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American Ellis

Los personajes de Bret Easton Ellis siempre son seres glamorosos y bellos que se convierten en algo horrible: niños ricos y diletantes que se transforman en vampiros, o yuppies millonarios transfigurados en asesinos en serie, o modelos de pasarela reconvertidas en terroristas internacionales. En el fondo, todas sus novelas parecen decir: mira qué bonito parece EE.UU. Y ahora, mira el infierno que es en realidad.

Su última novela, Lunar Park, acaba de aparecer en España, y sigue el esquema habitual con una variante esencial: esta vez el personaje es él, o al menos, alguien igual que él: un escritor ultramillonario y famoso que se llama Bret Easton Ellis y ha escrito las mismas novelas. Y lo que ocurre es que todo su pasado y todas esas novelas se convierten en los fantasmas que lo atormentan y atosigan. Como si esta vez dijese: mira qué hermosa ha sido mi vida. Y ahora, mira cuántos cadáveres escondo en el armario.

No soy un gran fan de Easton Ellis, pero disfruté mucho la primera parte de la novela, cuando este personaje narra su ascenso a la fama rodeado por unos personajes que se llaman igual que sus verdaderos viejos amigos. Easton Ellis –el de la novela-, se droga tanto que no parece que haya espacio físico en su cuerpo para que quepa tanta sustancia. Sus editores le asignan un guardaespaldas para protegerlo de sí mismo, y él intenta sobornarlo con drogas. Se pasa dos minutos clínicamente muerto en la bañera de un hotel. Está tan descuidado de sí mismo que se le afloja un diente durante una conferencia de prensa.

Lo más divertido es su parodia del trabajo del escritor: el personaje lleva un tiempo escribiendo su gran obra, una novela llamada Teenage Pussy o algo así, cuyo gran gancho es mezclar sexo con mutilaciones. Su proceso creativo se reduce a anotar varias posibilidades combinatorias de esos dos elementos hasta llegar a unas doscientas. Y eso es la estructura. Luego sólo hay que escribirla asegurando que tenga más de quinientas páginas. Lo único engorroso es la interminable gira promocional. Pero con un cheque de un millón de dólares podrá comprar suficientes drogas para sobrevivir a ella.

Durante los años noventa, para los críticos más conservadores, Bret Easton Ellis era considerado el ejemplo perfecto de lo que no se debe hacer en literatura: era considerado superficial, efectista, frívolo y reaccionario. Se aseguraba que su carrera literaria no duraría más que un hit musical en la radio. Y sin embargo, siguiendo esa receta, construyó el retrato fiel de una América sin alma, entregada al show business, a la apariencia y al placer sensorial pero vacía, incluso brutal, en su interior. Y aquí sigue. Y por cierto, con una novela que ha recibido excelentes críticas.

En Lunar Park, el mismo Easton Ellis forma parte de ese paisaje que describió diez años antes, un paisaje que alimenta a cambio de que lo alimente a él. Burlándose de América, se ha convertido en un ícono de ella. Enfrentándose a los críticos, ha terminado por ganarse su aprecio. El caso de Easton Ellis me hace preguntarme si un escritor realmente puede saber qué va a ocurrir con su trabajo, o si las novelas son como botellas al mar, que pueden ser llevadas a cualquier orilla por una corriente que escapa a nuestro control.

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2 de marzo de 2006
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Ese lenguaje indestructible

En otoño de 1968, el diario ABC publicó un artículo de Jorge Luis Borges. Pocos meses antes, el caballero de las letras argentinas había escrito en una revista de Buenos Aires lo que realmente pensaba sobre la cultura española. En aquel artículo, Jorge Luis Borges había dicho toda la verdad y nada más que la verdad. Era un artículo realmente muy bueno que debería reimprimirse.

Como es obvio, la gente del ABC desconocía el artículo y por lo tanto no podía sentirse ofendida, de modo que acogieron a Borges en sus páginas sin sombra de duda. Quienes sí habían leído el artículo argentino era la gente del diario Pueblo, órgano de los sindicatos franquistas y lugar del que saldrían muchos jefes de la prensa española actual. El diario Pueblo se rasgó las vestiduras y afeó al ABC que publicara a un enemigo de España.

