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Deficiente pecunia, déficit omne

Deficiente pecunia, déficit omne, dice el proverbio: cuando falta el dinero, falta todo. Por lo general no se asocia a los escritores con el dinero, salvo para emplearlo en su contra. Las dimensiones de la fortuna de John Grisham, Pablo Coelho y J. K. Rowling serían directamente proporcionales a su ramplonería como escritores. Que Martin Amis gastase un dineral en arreglarse los dientes fue considerado un gesto frívolo. Sus detractores no advirtieron que uno de los motivos por los que acudía al dentista era el de asegurarse que, de allí en más, podría reírse de ellos sin necesidad de disimulo. Muchos autores aceptarán que nunca han escrito texto más dramático y sangrante que el de su declaración de impuestos. Otros dirán, en cambio, que la declaración de impuestos fue su obra más imaginativa.

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No puedo dejar de pensar en el dinero. Tengo una excusa formal, por cierto. El banco del que soy cliente no me deja acceder a mi propios bienes hasta que presente una serie de documentos absurdos, echándole la culpa a las nuevas normativas del Banco Central. Estoy a un tris de pedirle a mi contador que avale mis posesiones con su sangre. Tampoco he podido dejar de pensar en El mercader de Venecia en estos días. La adaptación al cine que hizo Michael Radford tiene sus momentos. Desde que eligió a Al Pacino para hacer de Shylock estaba claro que iba a moderar el humorismo para apostar al pathos. Pesan tantas acusaciones de antisemitismo sobre la obra, que era previsible que Radford evitaría reírse del judío a cualquier precio. (Habrá que ver qué hizo Polanski con Fagin en su flamante versión de Oliver Twist: Fagin es otra caricatura del judío, un tanto más cercana a la fantasía del Hombre de la Bolsa.) Sin embargo no es posible olvidar que El mercader de Venecia fue concebida como comedia y representada como tal: en la Inglaterra del siglo XVI, reírse del judío era un pasatiempo popular, socialmente aceptado y políticamente correcto, que congraciaba al bromista con su público con la misma efectividad que hoy logra cualquiera que ría a expensas de George Bush. (Pacino está bien, pero me encantaría ver a Bill Murray haciendo de Shylock.) La película no dejó de inquietarme desde que la vi. Al principio supuse que me perturbaba la extraña superposición de sus elementos: el conocido drama de la libra de carne, encajado dentro de la trama liviana sobre el noble Bassanio y su intento de seducir a la rica heredera Portia. Es cierto que Radford se queda con el aspecto más melodramático de Shylock a costa de los matices más ligeros, más farsescos; pero la tragedia del personaje ya estaba en Shakespeare. Shylock es un antecesor de Lear: se trata de dos viejos que han conservado una extraña dignidad en un mundo violento, y que al enfrentarse a una situación límite toman una decisión equivocada que conduce a la destrucción de su propio universo. La decisión parte de un error de juicio; y tanto en El mercader como en Lear, el error de juicio gira en torno de una hija, esto es, del afecto al que se presume incondicional. Es posible imaginar que Shakesperare quiso concebir un villano que resultase muy fácil de odiar, como el protagonista de El judío de Malta de Christopher Marlowe, y que con el correr de la pluma descubrió dentro de ese cofre mucho más de lo que había esperado encontrar. Shylock es un personaje secundario, pero resulta tan complejo, tan tridimensional, que se despega del papel. ¡De hecho borra de escena a los verdaderos protagonistas de la obra! Contra la noción generalizada, el mercader de Venecia al que el título alude es Antonio, no Shylock. El judío es tan sólo un prestamista. Portia (que en buena medida es la heroína del relato) subraya la diferencia entre ambos personajes al hacer su entrada en el juicio: ¿Cuál de estos es el mercader, y cuál el Judío? El “Judío” perdura en las conciencias por encima de Antonio, de Bassanio y de Portia, porque es más que un personaje: es un hombre, a quien resulta natural imaginarse fuera de los confines de la obra, respirando, bebiendo, rezando de manera clandestina y maldiciendo su propia soledad. En el cine de hoy, donde la mayor parte de los personajes tiene la complejidad psicológica del policía Torrente, Shylock resulta tan desconcertante como el monolito negro de 2001. La dimensión que cobró el personaje por encima de rol que Shakespeare le tenía reservado debe haber sellado el destino de Mercutio en la obra que escribiría después: Shakespeare no tuvo más remedio que matar a Mercutio al comienzo de Romeo y Julieta, antes de que su elocuencia arrebatase el protagonismo a los adolescentes del título. ¡Ya había aprendido la lección de El mercader de Venecia! Pero la tentación de creer que Shylock se fue de las manos del autor resulta desmentida, al menos en parte, por la estructura de la obra. El relato se pone en marcha con Bassanio tratando de seducir a Portia, para lo cual debe vencer en un juego galante que le permitirá obtener su mano. Portia presenta tres cofres a sus pretendientes: uno de oro, otro de plata y uno de plomo. Dentro de uno de esos cofres hay un retrato de la joven. Aquel que lo encuentre al primer intento, la ganará como esposa. A partir de allí El mercader de Venecia confirma que es un relato sobre lo engañoso de las superficies. Propone un divertimento sobre venecianos ricos, elegantes y algo aburridos que se enfrentan a un judío despreciable, pero esconde dentro de ese envase otro tipo de emociones. Al desconfiar de las superficies bruñidas del oro y de la plata, Bassanio obtiene lo que deseaba: la mano de Portia. Aquel espectador que no se deje engañar por la comedia de enredos y elija la superficie menos atractiva, esto es el despreciable Shylock, se verá igualmente recompensado. El verdadero tesoro está en el interior del cofre de plomo.

