

Jorge Luis Borges, en su Libro de los sueños, incluye una nota, escrita por Samuel Taylor Coleridge a finales del XVIII o principios del XIX, que Borges titula La prueba y que dice así: “Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano... ¿entonces, qué?” Pues yo, en mi época de gran soñador, tuve repetidos sueños en los que hallaba un tesoro y, cuando notaba que el sueño iba a terminar, lo agarraba con fuerza pegándolo contra el pecho... pero nunca conseguí traerlo a este lado de la realidad. Ahora me sorprenden dos cosas. La primera que fuera consciente en el sueño de que este iba a concluir. La segunda que fuera capaz de encadenar los sueños, que propiciara sueños que fueran continuación o que recrearan situaciones vividas en otros.
Algo le fue prometido
a este hombre, sin que él lo pidiera.
Desde entonces camina, solo,
por las calles de la ciudad,
por los oscuros senderos del bosque,
por los arenales y las salinas,
sin tregua, sin descanso,
con las pupilas fijas en un punto del futuro
que siempre se mantiene en la misma lejanía.
Así pasan los días, así pasan los años.
El caminante no ceja en su empeño.
Quiere que se cumpla lo prometido.
¡Al fin y al cabo él nada pidió!
Mientras la luz de agosto
se derrama, pródiga, por la tierra,
¡qué delicia saborear el primer higo!
El paso de los años no desgasta la sensación,
y su dulzura siempre nos sorprende,
un puro regalo que apenas merecemos.
Porque, en efecto, nada debe al hombre
la solitaria higuera que ha crecido
en medio de la árida dureza de los campos
o entre las ruinas de casas abandonadas.
No ha habido siembra ni abono ni cultivo,
y la mirada humana ha contemplado con indiferencia
la seca desnudez de su ramaje invernal.
No ha habido hacia ella ni amor ni temor,
las fuerzas que siempre nos ocupan.
Y sin embargo, la higuera,
más justa que nosotros,
acude puntual a la cita con sus dones
y nos concede su roja voluptuosidad.
El libro que más amo
es mi viejo atlas escolar.
Allí no había hermosos poemas,
ni profundas reflexiones filosóficas,
ni intrigantes relatos,
pero había algo más importante,
que me acompañaba, fiel,
en las largas tardes invernales,
cuando el corazón inexperto
quedaba aprisionado entre el desamparo y el tedio:
¡cómo agradecía esos territorios
coloreados con el pálido verde de lo desconocido,
que se recortaban, prometedores,
en el gran desierto de Australia,
en la selva amazónica, en el Congo!
Eran, se decía en el atlas, tierras vírgenes
todavía no holladas por la civilización.
Sin embargo, yo los veía como las patrias del sueño,
los verdes destinos que esperaban mi llegada
preservados por duendes invisibles.
Y en cierto modo tenía razón
este gastado libro que siempre me ha acompañado.
Ya no hay tierras vírgenes en el mundo,
pero las patrias del sueño siguen intactas.
Comprar un dios en la India, fundar una religión en Nueva York y hacer una iglesia para terminar un libro. De eso se trata el proyecto en el que estoy trabajando en el Center for Religion and Media, de la Universidad de Nueva York (NYU). Y de eso conversamos en la entrevista que me hicieron en Los Ángeles Review of Books (LARB).
Juan Pablo Meneses, escritor chileno de no ficción, hizo recientemente algo que muchos podrían encontrar extraño: se compró un dios. Su propio dios. Y ahora, está construyendo una iglesia para ese dios. Pronto, tal vez, el dios también tendrá su propia congregación de creyentes.
Mientras tanto, Meneses está escribiendo sobre todo eso. El libro, que está escribiendo en Nueva York, será el tercero de una trilogía que él llama "Periodismo Cash". Una forma de narrativa que buscan disminuir la distancia entre el autor y el lector, porque, como él dice, todos los habitantes de las sociedades de consumo entienden bien la experiencia de comprar.
Así parte la entrevista.
Se puede leer completa aquí 👉 http://bit.ly/2zbzARo