“Es inadmisible que Borges pretenda inhabilitar a toda una generación española que ha dado su testimonio meritísimo en todos los géneros literarios”, bramaba el león sindical con su prosa campanuda. “No es honesto sugerir con una pirueta retórica que pensadores, filólogos y ensayistas como Zubiri, Laín Entralgo, Julián Marías, Tovar, Fueyo Álvarez y Tierno Galván, no tengan otros horizontes intelectuales que «festejar el coche de Ortega»”, se quejaba amargamente el sindicalista vertical. ¡Fueyo Álvarez! ¡Cráneo privilegiado!

“No se puede asistir a la indignidad de que un escritor de lengua española declare que piensa en inglés y que su propio idioma le oprime para la expresión literaria”. ¡Ah, la lengua! ¡A un español no se le puede tocar la lengua! ¡Sobre todo si es catalán o vasco!

Lo mejor era esto: “Sólo con indignación se puede escuchar que Madrid es «una ciudad sin otra elaboración intelectual que las greguerías»”. Expresión, creo yo, bastante acertada, pero que provocaba la santa indignación de los falangistas reciclados, de los agraviados, de los quejicas, de las plañideras identitarias y culturales, de los pigmeos mentales del franquismo y que sigue provocando la ira de sus herederos actuales.

Este idioma de hidalgo resentido que ahora predomina en las provincias independentistas, no es otra cosa que el eterno “¡viva mi dueño!” de este país de todos los demonios.

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2 de marzo de 2006
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Una pequeña duda existencial

¿Por qué hacemos lo que hacemos? Quiero decir, aun aquellos de nosotros que tenemos una vocación definida, que nos dedicamos a lo nuestro por pasión, con consciencia de que jamás elegiríamos hacer otra cosa (y de que probablemente tampoco podríamos hacer otra cosa, por pura inutilidad para el resto de los menesteres de este mundo): ¿por qué lo hacemos? Incluso en el caso de que nuestra vocación sea cierta y nuestro corazón puro, los motivos por los cuales hacemos lo que hacemos nunca son unívocos. Lo hacemos por amor, pero también porque nos gusta la atención que concitamos al hacerlo. Lo hacemos porque tenemos talento para ello, pero también porque nos seduce la idea de una cierta fama. Lo hacemos por compulsión, porque no podemos evitarlo, pero también por dinero.

Es posible que la pregunta sea retórica, que no exista respuesta. Pero al menos hay algo que podemos respondernos. Sólo nos consta que nuestra pasión es verdadera cuando hemos mordido el polvo de la derrota más abyecta, cuando no hemos obtenido ninguna de las prebendas que viene con el cargo: ni atención, ni fama, ni dinero, y aun así nos levantamos y volvemos a intentarlo. ¿O no pintó Van Gogh hasta que su mano perdió la capacidad de moverse y su cuerpo se desbarató por entero?

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2 de marzo de 2006
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Sobre diferencias y barreras