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La televisión y los diarios presentan a toda hora otra historia que me venden como drama cuando no lo es per se; tiene mucho de comedia, eso es innegable. El presidente Kirchner despidió al Ministro de Economía Roberto Lavagna, a quien se considera artífice (uno de ellos, cuanto menos) de la recuperación argentina. La prensa conservadora tomó partido de inmediato, entrando con gusto en el juego de los cofres. El ex ministro Lavagna es alto y elegante, tiene algo de noble veneciano: podría hacer de Antonio en cualquier versión de El mercader. Y Kirchner tiene mucho de Shylock, es feo y su comportamiento es obsesivo, persigue sus deseos con la voluntad irredenta del prestamista shakespiriano: I will have my bond! La trama del desplazamiento es compleja. Pero al menos en uno de sus aspectos, está tan alejada del tema del dinero como la mismísima obra shakespiriana. La apariencia de El mercader de Venecia remite de forma constante al dinero. Bassanio necesita dinero para cortejar a Portia. Antonio necesita dinero para prestarle a Bassanio. Shylock presta dinero a cambio de respeto. Cuando los acontecimientos se precipitan, parecen hacerlo igualmente impulsados por cuestiones de dinero: Antonio pierde sus naves y con ellas su inversión, Shylock pierde los ducados y el anillo que le roba su propia hija al fugarse con un gentil. El mercader y el Judío se quiebran porque han perdido dinero, pero la pérdida del dinero es símbolo de un dolor más profundo. Antonio ha perdido a su amado Bassanio en manos de Portia y ya no quiere vivir. Shylock ha perdido a su hija, pero en lugar de deprimirse como Antonio, simplemente enloquece. No con la locura desatada que después padecería Lear, sino con una locura fría, metódica. Antonio se convierte en la personificación de todo lo que odia: el antisemita, el hombre respetado por la sociedad que a él lo desprecia, el gentil que se robó a su hija. Por supuesto, siendo quien es, Shylock jamás deja de pensar en el dinero: su ambivalencia ante la fuga de su hija Jessica (lamenta su pérdida, y lamenta el dinero que se llevó, y lamenta su pérdida una vez más) es uno de los detalles del genio de su creador. Pero para estos dos hombres de negocios, el dinero no es la mayor de las consideraciones. El dinero es lo que saben producir y manejar, lo dado, lo seguro: uno y otro tienen capital suficiente como para tolerar las pérdidas. El problema está en aquello que el dinero no pudo comprarles. Todo el capital de Antonio no ha alcanzado para garantizarle el amor de Bassanio. Todo el capital de Shylock no ha alcanzado para garantizarle el amor de su hija. Estos hombres han construido su identidad en torno al dinero, y al descubrir las limitaciones de su riqueza material (cofres de oro y plata que no guardan nada valioso de verdad), se derrumban. Al final de la obra habrá un vencedor y un derrotado aparentes, pero en realidad serán dos los perdidosos. El reclamo inexpresado de Antonio y de Shylock es el mismo, pero tal como se ha dicho, resulta más elocuente en el caso del Judío. Shylock soportó la marginación y el desprecio durante años. Cuando el noble Antonio, que lo había pateado y escupido repetidas veces, llega a pedirle dinero, Shylock acepta prestárselo sin cobrarle intereses porque intuye la posibilidad de una transacción que le interesa más que la del dinero. Antonio le ha pedido a Shylock lo único que Shylock tiene, esto es ducados; el prestamista se sabe pobre en su riqueza. Y Shylock presta el dinero a cambio de algo que Antonio tiene y él no: respeto. Cuando Antonio no paga ninguna de sus dos deudas (ni la del dinero ni la del respeto), y cuando Jessica lo defrauda con las suyas (no paga el amor debido al padre ni a la tradición), Shylock se quiebra. En este contexto de apocalipsis íntimo, en que todos sus deseos más profundos se han visto burlados, el reclamo de Shylock de cobrarse la deuda con la libra de carne de Antonio no puede ser visto como locura, sino como expresión de una desesperada necesidad de reivindicación. Durante el Acto Cuarto, Shylock le explica al Duc de Venecia que aunque parezca extemporáneo, su reclamo no le es ajeno. ¿O acaso no tiene esclavos el Duc, y hace lo que le place con todas las libras de esa carne servil? Lo que Shylock está pidiendo es que le reconozcan su derecho a ser dueño de algo, aunque ese algo no sea más que un jirón de carne. Shylock sabe que la carne en sí misma no vale nada, que es un símbolo. (Como lo es el dinero la mayor parte de las veces.) Por eso pide con vehemencia que aunque suene absurdo, le reconozcan señoría sobre algo; que le dejen un mínimo margen de decisión, aunque más no sea sobre un trozo de carne. En suma, que lo reconozcan como sujeto con derechos. Cuando Kirchner, que llegó al poder con un magro caudal de votos, se desprende de un ministro exitoso, lo que está haciendo es reafirmar su poder. En ese acto dice: existo. Soy el Presidente. Reconózcanme como tal. Cuando Shylock dice esta libra es mía, cuando yo voy al banco y digo esa plata es mía (¡cuando el escritor lanza su libro y el director estrena su película!), lo que se dice es en realidad: existo. No me ignoren. Por favor, véanme. Reconózcanme. La melancolía de Antonio me es ajena. Pero a Shylock lo entiendo bien.

