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Un, dos, tres, Jorge Edwards

UN Tengo en la mano “la página de Alberto Fuguet” en la “Revista de libros” del diario chileno El Mercurio. Fecha: 27 de enero de 2006. Es un pedazo incompleto según su titulo: VOCEROS (el síndrome Edwards, parte dos). ¿Qué decía la parte uno? No lo sé, pero la parte dos empieza con una idea que me parece digna de examen: “la novela, tal y cual la conocemos, la novela literaria, la novela de ficción-ficción, está en aprietos”. Fuguet expone una idea muy común: hay que tener algo que vincule la ficción con hechos que se creen ciertos. “Quizás ese sea el secreto, dice Fuguet: saber cuándo mentir, cuándo inventar, cuándo optar por decir la verdad, aunque esa supuesta verdad nunca podrá ser del todo verídica”.

DOS Fuguet, cuya fama llegó más allá de Chile, tiene una imagen (no sé si la cuida) de hombre que vive entre fronteras. Entre Estados Unidos y Chile. Entre Cine y Literatura. Entre joven autor desafiante y artista ya reconocido. Desde aquella posición se piensa dos veces antes de poner la pata en el camino de Jorge Edwards, el autor chileno más reconocido. Después de dar muchas vueltas, Fuguet pronuncia su sentencia: Edwards no es un novelista. Frase clave: “Edwards se ganó el Cervantes por su capacidad de recordar, por su memoria, más que por su capacidad de inventiva”.

TRES Como lector que opina que lo mejor de Edwards, hasta ahora, ha sido Persona Non Grata, relato de su estancia como embajador de Chile en La Habana, estoy dispuesto a compartir la opinión de Fuguet. Esto no me impide leer El inútil de la familia, la última novela de Edwards. Primera frase: “Joaquín Edwards Bello, el personaje principal de este libro, no es ningún invento mío”. Con fechas, títulos de libros y precisiones genealógicas, el autor explica que va a contar la historia del hijo del hermano mayor de su abuelo paterno. Un novelista, jugador empedernido, viajante, aventurero, traidor de su clase social. ¿Es tener a alguien de verdad lo que me tranquiliza como lector? Sin embargo, me parece que nunca Jorge Edwards fue capaz de desplegar tanto talento: va de Europa a América Latina, cita a autores de ambos mundos, circula de una clase a otra de la sociedad chilena, diferencia el amor de la ternura, y el arte de la cortesana del amor sin calidad. Su libro es una novela humana (la trayectoria de un hombre hacia su derrota) y un gran retrato social (en la época en que existían grandes familias). Es el libro de un autor que manda, manda como nunca lo hizo en el pasado. El inútil de la familia es el mejor libro de Edwards y Fuguet sabe muy bien por qué.

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7 de febrero de 2006
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Una oportunidad desperdiciada

