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Bajas pasiones

El viernes 14 de abril, la dirección del diario Liberation, a pesar de la barriga cervecera que le desborda por sobre el cinturón, se enfundó sus tejanos más chulos, la camiseta con la bandera cubana, el pañuelo de Al Fatah, y se apostó a la puerta del colegio por ver si pillaba algún adolescente incauto.

Une jeunesse determinée et vigilante”, titulaba en portada, pero ni esa página ni las siguientes aclaraban cuál era la determinación, ni qué objeto o ente estaban vigilando los jóvenes franceses.

Luego anunciaba: “Encuentros con jóvenes que han sido considerados individualistas y pasivos, pero que ahora se imponen en el debate político”.

Da vergüenza transcribirlo. Ni siquiera un desesperado deseo de ligar puede justificar semejante sarta de majaderías en un diario “de izquierdas”.

Nadie ha creído jamás que los jóvenes actuales (¡ni los antiguos!) sean individualistas, sino más bien gregarios. En España, por ejemplo, pirrados por el botellón. Y en Francia no han impuesto absolutamente nada, sino que se han dejado manipular por los sindicatos, únicos vencedores en la batallita del contrato juvenil. Un papel que escapaba al estricto control que desde 1950 ejercen estos caballeros con contrato indefinido.

Los periódicos tratan desesperadamente de que algún menor de cuarenta años los lea, pero ni siquiera son coherentes con su hiperdulía pedófila. El mismo día y en el mismo diario, Baudrillard decía exactamente lo contrario: “Este ha sido un acontecimiento-farsa en el que se representaba el melodrama del “Poder y los Otros”, o sea, los rebeldes, sin que nadie se tomara realmente en serio el papel de actor histórico”.

Luego calificaba la lucha contra el contrato juvenil como “acontecimiento gamberro” (évenément voyou, rogue event), modelo de acción política inocua en perfecta consonancia con la corrupción absoluta de los políticos actuales.

De modo que en el mismo diario coincidían los intentos de seducción tipo “Corte Inglés” (“¡eres rebelde, único, irrepetible, así que cómprame estas carísimas zapatillas que lleva todo el mundo!”), junto con el insulto de un viejo desengañado que ya no espera ganar ni un duro con los adolescentes.

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18 de abril de 2006
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SIBERIA

Me encanta leer las aventuras de Mijail Jodorkovski en su cárcel de Siberia. No tengo ninguna simpatía por el ex magnate ruso del petróleo. No hay dudas de que cometió los delitos de estafa y evasión de impuestos. Tampoco se puede negar que era un tiburón más en la lucha de los empresarios que robaron Rusia por completo en lo que fue el final de la Unión Soviética. Única diferencia entre él y sus compañeros: no ha querido o no ha sabido mantener una buena relación con Vladimir Putin. He leído suficiente literatura rusa como para saber lo que pasa cuando alguien molesta al zar. Si se le da un tratamiento suave (caso de Pushkin) vive un destierro de unos años en una aldea hundida en el infierno del invierno. Si se le da el tratamiento normal va a Siberia. Entonces todo es posible desde el punto de vista de la literatura. Puede morir pero también puede volver siendo un genio tal como lo hicieron Dostoievski en el siglo XIX y Solzhenitsyn en el siglo XX.

Jodorkovski, quien al parecer recibió hace poco una herida en el rostro después de vivir otros acontecimientos peligrosos para su vida, vive en una cárcel cerca de la frontera China. Por el momento, no existen indicios de su futuro como escritor. Esto es lo que me preocupa. Putin no cambia la tradición del poder ruso. Su modo de actuar es despótico, arbitrario, imposible de entender para los demócratas de Occidente. Nosotros (los amantes de la literatura) lo podemos entender: Rusia sigue siendo Rusia. Pero parece que cada vez que leemos algo sobre su víctima Jodorkovski comprobamos una pérdida definitiva para la literatura. El nuevo poder es tan vulgar, tan lejano de Dios y tan cercano a las divinidades del mercado y del hampa mafiosa que jamás, nunca, volverá a producir, por el milagro del mero rechazo, los genios del pasado.

