autor raro, querido y admirado por personas con criterio’, ‘escritor de culto que se mantiene ajeno a las modas’, ‘gusta de sonreír a las verdades’, y así multitud de ditirambos y alucinaciones que giran en torno a mi ya baqueteada figura. Ha sido pues oportuna, para serenar los ánimos, y pienso en los míos, la edición, por el sello zaragozano Libros del Innombrable, del manual firmado por Joaquín Fabrellas, un texto reposado y casi exhaustivo acerca de mi obra lírica que, olvidando la frivolidad de declaraciones como las citadas, se adentra en el estudio severo de un modo de escribir poesía que, ya desde mi descubrimiento de Saint-John Perse allá en los comienzos de la década de los sesenta, vi como empeño posible y deseable. Un manual, La condición radical, cuya consecuencia inevitable, sin embargo, ha sido acrecentar mi arrogancia, mi egotismo descarado, al comprobar la singularidad de los valores que Fabrellas certifica como propios de mi literatura.

Queda claro, por lo tanto, que me gusta que se hable de mí, pero que se hable bien; esa tontería atribuida a Dalí de que lo importante es que se hable de uno aunque se hable mal, no va conmigo. Quiero decir pues que tengo perfectamente localizada la única reseña negativa que consta en mi abultadísima fortuna crítica, la reseña del libro misceláneo de poemas La hora oval (1971, con textos que arrancan en 1959), firmada por Leopoldo Azancot, publicada en La Estafeta Literaria, que me atribuye la intención de querer descubrir el Mediterráneo. Aunque también se produce otro agravio, he de aceptarlo, el día en que soy recriminado, esta vez de palabra pero luego en papel, durante una entrevista para un pasquín universitario, por mi condiscípulo Andrés Pérez Jofaina, al acusarme de usar el humor en la redacción del texto “Rinola Cornejo y el estrangulador de Boston” publicado en Papeles de Son Armadans con el beneplácito, por tanto, de Camilo José Cela; en síntesis dice Jofaina, quizá refrendado por Borges, que el humor degrada, dejémoslo para los contadores de chistes, que las palabras se las lleva el viento pero la literatura, la alta literatura, la poesía, queda impresa para toda la eternidad, y no debe ser mancillada. En cuanto a la reseña de La Estafeta, señalar, además, que Leopoldo María Panero, llamado, por cierto, “Panecillo”, por el grupito barcelonés de poetas, me la recordó no sé cuántas veces, advirtiéndome que iba a obrar en mi contra de cara a mi carrera de escritor, o no sé si dijo de poeta. Panecillo, como varios miembros de aquel clan al que yo también pertenecí y que me resisto a denominar generación, se tomó en serio, desde el comienzo, su condición de poeta y cualquier tropiezo podía descolocarlo. De todos modos esos tres episodios, Azancot, Panero y Jofaina, no me afectaron, quizá por no dar, en aquellos años, a mi actividad poética, por lúdica y fácil, ninguna importancia o, quizá, por mi condición, ya entonces perfectamente infatuada y vanidosa, descrita a la perfección por Félix de Azúa, aunque aplicándola a cierto escritor de postín cuyo nombre no oso pronunciar por estar todavía más o menos vivo: ‘XXX es una vejiga repleta de petulancia catalana’.

Ahora no me resisto, antes de concluir este artículo, a facilitar un par de apuntes indispensables para la Historia de la Literatura, al menos de la literatura del barrio barcelonés de San Gervasio. El primero es el dato preciso sobre la ubicación del lugar del examen al que me sometió Jofaina; sentados en una sillas de escay y con la grabadora sobre una mesa de formica en la cafetería Don Pancho, ya desaparecida, situada en la esquina de la calle Aribau y Travesera de Gracia. El segundo apunte es fruto de mi traducción instantánea al español, por deformación profesional, del apellido Spillane, que los diccionarios precisan como ‘derrame’, y que me retrotrae a los tiempos de bachiller en el Colegio Nelly de la calle Calvet de Barcelona, cuya asistencia religiosa era cubierta por un bonachón e inofensivo cura catalán, quizá llamado Padre Feliu, y por otro cura, vasco, voluminoso, grasiento, cuyo apellido sí recuerdo a la perfección pero que prefiero dejar en el anonimato, sacerdote que nos confesaba, a los alumnos, durante sudorosas y sofocantes sesiones, embutidos, abrazados, confesor y confesado, en un angosto habitáculo, una caja de madera imitación de un confesionario, que apestaba a hombre sucio y en el que éramos interrogados insistentemente acerca de las características de nuestras masturbaciones, en especial sobre si estas finalizaban con o sin derrame.

