
Félix de Azúa
Lunes 20 de marzo
El blog del lunes no se publicó porque era fiesta en Madrid. En Madrid, Madrid, Madrid. En la puerta del cielo.
Estos asuntos son sagrados. Yo no soy quién para opinar.
Martes 21 de marzo
Odiosas comparaciones
Yo no sé en qué estaría pensando el comisario del Museo d’Orsay cuando se propuso esta exposición sobre Cézanne y Pissarro. Es verdad que viven de fecha en fecha bastante igualados, aunque Cézanne, el discípulo, sobreviva tres años a Pissarro. No es menos cierto que eran muy buenos amigos y vivieron y pintaron juntos y felices. El susto le viene a uno cuando ve sus pinturas las unas junto a las otras. Parece como si alguien hubiera previsto un diabólico plan para hundir a Pissarro, arruinar a los propietarios de sus cuadros y llevar al suicidio a los autores de tesis doctorales sobre el impresionismo.
Desde la mismísima entrada, donde cuelgan sus efigies mirando al público, ya está todo dicho. Ambos autorretratos son de 1873. Pissarro busca el parecido, Cézanne busca la pintura. Una diferencia que se constata cruelmente cuando se plantean objetos similares como el Jardín de Maubuisson de 1877. Se sentaron uno junto al otro en los taburetes plegables. Miraron al mismo lugar, un ameno huertecillo con frutales. Se dirigieron una sonrisa mientras mezclaban los pigmentos. Luego uno pintó un paisaje y el otro pintó la pintura.
Pissarro, como los impresionistas a los que se unió, cree estar copiando el mundo, imitándolo, dando su visión personal sobre cosas que todo el mundo es capaz de ver, árboles, vacas, señoras o atardeceres. Cree realmente que el mundo es anterior a lo que él pinta. Los impresionistas no son modernos, son clásicos.
Cézanne no copia el mundo, la naturaleza o los objetos, sino que pinta la pintura, la inventa como arte soberano que no depende de la existencia de árboles, vacas, señoras y atardeceres. Su pintura es, en todo caso, la creadora de mundos y si me apuran de vacas. Es un moderno, aunque muy posiblemente él no lo supiera.
Lo más bonito, sin embargo, es que Cézanne siempre le tuvo un gran cariño a Pissarro y cuando éste murió se sintió tan desolado que copió algunas telas del difunto para consolarse y recordarle, como quien mira fotos de un antiguo paisaje destruido por la guerra, o quizás como quien desteje el tapiz de una amada Penélope.
Las copias, ciertamente, acaban de hundir al pobre Pissarro en la nada, sin que tal fuera la voluntad de Cézanne, muy al contrario, pero son como feroces puñetazos que golpean allí donde Pissarro había pintado tiernas mejillas. Hay amores que matan.