Para hacerme entender basta citar a la poeta Anna Akhmatova. Su papel bajo Stalin, sus amigos encarcelados en el Gulag, sus encuentros: Rilke, Modigliani, y hasta Brodsky, un Josef Brodsky joven, al final de su vida, son testimonios de lo que puede un poder absoluto en el mundo eslavo. Vivir en un territorio donde se distingue de manera obvia el bien y el mal, el mundo de la vida normal y el mundo del exilio interno es una ayuda tremenda para los escritores. Pero ¿qué es lo que diferencia a un Jodorkovski? Que es tan tiburón como Putin. Si un escritor incipiente le encontrara en su cárcel del oriente no sería un encuentro que le ayudaría más que una entrevista con un mafioso en una cárcel de EE. UU.

No fue el caso de Dostoievski que escribió una obra de demonios después de vivir los diez años que cuenta en su libro Memorias de la casa de los muertos. Hace diez años, cuando J.M.Coetzee, caminando hacia su Premio Nobel, publicó El maestro de Petersburgo, la experiencia de Siberia que su héroe, el propio Dostoievsky, llevaba en sí mismo no necesitaba ser descrita. En la novela, cuando Anna Segueyevna le dice «you were in Siberia» (fuiste en Siberia) no se añade ni una palabra y ya entendemos de qué se trata, de la tormenta que aguanta una persona. De la tormenta que nos ha dado después la potencia de Alejandro Solzhenitsyn contando, en Un día en la vida de Iván Denisovich, un día en la vida de un detenido en la cárcel compartida por todos que no se llama tanto Siberia sino vida humana. (Es una cárcel si queremos que sea cárcel…).

Cada vez que leo las aventuras de Jodorkovski, recuerdo un día en Londres con el escritor Bruce Chatwin en los años ochenta. Era un almuerzo cerca de Green Park donde fuimos a pasear después de comer. Bruce me hablaba de Ossip Mendelstam, otra alma cercana a Ana Akhmatova, y me aseguraba: «en el último testimonio que tenemos, Ossip hablaba de Virgilio a otros detenidos que se acercaban como podían al pequeño fuego que tenían para calentarse». No sé si la anécdota es cierta, pero tengo serias dudas de que Jodorkovski, ex hombre más rico de la nueva Rusia, hable de Virgilio en su cárcel del Oriente.

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17 de abril de 2006
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Felices Pascuas (II)

Otra Pascua inolvidable, por todos los motivos equivocados, fue la de 1987. Un grupo de militares se había alzado contra el gobierno democrático de Raúl Alfonsín, la primera administración civil consagrada por las urnas después de la dictadura que se extendió entre 1976 y 1983. Fuimos miles de personas las que marchamos rumbo a la Plaza de Mayo para manifestar nuestro apoyo a la democracia. Estábamos dispuestos a no repetir la historia, y por eso protagonizábamos la demostración masiva que por desgracia no ocurrió en 1976: la gente puso el cuerpo para expresar su rechazo a los militares fascistas, aunque eso supusiese riesgo para su persona. Creo que la mayoría de nosotros estaba dispuesta a resistir, a jugarse la vida, con tal de que no sobreviniese una nueva dictadura; por eso salimos a la calle, para expresarle al gobernante democrático que no estaba solo, que podía contar con nosotros. Pero en lugar de hacerse fuerte con el apoyo popular, Alfonsín negoció en las tinieblas con los militares. Salió al balcón de la Casa Rosada para dar un discurso confuso en que habló de economía, nos instó a ajustarnos los cinturones y nos despachó a casa con un saludo que todavía hoy no puedo oír sin desagrado: “¡Felices Pascuas!” Se ve que Alfonsín ignoraba que sin Resurrección no hay Pascua. Y ese 1987 no resucitamos: tan sólo morimos, y cuando creímos que sobrevendría la gloria nos enviaron de regreso al hoyo de la tumba.