No existe nada más difícil de crear que una bella historia de amor. Por infinidad de motivos, pero en especial por los más obvios: porque se trata de relatos que sólo funcionan si uno consigue involucrar a lectores y público en la ensoñación de los enamorados, tan distante de la lógica que impulsa la vida real; y porque la ficción ha abusado del género, probando todas sus variantes imaginables. Los géneros populares siguen tratando de convencernos de que sus odres viejos contienen vino nuevo, y nos ofrecen, ¡como si no lo hubiesen hecho ya mil veces!, romances entre ricos y pobres, entre gente de izquierdas y de derechas, entre delincuentes y víctimas, entre gente del presente y del pasado (o del presente y del futuro), entre negros y blancos… ¿Cuánto falta para que algún productor olfatee que el relato del momento debería narrar el amor entre un musulmán y una mujer occidental, o viceversa? Pero aún así uno sigue creyendo en las historias de amor, básicamente porque sigue creyendo en el amor. Creo porque es absurdo, decía San Agustín cuando trataba de justificar su fe en Dios. El cantante Lloyd Cole lo ponía de forma parecida en Forest Fire: “Creo en el amor. Creo en cualquier cosa”. Quizás sea por eso que la película Brokeback Mountain me decepcionó tanto: porque no logré creer en ella. Para empezar, diría que no está a la altura de su infinita promoción. Es apenas una película correcta: una media hora inicial promisoria, después de la cual la montaña rompe-espaldas del título se convierte en una butaca rompe-espaldas. Creo que Brokeback Mountain funciona mucho mejor como concepto (dos cowboys que se involucran en un amor maldito) que como relato. Podría esbozar múltiples explicaciones, pero creo que alcanza con aplicarle las reglas que rigen a los buenos relatos románticos: si yo, como público, no siento que esos personajes se aman de verdad, la historia no funciona. Alguien dirá que en el caso de Brokeback Mountain el amor entre Ennis y Jack debe ser reprimido, y que por eso es lógico que los personajes lo disimulen y escondan. Pero como lo prueban tanto la historia de la literatura como el cine desde sus tiempos mudos, nada funciona mejor en el relato amoroso que el deseo postergado. Los besos señalan un climax posible, pero los momentos en que sentimos el amor verdadero con su intensidad más arrasadora son, precisamente, aquellos en los que el amado y la amada deben tragarse sus sentimientos; disimular; sonreír aun cuando su alma llora. Y en los largos años que Ennis y Jack pasan separados no logramos sentir su dolor; Jack llega a decirlo con palabras, pero las imágenes lo muestran apenas aburrido, burgués e insatisfecho. (Y víctima, dicho sea de paso, de pelucas, patillas y bigotes que lo convierten en una caricatura de sí mismo.) Quizás si los personajes femeninos tuviesen algún espesor la historia de Jack y Ennis se recortaría mejor, pero su pintura es tan esquemática (¿o debería decir misógina, sin temor alguno?) que lejos de ayudar a dar textura, lo achata todo. Si en vez de la estética Marlboro que la fotografía de Rodrigo Prieto resalta se hubiese apelado a la luz descarnada de Midnight Cowboy; si los protagonistas se hubiesen parecido algo más a los muchachitos feos y desdentados del relato original de Annie Proulx (o cuanto menos al Ratso Rizzo de Midnight Cowboy); y si en vez de Ang Lee hubiese dirigido John Schlesinger, o dado que Schlesinger ya ha muerto digamos Wong Kar-wai, es posible que Brokeback Mountain hubiese sido la película de la que todos hablan. Pero no lo es. Todavía recuerdo la época en que quedaba mal hablar de una película que denostaba a los militares de la dictadura, porque si la causa que defendía era buena, la película debía serlo también. Por fortuna ese tiempo pasó, al menos en la Argentina. Aunque la existencia de Brokeback Mountain sea beneficiosa en términos sociales y políticos, por los debates que genera y la conciencia que despierta, muchos de los que disfrutamos del buen cine seguiremos esperando la llegada de la próxima película romántica inolvidable –esa película que Brokeback Mountain, sin dudas, no es.

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7 de febrero de 2006
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Grandeza del Arte

Los primeros grados de fiebre son desagradables. A 37º el cuerpo empieza a crujir por aquí y por allá como un mueble viejo. Los temblores se generalizan. El malestar espesa el ánimo y te vence el malhumor. Sin embargo, cuando llegas a los 38º, todo se apacigua. Mar en calma. Navegación serena. Un sopor profundo te deja fuera de combate aunque con breves convulsiones, por ejemplo cuando tienes que moverte o al meterte en la cama. Entonces te ataca un verdadero baile de San Vito y las sábanas son como espadas de hielo. Por fin, a 39º te invade la felicidad. El mundo se muestra rodeado por una orla luminosa, una especie de dios hindú. Los objetos se delimitan finamente como en una pintura de Carpaccio. La atmósfera en la que flotan estos objetos se hace visible. Una nube de puntos brillantes te envuelve y te mece, llueven estrellitas sobre tus ojos. Si tienes fuerzas para sostener un libro y lees algo, lo comprendes con una profundidad especial, como si nunca hubieras entendido nada con tanta hondura. No importa si es una guía de Cartagena. Descubres allí una inmensa sabiduría que te había sido ocultada por la frenética actividad diaria. La poesía puede hacerte verter lágrimas. Eso sí, sólo un par de versos, porque no hay modo de relacionar el tercero con lo anterior. No importa; un solo verso es suficiente para una vida entera. Lo repetirías una y otra vez hasta que la muerte os separara. Duran poco, pero uno solo de estos accesos de fiebre es suficiente para entender que la famosa inspiración viene a ser una infección intestinal del espíritu.