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19 de julio de 2024
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Ítaca es hoy un spa

Vivimos en transición constante a pesar de habitar nuestro microcosmos, bien agarrados a su dibujo para no perdernos; una mónada de las que hablaba el filósofo Leibniz, la guarida mental donde nos definimos y reafirmamos. Miro la llave de madera que me han entregado en el hotel, una delgada lámina con su código invisible, y pienso cómo era yo cuando sostenía las llaves de acero enlazadas a un cordón con una borla granate. Las mismas que se devolvían en recepción y ocupaban pequeños casilleros en una fácil metáfora visual de las habitaciones, produciendo en nosotros diferentes matices como el olor a óxido que nos quedaba en las manos. Vamos cambiando sin percibirlo: nuestros dedos no sienten lo mismo al leer el periódico en papel que posando las yemas sobre la pantalla. Los mostradores, por ejemplo, son hoy más etéreos, menos parapetados. Y BlaBlaCar asciende como la app que más ha crecido este año: muchos jóvenes no quieren ya tener coche propio, pues prefieren los viajes colectivos y más sostenibles. También se sienten más cómodos en una habitación doméstica que en la de un hotel, y no se trata solo de una cuestión económica.

La continua fluctuación nos fascina tanto como nos apabulla, pero no hay otra opción que la de embarcarnos en la nave del tiempo, sin trasnochada melancolía. Urge abrir nuestra mónada y compartir el vaivén de preferencias, o tendencias, que varían nuestra relación con los objetos, incluida la nevera. Piensen si no en aquellos que nos acostumbramos a la leche de avena, e incluso nos entregamos a la religión vegetal de los jugos de arroz o quinoa, y ahora somos alertados de la resurrección de la leche de vaca. “La vamos incorporando a poquito, para que no siente mal”, me recomienda un nutricionista. Igual que un antidepresivo, pienso mentalmente sopesando sus beneficios –“vemos huesos de cristal porque nadie toma leche”– y recordando indigestos malestares. Cuando afirmo, cuál exalcohólica, que no quiero volver atrás, el nutricionista me alerta de que la avena “tiene antinutrientes” y me recomienda que, en todo caso, la tome de almendras. Me apesadumbra tanta indiferencia hacia mi paladar, hecho de costumbres y poco amante de los sobresaltos.

La ideología del bienestar sigue tratando de reparar las grietas que produce la voraz cadena de producción. De ahí al boom de los coachs­ que introducen una dosis de pensamiento mágico en las rutinas cotidianas. Hoy todo es holístico, aunque poco tenga que ver con el pensamiento holista. La pretenciosidad envuelve la sencillez para asombrarnos, y nos ofertan amplios surtidos de sales y panes, tan mal considerados en la dieta saludable. Hace años los huevos tenían que comerse con moderación, y hoy, en cambio, disponemos de barra libre. Entonces, en los gimnasios recomendaban tablas aeróbicas mientras que ahora exaltan las pesas. Entrenamiento-fuerza, te recomendarán si tienes más de cuarenta años, además de stretching o pilates, sin olvidar la meditación con ocho ciclos de respiración profunda. No será nadie si no toma diversos complejos vitamínicos, bayas de Goji, cúrcuma, kale y otras nuevas estrellas del herbolario. Y cuando por fin seamos devotos feligreses de lo saludable, probablemente nos cambien la pauta al cabo de un año, porque habrán descubierto que aquellos hidratos prohibidos ayer son el nutriente principal de nuestro cerebro. Y es que Ítaca, el prometedor destino del poema de Kavafis, no será ya sabiduría y experiencia, sino el nombre de un spa en el que desmayarnos.

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18 de julio de 2024
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Los espejos cóncavos

Este año se cumple el centenario de la publicación de Luces de Bohemia, la pieza teatral de don Ramón del Valle Inclán, que apareció primero por entregas en 1920, y se estrenó muchos años después, primero en París en 1963, y en España hasta en 1970.  Cien años del esperpento.

El protagonista, Max Estrella, un escritor ciego fracasado que peregrina por distintos parajes de Madrid, define con precisión el concepto de esperpento en uno de los diálogos con don Latino, su compañero de jornada: “el esperpentismo lo ha inventado Goya…Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el esperpento. El sentido trágico de la vida española solo puede darse con una estética sistemáticamente deformada”.