Es posible que Alfonsín no haya querido afrontar la responsabilidad de un baño de sangre. En todo caso, el precio de esas vidas que se salvaron fue altísimo: la injusticia primero, y poco después el desastre. A comienzos de junio el Congreso aprobó la infame Ley de Obediencia Debida, que eximía de responsabilidad a secuestradores, torturadores y asesinos por el simple hecho de que habían obedecido órdenes de sus superiores militares. Todavía hoy esa gente camina entre nosotros: nos la cruzamos sin saberlo en los cines, en los bancos, en los supermercados. Debilitado por sus concesiones, Alfonsín fue fácil presa de los poderes económicos que fogonearon la hiperinflación y terminaron eyectándolo de la Presidencia antes de tiempo. En el vacío de esa derrota moral, ¿a quién puede extrañar que surgiese un engendro como Menem?

Yo creo que Alfonsín actuó como un político de raza, acostumbrado a negociarlo todo aun cuando no todo es negociable y a recurrir a la gente tan sólo cuando necesita su voto. Cuán diferente es Kirchner, que ante la menor presión recurre a los micrófonos y le dice a la gente quién está amenazando al gobierno: esta petrolera, el FMI, los ganaderos que apuestan a la subida de los precios de la carne… Y la gente, como cuadra, le responde en la calle. ¿Será que Argentina resucitó al fin, no a los tres días sino a los treinta años?

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17 de abril de 2006
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Sexo en los glaciares

Atención padres, no se dejen engañar: estoy escandalizado por la carga sexual de la película Ice Age 2: el deshielo, un filme supuestamente infantil lleno de segundas intenciones marcadamente eróticas.

La historia comienza cuando un irresistible calor comienza a apoderarse de los animales y a derrumbar las barreras de su mundo. En un evidente símil de una adolescencia calentorra, tres de ellos parten en dirección hacia la madurez: un mamut y un tigre dientes de sable -con las caras llenas de colmillos, trompas y otros símbolos fálicos- y un perezoso llamado Sid, que es su gurú sexual.

En efecto, a lo largo del camino queda claro que el tigre y el mamut reprimen su sexualidad mientras Sid les ofrece terapias con frases como “enfrenta tus miedos” o “no atreverte es egoísta”. La cosa se agrava cuando conocen a una hembra mamut que, incapaz de asumir su identidad sexual, cree que es una zarigüeya y juguetea mórbidamente con dos minúsculos ejemplares de esa especie.

Poco a poco van quedando claras las debilidades de cada uno. El mamut y el tigre están continuamente a punto de hundirse en la perversión, simbolizada por el agua, donde dos monstruos repugnantes tratan de arrastrarlos a las profundidades. La inundación cada vez gana más terreno, y ellos tratan de llegar a la madurez sin perderse en el camino. Por su parte, el perezoso Sid congrega a una manada de perezosos menores de edad que, tras una noche de bailes desenfrenados y orgiásticos, quieren sumergirlo en un profundo agujero volcánico lleno de fuego líquido (Quizá esa sea la metáfora más facilona de la película, por cierto).

Llegado un punto, todos comienzan a superar sus traumas. La mamuta, tras un proceso de introspección, aprende a aceptarse a sí misma y se cuelga de la trompa del mamut. El tigre admite su derrota y deja de toquetear al paquidermo. Y Sid decide contener sus impulsos pedofílicos.

Cuando ya van a llegar a su destino, un gigantesco orgasmo terminar por inundarlo todo y aislar a la mamut hembra. El mamut la salva aprovechando la fuerza de los monstruos marinos, que representan su lado más oscuro. Y el tigre se libera de sus represiones y se atreve finalmente a sumergirse en el líquido con las zarigüeyas y Sid. Es el momento del clímax, cuando todos aprenden a vivir con sus perversiones.