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7 de febrero de 2006
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Jesuitas

Los ex alumnos jesuitas somos una mafia. Esto no es novedad. Pero recientes sucesos me revelan que es más grave de lo que parecía. La historia es larga. Recuerdo a un cura de mi colegio que nos daba la lata con las personalidades jesuitas de la historia universal: Descartes era alumno jesuita, Fidel Castro era alumno jesuita, esas cosas. Un día le respondí: Julio César Mezzich, número dos de Sendero Luminoso, era jesuita. El cura respondió: “a mí no me importa que ustedes sean grandes estadistas o grandes delincuentes. Lo importante es que sean grandes”. Esa era la filosofía. La mayoría de los colegios religiosos te exigían ser un reprimido. A los del Opus Dei les bastaba con que fueses rico. Pero los jesuitas te educaban para ser “importante”. El lema de San Ignacio, fundador de la Compañía, era “siempre más”. Con el tiempo, mis compañeros de colegio desarrollaron un sentido de tropa que era el orgullo de los curas y la burla del resto de chicos de nuestra edad. Los de mi colegio eran conocidos por llevar la ropa deportiva escolar incluso fuera de las horas de clase, por andar siempre juntos y sentirse superiores, por cantar el himno del colegio en las borracheras. El sentido gregario de los jesuitas es casi como una secta. Una vez, en Lima, yo preparaba un reportaje sobre cómo los doctores preparan a los pacientes para la muerte. El tema era tan desagradable que ningún doctor quería hablar. Cuando ya daba el reportaje por perdido, me encontré con un relacionista público de un hospital que era del colegio. Y él me presentó al director del hospital, que también era del colegio. Todo arreglado. En otra ocasión, recién llegado a República Dominicana, tuve acceso a una de las mejores bibliotecas del país porque era de los jesuitas. Bastó citar un par de nombres que certificasen mi currículum en la compañía. En Lima, ser del colegio te conseguía trabajos. Yo mismo, entre dos directores teatrales igualmente cualificados, escogí para mi obra al que era del colegio. Hasta ahí, la historia es graciosilla. Pero ahora he encontrado una constante triste entre mis mejores amigos peruanos en España. Uno de ellos tiene sólo 24 años y ya es redactor principal de una revista cultural. Su opinión es valorada por algunos de los editores más importantes de este país. Muchos escritores hispanoamericanos mayores que él le damos nuestras novelas antes de publicarlas para escuchar sus comentarios. Su red de contactos parece la de un productor de Hollywood. Sin embargo, él lleva meses deprimido porque se siente “estancado”, y se considera capaz de enfrentar retos más complejos. 24 años tiene el niño. Mi otro amigo fue siempre el prototipo del inmigrante de éxito en España: aún en los años más difíciles para todos nosotros, él tenía esposa, hija, casa, coche y trabajo en una corporación transnacional. Ahora se está comprando un piso de tres dormitorios con un balcón que mira hasta el mar de Barcelona, y trabaja en una empresa que cotiza en bolsa. Y sin embargo, se siente frustrado. Cree que en el Perú tendría un puesto más relevante, podría hacer cosas por el país. Hasta cierto punto, se siente culpable por no hacerlas. Yo mismo soy incapaz de reconocer que me va bien, incluso cuando me va muy bien. Los que me conocen me dicen “tú siempre necesitas una razón para estar insatisfecho”. Ya ni siquiera puedo deprimirme porque no me toman en serio. Hasta hace poco pensaba que yo era neurótico y, por lo tanto, tiendo a conseguir amigos neuróticos. Sólo hoy he tomado conciencia de que los tres somos del mismo colegio. Por Dios ¿Qué nos han hecho? ¿Por qué no se limitaron a despotricar contra los condones como todos los curas?