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Chesterton dijo que para ser tan listo como requiere el ganar mucho dinero, hay que ser lo suficientemente estúpido como para desearlo. Hay veces en las que me gustaría ser estúpido.

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30 de noviembre de 2005
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Genio

Hará unos diez años, caminaba yo con José Ángel González Sainz por la tortuosa ciudad de Venecia camino de la Estación de Ferrocarril, cuando en una de las grandes plazas, el Campo di San Polo, si no me equivoco, reparamos en una figura detenida en medio del noble espacio. Vimos también que estaba marcada dramáticamente. Era temprano y el lugar sólo lo atravesaba un faquín cargado de hortalizas. José Ángel se fijó largo rato en el hombre quieto y de golpe, sobresaltado, exclamó: “¡Pero si es Giorgio!” En aquel momento el hombre, una de las mejores cabezas de Europa, comenzó a caminar con torpeza hacia la fuente de la plaza. Parecía desorientado, neonato. Nos acercamos y cuando ya estábamos a su lado nos miró con temerosa modestia, como si se le aparecieran gentes augustas de las que apenas tuviera conocimiento. Sin embargo, la noche anterior los tres habíamos discutido hasta la madrugada en casa de Elide. José Ángel, serio, pero con cierta retranca, le señaló la frente. “Giorgio, estás sangrando”, le advirtió. El hombre no dijo ni sí ni no, sacó lentamente un pañuelo del bolsillo y se llegó hasta la fuente. “Sí, eso creo”, dijo al fin. En la fuente, se lavó el arroyo de sangre que le cruzaba la cara. “Me he golpeado con el quicio de la puerta”, añadió. Era una mentira infantil, pero respetamos su pudor y seguimos camino de la estación mientras él mojaba el pañuelo una y otra vez en la fuente y se enjugaba la cara y el cuello con muestras evidentes de placer, como un gorrión en el estanque. Lo he recordado hoy, leyendo su último libro publicado en español por Anagrama, Profanaciones, una colección de artículos en la que el primero, breve ensayo sobre el Genio que nos acompaña durante toda la vida, describe con cristalina perfección lo que entonces viví en la plaza veneciana. Aquella mañana, Agamben estaba totalmente poseído por su Genio. No era él, era más que él y mostraba su mejor aspecto, ese que solemos asociar a la palabra “genio” y que yo, hasta leer su artículo, no había comprendido cabalmente. Leerlo me ha producido una emoción cálida. Como si lo hubiera escrito para José Ángel y para mí, por si no nos habíamos enterado.

