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Dime la verdad

Gracias a Xoan M. Carreira he podido leer el artículo de José A. Tapia titulado “Cien años de Shostakovich” que se publicó en mundoclasico.com el 28 de abril pasado. Tiene toda la razón: el comercio mundial ha elegido a Mozart para celebrar el centenario que toca este año porque no sabe qué hacer con Shostakovich de quien también es el centenario.

Tapia insiste en algo cada día más evidente pero que a mi me ha costado la befa de varios bobos solemnes: la música del siglo XXI no obedece a los mandos. Debería haber seguido la pista abierta por Schoenberg pero está cada vez más cerca de la de Shostakovich. Los ancianos profetas que aún llevan crisantemos a la tumba de Adorno y queman incienso en el altar de Boulez, lo tienen crudo.

Va a ser divertido, porque en países con escasa nervadura cultural, como España, todos los cargos administrativos y todos los prebendados oficiales pertenecen a la cuerda post-viena y post-darmstad. Una ruina.

Lo interesante del artículo de Tapia, sin embargo, no es el aspecto ultra académico de los músicos con plaza, sino la figura crecientemente enigmática de Shostakovich. El compositor ruso, como las muñecas que han hecho famoso a su país, va saliendo cada año de un Shostakovich anterior un poco más amplio. Al tiempo que reduce su tamaño, se oscurece su figura.

Hay un primer Shostakovich vanguardista, ultramoderno y bolchevique, a quien Stalin descalabra de dos collejas por enemigo del pueblo. Viene luego un Shostakovich que trata de ganarse a los funcionarios comunistas con obras dedicadas a la heroicidad de proletariado, sin ningún éxito. Inesperadamente, durante la guerra mundial las sinfonías que celebran los triunfos rusos sobre los ejércitos alemanes cruzan el Atlántico y son recibidas en EEUU como la gran música de los aliados europeos. Bernstein, sobre todo, lo convierte en un símbolo del triunfo democrático. De poco le sirve, porque las chinches del Partido siguen chupándole la sangre y es cuando Shostakovich compone sus obras más geniales y desoladas. Luego, cuando está a punto de conseguir la celebridad, se muere.

Y una vez muerto viene lo mejor, porque gracias a un falsario llamado Volkov (ensayista tipo Ramonet), aparece un Shostakovich anticomunista en perpetua conspiración contra Stalin, alguien que estuvo del lado de los Soljenitsin y los Sakharov y cuyas composiciones están trufadas de panfletos cifrados contra el sátrapa. Nada más falso, pero muy conveniente para escribir programas de concierto y contraportadas de CD.

En la actualidad, la mitad de la crítica afirma que Shostakovich fue un héroe de la resistencia y la otra mitad que fue un pobre hombre que se adaptó cobardemente y como pudo a un régimen genocida. Lo cual es de todo punto admisible y no afecta en absoluto a la calidad de su obra, sin duda una de las más duraderas del siglo XX.

La música tiene esa peculiaridad: puede ser verdadera, pero no por eso dice la verdad.

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4 de mayo de 2006
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HISPANOS DEL NORTE Y DEL SUR

Voy a pisar un poco el terreno de Héctor Feliciano, pero no puedo eludir el tema: el “día sin inmigrantes” que tuvo lugar el lunes pasado en EE. UU. Un estudio financiado por la Fundación Pew establece entre 11 y 12 millones el número de inmigrantes que no tienen papeles en el país. Son indocumentados, lo que quiere decir que su vida se desarrolla meramente en el terreno económico: consumir y trabajar es lo único que se les otorga de manera oficiosa; repito: lo único.

Entonces no fue una sorpresa descubrir las reacciones negativas, incluida la del presidente Bush, a la versión en español del himno americano que han grabado estrellas latinas en EE. UU. La mayoría de los inmigrantes son latinos y, al intentar poner su marca en el cuadro cívico y político, estos “importados” del sur salieron de lo que es una especie de reserva de indios. No pueden olvidar que los padres de la constitución americana, aunque fue por la  diferencia de solo un voto, decidieron escoger el inglés en lugar del alemán como idioma oficial al final del siglo XVIII.