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7 de febrero de 2006
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El sabor de Saki

El 14 de noviembre de 1916, cerca de Beaumont-Hamel, en Francia, el soldado británico Hector Hugh Munro se enfadó por un cigarrillo. “Put that damned cigarette out” (apagad ese cigarrillo) han sido las ultimas palabras del autor de cuentos, conocido bajo el seudónimo de Saki. Unos instantes después, la caída de un obús puso fin a la vida de un artista cuya obra se reedita de manera regular. Esta vez, la editorial Alpha Decay de Barcelona lo hace en grande, con la publicación de sus Cuentos completos, es decir la traducción al español del volumen que la colección Penguin propone en inglés con un diablo, a la vez macho cabrío y hombre, en su portada.

Saki sirve para todos y vale la pena estudiarle a fondo. Técnicamente se compara a Somerset Maugham: la estructura de sus cuentos es de primera. Por la procedencia de su extraña identidad se parece a Rudyard Kipling, como él, nació en el imperio y trabajó allá (en su caso, en la policía de Birmania). Sus cuentos tienen un sabor específico, con un olor que está entre el del sillón Chesterfield donde se lee el Times y el de la presencia de animales en el vecindario de una casa de campo. No llegó a dar a sus animales la posibilidad de ser conscientes pero, por lo menos, les entrega un protagonismo fuera de lo normal. La madre de Saki murió en un accidente estúpido, y su recuerdo se nota en muchos cuentos cuyo fundamento es único: no hay que creer en la existencia de seres inofensivos.

En realidad, Saki es el único autor que corresponde a la figura pública del actor norteamericano WC Fields: odia a los niños y tampoco le gustan los animales. Para él, puercos, bueyes, perros domésticos son enemigos que merecen ser tratados como tal. Y cuando se trata de los niños, no duda en un retrato estable de la mala raza: son mentirosos, dedicados al chantaje, corruptos, disimulados, rencorosos. No voy a decir nada de las mujeres, pues para Saki son peores que los animales y los niños.

Saki es una humanista que no soporta nada, ni el más mínimo cigarrillo. Le encanta poner a Reginald y Clovis, los héroes más frecuentes en sus cuentos, en una posición difícil o humillante. ¿No respeta nada? Por lo menos le gustaba la poesía de Omar Khayam: robó su seudónimo en el Rubayat. Saki es proveedor de bebidas exquisitas, tal como HH Munro, hoy, es un proveedor insuperable de cuentos irónicos. Por primera vez entra con todos sus cuentos en el universo castellanohablante. Es una gran noticia. Bienvenido Sr. Saki, sabremos reconocer en sus desprecios la gran carga del humorista en contra de la vida que tenemos, entre niños, mujeres y animales.

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6 de febrero de 2006
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El sonido de los corazones