El final, claro, es feliz. El tigre no permite que Sid se vaya con sus pequeños porque, según dice, no se pueden separar de él: “Sid es el líquido viscoso y pegajoso que nos mantiene juntos” explica claramente. La relación entre los paquidermos es saludada por una erección masiva de trompas de mamut. Y todos se van juntos y apartados a vivir su sexualidad de forma comunitaria, Sid montando al mamut, incapaz de contenerse por más tiempo. 

Yo es que no tengo hijos, pero si los tuviera, llamaría a la Sociedad Protectora de Niños, o a la Liga Moral, o a quien corresponda, porque nuestros muchachitos no pueden estar sujetos a la nefasta influencia de esta película degenerada. Cuidado, padres. Por todos lados hay lobos disfrazados de ovejas.          

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17 de abril de 2006
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Cacos

En el Museo de Bellas Artes de Estrasburgo hay una salita donde se muestra un sólo cuadro. No es muy grande, vendrá a medir unos 40X50, y tampoco es demasiado importante, el típico Canaletto titulado “Vista de la Iglesia de la Salute desde la entrada del Gran Canal”. Para ser ecuánimes, es un buen Canaletto, no tiene la factura plana y gris de los canalettos hechos en serie por sus obreros de taller, sino que hay pincelada del maestro. Pero la importancia del cuadro no está en la pintura.

Sobre uno de los muros de la salita, el museo se justifica. Es cierto que el Canaletto fue robado por los nazis a la familia Alttmann, judíos vieneses exterminados casi por completo. Es cierto que poco después, en 1938, lo compró en subasta pública un tal Hermann Voss, el cual, a su vez, lo vendió en 1949 a Othon Kaufmann y François  Schlageter, judíos vieneses que habían huido a tiempo de la matanza.

¿Conocían la procedencia del cuadro? ¿Nunca estuvieron en casa de sus hermanos de persecución? ¿Nadie les habló de la colección Alttmann a ellos, que eran coleccionistas? ¿No sabían los vieneses de entonces quién poseía tal o cual pintura? Difícil de averiguar. Ya han muerto.

Kaufmann y Schlageter cedieron el Canaletto al museo como legado testamentario. Ahora, tras la reclamación de un superviviente de la familia Alttmann, la ciudad de Estrasburgo deja claro que ha actuado honradamente y que ha compensado al heredero.

Así deberían hacer los museos y coleccionistas que tienen obra robada por los nazis a familias judías. Es decir, todos los museos y coleccionistas, porque hay decenas de miles de piezas que pertenecen al expolio más repugnante de la historia y están en los más reputados museos y colecciones del mundo. Hace ya unos años que un grupo de detectives artísticos les sigue el rastro, pero la tarea es infinita.

Sólo a una de las innumerables víctimas, Jacques Goudstikker, marchante de Amsterdam, le robaron mil cien pinturas. Por lo menos. Son las que tenía catalogadas. El gobierno holandés se ha visto obligado a devolver más de doscientas que tenía dispersas en diversos museos estatales.

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17 de abril de 2006
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Viejo glorioso (2)

Era a todas luces nórdica y muy joven, medía unos dos metros de altura y bajo su cabellera habríamos podido dormir todos los presentes, como bajo el manto de la Virgen de los Desamparados. Las curvaturas y grosores anatómicos que la adornaban eran de una rotundidad soberbia, barroca, salomónica. Y como en París hacía muchísimo calor, iba casi desnuda.

Mediante enormes esfuerzos logramos simular una naturalidad perfectamente farisea y procedimos a inverosímiles acrobacias con tal de no mirar las abundancias de la soberana criatura, lo que causó algún derrame de botellas y la caída de una silla.

Era sumamente difícil y doloroso no mirar aquella masa radioactiva de erotismo salvaje cuya jovialidad y fortaleza vital se manifestaban en unas risas wagnerianas que hacían vibrar las copas de martini y palpitar sus enormes senos casi por entero ajenos a todo cubrimiento.