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30 de noviembre de 2005
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Al Norte y más allá

París. 6h 17m de la tarde. Línea 4 del metro. Dirección Porte de Clignacourt. Follón apresurado de pasajeros que van para su casa. Sentados uno al lado del otro un hombre y una mujer leen en una inmovilidad petrificada sin hacer caso a la turba que les rodea. Tienen un solo periódico y ambos se hunden en el mismo artículo.

Una sobredosis de mala educación permite, pisando pies y golpeando costillas, comprobar la primera intuición. Sí, son latinos; peruanos quizás. Tienen en sus manos “el juguete rabioso”, el periódico boliviano que utiliza como cabecera el título de la novela de Roberto Artl. Papel blanco y limpia tipografía. El artículo explica que Alberto Fujimori nunca se fue del poder.

Estamos en París, con el primer frío que quema la piel de verdad y estos dos – milagro de la lectura – se encuentran en el calor de la primavera de Santiago al lado del “Chino” que nunca se fue pero tampoco puede regresar a Perú. El periódico debería citar al famoso verso del poeta chileno Vicente Huidobro para describir la situación: "los cuatro puntos cardinales son tres: el Sur y el Norte". Fujimori se queda en el Sur y para estos dos lectores, que por fin se hablan con acento peruano al bajar del metro a la estación Réaumur-Sébastopol, el Norte se extiende hasta París.

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30 de noviembre de 2005
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Chávez y España

Hace como un año y medio, Hugo Chávez fue el primer visitante extranjero del gobierno de Zapatero. En ese momento, España trataba de reparar el daño que su retirada de Irak había infligido a sus relaciones con EEUU. Pero a su llegada, Chávez saludó el carácter “revolucionario y antiimperialista” del gobierno socialista. Al día siguiente, el ministro cubano de relaciones exteriores anunció el restablecimiento de la normalidad diplomática con España debido al carácter “revolucionario y antiimperialista” de su gobierno. Esa semana, un editorial del Wall Street Journal afirmó que el problema de Zapatero no era su juventud sino su “ideología”. De la noche a la mañana, la magia mediática de Hugo Chávez había convertido al socialdemócrata Zapatero en un radical, en “uno de los nuestros”. Ahora, EEUU anuncia su preocupación por la venta de armas del gobierno a Venezuela. En respuesta, el ministro de defensa español José Bono se ve obligado a recordar públicamente que España es un país soberano y Chávez es un gobernante surgido de las urnas. Según su lógica, el trato es un buen negocio y consolida la posición de España como país mediador entre Europa y Venezuela. La principal crítica desde la oposición española no tiene que ver con la moralidad de esta decisión. Al fin y al cabo, EEUU es un país más armamentista y desestabilizador que Venezuela. Más bien, los conservadores españoles cargan las tintas en lo inoportuno de ser más amigo de Chávez que de Bush. Y eso es un debate interno, de dimensión nacional. Pero en América Latina, el significado político es otro. Chávez ha comprado algo más que aviones. Los latinoamericanos están acostumbrados a que sus gobiernos reciban dinero de los europeos, pero no a lo contrario. La imagen de un Chávez entregándole $1700 millones a un gobierno europeo y llamándole a su ministro “Pepe” tiene para sus seguidores un significado político mucho más importante que la cantidad de equipo militar adquirido. Chávez proyecta la imagen de un gobernante que trata de igual a igual con España. Para la opinión pública española, siempre hay socios. En los últimos años, han optado entre dos alternativas: una relación más subordinada con el poderoso EEUU, o una más igualitaria con los menos poderosos Francia y Alemania. Si prefieres lo primero, votas al PP. Si prefieres lo segundo, votas al PSOE. Para los latinoamericanos, nunca hay socios. Las opciones que percibe el ciudadano ecuatoriano, boliviano o peruano son de subordinación o de subordinación. O Chávez. No sé si ése es el panorama real, pero es la percepción. Y en política, la percepción manda. En el decisivo año electoral que arranca para Perú, Venezuela, Brasil, Chile, Bolivia, Colombia, Ecuador y México, el modelo chavista arranca con mucho mejor pie que el de Lula. Quien quiera frenarlo deberá oponerle una democracia sólida que, entre otras cosas, actúe en pie de igualdad con Europa y EEUU. O al menos lo aparente.