¿Cuál es la verdadera sustancia de la música? En este mundo físico existen muy pocas cosas que, al igual que la música, posean la capacidad de conjurar nuestras emociones de inmediato; un poder casi mágico. Las cosas que nos hacen sentir apenas suena su abracadabra suelen estar vinculadas a la memoria: una vieja foto, una anécdota, una canción que asociamos a un momento y una situación especial, abren la espita de nuestras emociones con un solo giro. Todos tenemos no una, sino muchas músicas que funcionan como una Máquina Personalizada del Tiempo. Un par de compases, el primer verso de la canción, y estamos de regreso en aquel verano inolvidable. Casi sin pensar, puedo recordar músicas que me convierten en niño otra vez. Las canciones de Mary Poppins. Los cuatro temas del single de Los Beatles que una prima de mi madre me hacía oír por teléfono, cuando en mi casa no había tocadiscos: I Saw Her Standing There, Misery, Anna (Go To Him) y Twist & Shout. Y la totalidad de la banda sonora de Cabaret, con cuya música mi madre me despertaba todas las mañanas. Pero sería un error pensar que el poder de la música depende tan sólo de la memoria. Si así fuese, ¿por qué nos emocionan músicas que oímos por primera vez, e incluso músicas que provienen de culturas con las que no tenemos familiaridad alguna? Desde Pitágoras en adelante, han sido muchos los que intentaron sistematizar la música a partir de sus valores matemáticos, o puramente simbólicos. Sin embargo, aun cuando su funcionamiento pueda ser representado por números y ecuaciones, no existe forma de sistematizar su efecto sobre los seres humanos. Ni siquiera los neurólogos pueden explicar, más allá de algunos vagos conceptos generales, por qué determinados sonidos producen determinadas emociones. Y eso es, sin duda, parte esencial del atractivo del misterio musical. Las músicas se expresan en su idioma, y cada persona individual las interpreta desde su propia e irrepetible sensibilidad. Es verdad que en el caso de las canciones populares las letras cumplen con su rol, pero infinidad de personas sienten emociones específicas al oír canciones cuyas letras están cantadas en idiomas que no entienden: lo que evoca el sentimiento en esa circunstancia, lo que produce la magia, es una progresión de acordes y una melodía. En mi caso, la canción que en los últimos años me hace llorar a mares apenas empieza a sonar es Hallelujah, de Leonard Cohen, pero no en la versión original sino en la cantada por Jeff Buckley. Cuando le presté atención a la letra la emoción se profundizó (la canción menciona un acorde secreto que David habría tocado, y que habría complacido a Dios), pero el truco ya funcionaba en mí desde la primera vez que oí la grabación. Una tarde de domingo, recuerdo, mientras estacionaba mi auto. Me quedé allí detenido hasta que la canción terminó. Un instante eterno. “La música es el refugio de las almas ulceradas por la felicidad,” escribió alguna vez E. M. Cioran. Yo concuerdo. Mi alma conserva las úlceras que la felicidad le ha producido a lo largo de la vida, y cada vez que suena una música especial siento un delicioso dolor del que no querría, jamás, desprenderme. Aquí en la Argentina somos muchos (mi familia casi entera, por lo pronto, que ya ha comprado nueve entradas) los que registramos la cuenta regresiva de los días que faltan hasta que toque aquí U2. Siendo hoy lunes 6, faltan exactamente veintitrés días. U2 significa muchos recuerdos, por supuesto, pero también significa canciones imperecederas como One, With or Without You y All I Want Is You. Dentro de veintitrés días, miles de argentinos vamos a ser muy felices.

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6 de febrero de 2006
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Grandes cambios en el nuevo siglo

La bella aventura de la Arabia Feliz, escrita con enorme talento literario por el coronel Lawrence, era, sin embargo, patéticamente romántica. El final de aquellos Siete pilares de la sabiduría no fue la duradera admiración entre guerreros y estrategas, entre finos caballistas árabes e inteligentísimos espías británicos, sino la traición de los burócratas londinenses y el regreso de las tribus árabes a sus ancestrales guerras fratricidas. Jamás hubo paz entre el occidente cristiano (es decir, ateo, porque el cristianismo es un ateísmo a partir del siglo XVI) y el islam árabe (los creyentes). Ambas culturas se han combatido ferozmente durante siglos y es puro idealismo creer que dejarán de hacerlo gracias a la “comprensión” y el “diálogo” de los occidentales. Sólo durante el siglo XX y gracias a la estrategia del terror, esa guerra se congeló en el frigorífico estalinista, pero una vez derrotada la URSS era inevitable que aflorara de nuevo. Ahora bajo la forma del terrorismo, que es el modo tradicional de hacer la guerra en los pueblos árabes. Nunca tuvieron industria, de modo que no podían hacer otro tipo de guerra. John Gray, comentarista político del New York Review of Books, atribuye la escalada terrorista global justamente al caos que ha traído el fin de la guerra fría y la anarquía subsiguiente, con el auge del nacionalismo y la religión. La ineficacia de los EEUU para actuar como verdadera potencia imperialista, es decir, su incapacidad para crear estados, echa gasolina al fuego. La consecuencia es el desplazamiento del centro estratégico hacia Asia. Por primera vez desde el nacimiento de Occidente en Grecia, el sol de la historia cambia de dirección. Hasta ahora, la flecha del tiempo se desplazaba de oriente a occidente, en obediencia al trayecto solar. De China a Egipto. De Egipto a Grecia. De Grecia a Roma. De Roma al Imperio Carolingio. Y así hasta llegar a América. Las colosales ruedas de bronce del firmamento se detuvieron un instante en el siglo XX, quizás fascinadas por las carnicerías de los europeos. Ahora vuelven a girar con un chirrido cósmico. Continúan su lento camino. Cruzan el Pacífico. Vuelven a Asia. Regresan a casa. Aquel poema de Yeats en el que un vagabundo fatigado implora a los dioses que le indiquen el camino de regreso al hogar. Y se lo indican. Era la tumba.