Detrás de los ojos que no pueden ver de Max Estrella, están los de Valle Inclán, capaces de penetrar su época a través de la óptica deformada de los espejos cóncavos, en los que se refleja una realidad que por muy grotesca, ridícula o extravagante que parezca, no deja por eso de ser verdadera. Lo trágico en la envoltura de lo risible. Todo viene de Goya, de los monstruos alados de los sueños de la razón, de los disparates que meten el buril en la entraña oscura del poder represor, el poder felón, que es ridículo, prohíbe y manda callar, y lo empuja al exilio.

Disparates, prisiones, suplicios, libertad. “Usted no es proletario”, le dice el preso a Max Estrella en el calabozo donde va a parar; “yo soy el dolor de un mal sueño”, responde. El mal sueño de la razón. La pesadilla de la imaginación. Todo entra en la órbita del esperpento. El poder felón al que Goya pone delante de sus espejos cóncavos, es venal, y lo es desde antes, desde Cervantes: “que no falte ungüento para untar a todos los ministros de la justicia, porque si no están untados gruñen más que carretas de bueyes”, dice en La ilustre fregona; y lo sigue siendo cuando Max Estrella entra en el despacho del ministro, su “amigo de los tiempos heroicos”. Llega a pedir justicia porque ha sido reprimido por la policía, y agobiado por la miseria, el ciego termina aceptando dinero “porque soy un canalla. No me estaba permitido irme del mundo, sin haber tocado alguna vez el fondo de los Reptiles”.

La acción de Luces de Bohemia discurre cuando España aguanta aún el peso de la restauración, y sobre todo, el peso de la derrota de la guerra de 1898 contra Estados Unidos por la posesión de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, un desastre que marca al país, y marca a la generación de intelectuales de la “generación del 98”: el propio Valle Inclán, Baroja que creía en las virtudes regeneradoras de las viejas hidalguías castellanas, y Unamuno, que quería enterrarlas.  Y Ramiro de Maeztu, quien dirá en Hacia otra España, haciendo un inventario de esperpentos: "este país de obispos gordos, de generales tontos, de políticos usureros, enredadores y analfabetos…".

Es cuando llega Rubén Darío desde Buenos Aires con el encargo del diario La Nación de escribir la crónica de la derrota, de lo que resulta su libro España Contemporánea. La España que él también mira reflejada en los espejos cóncavos, los supliciados de semana santa, “doña Virtudes”, la reina regenta María Cristina, con fama de avara, que los jueves santos lavaba los pies de los mendigos, y los nobles, que, también como una expiación de culpas, les servían luego la comida en vajilla de plata. Todo como en una toma negra de Los olvidados de Buñuel, que viene también de Goya y viene de Valle Inclán.

En la semana trágica de 1909, el año de la muerte de Alejandro Sawa, el escritor sevillano a quien encarna Max Estrella, un carbonero alzado en las barricadas en Barcelona sería fusilado por haber bailado con el cadáver de una monja. Otro aguafuerte de la serie infinita de Goya, otro esperpento de Valle Inclán, otra toma de Buñuel.

La España de los espejos cóncavos que Darío ve es también la del entierro de la sardina, ya la gente olvidándose de la derrota mientras Madrid iba llenándose de más mendigos inválidos de guerra, recibidos con charanga y alboroto mientras estallaban los motines reprimidos a tiros.

Y Valle Inclán agrega dos esperpentos más, de paseo entre las tumbas de un cementerio. Él mismo, “viejo caballero con la barba toda de nieve, y capa española sobre los hombros, es el céltico Marqués de Bradomín. El otro es el índico y profundo Rubén Darío”.

El último de los poemas de Darío será un poema negro, en que relata una peregrinación fantasmagórica a Santiago de Compostela en compañía, otra vez, de Valle Inclán.

Una vuelta de tuerca. Porque en Luces de bohemia, otra vez entre espejos en el café Colón, Darío recita para Max Estrella, después de un diálogo sobre la muerte, la última estrofa de ese poema desolado: ...la ruta tenía su fin/y dividimos un pan duro/en el rincón de un quicio oscuro/con el Marqués de Bradomín….

 

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15 de julio de 2024
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Jünger & Escohotado

En la novela Eumeswil, Jünger nos presenta a un narrador que es, dependiendo de la situación, un Trabajador, un Anarca, un Emboscado y un Gran Silencioso. Me atrevería a definir a Escohotado siguiendo las mismas figuras, que lo emparentan mucho con el protagonista de una narración donde la utopía y la distopia vienen a ser la misma cosa.

