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Mi lista comentada de mejores films del 2017 a solicitud del blog de Juan Francisco Ferré

Twin Peaks 3. El retorno, de David Lynch. ¿Serie, instalación, película de Fantomas en episodios? Una historia del mundo de las imágenes que va desde la figuración más opulenta al mero signo cifrado.

Ma Loute. De Bruno Dumont. El Dumont gamberro puede ser tan profundo como el Dupont grave.

El autor. De Manuel Martín Cuenca. Siempre estimulante, siempre ocurrente, el director almeriense se muestra inteligentemente irreverente con la "nouvelle" de Cercas.

El otro lado de la esperanza. De Aki Kaurismäki. Cine social sin homilías.

En realidad nunca estuviste aquí. De Lynne Ramsay. Le sobra un poco de solemnidad vanguardista (Phoenix), pero no le falta ni un gramo de talento

La región salvaje. De Amat Escalante. El pulpo en el garaje resulta, más que adictivo, adhesivo. Deseo de ser piel roja.

Belle Dormant. De Udorfo Arriettà. El genio malicioso de la vanguardia española despierta en plena forma.

La cordillera. De Santiago Mitre. Política ficción de alta costura y grandes histriones.

Sieranevada. De Cristo Puiu. La facundia rumana brilla en el ‘huis clos'.

Y para desengrasar, pues el arte puro engorda más que el impuro, un divertimento pre-navideño: Suburbicon. George Clooney escondiendo su narcisismo de ‘beau garçon' en una competente y divertidísima  mímesis de los Coen.
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8 de febrero de 2018
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Los pedagogos del señor de arriba y la ley vieja

El avance en materia de derechos humanos consiste en la abstracción. Cuando se dice ciudadano, el término que introdujeron los estoicos y que Marco Aurelio emplea de modo ejemplar, o sea, ciudadano de la ciudad que es el mundo, se elude el adjetivo, no se dice romano, ni griego, ni bárbaro. En cambio, el retroceso, la roña y la vileza, radica en el adjetivo. Cuando una declaración lo más abstracta posible, como es toda constitución cabal, se quiere envilecer e infectar se le ponen adjetivos lugareños. Cuidado con los adjetivos, que los carga la estupidez y los paga la inteligencia. El propósito de los adjetivadores es convertir la cualidad accidental y privada en esencia constituyente.
 
Así por ejemplo se dice que hay vascos, cuando lo cierto es que no hay vascos, hay gente que habla vasco y eso es todo. Hablar vasco no presta ninguna cualidad esencial ni da derecho a deponer el adjetivo en una constitución ciudadana y dejarlo ahí, atufando. Aún menos a declararse superior o ejemplar. 
 
Aquí tenemos gobernando, con el apoyo del sedicente progresismo, a los partidarios del señor de arriba y la ley vieja, que se dicen vascos de esencia sentimental, vamos, que lo sienten mucho, y tienen un cabildo raro que llaman consejo del euskera para ver cómo imponer el morbo alucinógeno. Una cosa es que donde se habla vasco sea oficial, y haya sanidad y enseñanza en vasco, y se pueda hacer la declaración de la renta en vasco, yo mismo la he hecho y me devolvieron antes que nunca, bravo, y otra cosa es hacerlo oficial donde no se habla para que se jodan, digo para que se hable. ¿Por qué se tendría que hablar donde no se habló o se dejó de hablar porque le dio por ahí a la gente? Esa sería la cuestión. ¿Con qué morro, que no sea el delirante del rollo del neolítico, va a decirle un ciudadano que habla vasco, a otro que no lo habla, que lo tiene que hablar, o como mínimo dejar que sus hijos sean aleccionados en la cosa? ¿Para entenderse quizá? El consejo del euskera tendría que ocuparse de ese punto, a ver, que argumenten los sentimentales. Por si fuera poco el chiste, el susodicho consejo está poblado en exclusiva de gente que habla vasco y delira con el adjetivo y cree que es sustantivo. Es como si un consejo de oncología exigiera acreditar la posesión de un tumor de grado III para ser miembro de la cosa. Si fuera un problema real, no inventado e impuesto, debiera estar formado también por quienes no hablan vasco pero van a ser las víctimas del delirio ajeno, ésos defenderían a la gente normal y a ésos tendrían que explicarles las ventajas de sumarse a la resta para hacer la división.
 