Con sumo respeto por Carlos Ponce, Gloria Trevi o Tito El Bambino, quienes intentaron aquella anexión por las letras de una música sagrada, creo que se equivocaron por completo. No hay que intentar conquistar lo que los latinos ya tienen. Habría que ser ciego para no entender lo que está pasando con la administración de Bush: hay una desaparición creciente de lo que fue la identidad política de un país yankee, blanco, de religión católica y reformista. EE. UU se parecen cada día más a sus vecinos del sur. La semana pasada el semanal The New Yorker describía la situación del país como una “South Americanization” de la cultura política en el norte de la frontera con México. Irresponsabilidad frente a la finanzas públicas, desigualdades crecientes, corrupción tapada por una retórica populista, utilización de la “guerra sucia” por servicios secretos y comportamientos dinásticos de los responsables políticos: todas las enfermedades que se denuncia sin parar y con razón en muchos países de América Latina se notan ahora en Washington.

Aquella observación del New Yorker da mucho para pensar. Pero los que creen, como tantos intelectuales franceses, que todo vale para oponerse a EE. UU tienen que mantener una visión equilibrada. Otro artículo que me llegó ayer, por Internet, basta para recordarlo. Es el relato de la escritora Zoé Valdés sobre su reciente visita a Santo Domingo. Vemos lo que los adversarios obsesionados de EE. UU, en este caso unos castristas, hacen al sur de la misma frontera, cuando se trata de un derecho político fundamental, la libertad de expresión. No es costumbre mía reproducir un artículo. Pero vale la pena leer éste, que copio abajo, aunque Zoé es amiga mía (y entonces se puede sospechar de favoritismo).

PS: se puede encontrar un eco de la movilización cubana en contra de Zoé Valdés leyendo el artículo que publicó el embajador cubano en Santo Domingo, Omar Córdoba Rivas, en primera página de El Nacional de Santo Domingo. Para entender que se trata de un funcionario en pleno acto de propaganda, basta leer lo que dice de Cabrera Infante, que supuestamente se publica en Cuba. Fue víctima de la censura y las autoridades no se atrevieron ni a anunciar su muerte. Siempre volvemos a la misma pregunta: ¿Por qué a tantos intelectuales les gusta repetir mentiras comunistas ahora que sabemos la verdad sobre estos regímenes?

MI FERIA DEL LIBRO DOMINICANA.
Entre los días 24, 25 y 26 de abril yo debía asistir y asistí a la Feria del Libro de Santo Domingo, la más grande de América Latina, y una de las más grandes del mundo. Los organizadores me habían invitado desde hacía casi medio año, y el intercambio de informaciones había sido la normal que se establece entre una feria y sus invitados. Una amiga me había dicho que lo de Cuba con su feria del libro era una mentira más del castrismo, igual lo de los precios bajos de los libros. La feria del libro dominicana, añadió, goza de una popularidad sin precedentes, los precios de los libros son bajos, y los libros no están censurados, lo que sí ocurre en Cuba.

Yo debía asistir a Miami a la presentación del libro Cuba: Intrahistoria. Una lucha sin tregua, memorias del Doctor Rafael Díaz-Balart, y organicé mi desplazamiento desde París, de tal manera que se pudieran combinar ambos eventos. Así fue. En Miami todo ocurrió como lo previsto, sin embargo, a punto de tomar el avión para Santo Domingo, me llama a mi teléfono celular, el poeta Raúl Rivero, que se había enterado a través de un periodista (no puedo citar su nombre) que algo se orquestaba en mi contra allá en Santo Domingo, que tuviera mucho cuidado porque las hordas castristas me estarían esperando en la capital de República Dominicana para impedir que yo impartiera mi conferencia, cuyo título era: Cuba: ficción y realidad en la obra de Zoé Valdés. Los que se dedicarían a dirigir esta operación, continuó Raúl Rivero, serían los funcionarios castristas López-Sacha y Carlos Martí. Yo no conocía a nadie en Santo Domingo, hice un par de llamadas al congresista cubano-americano Lincoln Díaz-Balart y a Oscar Haza, y enseguida supe que podía contar con personas honestas que me brindarían su apoyo, una de ellas el diputado Pelegrín Castillo. Otras no las cito aquí para no entregar sus nombres a la embajada cubana en la isla caribeña, y para evitar de este modo las posibles represalias en su contra. Yo pensaba que las agresiones se limitarían a las injurias y gritería a las que nos tienen casi habituados los revienta-conferencias de escritores exiliados, pero nada más lejos de lo que allí se urdía. Los esbirros asalariados de la dictadura se organizaron con un plan más potente. Contaré paso a paso lo que me sucedió y lo que logré averiguar de sus preparativos:

Me acompañaba en este viaje mi amiga, Enaida Unzueta, galerista de Miami. Ella conoce Santo Domingo como la palma de su mano, y adora a este pequeño país. En el avión íbamos conversando sobre los posibles sitios a visitar. En dos ocasiones, una mujer primero, luego un hombre, supuestos viajeros, se me acercaron para preguntarme si yo era la escritora cubana. Dije que sí la primera vez, pero en la segunda ocasión, un poco mosqueada, negué que fuese yo.

Al emerger del avión nos estaban esperando un guardaespaldas armado hasta los dientes, aunque discretamente el arma se le notaba por debajo del traje, y un edecán de la feria. También llegó una señora, enviada por el diputado Castillo, para ofrecernos su protección. Se me hizo el primer nudo en el estómago, “la cosa me huele mal”, comenté con Enaida. Nos sacaron por el Salón de los Embajadores, y de ahí atravesamos pasillos pocos frecuentados por los viajeros comunes hasta una salida segura, nos introdujimos en un automóvil de alta seguridad. Llegamos al hotel Intercontinental V Centenario, frente al Malecón, el mar estaba revuelto, pero aún así bellísimo.

Recibí una llamada del escritor Avelino Stanley, sub-secretario de Estado para la Cultura, me dice que necesitaría hablar conmigo con urgencia. Nos citamos para las tres y treinta de la tarde, era alrededor de la una. Tuve sólo el tiempo de instalarme en la habitación, de comer algo, y acudí a la cita en el restaurante del hotel. Lo acompañaban su esposa, y el escritor Marino Berigüete, autor de varias novelas, entre ellas una reveladora, El Plan Trujillo, editada por la editorial Norma, quien es además un político de mucho prestigio en su país, a los veintiséis años ya había sido Ministro del presidente Balaguer. Me explicaron brevemente cómo se desarrollaría mi actividad en la feria, limitándose sólo a eso. Pedí que me confirmaran sobre las amenazas recibidas por parte de la dictadura cubana a mi persona. Todas eran ciertas, respondió Avelino Stanley, pero aseguró que ellos controlaban la situación y que no me sucedería nada. Le recordé que semanas atrás Raúl Rivero no había podido impartir su conferencia en la universidad de Sevilla. Asintieron con la cabeza, se hizo un silencio que se podía cortar con una tijera. Marino Berigüete fue quien lo cortó, hablándonos de una posible escapada al día siguiente a Los Altos de Chavón, ciudad dedicada a los artistas. No estaba tan segura de que debíamos irnos con él, pensé, por la noche tendría la conferencia y deseaba llegar puntual. Al mismo tiempo, como acababa de conocerlos, ninguno de ellos me inspiraba confianza, aunque me comporté de manera natural, pero no sería la primera vez que ante situaciones como estas los organizadores de una feria y los políticos me dejan descolgada y a la merced de la violencia de los sátrapas castristas; me ha sucedido en varias ocasiones. Entre cuidarme y mantener relaciones con el gobierno cubano, desde luego que algunos han preferido lo segundo. Esta vez me equivoqué, por suerte.