Debo decir que, a diferencia de los presentes, don Gonzalo no disimuló en ningún momento. A la semiextinguida luz de su tristísima y casi muerta visión, aquella presencia debió de haber sido como la del ángel del séptimo sello, y en consecuencia, desde que alcanzó a divisarla la miró con un descaro y una agresividad que a todos los presentes nos llenó de zozobra.

De pronto, sin previo aviso y ante el pánico general, se levantó mascullando excusas en voz baja y fue aproximando su silla a la de la muchacha con breves saltitos de rana hasta casi sentarse en su falda, todo ello sin dejar de escrutar las partes superiores para ir luego lentamente bajando hacia las inferiores como si se tratara de la carta de los cocktails.

Cuando ya se encontraba a media inspección, apartóse unos centímetros y pió con dulce acento gallego:

“No le importa, ¿verdad hijita? ¡Es que es tan insólito!”

La tremenda walkiria estalló en unas carcajadas que limpiaron el aire de toda miasma y fantasmagoría, lo que no sólo nos alivió, sino que nos permitió, también a nosotros, echar una miradita. Se lo debemos a don Gonzalo, a quien Dios tiene en su gloria.

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12 de abril de 2006
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¿Qué haría usted con $175000?

Después de ganar el premio Alfaguara, tengo un problema que nunca pensé que tendría: ¿qué hago con todo ese dinero? Si ustedes creen que la respuesta es fácil, acompáñenme en mi visita al contable, un caballero amable dispuesto a ayudarme a encontrar un destino para todos esos euros huérfanos e indefensos. Nuestra conversación se desarrolla así:
-Buenas, he ganado un inesperado montón de dinero y quiero poner en orden todos mis papeles contables para emplearlo legalmente.
-Vale. ¿Has hecho declaración de renta?
-Sí, el año pasado. Pero dijeron que me devolverían más de 900 euros, y no lo han hecho hasta ahora.
-Qué extraño. ¿Te has dado de alta en el censo?
-… Bueno, estoy empadronado en mi municipio...
-No, me refiero al censo de Hacienda.
-No, no tengo ninguna hacienda.
-No, hijo, no has entendido. Quiero decir s… Olvídalo, no estás. ¿Cotizas mensualmente a la seguridad social?
-No, como nunca me enfermo, no hace falta…
-Pero te has dado de alta en la seguridad social.
-¿No es en los hospitales que lo dan a uno de alta? Pues entonces no, como nunca me enfermo, no hace falta.
-… Ya.
-Entonces ¿podemos pedir que me devuelvan ese dinero?
-Mira, hijo, para como tú has hecho las cosas, yo te recomendaría que no pidas que nadie revise tu pasado fiscal. Puede ser peor.
-Bueno, pensemos en el futuro. He ganado un montón de dinero: $175000, o sea, 143000 euros.
No parece muy impresionado con mi fortuna.
-Ya, pero a eso le tienes que quitar impuestos y comisión de agencia.
-¿Ah, sí? ¿Y cuánto queda?
Aquí se pone a mirar números en una calculadora.
-Como 100000. Con suerte, un poco más.
-De acuerdo ¿En qué lo puedo gastar?
-Puedes comprar un apartamento. Si es primera vivienda, lo deduces de impuestos.
Esta mañana estuve viendo precios. En Barcelona, un estudio de 30 m. cuesta 200000 euros. Si compro a las afueras, puedo conseguir algo por 180000. Hay un inmueble de 150000, pero mide 12 metros cuadrados y tiene el techo en buhardilla. No sé quién pueda vivir ahí a menos que sea un perro o un liliputiense.
-Creo que tendré que pedir un préstamo –le digo.
-¿Tienes empleo estable?
-No. De hecho, el contrato por el premio se queda con todo lo que gane por este libro, o sea, mis ingresos de los próximos dos años.
-Ya. Quizá sea mejor que gastes en un coche, por ejemplo, con su respectiva plaza de garage, por ejemplo.
-No sé conducir.
-Entiendo. Podrías invertir en bolsa…
Me mira bien, y cae en la cuenta de que está hablando con uno que cree que Hacienda es un fundo agropecuario. Yo trato de imaginarme mirando todas las mañanas los movimientos bursátiles. Ni siquiera sé deletrear bien esa palabra. Él continúa:
-… Pero no sé si tú…
-Ya, yo tampoco lo veo muy…
-Claro.
-¡Ya lo tengo! Puedo tratar de ahorrar para comprar un apartamento más adelante.
-Pero si todo ese dinero se queda en tu cuenta, los impuestos te van a comer. Además, de por sí, el dinero va perdiendo su valor.
-Entiendo.
-Bueno, se lo puedes dar a una ONG tipo Amnistía Internacional o SOS Racismo. Tú sabes, alguna obra solidaria. Es deducible.
-No puedo. Desde que tengo dinero, soy de derechas.
-Ya.
Quedamos en que lo pensaríamos, pero eso fue la semana pasada y aún no tengo idea. Como ustedes saben, este blog no suele ser muy interactivo. Yo escribo algo, ustedes dan su punto de vista, a veces la gente discute, y ya está. Pero ahora, chicos y chicas, necesito con urgencia su ayuda: ¿en qué se gastarían todo ese dinero?