Pero en vez de hacer la pedagogía ahí, de donde no saldría, porque no tiene recorrido argumental, la hacen a toda pasta en el territorio privado, donde consideran que es natural entrometerse. Así, resulta que los adjetivados en vasco son superiores y deben tener ventaja, y les parece tan natural meterse en la relación entre particulares para «normalizar» la anormalidad. Eso nos hace disfrutar de peculiaridades encantadoras, por ejemplo, los locutores repetitivos, todo locutor vasco se sabe ejemplarizante y modélico, de manera que deleita a las víctimas con la repetición de sus asertos. Se trata de un morbo muy vasco, Usabiaga, el del ciclismo, repite sin falta todos sus comentarios, si llevan un verbo conjugado que a él le parezca guay o algún purismo de su cosecha, entonces lo suelta cuatro veces seguidas en crescendo, tomad y comed, el vasco adjetivado se distingue porque todos los chistes los cuenta tres veces, la segunda de repaso,  la tercera es la que vale, salvo que haya dudas, es lo que tiene la pedagogía. Pérez, el de pelota, que no soporta ser Pérez y en compensación ha erradicado el bote, la dejada, la cortada y hasta el dos paredes, a base de repetir sus purismos, y se hace eco sin falta, no sólo a sí mismo, sino cada vez que algún fiel talibán denuncia que Berasaluze ha hablado en castellano con Urrutikoetxea, y luego Lizartza, pelota también, repetitivo y curil también, castiga al personal cuando falta Pérez. Por eso, el vasco adjetivado y metido a culturizante suele ser como el ciclista que va mirándose los pedales, pendiente de que le admiren de cómo se mira. Y bien, ¿acaso no tiene derecho? Oh sí, pero que vaya por su carril y dé paz.
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8 de febrero de 2018
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¿Qué hacer?

Que nuestra vida social es confusa, no hace falta decirlo. Comparada con los felices años ochenta del siglo pasado, tan socialdemócratas y progresivos, se te cae el alma a los pies. Solo un ejemplo: el ciudadano va por la calle y le asaltan enormes carteles de mujeres casi desnudas que expresan lujuria y se le ofrecen si compra una colonia. Abre un diario o revista y brincan de sus páginas unas hembras voluptuosas que le quieren devorar y vender un desodorante. Ahora bien, como se le ocurra al ciudadano mostrar lujuria y voluptuosidad es casi seguro que acaba en la cárcel. ¿Qué debo hacer, se pregunta el ciudadano? No puedo luchar contra la publicidad porque es la dueña invisible del poder político, así que he de comprar el desodorante y taparme los ojos, o sea, reprimirme. Pero eso ¿no era reaccionario?

Esta contradicción afecta a la totalidad de nuestras instituciones. Hace años los socialistas organizaron un sistema educativo europeo, una sanidad pública, una justicia soberana, y otras urgencias. En la actualidad se ocupan del asunto de los miembros y las miembras, las naciones de naciones o las izquierdas y los izquierdos. Los comunistas, a su vez, solo han sabido cambiar nombres de calles de gente desconocida por otros nombres aún más desconocidos. Y los progres catalanes abren embajadas y quitan camas de hospital.

Para orientarse en el caos recomiendo vivamente un agudo artículo de José Luis Pardo en Letras Libres. Es de los escasos pensadores que analiza la actualidad con rigor. Se titula "El insensato furor del resentimiento" y pregunta si la izquierda no se estará convirtiendo, sin hacer ruido, en reaccionaria. Se está produciendo un giro: explotar el resentimiento y la identidad siempre fue puro fascio. ¿Ya no?

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7 de febrero de 2018
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Larga vida al tiempo muerto