Me pidieron que escribiese sobre el músico argentino Luis Alberto Spinetta para una revista de Buenos Aires, y con la visión vuelta panorámica a causa (entre otras cosas) de este blog, me pregunté por las idiosincracias que distinguen a nuestras culturas hispanoparlantes. El rock argentino tiene fama de pionero en Latinoamérica y en España, pero no todos sus ídolos tienen el mismo eco más allá de nuestras fronteras. Calamaro es más conocido en España que Charly García y que Spinetta; Soda Stéreo, y por añadidura Gustavo Ceratti, son más populares que sus antecesores en el grueso de América Latina. He intentado que mis amigos españoles oyesen la música de Los Redonditos de Ricota, pero nunca logré que le viesen la gracia. El mismo recorrido puede hacerse en otros sentidos. En términos generales, el rock español jamás conmovió de este lado del Atlántico; los intérpretes pop siguen sonando en las radios, pero sin movilizar multitudes. Aquí la mayor parte de la gente no oyó hablar nunca de Mecano. Y los que conocen a Los Rodríguez los consideran una banda argentina, reclamando como propio al tándem Calamaro-Ariel Rot. Lo mismo ocurrió durante décadas con el rock producido en otros rincones del continente (con la excepción de Brasil, que es un continente en sí mismo). Bandas como El Tri y Los Jaivas eran fenómenos aislados, paladar de minorías. Por fortuna esto ha cambiado. Personalmente, hace ya largo rato que prefiero la música de algunos mexicanos antes que lo que pasa hoy por rock en la Argentina. ¡Larga vida a Café Tacuba y Natalia y La Forquetina! Lo mismo ocurre, sin dudas, en otras ramas de la expresión artística. Almodóvar sigue siendo un placer que trasciende fronteras, pero es un fenómeno que empieza y termina con él, puesto que el resto del cine español carece de difusión en la Argentina. (Álex de la Iglesia tiene su merecido culto, pero la única de Amenábar que funcionó aquí fue Los otros.) Es una pena, porque las películas de Isabel Coixet, por mencionar tan sólo un ejemplo, merecen llegar a un público latinoamericano infinitamente más amplio. Y con la literatura, ni hablar. Más allá de los figurones consagrados (hablo de personajes de la talla de Saramago y de García Márquez), casi nadie repite fuera de casa el éxito que consigue en su tierra. En la Argentina Javier Marías, Manuel Vicent y Javier Cercas son un placer de iniciados. Por supuesto, aquí entra a tallar un aspecto de la cuestión que deja de lado las idiosincracias culturales (que al fin de cuentas son disfrutables, por aquello del viva la diferencia) y se monta específicamente en la política de las editoriales y de las distribuidoras de cine. Fenómenos como los de Alejandro Iñárritu (Amores perros, 21 gramos) y Walter Salles (Estación central, Diarios de motocicleta) son excepciones a la regla que dificulta la circulación de las obras (cinematográficas en este caso, pero también literarias y musicales) en el vasto territorio de la América y de la Europa hispanoparlantes. Ninguno de nosotros puede escapar a esta batalla: ¡tenemos que luchar contra gigantes, colosos que no son precisamente molinos de viento, para lograr que nuestras obras lleguen a su público más natural! Volviendo al amigo Spinetta, es fácil entender por qué su obra no se volvió masiva en Hispanolandia. Se trata de un artista complejo, de poética oscura, música cortante y voz personalísima; quiero decir, no es David Bustamante. Pero aquellos que sientan debilidad por los creadores a los que les gusta arrojar el guante a su público (desafiar antes que complacer), encontrarán en su obra un universo de una singularidad pocas veces vista en la música popular de los últimos treinta años. Tanto como solista como parte de las bandas Almendra, Pescado Rabioso o Jade, Spinetta creó algunas de las páginas más bellas del rock en español. Pudiendo elegir entre tantas, me quedo hoy con una simple zamba que Spinetta escribió a los quince años, Barro tal vez: Si no canto lo que siento / me voy a morir por dentro / he de gritarle a los vientos hasta reventar / aunque sólo quede tiempo en mi lugar. Ya lo estoy queriendo / ya me estoy volviendo canción / barro, tal vez.

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1 de marzo de 2006
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¿Para qué sirve una momia?

Hace pocos meses la prensa internacional daba una noticia que afectaba al mundo de la música clásica. Muy rara vez los periodistas consideran que la música seria puede interesar a la gente que lee diarios, pero en esta ocasión la razón era de peso: un desconocido había pagado dos millones de dólares por un manuscrito de Beethoven.

Sin embargo, ni siquiera se trataba de una obra fundamental, sino de la transcripción para piano a cuatro manos de la “Gran Fuga” Op.133 para cuarteto de cuerda. ¿Por qué alguien pagaba tan descomunal cantidad por una tarea de aliño? Es como pagar una traducción al precio del original.

El musicólogo Alex Ross logró permiso para examinar el manuscrito durante media hora y se quedó helado. Es mucho más que un mero resumen para interpretar en casa. Los cambios que introduce Beethoven ayudan a comprender los últimos y decisivos años del músico más radical de la historia. Según Ross, a pesar del tremendismo de la Gran Fuga, es posible que siga el modelo de la ópera bufa de Rossini. Las variantes de la transcripción lo confirmarían. El trascendentalismo que se le atribuye puede ser un fiasco.