1.Como el narrador de Eumeswil, Antonio Escohotado fue un Trabajador.

Decía Jean-Michel Palmier que el fundamento que hace posible la figura histórica del Trabajador de Jünger no hay que buscarlo en el idealismo alemán sino en Nietzsche y en su voluntad de poder. He ahí la clave para acercarse a Escohotado: diríase que el destino de Escohotado se concretó en su voluntad de desarrollar potencias y en la alegría de conseguirlo. Contaba Deleuze, basándose en Espinosa, que la alegría llega cuando conseguimos colmar una potencia y desplegarla hasta extremos que ni siquiera nos atrevíamos a imaginar. La tristeza, por el contrario, sería sentirse despojado de una potencia que habíamos creído que estaba a nuestro alcance, y que se ha desvanecido misteriosamente. Tiempo tuvo Escohotado de experimentar los dos extremos de esa balanza emocional, pero exhibió siempre un vitalismo tan contundente y nabokoviano que uno tiende a creer que en él pesó mucho más la alegría que la tristeza, porque para Antonio el trabajo era la fiesta secreta que le permitía desarrollar sus potencias. En todos sus escritos sentimos su aliento y su respiración en el ritmo de sus frases, en el vaivén de sus ideas, en las intromisiones del narrador cuando menos te lo esperas, creando tejidos textuales donde la información general se mezcla con la personal, siguiendo un camino en zigzag que el lector siente como materia viva, fluida y de una acidez suave pero muy penetrante. Antes de arañar acaricia, y pelea consigo mismo y con el lector. A veces es torrencial, otras veces muy conciso, otras conjetural, otras explícitamente estadístisco, otras árido, pero nunca tanto como para resultar molesto si sigues de verdad la línea de su pensamiento y no te obsesionas con algunos momentos de su discurso.

Su amor a la fiesta y su espíritu dionisíaco no le impidieron dejar tras él una obra considerable. La vida le deparó placeres y sobresaltos que gestionó y destiló como un alquimista.

2. Como el narrador de Eumeswil, Antonio Escohotado fue un Emboscado.

Dice Jünger al comienzo de La emboscadura:

«Irse al bosque», «emboscarse», lo que detrás de esas expresiones se esconde no es una actividad idílica. Antes al contrario, el lector de este escrito habrá de disponerse a emprender una travesía que da que pensar, una caminata que conducirá no sólo allende los senderos trillados, sino también allende los límites de este libro.”

Ahí quería llegar siempre Escohotado, a los límites de su narración, de sus creencias, y fue naturalmente un emboscado. La tumultuosa Ibiza podía ser el lugar del emboscamiento si tienes una casa lejos del mundanal ruido, si bien el ruido forma parte de la naturaleza. Y también la furia.

Su recorrido por la jungla de las drogas tiene que ver con el emboscamiento, pues las drogas pueden ser buenas amigas del emboscado, permiténdole además cartografiar la experiencia del viaje. A pesar de empezar su trayectoria filosófica como aristotélico, o quizá por eso, Escohotado siempre estuvo abierto a la experiencia de los límites.

3.Como el narrador de Eumeswil, Antonio Escohotado fue un Anarca.

Recordemos al Anarca de Eumeswil. Además de ser un historiador distante y lúcido, muy preocupado por ciertas figuras y momentos de la historia, trabaja de camarero para el tirano por las noches, en una especie de pub que el Cóndor ha instalado en algún lugar de su castillo. Está cerca del príncipe pero lo mira con distancia, como si para él el Cóndor fuese solo una figura estructural. En sus últimos tiempos, Escohotado anduvo bastante cerca de los príncipes del comercio. Algunos lo iban a visitar y hasta posponían el viaje en el avión privado para poder conversar más tiempo con Antonio. Me gustaría saber qué pensaba exactamente él en ese y otros momentos. El Anarca de Eumeswil es bastante simpático, pero sospechamos que solo muestra a los demás la punta de su iceberg personal. Quiero pensar que Escohotado hacía algo parecido.

En Los enemigos del comercio vemos un duelo singular de altos vuelos. Escohotado contra Marx en las arenas del Coliseo filosófico. Puede parecer un ensayo pero uno lo siente como una gigantomaquia que traspasa la vida real. Marx escribió tres tomos de su Capital, Escohotado le responde con tres tomos de su Comercio. A Escohotado le gustaba el juego, la geometría y las simetrías. Escohotado quiere mirar a Marx de frente, como la persona que fue, no como la que él creyó que era. Puede oler el humo de sus puros, su sudor en la biblioteca de Londres, cuando escribía El Capital. Escohotado señala a Marx y lo agrede con frases lapidarias:

-El marxismo es la religión del no ser. Parece que hay sustancia, parece que hay naturaleza, pero es el reino de la nada.