Esperar es una aflicción universal que nos iguala. Todos somos el mismo cuerpo cuando echamos tardes enteras en una sala de urgencias para que nos digan que no moriremos en esta ocasión; y todos nos convertimos en sospechosos cuando hacemos las eternas colas del control de pasaportes. También somos el mismo turista angustiado y vencido que busca taxi en Eivissa cualquier día de agosto, o el que pierde la paciencia cuando su vuelo se retrasa sine die en cualquier aeropuerto del mundo. Rocosas, pero también vivificadoras, son las esperas del amor y sus incertidumbres. “Al ver que no sonaba el teléfono, supe de inmediato que eras tú”, dejó escrito Dorothy Parker con su afilado humor.
Esperar nos contraría, nos aburre y nos exaspera, en especial cuando se espera a que no pase nada. Quien aguarda algo o a alguien en demasía se vuelve indefenso o se irrita porque ha perdido el control del tiempo, extraviando las llaves de su propio presente, e incluso, iracundo, mastica la venganza: “¡Algún día me esperarás tú!”. Los hay que celebran su gregarismo, cómodos entre la multitud, sin pena por perder una hora en subir a una atracción que dura dos minutos, o un día entero para comprar las entradas que le franquearán el paso al cielo de sus ídolos. Están los que se comen las uñas, los impacientes que miran el reloj una y otra vez, los que se deshacen por dentro y desesperan a pesar de ocupar su mente con excusas. Existe una prolija colección de tiempos de espera: el colonizado por la enfermedad, el de la gestación, el de la pubertad, transiciones de altísimo valor; pero luego está el tiempo barato, como las horas perdidas con la burocracia o las humilladas por el poder arrogante, además de los minutos malgastados por esas operadoras que te eternizan. “Horas muertas”, “tiempo muerto”, decimos, pero a la vez se trata de un espacio vital en el que todo es posible. En su ensayo El tiempo regalado (Libros del Asteroide), la corresponsal cultural en Estados Unidos y escritora Andrea Köhler subraya lo gratificante de la lentitud y le da la vuelta al escaso prestigio de los intermedios: “Ese lapso en el que las cosas son aún inciertas”. Hay amantes de la espera, como Peter Handke, que a la luz del cansancio entiende más profundamente el mundo, y quienes, igual que Goethe, vincularon el anhelo con el dolor.
Tengo un amigo que vive entre Norteamérica y España; dice que no se acaba de adaptar allí, aunque reconoce que en verdad tampoco estaba bien aquí. En cambio, alcanza su mayor bienestar durante los viajes entre ambas orillas, ese tiempo que se conjuga en subjuntivo y permite abrazar la plácida sensación de la vida en movimiento cuando vas hacia algo mejor, o eso crees.
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7 de febrero de 2018
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Prohibido prohibir

Hay quienes piensan, y están en todo su derecho, que la trama de la ópera Carmen es machista. Don José, despechado porque Carmen, su amante, lo rechaza para irse con un torero de fama y gloria, mientras él no es más que un soldado sin fortuna, termina acuchillándola, y esta es la celebrada escena final, antes de que caiga el telón.
Carmen, un personaje originalmente literario, debe más su popularidad a la música que a la literatura. La novela de Prosper Merimée sobrevive gracias a la ópera compuesta por su compatriota Georges Bizet.
Hace pocas semanas el teatro Maggio Musicale de Florencia estrenó una versión de Carmen con un final diferente, ideado por el director Leo Muscato. En la famosa última escena, en lugar de que el despechado don José acuchille a la desdichada Carmen, ella le arrebata la pistola y lo mata de un balazo.
 
Este cambio radical en la representación, la víctima femenina convertida en victimaria, tiene el propósito declarado de denunciar la violencia machista, dado que la versión original no es sino un ejemplo, un mal ejemplo, de feminicidio. Así lo justificó el teatro.
Esto nos llevaría a una cadena infinita de revisiones de los relatos clásicos desde una perspectiva de género. Al lobo del cuento de la Caperucita Roja de los hermanos Grimm, habría que dejarlo como está: como depredador sexual recibe su merecido porque el cazador le llena la barriga de perdigones. Pero lo que debió haber hecho Madame Bovary, en lugar de envenenarse, es pegarle un tiro tan certero como el de la nueva Carmen a su amante Rodolphe Boulanger cuando, asediada por los acreedores, busca su auxilio y él se niega a socorrerla.
A finales del año pasado, una ofendida señora, de moral muy victoriana, consiguió reunir cerca de 9 mil firmas para demandar que el Museo Metropolitano de Nueva York retirara de la vista del público la pintura de Balthus El sueño de Teresa, "porque promueve el voyerismo y la cosificación de los niños". El cuadro representa a una muchachita de 13 años que duerme la siesta en una silla, con la pierna levantada, y deja a la vista su ropa interior.
Al contrario del criterio de la dama pudibunda, este cuadro, que data de 1938, ha sido visto siempre por la crítica como muestra de la despreocupada pureza infantil que emana de la placidez del sueño. El museo rechazó la petición: "Las artes visuales son uno de los medios más importantes que tenemos para reflexionar a la vez sobre el pasado y el presente, y esperamos motivar la continua evolución de la cultura actual a través de una discusión informada y de respeto por la expresión creativa", expresó en un comunicado.
Pero también una de las grandes novelas del siglo veinte, Lolita, de Vladimir Nabokov, donde se narra la relación sexual de una adolescente con un adulto que bien podría ser su padre, tardó en encontrar editor, y publicada por fin en 1955 estuvo prohibida en Francia e Inglaterra, bajo la acusación de pornográfica y de promover la pedofilia.
Lo mismo la magistral novela Ulises de James Joyce, prohibida por inmoral en Estados Unidos en 1920 y mantenida en la lista negra durante diez años; y más atrás, Flaubert sometido a juicio criminal en 1857 bajo el cargo de ensalzar el adulterio en Madame Bovary, pero absuelto por la corte tras ocupar durante varias sesiones el mismo banquillo donde se sentaban los homicidas, ladrones y estafadores. Suerte que no corrió Baudelaire, con Las flores del mal seis meses después: condenado el autor, el tribunal mandó suprimir seis de los poemas del libro.
También, hace poco, un usuario de Facebook ha acusado a la compañía ante un tribunal francés por haber suprimido su cuenta, debido a que reprodujo el famoso cuadro de Gustave Courbet El origen del mundo, que está colgado en el Museo de Orsay en París, y que muestra en primer plano una vulva en todos sus detalles, como si se tratara de la ilustración de un texto de ginecología.
La cultura ha sobrevivido a lo largo de la historia de la humanidad derrotando las imposiciones de toda clase de inquisidores. Qué buscar en las redes, qué ver en los museos, en los teatros y las salas de ópera y en el cine, qué leer en los libros y revistas, qué música escuchar, es un derecho que los seres humanos no pueden ceder a nadie. Es nuestra libre escogencia.

