

Pablo Ruiz Picasso senil demente
junto al infinito árbol del delirio
abres los brazos a inmundas calamidades
y el corazón de cuerda metálica
resuena en la sala de máquinas
tampoco conozco el color del viento
pero sí en cambio sus pisadas
(1966)
Edad del insecto, Barcelona, SD Edicions, 2016
Si un historiador logra aunar la seriedad y el rigor que cabe exigirle a un hombre de ciencia con una pluma ágil y certera, el lector puede felicitarse y dar por seguro que le aguardan muchas satisfacciones durante la lectura. John Julius Norwich ya había dado pruebas suficientes de esas cualidades en dos libros que no deberían faltar en ninguna biblioteca mínimamente equipada: uno de ellos lo dedicó a la historia de Venecia y el otro a la huella de los normandos en Sicilia. Cada cual a su manera son dos veras joyas. Y quien desee saberlo todo sobre Bizancio tiene a su disposición una trilogía dedicada al nacimiento, el apogeo y la caída del imperio nacido en el siglo IV como escisión del Imperio romano y que se mantuvo como potencia mundial hegemónica hasta la Caída de Constantinopla en 1453. La avasalladora irrupción de los otomanos por Oriente y el descubrimiento de América en extremo opuesto del mundo propició que Occidente ya no tratase de recuperar su otra mitad, acertadamente descrita como “la síntesis de la cultura helenística y de la religión cristiana con la forma romana de Estado». Lógicamente la institución que a la larga se benefició más de ese cambio geoestratégico fue la Iglesia católica, que llevaba ya unos cuantos siglos maniobrando diplomáticamente para resucitar –y en lo posible manipular– el imperio romano anteponiéndole el calificativo de “sacro”.
De cara al lector honesto, que se acerca a un relato histórico con el legítimo propósito de aprender, John Julius Norwich sumaba dos hándicaps importantes: uno, su condición de hijo del imperio británico, pues ya se sabe que una de las bazas para su propia cohesión inicial fue su rechazo frontal del papado. Y otro, como honestamente advierte el propio Norwich en el prólogo, su condición de protestante agnóstico, una posición ética y estética que no resulta en absoluto baladí para quien se propone escribir la historia de unos hombres, los papas, que nacieron de un magma de 22.000 gropúsculos religiosos que se decían cristianos (el dato es de Norwich) y que para asentarse y afirmar su primacía tuvieron que ir perfilando unos dogmas difíciles de ser analizados con objetividad por un no creyente, y ahí están, entre otros, los dogmas de la Inmaculada Concepción, la Asunción de la Virgen, la doble naturaleza divina y humana de Jesucristo o toda la carga ideológica y teológica que conlleva la obligatoria aceptación de la infalibilidad de los papas.
Para solventar ese y los otros muchos problemas que planteaba el propósito de contar la historia de los papas, desde Pedro hasta Benedicto XVI , es decir más de 300 aunque el cómputo varía de unos autores a otros debido a las repeticiones, los cismas, las excomuniones de unos contra otros e incluso si se acepta o no la inclusión de una papisa, John Julius Norwich ha escogido la única opción posible: una campechana y benevolente ironía que le permite, por ejemplo, dar noticia de un sucesor de Pedro llamado Juan XVIII (el primero, no el llamado “buen papa Juan” que gobernó en pleno siglo XX sino el original, un ciudadano de 1400 al que Gibbon calificaba de gran estratega y diplomático porque al ser finalmente depuesto por sus desafueros, logró que le retirasen los cargos más escandalosos y que lo juzgasen únicamente por “piratería, asesinato, violación, sodomía e incesto”. A tales minucias Norwich le añade “un preocupante número de monjas violadas”. Obsérvese la ironía, pues no especifica cuántas monjas podría haber violado sin que llegara a ser una práctica “preocupante”.
Es misma actitud entre benevolente e irónica permite a Norwich lidiar con las peripecias de unos “príncipes de la Iglesia” que al fin y al cabo no eran muy diferentes a sus congéneres laicos, con la única diferencia de que si éstos solo debían ocuparse de los asuntos de este mundo, los sucesores de Pedro debían poner orden también en el Más Allá. No es un libro que merezca ser reservado para leerlo de una sentada durante unas vacaciones, pero sí es un gran complemento informativo cuando al lector le interese una determinado periodo histórico: la fundación, la consolidación de Romo coma capital de la cristiandad, el Cisma, la Revolución francesa, etc. Cualquier cosa que haya pasado en el mundo durante los últimos 2000 años, siempre habrá un papa por allí en medio.