Asombra que en cuatro frases dichas con naturalidad aparezcan referencias a los presocráticos, a Aristóteles, a Marx y a la filosofía existencial. Escohotado ha sorbido tanto a Marx, se ha adentrado tanto en él, que en algún momento se producen unas bodas químicas de naturaleza paradójica y Escohotado empieza a desbocar sus ideas en un estilo tan poliédrico como el del Marx, como si quisiera acabar con él usando un látigo parecido, si bien para decir lo contrario. Es un efecto narrativo y a la vez es pura voluntad de poder, de poder liquidar a Marx, que en otro tiempo fue su padre espiritual. La lucha tiene cierta estructura novelesca. Hay un tejido de razones pero también de emociones.

Uno puede llegar a creer que Escohotado ve más enemigos del comercio que los que ha tenido y tiene, pero esa es otra historia que excede el espacio de este artículo. En Escohotado me interesa más el combate, pues solo en el combate, en su acción envolvente, se ejerce la voluntad de poder. ¿Quién gana el litigio? Es difícil saberlo. Parecía que el marxismo estaba muerto pero ha regresado, en su forma más radical, a través de algunas variantes de la deconstrucción, y su influencia es notable en el mundo académico y estudiantil, tanto en Europa como en América.

Nos queda una figura, la última, que la vamos a formular en forma de interrogación.

4.¿Como el narrador de Eumeswil, Antonio Escohotado fue un Gran Silencioso?

El Gran Silencioso es uno de los conceptos más atractivos de la última fase de Jünger. Está estrechamente vinculado a las otras figuras, al Trabajador, al Emboscado y al Anarca, pues los tres son silenciosos. Todos actúan y observan, pero solo el Emboscado, el Anarca y el Gran Silencioso defienden su libertad como fieras sutilísimas.

El Gran Silencioso sería la figura que cierra, o que “encuaderna”, en el sentido lacaniano del término, las otras figuras de Jünger y las culmina vinculándolas al Gran Silencioso de verdad: al Ser de Sein und Zeit. En el gran silencio del Emboscado se va destilando la flor del pensamiento. Si nos fijamos en Escohotado, advertimos que sólo a través de muchas horas de silencio se hace posible la travesía que llevó a cabo, si bien cuando dejaba atrás los libros podía convertirse en un discípulo de Trimalción y echar la casa por la ventana. Dicho lo cual, me aventuro a indicar que de todas las figuras de Jünger, la del Gran Silencioso es la que peor cuadra con Escohotado, sobre todo si pensamos en lo mucho que se prodigó en los medios de comunicación, pero entraba dentro del sistema de alternancias que Escohotado había establecido entre el silencio y la palabra.

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12 de julio de 2024
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La virtuosa flema del hombre demorado…

En los antiguos tratados, ya caídos en desuso, se aludía a la vida de los hombres, al pasar de los años, el curso del tiempo, el flujo de la misma memoria, el viaje súbitamente emprendido al nacer y encaminado a través de lánguidos meandros hacia el oscuro nicho de la sepultura. Si la metáfora fuera todavía elocuente, se entendería mejor la nostalgia que inspira el viejo y renqueante vagón del ferrocarril. El traqueteo, la somnolencia, la contemplación del paisaje, la tardanza, la ondulación del tiempo que se conjura con la demora y la delicada predisposición a llegar tarde y a deshora. ¡Qué fortuna la del hombre retardado! Dilatando el camino, postergando la hora, posponiendo el momento de llegar al dudoso destino.

Resulta tan extraña la obsesión por la velocidad. ¡Como si la urgencia nos llevara a un lugar deseable! Cuando lo único que a ciencia cierta se sabe es que con rapidez se llega antes al osario de la fosa común. ¿Cómo se ha tramado la fingida alianza con el tiempo? ¡Creer que se le puede someter! Se dice a menudo: hay que ganar tiempo. ¡Si nadie lo puede atrapar! Él nos envuelve, atraviesa y ensarta. La vieja maestría consistió en apartarlo y espantarlo: ¡vade retro! El gran arte de los hombres antiguos. Acompasar los pasos del cuerpo al pulso vital del organismo. La insólita armonía natural auspiciaba una altiva soberanía: la lentitud. ¡La verdadera majestad! ¡El tempo lento!