 

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7 de febrero de 2018
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Armarios abiertos

La privacidad reventó las compuertas cuando la llamada crisis de la novela coincidió con la adicción a las redes. Los mundos imaginados empezaban a temblar frente al relato del yo. Autores como Emmanuel Carrère, Karl Ove Knausgård o, ahora, Manuel Vilas con su espectacular Ordesa (Alfaguara) han logrado que la realidad sin aditivos sea más poderosa que cualquier ficción, que te atrape con su guante, mitad de crin, mitad de seda, y te haga soltar pieles muertas en una exfoliación intelectual. Mientras los críticos literarios debatían si el género novelesco se había quedado obsoleto o no, en la nube virtual, hombres, mujeres y transexuales empezaron a publicar sus autonovelas por entregas en Facebook o Wattpad. La mensajería instantánea también se consideró un canal adecuado para expresar la emocionalidad contenida, un confesionario 24/7. Y, por tanto, las pantallas se convirtieron en espacios virtuales de intimidad. A ratos eran joyero, otras vertedero. Hasta que empezaron a ­airearse verdades inimaginables que afectaron hasta el presidente del Gobierno, intentando subir los ánimos de su excontable con un “Luis, sé fuerte”. Los riesgos de perder la privacidad parecían asumidos incluso por aquellos que, como Puigdemont y Comín, utilizan aplicaciones más difíciles de descifrar que las habituales. Y muchos personajes públicos vieron de qué forma sus intimidades y sus miserias eran ventiladas en público y jaleadas. Debe de ser igual o peor que te entren a robar en casa, te abran los cajones y vean tus medicamentos, la caja de preservativos, un cogollo de hierba… Hace ya seis años, Andrew Keen, “el Anticristo de Silicon Valley”, se preguntaba si la revolución digital, debido a su indiferencia por el derecho a la privacidad individual, no nos llevaría a nuevas épocas de oscuridad, convirtiéndola en un anacronismo y, de paso, enterrando definitivamente el secreto.
Con el caso de los mensajes de Puigdemont se ha abierto de nuevo el debate entre las fronteras de lo privado y lo público. Y se ha condenado moralmente la duplicidad de discursos: que el expresident dijera una cosa y pensara otra. Como si no fuera algo común en la estrategia política: la verdad resulta demasiado atrevida e inaguantable. Hace medio siglo, Hannah Arendt nos recordaba que la distinción entre lo público y lo privado era un elemento fundamental del pensamiento griego antiguo. Señalaba entonces que la capacidad humana de organización política era radicalmente distinta, opuesta a la asociación natural de hogar y familia. Lo profesional frente a lo emocional: agua y aceite.
Por ello, a día de hoy, cuando la política trae tintes de reality, no debería causar tanto pudor que un cámara, atento en el ejercicio de su trabajo y amparado por la libertad de informar, enfoque a la pantalla de un teléfono en busca de un yo desnudo convertido en noticia.
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5 de febrero de 2018
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