Skip to main content
Blogs de autor

Bryce

Por 23 de noviembre de 2005 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Hace unos días conocí a Alfredo Bryce en su casa, un apartamento maniáticamente pulcro y decorado con estampas e imágenes de la vieja Lima, como un santuario del pequeño Julius incoherentemente enclavado en el Eixample barcelonés.
Cuando uno conoce a un escritor que ha admirado toda la vida, siempre espera que sea una especie de genio de cuya boca se derramen todo el tiempo las flores de la elocuencia. Bryce resultó un señor normal. Habló mal un rato de muchos peruanos y algunos españoles. Se deshizo en elogios al restaurante Casa Lucio de Viladomat y ni siquiera contó chistes. O sea, un hombre como cualquier otro. Más bien simpático. Hasta que contó la historia de Andrea Stein y el poeta Hinojosa.
Para ese momento, Bryce se había sentado en un sofá, delante de un cuadro en el que aparecía él mismo en la playa con traje de tweed, y se había servido un orujo con hielo. Empezó a contar como si fuese una anécdota rápida, cuyos detalles le costase recordar, pero que iba llegando a su memoria cada vez con más fluidez.
La historia hablaba de Andrea Stein, una hija de amazónica y alemán, cuya extraña belleza la había convertido en la musa de los poetas izquierdistas de la universidad San Marcos en los años setenta. Especial adoración le tenía el poeta Hinojosa que, sin embargo, era tan alcohólico que le hizo un desplante y la dejó tirada. A partir de entonces, ella se dedicó a ser hippie y viajar por el mundo fumando marihuana. Y él se dedicó a ser poeta y borracho y viajar por el mundo, más específicamente, por la casa de Bryce en París.
Hinojosa se quedó seis meses de okupa y nunca pagó el alquiler porque estaba deprimido. Echaba de menos a Andrea Stein. A menudo cruzaba las calles sin mirar, muerto de pena y de nostalgia y de Andrea Stein y de alcoholismo, y varias veces estuvo a punto de ser atropellado o se metió en grescas callejeras. Un día, Bryce reunió valor para decirle que pagase el alquiler o se fuese de casa. Y él se fue sin enojarse. Bryce pensó entonces que lo podría haber echado seis meses antes.
Hinojosa dejó la casa de Bryce y el alcohol. Se serenó. Y fue a buscar a su musa, Andrea, para decirle que la amaba.
Tuvo que pedirle permiso al cardenal Landázuri, porque ella había terminado metida de monja de clausura en un convento en la remota provincia peruana de Moquegua. Merced a los contactos de la familia Hinojosa, el cardenal le concedió permiso para visitarla en la puerta del convento. Cuando ella apareció, le dijo que había dado la vuelta al mundo y que ahora estaba listo para irse con ella, que de su corazón ya no manaba sangre y pus sino agua cristalina, y que estaba listo para iniciar una nueva vida a su lado. Y ella le respondió: “¿Tú quién eres? ¿De qué me hablas? No me acuerdo de ti”.
Y ella volvió a su convento y el poeta volvió al alcoholismo, pero al menos no volvió a la casa de Bryce en París.
Toda la historia tardó como una hora y media, durante la cual, los comensales miramos a Bryce embobados. Y después de terminarla, él volvió a ser el de antes, no contó ningún chiste y dijo que se iba a dormir. Pero en el ascensor, mientras volvía a la Barcelona real, comprendí porque había leído toda mi vida a Bryce, y tuve la sensación de haberlo presenciado en estado de gracia, como a una virgen cuando llora.

Close Menu