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30 de noviembre de 2005
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Ni un pésame

Francia vive un acontecimiento inverosímil: el éxito de un libro que habla de literatura. Aún más sorprendente: aquel libro tiene meritos literarios. El Dictionnaire égoiste de la littérature française (diccionario egoísta de la literatura francesa) de Charles Dantzig (editorial Grasset) lleva diez semanas en la lista de los libros más vendidos del semanal L’Express. Ocupa el octavo lugar. Llegó a ser segundo, a pesar de su precio, 28,5 euros, su peso, 1,070 kilos, y sus 968 páginas que abarcan más de dos millones de signos.

Es para nada un diccionario, más bien un aerolito que cayó de la mente del señor Dantzig y propone cosas sabrosas en el más amplio desorden. Dantzig es editor de la casa Grasset, lo ha leído todo y su erudición encanta a sus lectores. Habla peste sobre autores reconocidos (Montaigne es un aburrido, Malraux un “novelista poco novelista”) y rescata figuras olvidadas como Max Jacob o Jules Laforgue. Dantzig demuestra muy poco pero tiene chispa, lucidez y es alegre. Al decir lo que es ser francés rechaza la idea de un pequeño ordenamiento del contenido y añade ejemplos: “Morand es francés y Rabelais es francés, Proust es francés y Racine es francés, Pascal es francés y Duras es una pesadilla”.

Se ríe tanto y el recorrido es tan amplio que la gran tragedia del libro pasa desapercibida: todos los autores que aparecen en el diccionario son muertos y casi no falta nadie en la historia de la literatura francesa. Dantzig lo dice sin decirlo nunca. Actúa con el frío de un matarife que no se demora en dar un pésame. Su diccionario es el diccionario de lo que fue. No queda nada de lo que provocó la visita de tantos escritores latinos a París en busca del gran arte cocinado por casas editoriales en unos distritos de la orilla izquierda del Sena.

Durante siglos, la literatura francesa, tal como la pinta esa obra extraña y apasionante, caminó solita. Apenas aparecen autores extranjeros al lado de las figuras del panteón francés y casi todos son anglo-sajones: Shakespeare, Sterne, Auden, Fitzgerald, Chandler, McCullers. Se necesita mucho tiempo para encontrar un portugués, Fernando Pessoa; un italiano, Alberto Sabino; y un español, Federico García Lorca. Don Quijote aparece y desaparece en dos líneas: “no es necesario leerlo, basta con la idea”.

¿Qué paso desde el fin de la Segunda Guerra Mundial que es más o menos el momento en que se termina la historia que cuenta Dantzig? Se terminó la historia pues cambió la geografía: nuevos autores, nuevos autores al otro lado del Atlántico y Francia convertida en una Atlántida.

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28 de noviembre de 2005
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Una misión por mis pecados