Una multitud enloquecida por la falta de tiempo, computada por los minuteros del reloj digital, se desplaza a gran velocidad, se apresura, acelera y, finalmente, se precipita. Masas de seres acuciados se lanzan, se arrojan, se tiran de cabeza al agujero del tiempo. Engullidos por la falsa ilusión de la puntualidad. Y nunca se preguntan: ¿a dónde vamos a parar?

A principios del siglo xix se pensó que el ferrocarril era una aberración industrial, un sacrílego desafío al orden del tiempo natural. ¡Si nos vieran ahora! ¡Encajonados en los trenes de alta velocidad! Movilizados por la ingeniería, reclutados por la innovación, acelerados por la obsesión. Pero añorando en secreto aquellas locomotoras, con el carbón ardiente en sus calderas, el silbido en sus válvulas de vapor, zarandeando al pasajero, tan orgulloso de su virtuosa flema de hombre demorado.

Se oye decir que las invenciones de la técnica consuman los saltos evolutivos de la civilización. Pero este ir a toda prisa, sin cesar, ignorando el desenlace de la velocidad, embutidos en la máquina que ha tergiversado y atrofiado la dimensión del tiempo, no es una de ellas. Más bien ha sido una demoníaca precipitación la que nos ha llevado a padecer la apremiante y condenada falta de tiempo. La maldición del hombre contemporáneo y la fatalidad de nuestra época: cuanto más veloz sea el desplazamiento, más escaso será el tiempo de vida disponible.

¡Ah, maligno ingenio! ¡Diabólica paradoja!

¿Y cómo podrá leerse la novela del mundo? Si uno ha sido despojado de ese otro tiempo alegremente muerto, felizmente inútil, mudo y retenido, silencioso y suspendido. ¿Cómo entrar en el tempo narrativo de la escritura, en el laberinto de la imaginación, en el mundo del lenguaje sin medida temporal? ¿Acaso no ha sido siempre la lectura de la novela un abstraerse de toda coacción? Abandonar la hostigada premura y penetrar lenta y pausadamente en el relato original.

¡A la basura los manuales de lectura rápida!

Subíos al tren más tardo y pausado que encontréis y sumíos en la indolente y ensimismada resistencia, en la parsimonia vital, en la displicente arrogancia del hombre demorado. Ajeno al requerimiento de la puntualidad, a la alarmada obcecación que moviliza a una multitud urgida por la enardecida ilusión de llegar a tiempo. La frenética aceleración del ir y volver a toda velocidad, perfeccionada mecánicamente por las primicias que comprimen y reducen el tiempo de vida… ¡Al demonio la alta velocidad!

Sacad de vuestra biblioteca los libros entrenados1 y revivid el salvífico hábito de la lentitud. Instalaos en el escenario de la imaginación novelesca —el mundo sin tiempo— y subid a un vagón renqueante y rezagado. Asumid como estilo vital la noción del tempo lento. Sin su astuta sabiduría, sin su artesanal inteligencia, pereceremos atenazados por un poderoso remordimiento: haber desperdiciado el único tiempo de vida que nos fue prestado.

1 Jorge Semprún, El largo viaje; Patricia Highsmith, Extraños en un tren; Bohumil Hrabal, Trenes rigurosamente vigilados; Paul Theroux, Tren fantasma a la Estrella de Oriente; Christopher Isherwood, El señor Norris cambia de tren; Mauricio Wiesenthal, Orient-Express: El tren de Europa.

 

Este texto está publicado en la revista Jot Down nº 47



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12 de julio de 2024
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La historia –nacional– como texto y como pretexto

Resulta sorprendente comprobar lo poco que saben de historia los españoles, de su propia historia. No es de extrañar, por otro lado, teniendo en cuenta los enfrentamientos ideológicos y territoriales padecidos, en especial durante los siglos XIX y XX, centurias en las que se redactaron muchos manuales sobre historia a beneficio de quienes los promovían. Para cuando los historiadores contemporáneos se han enfrentado con pretendido rigor al devenir hispánico, han encontrado serias reticencias cuando no refutaciones ad hominem heredadas de la llamada visión carpetovetónica y la épica de cartón piedra del franquismo por un lado, pero también de las ficciones románticas de los nacionalismos periféricos por el otro, a las que pertenece, sin duda, la narrativa reciente del procés catalán y también la de Joan Fuster sobre los valencianos elaborada en los años 60.