Los papas. Una historia
John Julius Norwich
Prólogo de Antony Beevor
Traducción de Christian Martí-Menzel
Reino de Redonda
En España, su retorno vino de la mano de Jesús Aguirre en la editorial Taurus, allá por 1971. Aguirre fue otro gran transformista. De ser el hijo de una honrada limpiadora de escaleras pasó a jesuita; luego, a experto en filosofía alemana; luego, a director de Taurus, y, finalmente, como el gusanillo que acaba volando con fastuosas alas de mariposa, a duque de Alba. Aquellas ediciones del duque, en Taurus, fueron leyenda durante la Transición. Ahora regresa el sello Taurus con unas Iluminaciones de Benjamin felizmente revisadas y editadas, con prólogo y notas imprescindibles, obra de Jordi Ibáñez. Un nuevo rostro, un nuevo avatar, igual su grandeza y altura, pero esta vez no se parece a Jordi Ibáñez. ¿O sí?
Hace una década vi a mi padre leyendo El libro del sexo: del sexo a la superconciencia. Me llamó la atención que el autor fuera un tal Osho (1931-1990), gurú new age de autoayuda, porque asumía que las figuras religiosas se oponían al sexo no conectado a la procreación; Osho no. Escribía cosas como: "El sexo es bioelectricidad... Se debería aceptar el sexo como algo normal... El sexo con meditación puede aportar una suerte de renacer... Cuando te aproximas a una situación orgásmica, se detienen los pensamientos, te transformas más en energía, en fluido, en pura palpitación".
Fue por eso que decidí ver Wild Wild Country (Netflix), el documental de los hermanos Way sobre la creación, a principios de los ochenta, de una comuna de sus seguidores -rajneeshi- en Oregon: quería saber algo más de Osho y su doctrina. No aprendí mucho, excepto que su prédica mezclaba ciertas corrientes místicas asiáticas con una fe occidental en la prosperidad propia como camino de superación personal (Osho mismo tenía 30 Rolls Royce). Estaba, además, su defensa de las relaciones abiertas y de la búsqueda hedónica de liberación de energía a través del desenfreno sexual, y su rechazo a ofrecer la otra mejilla (mejor devolver el ataque): ser religioso no significa ser timorato. No fue casual que ese discurso atrajera en los setenta a tantos jóvenes de Occidente, ni que algunos rajneeshi hablen hasta hoy de Osho con palabras exaltadas.
En lo que es magnífico el documental es en su relato de suspense subre la creación de la comuna: un culto rico, en problemas con las autoridades de la India, decide trasladarse y comprar sesenta mil hectáreas de terreno al lado de Antelope, un pueblito adormilado en Oregon. Al poco tiempo, gracias al poder del voto de los seguidores de Osho, el pueblo cambia de nombre y se llama Rajneeshpuram. Wild Wild Country puede entenderse como una anticipación hiperbólica de las batallas inmigratorias actuales: no solo está ahí la reacción local de los ciudadanos conservadores ante la llegada de estos extraños de ropas rojas -muchos de ellos también norteamericanos- que vienen a cambiar las costumbres del lugar, sino también el apoyo de las autoridades estatales y federales a esos ciudadanos, que llega al punto de ir contra el espíritu democrático al cancelar una registración de nuevos votantes cuando se enteran que los rajneeshi planean postularse a los altos cargos administrativos del condado de Wasco.
Wild Wild Country no muestra que esta sea una batalla dicotómica entre el bien y el mal: los rajneeshi están dispuestos a usar trucos sucios para alcanzar sus objetivos. Allí, ante el voto de silencio de Osho, emerge el gran personaje del documental: Ma Anand Sheela, la administradora de la comuna y gran defensora de su gurú. La pequeña Sheela, de ojos y sonrisa pícara, está tan dispuesta a complacer a su maestro que decide defenderlo con todas las armas a su disposición, literalmente: Rajneeshpuram se llenará de revólveres y fusiles para los seguidores, listos para cualquier ataque de los vecinos o del gobierno. Sheela es agresiva e insultante ante los medios; si sus propios seguidores se extralimitan, les pone tranquilizantes en la cerveza; y a quienes se le oponen en el estado, les envía chocolates envenenados. Suyo es también el plan de contagiar con salmonella la comida de algunos restaurantes para que la gente del condado no pueda votar, en lo que hoy se considera el primer ataque bioterrorista en suelo norteamericano.
Wild Wild Country es un gran documental sobre el fanatismo y sus excesos. Osho sigue envuelto en el misterio: ¿un estafador, un verdadero líder espiritual, las dos cosas a la vez? Ma Anand Sheela no: su mal entendida devoción y su entrega la convierten en un peligro para el maestro y el culto. Con seguidores así, ¿quién necesita enemigos? Y con personajes así, ¿qué autor o autora podrá, a lo largo de esta temporada, inventarse un mejor villano?
(La Tercera, 16 de abril 2018)