El hallazgo de este tipo de documentos nos ayuda a entender lo que debió de ser, en la época del humanismo, la aparición de una nueva tragedia de Sófocles o de un diálogo desconocido de Platón. Nuestro relato imaginario de la vida humana sobre la tierra gana de pronto un nuevo capítulo, incorpora un personaje inesperado, complica el argumento, enriquece el relato o lo ensombrece.

Algunos diálogos de Platón se descubrieron en los papiros que envolvían a las momias egipcias de la época alejandrina. Aquellas hojas tan astringentes eran las más indicadas para amortajar. Los incomprensibles signos que las cubrían añadían un toque mágico a la operación de embalsamar.

Las momias guardaron aquel secreto del espíritu en sus gélidas celdas hasta que al cabo de muchos siglos volvieron al mundo e iluminaron a los más encendidos espíritus del Renacimiento. Desde sus tumbas, las voces de los muertos lanzaron su antiguo verbo hasta fundirlo con la poesía de Shakespeare.

El manuscrito de Beethoven ha aparecido en un cajón almacenado junto a miles de papeles inútiles en un Seminario Teológico de Filadelfia.

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1 de marzo de 2006
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Superhéroes

En este mundo, los superhéroes están prohibidos legalmente. Sus funciones han sido transferidas a la policía. Pero ellos no lo llevan nada bien. Uno de ellos se resiste a la jubilación forzada y mata a un violador para demostrar su compromiso con la ley y el orden. Otro se vuelve mercenario en Vietnam. Un tercero trabaja para el gobierno como arma secreta contra los rusos. Y otro invierte su dinero e imagen en una empresa de cursos de superación personal por correspondencia. Estamos en el universo de los Watchmen de Alan Moore, una historieta que revolucionó el concepto de los superhéroes en los años ochenta. Hasta entonces, los héroes eran buenos y la bondad era una institución monolítica muy bien organizada: el capitán América atacaba a los nazis, Batman se ocupaba de los delincuentes y Superman conjuraba las amenazas intergalácticas. En la historieta de Moore, en cambio, los superhéroes siguen siendo poderosos, a veces sobrenaturales, pero empiezan a ser moralmente humanos: uno de ellos es alcohólico, otro es un extremista de derecha, uno comete una violación, otra es lesbiana (y por cierto, como es la década Reagan, sólo a ésta la expulsan del grupo por razones de imagen). O sea, son como la gente. Peor aún: como sería la gente si tuviera superpoderes. En la Arcadia de los héroes de cómic, nada volvió a ser lo mismo desde Watchmen: pronto llegaron los X men y sus conflictos existenciales de minoría marginal, y tras la hecatombe nuclear surgió El juez Dread, cuya ambigüedad moral deriva de su condición híbrida entre superhéroe y funcionario público. Y es que los héroes que creó Moore son como los dioses griegos: seres imperfectos que luchan entre ellos, a menudo violentamente. Y su historia funciona precisamente como una tragedia de nuestro tiempo, en que las pasiones (sobre)humanas entran en conflicto y a menudo destruyen a sus propios dueños. Hoy, cinco años después del 11-S, leo en el periódico que incluso los superhéroes tradicionales están divididos políticamente. En la gran convención de la industria del cómic NewYork ComicCon, el Capitán América defiende las libertades y el Hombre de Hierro propone recortarlas en nombre de la seguridad nacional. El Hombre Araña aún no ha tomado una posición. Los editores y los guionistas de los grandes sellos de historieta como Marcel y DC Comics han inoculado la realidad mundial en las ciudades góticas y las metrópolis. Pero el mundo ya no es ese planeta en blanco y negro en el que crecieron los héroes panfletarios del siglo XX. Graham Greene escribió una vez: “Antes o después hay que tomar partido, si hemos de seguir siendo humanos”. En nuestro universo prenuclear, los superhéroes tienen la ventaja de no serlo. Algunos, como el Dr. Manhattan de Watchmen, incluso pueden darse el lujo de decir: “los asuntos de los humanos no me incumben. Me voy de esta galaxia a otra menos complicada”. Qué envidia ¿no?