Acabo de poner punto final a mi cuarta novela. Tengo los ojos rojos y la mente en un alero. En algún momento asomará algo parecido a la satisfacción del deber cumplido, pero por el momento no existe otra cosa que desolación. Vengo de un sitio al que ya no volveré, le he dicho un adiós definitivo a gente a la que amé con locura durante mucho tiempo; en el futuro no les hablaré ni me hablarán. Ninguno de ellos me necesita ya, de aquí en más completarán sus vidas delante de otros ojos. Estoy solo. Alone. Seul. Allein. Para colmo Buenos Aires es Saigón esta noche: calurosa y húmeda, ofrece su cuerpo en las calles porque no le queda otra cosa que ofrecer. (El resto ya lo ha vendido en los ‘90.) Voy a echarme en la cama debajo del ventilador, a ver girar sus aspas. Mi alma está en pleno Apocalypse Now. El capitán Willard arrancaba su relato derrotado. Saigon. Shit, decía, y se tomaba todo el whisky mientras esperaba que le encomendasen una misión. Pronto lo lamentaría: Y por mis pecados me dieron una. Yo prefiero el mezcal o el aguardiente antioqueño. Menos mal que no hay espejos en mi habitación. Buenos Aires. Shit. ¿Y ahora qué? ............................................................................. ............... No existe actividad más solitaria que la del escritor. Estamos solos mientras trabajamos, porque no podemos conversar con nadie sobre ese mundo a medio cocer que existe tan sólo en nuestras cabezas. Y estamos solos cuando concluimos la faena, porque no podemos compartir la experiencia con los lectores; por lo general son furtivos y se ocultan, como vampiros. (¿Por qué será que la única gente que se exhibe con libros en la mano son los estudiantes o los que frecuentan a autores como, Ugh, Bucay?) Si uno tiene la suerte de ser Stephen King, consultará las posiciones del ránking de best-sellers y el volumen de e-mails recibidos. Pero si el libro no llega al mismo puesto que al anterior, o si los e-mails disminuyen, empezará a desconfiar de su propia existencia. Apuesto que hasta el pobre Stephen siente de tanto en tanto que no hay nadie del otro lado. ¡Debe creer que esas cifras son una invención de su agente, que las dibuja para que no se deprima! A veces pienso que Rushdie habrá sonreído en secreto mientras duró la fatwa, porque lo hacía sentirse menos solo. Ahora la fatwa acabó, pero el fauno Salman sigue sonriendo porque se ha conseguido una mujer guapísima. (Un amigo me lo puso en claro hace ya mucho: desconfíen del talento de los escritores con mujeres feas.) Uno de los motivos por los que también me dedico al cine es la compañía. En el cine uno está acompañado durante el proceso creativo (una vez superada la tentación del solipsismo, se comprende que crear con otros no sólo es posible, sino que depara satisfacciones insospechadas) y sigue acompañado una vez que la tarea terminó. Existen pocas cosas más satisfactorias que meterse en un cine y comprobar que la gente se ríe donde uno esperaba que riera y llora en la misma escena que lo hizo llorar a uno mientras escribía. Centenares de personas por sala. En varias funciones diarias. Durante todas las semanas que el éxito lo permita. ¿Cuántas veces ha soñado uno con espiar a su lector y percibir sus reacciones, cuántas veces hemos deseado poder oír sus pensamientos? Como novelista, la satisfacción más próxima a esta del cine ha sido oír el relato de dos personas, ¡dos!, que me confesaron haber leído Kamchatka en el transporte público y haberse reído en voz alta con las peripecias de Harry y el Enano. Algo es algo, el cuento me permitió imaginarme la escena. Subo al colectivo. Hay alguien que está leyendo mi libro. Sus labios se curvan en una sonrisa. Jesús, lo está disfrutando. Literatura. Shit. ................................................................................ .................... Uno emerge del parto de un libro boqueando y a los gritos: es el libro que lo ha parido a uno, y no al revés. En estas horas miro Buenos Aires como si me hubiese ausentado durante los dos últimos años. Mi cuerpo siguió aquí, pero el espíritu estaba muy lejos. Por cierto, la ciudad ha cambiado en este tiempo. Camino por la calle y la gente ya no me mira como si supusiese que estoy a punto de matarla. La actividad cultural sigue siendo frenética, pero esto no representa sorpresa alguna: incluso durante la crisis del 2001, la cartelera teatral era más amplia y variada que la de Broadway y el Off juntos. Ahora hay más milongas, las nuevas generaciones han descubierto que el tango es aquel sentimiento que se baila… hasta en las raves. Las escuelas de cine son un negocio floreciente, hay camiones con equipos de rodaje en todos los barrios. Los chicos consideran la opción con absoluta seriedad, antes de salir de la escuela secundaria: ¿quiero ser médico, economista o Wong Kar-Wai? Más allá de estos fenómenos, la Argentina padece todavía el sindrome del país-más-grande-que-la-vida: sus personajes reales siguen siendo más interesantes que su ficción. Este 2005 marcó el retorno a la senda maradoniana. Con la resurrección summa cum laude del Diego, la gente ha vuelto a rezarle a su tótem. Maradona es el fenómeno televisivo del año. Maradona es nuestro referente político, el primero que ni siquiera necesita hablarnos: le basta con enseñarnos sus tatuajes o con sentarse a la vera de Hugo Chávez en el Estadio Mundialista de Mar del Plata. Maradona es nuestro patrón de conducta moral: si él hizo lo que hizo y volvió, todo nos está permitido. Maradona es nuestro periodista estrella, entrevistando a Fidel, a Mike Tyson, a Sabina, a Chespirito… y hasta a sí mismo. (Juro que no miento, la pantalla de mi televisor mostraba a Diego-conductor interrogando a Diego-Diego.) Y para certificar que nuestro pensamiento no está siendo víctima de la insularidad argentina, ahí están los extranjeros que comparten nuestra devoción. En este momento hay un italiano que está filmando aquí una biografía no autorizada: es Marco Risi, hijo del célebre Dino. Y Kusturica está terminando su documental. Si el sublime Emir considera a Diego digno de protagonizar una película suya, ¿quién podrá decirnos que nuestra idolatría está descaminada? (Maradona se dio el lujo de intentar reconquistar en pantalla a su ex mujer. Si lo hubiese logrado habría acabado con todos los reality shows del mundo de un solo golpe. Imaginen la escena: el abrazo con Claudia, el llanto de las hijas, don Diego padre besando a doña Tota… No descarto que la hayan dejado pendiente, para arrasar con las mediciones durante la temporada 2006.) Un fenómeno similar ocurre con el Presidente de la Nación. Kirchner también ocupa la totalidad de la pantalla. Es quien es, con lo cual ya debería tener bastante, pero al mismo tiempo la prensa conservadora insiste en describirlo como su peor adversario, su propia oposición. (Kirchner-conductor versus Kirchner-Kirchner; parece el enfrentamiento entre Spy & Spy que recurría en las páginas de la revista Mad.) Pocos años atrás le reclamaban al Presidente De La Rúa que no fuese pusilánime. Ahora les parece que Kirchner tiene demasiada intensidad. Figuras carismáticas como Maradona y Kirchner ocupan la totalidad del espacio público. Son personajes que producen y controlan sus propios relatos, King-Kong suelto por las calles de Nueva York: demasiado grandes, demasiado idiosincráticos. Los artistas deberían estar agradecidos, al igual que la rubia que interpretaba Fay Wray en la película original y Naomi Watts en la versión nueva: porque es la existencia de esas criaturas la que hace posible el relato. Pero la mayor parte elige otro papel, el de neoyorquinos asustados que dan gritos y escapan para no ser arrollados por la bestia. Prefieren la supervivencia a la consagración. Ni Kirchner ni Maradona tienen la culpa de que la literatura argentina de hoy siga siendo tan digna de De La Rúa: tan blanda, tan inocua, tan genuflexa. ........................................................................... .................... Durante los viajes de estos años descubrí que existía mucha gente en similares condiciones en toda Hispanoamérica, desde México a Santiago de Chile, desde Medellín hasta Barcelona. Artistas que lamían las heridas recibidas en combate contra molinos de viento. Y un público que escaneaba los medios al derecho y al revés, sospechando que debía haber algo más por detrás de lo que mostraban. Tanta soledad junta debía configurar, aunque más no fuese por definición, una compañía. Desde entonces sueño con un espacio que alguna vez nos reuna a todos sin intermediarios. Y por mis pecados me dieron uno. Cierto día sonó el teléfono y Basilio Baltasar me contó de El Boomeran(g). Por fortuna esta misión tiene más de génesis que de apocalipsis. El río Saigón es digital. ¿Y ahora qué? A no ser que reniegue del mundo, la pregunta que un escritor se formula al lanzar botella al mar es siempre la misma: ¿están ahí? Nadie arroja un bumerán deseando perderlo. Es la misma pregunta que hoy me hago desde aquí, en la esperanza de que este espacio virtual se revele como un espacio real, más temprano que tarde. Mi cuerpo está a miles de kilómetros de distancia, respirando el aire mefítico del pantano bonaerense, pero algo me dice que nuestros espíritus están próximos; que ya hemos comenzado a conspirar. ¿Están ahí?