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6 de febrero de 2006
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¿Somos los buenos?

Las imágenes de manifestantes sirios incendiando las embajadas de Dinamarca y Noruega han puesto de relieve una vez más el abismo cultural que se extiende entre Oriente Medio y Europa. Como si hiciera falta, precisamente en la semana en que Hamás toma el poder en Palestina e Irán repite una vez más que continuará su programa nuclear. En las calles europeas, mucha gente se pregunta por qué el mundo árabe odia a Occidente, y le echa la culpa a una religión musulmana discriminadora, beligerante, anticuada y cerrada. Yo no conozco a demasiados musulmanes, y la única información que tengo es la que aparece en los periódicos. Pero según esa información, no es el Islam el que produce el odio contra Occidente. Hay otras razones. Por ejemplo: Occidente ha invadido a Irak y Afganistán, es decir, países a ambos lados de Irán. Buena parte del resto de las fronteras iraníes se reparte entre Turquía y Pakistán, grandes socios de EEUU. El argumento contra Irán es que es peligroso que una dictadura tenga armas nucleares, pero resulta que precisamente el presidente de Pakistán, Musharraf, es un dictador que posee armamento nuclear. Por alguna razón que nadie nos ha explicado, él sí es bueno. Y por cierto, el gran socio occidental en la región es Israel, que cuenta con unas doscientas cabezas nucleares y lleva décadas eliminando palestinos. Es verdad que los palestinos también matan israelíes, pero honestamente, en la medida en que unos matan con suicidas y los otros con misiles y tanques, es posible deducir que unos llevan las de perder en este lío. Sobre todo porque cuando los palestinos eligen democráticamente a un gobierno, EEUU, la UE, Rusia y la ONU, es decir, todo Occidente, amenazan con retirarle el financiamiento. Resulta que esos son los mismos que le piden democracia a Irán. Pero los iraníes tienen derecho a preguntarse ¿Es Rusia, por ejemplo, un ejemplo de democracia? ¿O cabe esperar que lo sea Irak? La religión no produce el odio: lo capitaliza, le da un contenido, un sistema de valores, incluso una causa internacional y una inserción cultural. Yo, por supuesto, estoy muy lejos de simpatizar con Ahmadineyad. Pero me pregunto ¿Es que nosotros, con nuestras corbatas, nuestras sonrisas y nuestra diplomacia, damos una imagen mucho mejor?

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6 de febrero de 2006
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Los sushis, de A a B

Primero, una advertencia: cuidado con los sushis. El pescado tiene que ser muy fresco. Escribo esto desde mi cama con el peso de una experiencia personal, reciente y definitiva: pescado fresco para los sushis. El pescado que “no ha tocat el gel” (que no tocó el hielo), como dicen los catalanes, puede ser de dos tipos: tan fresco que la etapa de la congelación no fue necesaria antes del consumo o más bien que se intentó prescindir de la etapa de la congelación aunque era necesaria. Acabo de probar la segunda técnica. No funciona.

Aunque, hay una segunda cuestión sobre los sushis: no hay bien que por mal no venga. Al acostarme hice el gesto improbable, irracional, irrepetible: tomar mi copia de El Jorobadito de Roberto Arlt. Un libro impreso el 17 de junio de 1958 por la Editorial Losada S.A. de Buenos Aires. Es tan mala su calidad que el papel ya está hecho polvo. La portada es peor que un sushi malo: su color se parece al charco de un sorbete de naranja después de dos horas de exposición solar en el trópico. La impresión tipográfica es mala, la encuadernación agotada. Este libro es un horror. Lo adoro. Y de pronto, me pongo a releer uno de los cuentos, Escritor fracasado. Es la narración de un ser noble que cuenta cómo pasa, poco a poco, de ser un escritor con futuro a un artista lleno de dudas, a miembro de un grupo vanguardista experto en insultos, a un escritor perdido, a un crítico literario y, por fin, a un fracaso. Escritura en primera persona del singular. Tono de la confesión.