Dos son las falacias más comunes en estas historias de españoles para no dormir. Una es la que presupone la existencia de un país uniforme, grande y además libre, desde que se unieron en santo matrimonio Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, sobrepasado el ecuador del cuatrocientos. La segunda, la que cree que el Reino de España es tan particular como plural, un caso excepcional, plagado de naciones, idiomas y tradiciones muy diferentes, un caso único en Europa. Nada más lejos de la presumible realidad que los estudios serios del pasado revelan.

Empecemos por la idea de España como nación única e indivisible, que contra lo presupuesto, no es conservadora sino de origen liberal. Y, curiosidades perversas del destino, fue la II República el momento de máximo españoleo intelectual, solo quebrado por la cuestión catalana (“la traición catalana” en opinión del progresista republicano Manuel Azaña). No obstante, y a pesar del gran recibimiento a las tropas “nacionales” del general Franco en Barcelona y de la existencia de varios batallones catalanes en su ejército, el franquismo decidió sumergirse en una visión de España marcada por las películas tan maniqueas como horteras de Cifesa (Agustina de Aragón, Alba de América, La leona de Castilla…) y una suerte de andalucismo de pandereta que ahondaba en nuestras diferencias con Europa, tal como se regodea en La niña de tus ojos de Fernando Trueba siguiendo la biografía de Florián Rey e Imperio Argentina.

Del otro lado de la balanza, durante los últimos años de la dictadura y en los primeros de la transición, y como reacción al rapto de la idea de España por parte del franquismo, nacerá un antiespañolismo furibundo, una especie de nueva leyenda negra en amplios sectores de la izquierda e incluso entre demócratas moderados en las periferias del país, incluyendo a buena parte de la intelectualidad y el artisteo en general. España en realidad es una nación de naciones, se dice desde entonces, retomando las viejas nociones de Ortega y Gasset, quien había hablado en los años 20 de un país invertebrado, compuesto por las Españas diversas, cuyo “rompeolas” es Madrid.

Pero no somos tan singulares en el contexto europeo, ni por asomo. La historia nacional de nuestros vecinos en el Mediterráneo, los italianos, por ejemplo, resulta más rocambolesca todavía. Entre la caída del Imperio Romano de Occidente en el siglo V y la unificación del país a mediados del XIX –también de tintes ilustrados–, Italia discurrirá a lo largo de más de mil cuatrocientos años dividida en numerosos reinos, principados, ducados, marquesados o serenísimas repúblicas. Y aún hoy, las diferencias y rivalidades entre el norte rico padano y el mezzogiorno (el sur empobrecido) parte en dos el alma de cualquier buen italiano tricolor. Sólo el fútbol de su selección y la pasta parecen conjugar a los italianos.

Tampoco ha sido muy homogénea la historia de los alemanes. Primero crearon con Herder la teoría como reacción a su cultura racionalizada, posteriormente unificados a partir del último tercio del siglo XIX, y no como nación sino bajo la figura de un Imperio Alemán, aglutinante de cerca de cuarenta formas distintas de organización política, desde reinos a margraviatos o ciudades libres. Al recomponerse Alemania como república al término de la II Guerra Mundial lo hará como una federación de landers (territorios) y un estado libre, condición diferenciada que se otorgó a Baviera, el antiguo reino del siglo XIX. El idioma-dialecto bávaro (junto a su hermano austriaco, ambos más latinizados que el alemán estándar), en cambio, será reducido a un espacio popular sin proyección académica. De vuelta a Kant.

Más compacta, desde luego, es la historia de Francia, pero solo desde el punto de vista territorial. Francia, que vive jornadas inciertas en lo político y social, se ha convertido actualmente en un crisol de etnias y religiones. Un país en fase conflictiva, a pesar de su espíritu laico y humanístico, como consecuencia de su intenso pasado colonial. Los diques de la asimilación liberal francesa están rotos y no sabemos predecir cómo se va a digerir esa situación en los próximos años. De hecho, en Francia están prohibidos los estudios demográficos de carácter étnico, de tal suerte que se hace muy difícil abordar la magnitud del multiculturalismo francés, origen del apogeo lepenista.

La de Inglaterra, en cambio, es una historia también para no dormir. La del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte, que así se llama su Estado y así es en su realidad cotidiana, en este caso con plena conciencia popular por parte de las cuatro naciones que lo conforman –y juegan al rugby por separado entre ellas…–. A quienes les interese el tema, les aconsejo abonarse al nuevo canal de Documentales en la plataforma de Movistar. Busquen allí el serial sobre los orígenes del Reino Unido a cargo del historiador anglonigeriano David Olusoga, que incluye ligeras entrevistas a ciudadanos de la calle sobre sus opiniones y sentimientos nacionales. A los españoles les vendría de maravilla fijarse en el nacimiento de la Gran Bretaña con el Tratado de la Unión en 1707, y el del Reino Unido con Irlanda incorporada en 1800.