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28 de noviembre de 2005
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Presentación

No creo que haya líneas de Baudelaire más explotadas que las celebérrimas: “Le plaisir d’être dans les foules est une expression mystérieuse de la jouissance de la multilication du nombre” “Ivresse religieuse des grandes villes.-Panthéisme. Moi, c’est tous; tous, c’est moi. Tourbillon” (“El placer de estar entre la muchedumbre expresa el misterioso goce de la multiplicación de los números”. “Embriaguez religiosa de las grandes ciudades.-Panteismo. Yo, soy todos; todos, soy yo. Torbellino”) Las frases figuran en papeles sueltos que a su muerte fueron recogidos por Mme Aupick y que más tarde se editarían bajo diversos nombres, Mon coeur mis a nu, Carnets, Fusées. Apuntes rápidos, instantáneas, chispazos a veces más elocuentes que un poema. Baudelaire nunca dio importancia a esas líneas, pero los expertos las tienen por la más primitiva exclamación de pasmo ante el anonimato urbano, la impunidad que ofrece vivir oculto entre extraños, la disolución del individuo en la masa ameboidea. Una vislumbre de la locura y el crimen reducidos a materia prima para los informativos. Novedades que producían vértigo en los habitantes de las grandes capitales, a mediados del siglo XIX, cuando comenzó la metástasis que aún las devora. Procuraremos repetir la experiencia, pero ocultos en una muchedumbre y una ciudad inmateriales, seguramente teóricas. Y lo más inquietante: formadas por cuerpos sutiles, sin ojos ni boca. Cuerpos angélicos quizás inmortales; ectoplasmas quizás muertos. Escribir desde esa muchedumbre, escondidos en ella. Y evitar, sin embargo, la locura y el crimen, es decir, los informativos. Susurros en el vacío cósmico.