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12 de abril de 2006
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Felices Pascuas (I)

Cuando yo era pequeño existía en la Argentina una revista infantil muy popular, llamada Anteojito. Cierta vez, hace ya algunas décadas pero precisamente para esta altura del año, Anteojito incluyó en su edición semanal una lámina desplegable a todo color que en su intención de celebrar las Pascuas, reproducía las estaciones del Vía Crucis. Recuerdo haberla despegado de la revista y haber buscado los fósforos. Después le prendí fuego y arrojé los restos por el inodoro.

A pesar de mi formación cristiana no podía dejar de pensar, como el niño que era entonces, que más allá de los discursos sobre la gloria del sacrificio y de la redención y la mar en coche, lo que Anteojito me mostraba a todo color era el vívido detalle de un proceso de tortura y ejecución.

A veces creo que se trató de una suerte de visión presciente sobre lo que ocurriría en la Argentina poco tiempo después, al instaurarse la dictadura. Otras veces pienso que simplemente rechazaba de manera instintiva una de las líneas rectoras del pensamiento cristiano: que es el dolor lo que le otorga sentido a todo, tan sólo el dolor, y por ende nunca la alegría, el placer, el trabajo constante y consciente o la simple esperanza.

Esta línea de pensamiento, rediviva en los últimos años por las tendencias más conservadoras (y obviamente dominantes) de la Iglesia, encuentra en la película La pasión de Cristo su exposición más clara. Lo único que yo encontré en el engendro filmado por Mel Gibson es la radiografía de una mente enferma; yo creo que se trata de la obra de un desquiciado, alguien que claramente encuentra en el dolor algo más que sentido: Gibson, es obvio, encuentra allí placer.

Nunca diría que hay que ignorar el dolor. Estoy seguro de que este es uno de los males de nuestro tiempo, huímos del dolor a cualquier precio, preferimos fracasar a sufrir, preferimos anestesiarnos a sentir –porque no hay forma de sentir sin exponerse al dolor, y ante la perspectiva del sufrimiento optamos por no sentir nada. (A veces me pregunto si es esa línea de razonamiento, la que asegura que sólo puede obtenerse la gloria mediante el dolor más terrible, la que me susurra al oído la conveniencia de mantener un perfil bajo, de volar por debajo del radar).