Resulta inenarrable el capítulo que empieza en el museo de la Marina inglesa cuando se desenrolla una bandera gigante de España. La escena recuerda la llegada del Guernica de Picasso a Madrid procedente de Nueva York. Se trata del estandarte del buque San Ildefonso, hundido en la batalla de Trafalgar (otoño de 1805), una enorme rojigualda con el escudo coronado de un castillo y un león, que se llevaron los británicos a su isla como botín simbólico de una gran victoria naval. La enseña fue utilizada en la capilla ardiente del almirante Horacio Nelson, abatido en esa misma batalla que significó su mayor triunfo y gloria póstuma. Nelson, quien hoy se enseñorea en el corazón londinense de Trafalgar Square, fue el primer héroe británico, ya no inglés. Y sus funerales sentaron la tradición ceremonial que se repetiría en sepelios posteriores, de la reina Victoria a Isabel II, incluyendo el de Winston Churchill y el muy literario de Eduardo VII, tan maravillosamente narrado en el arranque novelado de Los cañones de agosto de Barbara Tuchman.

Mientras tanto, es muy posible que la mayor parte de los españoles desconozca siquiera dónde está el cabo geográfico de Trafalgar ni quién fue el vasco Churruca, ni habrán leído la novelita del señor que da nombra a las avenidas de Pérez Galdós.

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11 de julio de 2024

'La ferocidad', de Nicola Lagioia (Random House, 2024)

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Un feroz Nicola Lagioia: corrupción, codicia y machismo en estado puro

El inverosímil suicidio de la hija de un corrupto hombre de negocios sirve al escritor para pintar un descarnado fresco social del microcosmos italiano y de todas las pasiones subterráneas que mueven realmente el mundo.

De La gran belleza a Gomorra, esta es la medida del contraste. De Pasolini a D'Annunzio, del Fiat Cin-quecento al Ferrari Testarossa. La Italia meridional ochentera que retrata Nicola Lagioia (Bari, 1973) en La ferocidad (Premio Strega, 2015) es como un guion de Saviano filmado por Scorsese que plasma una "energía brutal propagada en el vacío (...) Tal vez el residuo de un tiempo anterior a las primeras leyes cinceladas en el basalto, una era lejanísima y feroz, siempre dispuesta abrirse bajo nuestros pies".

No nos sumerge en un ambiente de pipas y recortadas, sino de tejemanejes de cuello blanco, de planes urbanísticos y ecocidios. En la cima está el padrone, el septuagenario Vittorio Salvemini, un hombre hecho a sí mismo cuyo "ejército de excavadoras" no solo ocupa la costa adriática; también hay un hotel en Phuket, un balneario en Turquía... "Entre las diez y las once de la noche era el único momento en el que la maquinaria de su pequeño imperio se detenía en todas partes".

Y, si hay que transitar por el filo de la ilegalidad, se hace, porque "si los hombres de negocios no mantuvieran alto sus umbrales de inconsciencia nunca podrían gobernar el mundo como lo hacen". La corrosión del poder en estado puro y a todos los niveles.

AQUELLO QUE MUEVE EL MUNDO En este mundo profundamente misógino -"Las 'viejas furcias' eran las esposas, mientras que las 'putas' eran las mujeres (normalmente más jóvenes) con las que se acostaban fuera de sus respectivos matrimonios"-, aparece el cadáver de una joven al inicio de la novela, "desnuda, pálida y cubierta de sangre". Es Clara, la hija de Vittorio, "una Natalie Wood sin la última capa de barniz". Caso cerrado al cabo de poco: suicidio tras un grave episodio depresivo. ¿De verdad?

Lagioia envuelve desde múltiples puntos de vista esa muerte, que acaba por convertirse en un fresco social del microcosmos italiano, pero también de la codicia -y el machismo- como fuerza motriz universal. Aunque el lector no acabe de entender del todo qué movía la vida disoluta de Clara. "Nos guían fuerzas de las que no somos conscientes, actuamos sin saber por qué, decimos cosas cuyo motivo nos resulta desconocido, crímenes sin culpa y muertes sin causa aparente", dice casi a modo de excusa el autor.

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11 de julio de 2024
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