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28 de noviembre de 2005
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Bryce

Hace unos días conocí a Alfredo Bryce en su casa, un apartamento maniáticamente pulcro y decorado con estampas e imágenes de la vieja Lima, como un santuario del pequeño Julius incoherentemente enclavado en el Eixample barcelonés. Cuando uno conoce a un escritor que ha admirado toda la vida, siempre espera que sea una especie de genio de cuya boca se derramen todo el tiempo las flores de la elocuencia. Bryce resultó un señor normal. Habló mal un rato de muchos peruanos y algunos españoles. Se deshizo en elogios al restaurante Casa Lucio de Viladomat y ni siquiera contó chistes. O sea, un hombre como cualquier otro. Más bien simpático. Hasta que contó la historia de Andrea Stein y el poeta Hinojosa. Para ese momento, Bryce se había sentado en un sofá, delante de un cuadro en el que aparecía él mismo en la playa con traje de tweed, y se había servido un orujo con hielo. Empezó a contar como si fuese una anécdota rápida, cuyos detalles le costase recordar, pero que iba llegando a su memoria cada vez con más fluidez. La historia hablaba de Andrea Stein, una hija de amazónica y alemán, cuya extraña belleza la había convertido en la musa de los poetas izquierdistas de la universidad San Marcos en los años setenta. Especial adoración le tenía el poeta Hinojosa que, sin embargo, era tan alcohólico que le hizo un desplante y la dejó tirada. A partir de entonces, ella se dedicó a ser hippie y viajar por el mundo fumando marihuana. Y él se dedicó a ser poeta y borracho y viajar por el mundo, más específicamente, por la casa de Bryce en París. Hinojosa se quedó seis meses de okupa y nunca pagó el alquiler porque estaba deprimido. Echaba de menos a Andrea Stein. A menudo cruzaba las calles sin mirar, muerto de pena y de nostalgia y de Andrea Stein y de alcoholismo, y varias veces estuvo a punto de ser atropellado o se metió en grescas callejeras. Un día, Bryce reunió valor para decirle que pagase el alquiler o se fuese de casa. Y él se fue sin enojarse. Bryce pensó entonces que lo podría haber echado seis meses antes. Hinojosa dejó la casa de Bryce y el alcohol. Se serenó. Y fue a buscar a su musa, Andrea, para decirle que la amaba. Tuvo que pedirle permiso al cardenal Landázuri, porque ella había terminado metida de monja de clausura en un convento en la remota provincia peruana de Moquegua. Merced a los contactos de la familia Hinojosa, el cardenal le concedió permiso para visitarla en la puerta del convento. Cuando ella apareció, le dijo que había dado la vuelta al mundo y que ahora estaba listo para irse con ella, que de su corazón ya no manaba sangre y pus sino agua cristalina, y que estaba listo para iniciar una nueva vida a su lado. Y ella le respondió: “¿Tú quién eres? ¿De qué me hablas? No me acuerdo de ti”. Y ella volvió a su convento y el poeta volvió al alcoholismo, pero al menos no volvió a la casa de Bryce en París. Toda la historia tardó como una hora y media, durante la cual, los comensales miramos a Bryce embobados. Y después de terminarla, él volvió a ser el de antes, no contó ningún chiste y dijo que se iba a dormir. Pero en el ascensor, mientras volvía a la Barcelona real, comprendí porque había leído toda mi vida a Bryce, y tuve la sensación de haberlo presenciado en estado de gracia, como a una virgen cuando llora.

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23 de noviembre de 2005
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Biografía

Nació en Barcelona. Licenciado y doctorado en Filosofía, profesor de Estética y colaborador habitual del diario El País, fue conocido gracias a su inclusión en la antología Nueve novísimos poetas españoles. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Lengua de cal y Farra. Su poesía completa está reunida en el volumen Poesía (1968-1989). Ha publicado las novelas Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su parcela ensayística es amplia y destacada: Baudelaire, Lecturas compulsivas, Diccionario de las Artes y La invención de Caín, en el que ha reunido la mayoría de sus escritos sobre ciudades y ciudadanos, sobre las urbes y sobre algunos urbanistas. Su último libro es Cortocircuitos (2004). Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis.

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21 de noviembre de 2005
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El Boomeran(g)
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