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1 de marzo de 2006
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CERCAS, UN AÑO DESPUÉS

Hace un año que Javier Cercas publicó su novela La velocidad de la luz. Superar un gran éxito puede ser mucho más difícil que salvarse del fracaso. Soldados de Salamina, la novela anterior, arrasó de tal manera las ventas de libros que parecía ser una trampa definitiva para su autor. De dos cosas una: o volvía a repetir el mismo libro y fallaba, pues no había posibilidad de volver a ocupar el techo del mundo de las ventas, o cambiaba por completo de orientación y dejaba a sus lectores despistados. Su respuesta fue elegir ambas soluciones con aquella “Velocidad de la luz” que nunca cobró la velocidad del éxito anterior.

Lo veo en un detalle sencillo: ya tuvo, en los últimos meses, varias discusiones sobre Soldados de Salamina, la película que se sacó del libro, y casi nadie me habla de la última novela. Es una lástima porque, después de tener mis reservas y de volver a abrirla, me parece que no es mal libro y sobre todo que se hizo una lectura equivocada de la historia que cuenta. Por incluir la trayectoria de un novelista que pasa del anonimato a un éxito fenomenal, todos los lectores y los críticos se centraron en una supuesta estrategia de su autor buscando una salida propia. No faltaba nada para enfocar la lectura de esta manera, hasta la famosa citación de Oscar Wilde: “Hay dos tragedias en la vida. Una es no conseguir lo que se desea. La otra es conseguirlo”.

En realidad, lo que había en el libro era un tremendo homenaje a la literatura de los Estados Unidos. Saul Bellow, Philip Roth, Bernard Malamud, John Updike, Flannery O’Connor, Stanley Elkin, Donald Barthelme, Robert Cooper, John Hawkes, William Gaddis, Richard Brautigan, Harry Mathews, Henry David Thoreau, Ralph Waldo Emerson, Nathaniel Hawthorne, Mark Twain, Henry James, William Faulkner, Thomas Wolf, Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway. La manera en que, en las primeras páginas, se opone a aquella formidable lista el único nombre de Mercé Rodoreda, la autora catalana, es una manera de gritar “Yankees come home” cuando hablamos de la casa Literatura.

La velocidad de la luz no es una estrategia de salida del éxito y basta para convencerse de ello leer otro libro, en realidad un librito, de Javier Cercas que se titula Una oración por Nora. Su precio es de un euro. No tiene ni ochenta páginas y es un producto medio institucional, pues se publicó dentro del “pacto extremeño por la lectura”. Es excelente. No voy a contar la historia, que utiliza la misma atmósfera de una pequeña ciudad universitaria, y también la misma presencia del remordimiento, que nutren La velocidad de la luz. Cercas no se obligó a escribir nada, lleva en él aquella dimensión gringa.

Lo que se obligó hacer, supongo, es no titular su novela “Soldado del Vietnam” aunque fuera, otra vez, la historia de un soldado después de una guerra, esta vez la de un soldado norteamericano combatiendo el Vietcong. Y quizás, quizás, es ahí de donde proviene la diferencia. Al escribir Soldados de Salamina un novelista que conoce la literatura anglosajona no puede apartarse de la tremenda producción que salió de la guerra civil de España. De manera natural tiene que ubicarse al nivel de maestros, empezando por Hemingway. Pero cuando de la guerra de Vietnam se trata, ¿de qué hablamos? Tengo Reporting Vietnam, la recopilación de The Library of America y acabo de releer la tabla de los contenidos. Hunter S. Thomson, Norman Mailer, Tom Wolf, Michael Herr, Mary McCarthy, Philip Caputo son los únicos que pueden reivindicar la profesión de escritor. Todos los otros son periodistas. Y si quitamos a Herr (cuyo Dispatches sigue siendo una maravilla) el Vietnam no se relaciona con lo mejor de la obra de estos escritores.

