Edmundo Paz Soldán
Hace una década vi a mi padre leyendo El libro del sexo: del sexo a la superconciencia. Me llamó la atención que el autor fuera un tal Osho (1931-1990), gurú new age de autoayuda, porque asumía que las figuras religiosas se oponían al sexo no conectado a la procreación; Osho no. Escribía cosas como: "El sexo es bioelectricidad… Se debería aceptar el sexo como algo normal… El sexo con meditación puede aportar una suerte de renacer… Cuando te aproximas a una situación orgásmica, se detienen los pensamientos, te transformas más en energía, en fluido, en pura palpitación".
Fue por eso que decidí ver Wild Wild Country (Netflix), el documental de los hermanos Way sobre la creación, a principios de los ochenta, de una comuna de sus seguidores –rajneeshi– en Oregon: quería saber algo más de Osho y su doctrina. No aprendí mucho, excepto que su prédica mezclaba ciertas corrientes místicas asiáticas con una fe occidental en la prosperidad propia como camino de superación personal (Osho mismo tenía 30 Rolls Royce). Estaba, además, su defensa de las relaciones abiertas y de la búsqueda hedónica de liberación de energía a través del desenfreno sexual, y su rechazo a ofrecer la otra mejilla (mejor devolver el ataque): ser religioso no significa ser timorato. No fue casual que ese discurso atrajera en los setenta a tantos jóvenes de Occidente, ni que algunos rajneeshi hablen hasta hoy de Osho con palabras exaltadas.
En lo que es magnífico el documental es en su relato de suspense subre la creación de la comuna: un culto rico, en problemas con las autoridades de la India, decide trasladarse y comprar sesenta mil hectáreas de terreno al lado de Antelope, un pueblito adormilado en Oregon. Al poco tiempo, gracias al poder del voto de los seguidores de Osho, el pueblo cambia de nombre y se llama Rajneeshpuram. Wild Wild Country puede entenderse como una anticipación hiperbólica de las batallas inmigratorias actuales: no solo está ahí la reacción local de los ciudadanos conservadores ante la llegada de estos extraños de ropas rojas -muchos de ellos también norteamericanos- que vienen a cambiar las costumbres del lugar, sino también el apoyo de las autoridades estatales y federales a esos ciudadanos, que llega al punto de ir contra el espíritu democrático al cancelar una registración de nuevos votantes cuando se enteran que los rajneeshi planean postularse a los altos cargos administrativos del condado de Wasco.
Wild Wild Country no muestra que esta sea una batalla dicotómica entre el bien y el mal: los rajneeshi están dispuestos a usar trucos sucios para alcanzar sus objetivos. Allí, ante el voto de silencio de Osho, emerge el gran personaje del documental: Ma Anand Sheela, la administradora de la comuna y gran defensora de su gurú. La pequeña Sheela, de ojos y sonrisa pícara, está tan dispuesta a complacer a su maestro que decide defenderlo con todas las armas a su disposición, literalmente: Rajneeshpuram se llenará de revólveres y fusiles para los seguidores, listos para cualquier ataque de los vecinos o del gobierno. Sheela es agresiva e insultante ante los medios; si sus propios seguidores se extralimitan, les pone tranquilizantes en la cerveza; y a quienes se le oponen en el estado, les envía chocolates envenenados. Suyo es también el plan de contagiar con salmonella la comida de algunos restaurantes para que la gente del condado no pueda votar, en lo que hoy se considera el primer ataque bioterrorista en suelo norteamericano.
Wild Wild Country es un gran documental sobre el fanatismo y sus excesos. Osho sigue envuelto en el misterio: ¿un estafador, un verdadero líder espiritual, las dos cosas a la vez? Ma Anand Sheela no: su mal entendida devoción y su entrega la convierten en un peligro para el maestro y el culto. Con seguidores así, ¿quién necesita enemigos? Y con personajes así, ¿qué autor o autora podrá, a lo largo de esta temporada, inventarse un mejor villano?
(La Tercera, 16 de abril 2018)