Pero tampoco creo que haya que glorificar el dolor. Es una realidad inescapable. A lo largo de la vida sentimos dolores físicos, dolores del corazón, dolores del alma. (Cuando leemos los diarios, cuando vemos las noticias por TV, cuando nos topamos por la calle con el sufrimiento ajeno.) Pero esto no ocurre todo el tiempo, ni mucho menos. Creo que el dolor es, simplemente. Y que cuando aparece puedo llegar a utilizarlo en mi favor, para templarme, para trascenderlo. Pero no lo busco ni lo buscaré. Por más tentadoras que resulten las historias sobre hombres desgarrados, y en especial sobre artistas desgarrados. Yo soy de los que suscriben lo que alguna vez dijo el músico Luis Alberto Spinetta: “Para crear cosas hermosas hay que vivir una vida hermosa”.

Y bien sabemos que este mundo está necesitado de cosas hermosas.

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12 de abril de 2006
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BECKETT Y LA CONTRATACIÓN

No me gustan los aniversarios. En la prensa, son síntomas de la voluntad de mirar hacia atrás en lugar de contar lo que viene hacia nosotros. El centenario del nacimiento de Samuel Beckett sería una buena prueba de esto, con artículos que salieron en toda la prensa francesa, como si Francia no hubiera  vivido también este lunes el desenlace extraño de una crisis de dos meses. Después de monstruosas manifestaciones que contaban con muy pocos jóvenes desempleados, Jacques Chirac, que según informaciones fidedignas sigue siendo el Presidente de la República francesa, anunció la muerte del CPE (Contrato de Primer Empleo) que pretendía ayudar a los jóvenes sin formación a encontrar su primer trabajo.

No es necesario analizar otro episodio que pinta a Francia como un hombre oligofrénico dentro de Europa (si uno quiere entender la crisis se puede echar un vistazo a lo que dice el New York Times. Me parece mejor, de verdad, pensar en Beckett. Era Irlandés, vivía en París, escribía en francés y me parece, al escuchar la pésima intervención de Chirac, que Becket es lo más francés que hemos tenido. Este país vive esperando a Godot. Un Godot que se llama un día CPE, y otro día reforma, y que nunca llega.

Esperando a Godot, la obra de teatro, fue creada en París en 1953, bajo el título En attendant Godot, en un pequeño teatro del barrio de Montparnasse, el «Théatre de Babylone». No hay que creer lo que se cuenta ahora: no gustó a la crítica, para nada, y tampoco al público que salía confuso frente al espectáculo de vagabundos diciendo boberías de cada día en una indefinida espera. Pero el público seguía llenando el teatro. “No tengo idea sobre el teatro. No sé nada del teatro. Nunca voy al teatro”, había escrito Beckett poco antes a un amigo suyo. He leído estas frases varias veces, la última vez hoy en el sitio de un diario de Toronto, y me parece que tenemos por fin la clave de la relación de los franceses con la política. Es como En attendant Godot. Los políticos dicen boberías, no se puede esperar nada de ellos pero ofrecen un espectáculo fascinante: el espejo de lo que es Francia, país conservador, el más conservador de Europa, que finge siempre, desde la Revolución Francesa, esperar un acontecimiento que cambiará el panorama.

Es lo que se debe entender para rematar el miserable caso del CPE que llegó a ocupar tanto la prensa francesa: Chirac y Villepin, su primer ministro, son Vladimir y Estragon, los dos mata-hambre de Becket que dicen: «Rien ne se passe, personne ne vient, personne ne s’en va, c’est terrible». (No pasa nada, no viene nadie, nadie se va, es terrible.) Es Francia.

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11 de abril de 2006
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Materias pendientes

El tema de los mejores guiones de la historia elegidos por la Writers Guild of America generó algunos comentarios que no me gustaría dejar pasar. Por una parte creo, dado que la información me llegó de segunda mano (me la envió mi amigo José Artemio Torres, desde Puerto Rico), que el Guild eligió los mejores guiones de su cine, y no del cine mundial. Es cierto que los estadounidenses tienden a confundir su parte con el todo, como ya lo demuestra el hecho que hablen de sí mismos como americans y de que nos obliguen, por ende, a distinguirnos como southamericans. Y también es verdad que son los dueños de la pelota: ellos han desarrollado el cine hasta convertirlo en lo que hoy conocemos, no sólo como lenguaje sino también como industria internacional. Pero no creo que haya que ignorarlos, o hacer como si no existiesen, tal como sugería el Jevi-llano. Lo más recomendable sería, más bien, aprender lo que se pueda de nuestros competidores u ocasionales adversarios. Y a este respecto, Hollywood y su historia ofrecen muchas lecciones que nos vendría bien aprender.