Hay grandes guerras para la literatura: Stendhal, Tolstoi, son pruebas de lo que se puede hacer con unas campañas de Napoleón. Pero existen combates que no traen nada especial para los escritores. Vietnam es un ejemplo (a pesar de que hizo tanto para el cine, desde "The Deer Hunter" a "Apocalipsis now"). Es lo que faltó a Cercas: un punto de referencia válido en la literatura para alzarse otra vez a la cumbre. Al escribir esto hago enseguida una fe de erratas: existe un novelista del Vietnam, cuyo estilo, directo y lleno de sustantivos debe mucho a Hemingway. Es Tim O’Brien. Anagrama tradujo su En el lago de los bosques. Merece una relectura. Tal como La velocidad de la luz.

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28 de febrero de 2006
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Gracias

Desde que se abrió este blog, es la primera vez que entrego mi despacho tarde. Pero mi editor comprende. Es que me he ganado un premio. Ayer recibí la llamada a medio día. Sabía por el periódico que la presidenta del jurado era Ángeles Mastretta, así que cuando escuché un acento mexicano al otro lado de la línea, imaginé de qué se trataba. Tras el anuncio hablé con todos los miembros del jurado. Aunque “hablar” es mucho decir. Me limité a balbucear unos agradecimientos. Supongo que uno nunca parece tan retardado mental como cuando es feliz. Mientras hablaba con el jurado quería saltar de alegría, pero tengo una pierna rota, así que me limitaba a dar vueltas en la silla giratoria de mi escritorio. Luego pensé: “espero que no me quiten el premio por ser incapaz de articular dos oraciones seguidas”. Pero no me lo han quitado. La editora habló al final, y me pidió que no dijese nada hasta el anuncio oficial, que sería tres horas después. Me dijo que pasarían a buscarme para contactar por videoconferencia con la presentación. Eso significaba que debía arrastrarme con mis muletas hasta la ducha y procurar estar presentable. Pero mientras lo hacía, llamó mi mamá: -Hola, hijito. -Hola, mamá, en realidad, ahora mismo no puedo hablar. (La editora me ha dicho que no diga nada, que no diga nada) -¿Cómo que no puedes hablar? Nunca estás, hace semanas que no conversamos. -Sí, bueno, es que me tengo que… bañar. -¿Cómo está tu pierna? -Voy a colgar ¿OK? -Ni se te ocurra. Al final, se lo dije. Pegó un grito que amenazó con dejarme sordo además de cojo. Me alegró oírla feliz y pensar que era por mí. Finalmente, conseguí ducharme sin romperme ningún otro hueso y llegué a la videoconferencia. Mientras el jurado hablaba de la novela, me costaba reconocer que esos escritores estaban hablando de mí. Me costaba admitir que gente que admiro tanto pudiese siquiera saber que existo. Pero sí, hablaban de la novela: Abril Rojo. A partir de ese momento, el día fue vertiginoso. Hablé con mucha gente de España y América Latina, agradecí (aún sigo agradeciendo) y hablé de esta novela durante toda la tarde. Alguien me preguntó qué iba a hacer con el dinero. Entonces recordé que le había dicho a mi novia que, si ganaba el premio, tendríamos un hijo. Dije eso porque no imaginaba que iba a ganar. Pero ahora me temo que tendré que cumplirlo. El jefe de prensa de la editorial comentó: “pues te va a salir caro el premio”. Tuve una celebración bastante discreta, una cena y eso, básicamente porque es difícil ir a bailar con un yeso en una pierna. Como gran exceso de la noche, fumé un montón de cigarrillos y bebí mucho vino. Y ni siquiera eso fue fácil. Traten de manejar las muletas con tres copas encima y verán. Esta mañana me han despertado las llamadas de mis amigos. Como bajar a comprar el periódico es toda una operación de alta precisión, ellos me van contando lo que se ha publicado: “Oye, siento lo de tu pierna. Me enteré por el periódico que te la has roto” dice uno. “El presidente del Real Madrid ha renunciado justo ayer, te ha robado todas las portadas” dice otro. Mi buzón de voz está lleno, mi e-mail tiene 140 mensajes, el sms ha recibido otros treinta, el blog de ayer tiene 52 comentarios. Entre los remitentes, aparece gente que no he visto en años, compañeros de colegio, viejos amigos de la universidad, hay gente que no sé quién es, y otros que no sabía que me conocieran a mí. Está, en suma, toda mi vida en mensajes. En momentos como éste, las personas con que has compartido cosas se acuerdan de ti, y tú no tienes tiempo de decirles a todos “gracias”. Supongo que el mejor agradecimiento es compartir con todos ustedes lo que escribo. Pero quería dedicar este blog específicamente a eso: a darles a todos ustedes las gracias por estar ahí, y por sentirse felices cuando me siento feliz yo.

