Cada ocho horas
En nuestro país soleado y optimista, solidario y amable, europeo y pudoroso, cada ocho horas se viola a una mujer. Tres al día. Contando sólo con las que lo denuncian. Porque valientes son quienes, aún malheridas, abren un proceso en el que serán poco menos que humilladas. Puede ser cualquiera: flaca o curvada, joven o madura, pobre o rica, puede estar embarazada, tener una discapacidad, ser mendiga, extranjera, torpe, borracha, anciana, cadáver. Nadie lo ve. Ningún sofisticado control de seguridad, ninguna precaución que no sea la de las propias víctimas potenciales, de media parte de la población española: un 50,94%.
Desde niñas nos criaron con amor, aunque sin escondernos el miedo con cara de hombre malo. Fuimos asumiendo la fragilidad de nuestro cuerpo y la facilidad con la que podíamos ser engañadas. Yo sentía algo parecido al alivio y la victoria cada vez que cumplía años, un poco más liberada de ese terror. En los cumpleaños de mis hijas también lo celebro. Porque afortunadamente descienden los accidentes de tráfico y laborales, la criminalidad vive sus horas más bajas, pero los delincuentes sexuales siguen normalizando la cultura de la violación en la era de la inteligencia artificial, avalados por un antiguo silencio social.
Pero eso ha terminado. La sociedad, siempre más dinámica que las leyes, ha agotado su tolerancia y se ha plantado ante esa idea tan miserable de que una violación significa tener mala suerte. No es la primera vez que la justicia se burla de una víctima, que considera, como el juez Ricardo González –que pidió la absolución de La Manada–, que de los “gestos, expresiones y sonidos que emite la joven” en los vídeos y fotos se desprende su “excitación sexual”. El viejo argumento, vil hasta lo inhumano, de que las mujeres también pueden gozar cuando se las viola ha calado hasta en su señoría. De la descripción de los hechos probados emana un hedor patriarcal que paraliza: “La denunciante se encontró repentinamente en el lugar recóndito y angosto (…) rodeada por cinco varones, de edades muy superiores y fuerte complexión; al percibir esta atmósfera se sintió impresionada”. La elección del eufemismo responde a un punto de vista, a una posición moral deleznable.
Cuatro de ellos tienen antecedentes penales, dos son agentes de seguridad. La mirada subjetiva de estos magistrados juzgando un delito de género, contemplando desde todos los ángulos el vídeo en el que prácticamente basan la “naturaleza” de la agresión, ha levantado a la calle. Porque sí es la primera vez en que las mujeres, y muchos hombres, protestan en público y en privado de forma masiva. Piden medidas urgentes. La revisión de la ley. Y esa corriente de sonoridad, de apoyo a una chica que ha tenido que soportar una agresión múltiple, física y jurídica, pone en evidencia una penosa prosa jurídica, tan retrógrada como perversa.