Por ejemplo en la defensa de la producción cultural. (Habría que decir, aunque suene paradójico: una defensa agresiva, con los dientes apretados.) Los estadounidenses son conscientes de que su producción artística ha sido vital no sólo para otorgar trabajo a los miembros de sus gremios específicos, sino para exportar además un modo de vida y todos los consumos que de él se derivan. El cine, la música y la TV de USA nos han impuesto la omnipresencia del inglés, un modo de concebir la acción política, modas y modismos, productos alimenticios, el culto al automóvil e infinidad de otros usos que hoy nos resultan cotidianos e inseparables de nuestra propia cultura; en este sentido, la cultura de USA funcionó como el Caballo de Troya de USA. Esta es hoy nuestra realidad, de la que no podremos desembarazarnos de un sablazo cual si fuese un nudo gordiano. Lo que sí podemos hacer es, en primer lugar, proteger nuestras democracias para que sus procesos no vuelvan a verse interrumpidos como lo han sido repetidas veces durante el siglo XX: es imperativo que no volvamos a empezar de cero cada vez sino que avancemos, aunque sea con pasos pequeños. Y una vez establecida la velocidad crucero, imaginar cómo hacer para establecer políticas culturales agresivas que nos permitan no sólo desarrollar una industria del cine y de la TV, sino también venderle al mundo los productos que fabricamos o fabricaremos. Nuestros gobiernos necesitan entender que el arte popular no es un artículo suntuario, sino más bien la mejor de las campañas de prensa y difusión posibles. El talento lo tenemos. Lo que precisamos ahora es conducción política con visión de futuro, sagacidad… y paciencia.

Mi amigo Pepe Verdes bromeaba ayer por mail después de haber visto Good Night, and Good Luck, la película de George Clooney que recrea la lucha del periodista Edward Murrow contra el psicótico de Eugene McCarthy. Pepe mencionaba la capacidad de los estadounidenses para convertir sus propios dramas en cine, y se preguntaba si el mismo conflicto de Irak no sería obra del Writers Guild. Esta es otra de las cuestiones que deberíamos aprender de nuestros vecinos del norte: a hacer más fluido el tránsito entre nuestra vida y nuestro arte. Todo indica que los latinos somos más morosos, o bien más holgazanes, para lidiar con las cuestiones que nos presenta la existencia. Los muchachos de USA, en cambio, tienen entrenado el instinto para objetivar sus propias cuestiones –históricas, sí, pero también culturales, pasando por todos los tópicos: el racismo, la homofobia, la corrupción política y mucho más- y plasmarlas en la pantalla. Quizás por eso los mejores críticos de Estados Unidos hayan sido y sean norteamericanos: porque una de las vertientes de su cultura es iconoclasta y autocuestionadora, y ha contribuido en mucho a la vitalidad de su nación. Mientras tanto nosotros, que vivimos en una de las zonas del planeta más ricas en drama de todo tipo, tendemos a utilizar estos temas con la topicalidad de una película para TV; por lo demás, al menos a juzgar por buena parte del cine y de la literatura, parecemos provenir de una provincia condenada a siesta eterna.

A riesgo de abusar de la imagen, mi querido Jevi-llano, creo que este asunto bien puede ser descripto como una tortilla: porque se han roto muchos huevos para prepararla, y porque inevitablemente tiene dos lados. En este asunto puntual, ignorar o ningunear al otro lado de la tortilla sólo resultaría en un provincialismo mental parecido al que sesga la visión que algunos líderes de USA tienen del resto del mundo.

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11 de abril de 2006
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El Boomeran(g)
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