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28 de febrero de 2006
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Aguante

En la Argentina de los últimos años se usa mucho una expresión que me resulta muy simpática, y que como tantas del lenguaje popular tiene su origen en el argot de los delincuentes. Un aguantadero es un sitio donde esconderse después de cometer un delito, mientras pasa el ardor de la pesquisa y de la persecución. Hacer el aguante es, pues, poner el hombro para que otro se haga firme. Por eso, cuando en estos lares se quiere expresar nuestro apoyo a alguien, lo que se dice es aguante. Aguante Diego. Aguante Calamaro. Aguanten los Stones. Todo lo que hoy quiero decir es: aguante Roncagliolo. Felicitaciones por el premio. Y aguante El Boomeran(g), ya que estamos. Es lindo sentir que de alguna manera el Alfaguara queda en casa.

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28 de febrero de 2006
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Señales apenas perceptibles

En uno de mis últimos saltos a Londres, hará un par o tres de años, tuve la impresión de que me había percatado de algo, pero tardé en saber lo que era. Como en cada ocasión, me había acercado al British para pasear por las grandes naves sombrías. Uno se siente muy a gusto bajo las alas de las esfinges asirias o en compañía de un Horus gigantesco tallado en basalto. Suelo concluir el paseo en la magnífica instalación de Lord Elgin, ese admirable ladrón, no por una particular debilidad hacia Fidias, sino porque es la sala mejor iluminada y da mucho sosiego acabar la visita de los monstruos asiáticos junto a los dioses occidentales con forma humana. Sin embargo, en aquella ocasión me pareció advertir algo raro y salí de allí con el alma encogida. Sólo mucho más tarde caí en la cuenta de que la prodigiosa hecatombe, la procesión de guerreros a caballo, la finas mujeres de rectos peplos, estaban allí para mí solo. Quiero decir que no había nadie más en la sala. En cambio, recordé que los espacios dedicados al arte egipcio rebosaban de turistas, colegiales, aficionados, quizás expertos. Que la sala del Partenón estuviera vacía y repleta la de las momias y demás parafernalia piramidal, me dejó helado. Me pareció intuir el fin de un camino que desde la Ilustración dieciochesca, a través de las vanguardias formalistas de los años treinta, había mantenido en pie la relación entre el entendimiento y el sentimiento como fuerzas equipotentes. Y que ahora estaba comenzando una nueva etapa en la que el entendimiento carecería de peso frente a un sentimentalismo de aluvión. No es la primera vez. En tiempos de Chateaubriand, y a pesar de la indudable expansión científica del momento, los intelectuales y artistas decían preferir el misterio a la claridad. Aquel romanticismo tardío gustaba más de los nocturnos que de los amaneceres y odiaba los mediodías. La exactitud, la certeza, el recto juicio les parecía cosa de sensuales volterianos. Ellos amaban las someras llamitas que parpadean en las ermitas sin ventana que a veces sobresalen entre la nieve de los Alpes réticos. Un románico egipcio, para entendernos. Y odiaban los despejados templos ateos de Ledoux y Boullée, inundados de luz. Algo así parece estar volviendo de la mano de los nacionalistas y de los eclesiásticos, una nueva predilección por lo opaco, lo desconocido, lo insondable, lo mágico. Una nostalgia de los faraones y del incesto sagrado. Un menosprecio del ágora y de los banquetes con vino e ideas. Esperemos que, por lo menos, regrese también el láudano.

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28 de febrero de 2006
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El Boomeran(g)
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