“El genio, la belleza, el arte, constituyen para mí un disfraz destinado a encubrir las reducidas dimensiones de mi inteligencia, que a su vez se apoya sobre la estructura de una vanidad inconmensurable”. ¿Cómo Arlt consiguió adivinar el fondo de la personalidad de tantos que se dedican a las letras en Francia? Aquella pregunta fue mi primera reacción deslumbrada antes de entender algo obvio, comprobado enseguida al salir de la cama para buscar las Illusions perdues (no hay que traducir al castellano) de Honoré de Balzac. El monólogo del escritor fracasado de Arlt es la voz de Lucien Chardon que decide llamarse Lucien de Rubempré cuando va desde su provincia a París y, al intentar conseguir la fama como escritor, se desmonetiza en una posición de periodista.

De A(rlt) a B(alzac), es verdad que los sushis no me parecían tan malos. Rubempré dice al final de la novela, desde su fracaso, que por lo menos le queda el tiempo suficiente para matarse. Es decir: puede actuar todavía, lo que es un mensaje de esperanza. El escritor fracaso es un artista que tiene otra obra por venir. Como el consumidor de sushi: tarde o temprano dejará su cama para sentarse a la mesa.

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3 de febrero de 2006
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El ajedrez invisible

Una tarde de 1980, cerca de la localidad guipuzcoana de Azkoitia, el concejal de UCD Ramón Baglietto fue emboscado por un comando de ETA. Los etarras sospechaban que Baglietto los estaba denunciando a las autoridades, y aunque no lo hiciese, era un enemigo político. Así que dispararon sobre su vehículo en marcha, hasta que se salió de la carretera y se empotró contra un árbol. De inmediato, dos hombres armados se acercaron a pie y abrieron la puerta del coche. Para entonces, Baglietto había perdido el conocimiento. Nunca lo volvería a recuperar. Pero Azkoitia es un lugar pequeño. Tan pequeño que el conflicto político era casi un conflicto familiar. Según la viuda de Baglietto, años antes de su muerte, el concejal había salvado la vida de un bebé mientras su madre y su hermano eran atropellados por un camión. El bebé que le debía la vida era Kándido Aspiazu, que con el tiempo se convertiría en uno de sus asesinos. La promiscuidad del destino ni siquiera acaba ahí. Tras el atentado que le costó la vida a Baglietto, un funcionario municipal bloqueó una moción de censura contra los asesinos. El funcionario también se apellidaba Baglietto: era primo del muerto. Y finalmente, tras cumplir una condena de diez años, Aspiazu se reinsertó en la vida del pueblo y puso una cristalería. Pero su negocio está ubicado justo en el piso en que vivía su víctima, y la viuda Pilar Elías se cruza con el asesino de su esposo todas las mañanas, al salir de casa. Azkoitia es un lugar demasiado pequeño. El caso de Azkoitia, que anoche fue objeto de un documental televisivo, ilustra el grado de enfrentamiento social que viven algunos sectores del país vasco. Tanto Aspiazu como la viuda de Baglietto consideran que la presencia del otro es una constante provocación. Como suele ocurrir, todas las personas, incluso las que matan –o quizá especialmente ellas-, creen que son buenas. En estos días, algo raro pasa en España: el intransigente fiscal jefe de la Audiencia Nacional ha sido destituido tras declarar contra una reunión del ilegalizado partido nacionalista Batasuna. ETA ha puesto su cuarta bomba en una semana. El lehendakari vasco Juan José Ibarretxe presiona para que el gobierno y la banda armada lleguen a un acuerdo. Todo huele a movidas de piezas en un tablero de ajedrez que no vemos. Y sin embargo, la partida tendrá que llegar al final. La dureza de Kándido Aspiazu muestra que las medidas policiales no cambian la actitud de la gente. Ahora bien, la experiencia de los acuerdos de Irlanda enseña que los partidos conservadores golpean para que luego los de izquierda negocien. Si es así, la próxima oportunidad para una paz negociada podría tomar décadas. Ese es un lapso demasiado largo y -España es un lugar demasiado pequeño- para acumular tanto odio.

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3 de febrero de 2006
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El Boomeran(g)
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