Dos guardaespaldas me seguían a todas partes, hasta para entrar en mi habitación, puesto que en el hotel se hallaban hospedados miembros de la delegación cubana que participaba en la feria. Recibí dos llamadas en mi móvil, una de un periodista dominicano (tampoco citaré su nombre para no acarrearle problemas, el brazo de Fidel Castro es demasiado largo), deseaba entrevistarme y me dio la bienvenida, “a tu segundo país”, y me emocioné, porque es cierto que desde llegué este país me recuerda muchísimo al mío, huele igual, y la gente se parece también, aunque sin la amargura y el cinismo que ha sembrado el castrismo en el alma de los cubanos. La otra llamada resultó ser una amenaza: “Puta, te vamos a romper la cara”. No sentí miedo, pero pienso en mi hija, en mi familia. Llegué a la inauguración, atravesamos siempre con los guardaespaldas y con Marino Berigüete el tapiz de las letras, en lugar de un tapiz rojo, han colocado un tapiz con frases de escritores. Estreché la mano del Ministro de Cultura y me halagó, dice estar muy contento de mi presencia, agregó que soy muy querida en su país, esto lo reitera con mucho énfasis y bien alto. Sé que de este modo está pasando su mensaje a todos aquellos que se encuentran escuchando a una distancia considerable de nosotros.

Se inició el acto de inauguración, y a la hora de presentarme, el joven locutor se refiere a mí como escritora canadiense, o sea ni siquiera anuncia mis segundas nacionalidades, española y francesa. Resulta que el embajador de Cuba, el coronel del ministerio del interior Omar Córdova Rivas, ha pedido que no me presenten como lo que soy, escritora cubana.

Al día siguiente nos vamos a Los Altos de Chavón con Marino Berigüete, en el camino vamos escuchando música caribeña, Juan Luis Guerra, Armando Manzanero. No se me quita el dolor en la boca del estómago, estoy preocupada. Marino Berigüete es un hombre culto, que nos habla con mucho amor de su país y del mío, que nos enseña los lugares e intenta distraernos. Sigo preguntándole preocupada por lo que irá a suceder esa noche en la lectura. Suceda lo que suceda, asegura Marino, “no te harán daño”. Los Altos de Chavón es un sitio de ensueño. Advierto que él hace un par de llamadas para cerciorarse de que la entrada será por una puerta secreta del teatro, que la sala de la lectura será revisada antes de que yo llegue, que no falle ningún detalle. Avelino Stanley llama para confirmarme que él estará conmigo todo el tiempo.

Salimos del hotel con el doble de la seguridad, en tres autos. Al llegar a la feria entramos por una puerta rodeada de policías, se sube al auto un joven que actúa con la energía del militar con una orden específica a cumplir. Dos cordones de policía me rodean, delante va mi custodia personal. Subimos en un ascensor sólo para el personal de servicio del teatro, y del ascensor vamos directo a la sala de lectura. Me informan que afuera están reunidos unos cien castristas, la mayoría visten camisetas negras con la cara de Hugo Chávez al frente y por detrás se puede leer: “Patria o muerte”. O sea, para despistar ahora no aparece la cara de Castro por ninguna parte, pero el lema de “Patria o muerte” es su sello personal, desde esa mañana han estado lanzando volantes con mensajes injuriosos en mi contra, y mentiras.

Empezó el acto, la sala estaba repleta, advierto a los periodistas y fotógrafos a un lado. En la mesa nos encontrábamos Marino Berigüete, Alejandro Arvelo, director de la feria, yo, Avelino Stanley, y el periodista cubano Camilo Venegas, quien leyó sus palabras de presentación. Empecé mi lectura de poemas, canté la canción de Ricardo Vega Fábula del viejo cordero, termino con el poema Ficha del poeta y periodista, preso en Cuba, Ricardo González Alfonso. Hago un breve bosquejo de mi obra en relación al tema convenido. Hablo del cruel asesinato por parte de Castro de los doce niños y sus familiares, 75 personas en total, que se querían ir del país en el remolcador Trece de marzo, en el año 1994. Me detengo en el fusilamiento de los tres jóvenes negros que en el 2003 querían abandonar el país, también en una lancha de pasajeros. Explico mi relación con el periodismo y con los periodistas agredidos en el mundo entero, ya sea en Irak o en Cuba. Me da tiempo a comentar mis gustos literarios. Pero no ha sido fácil, entre los asistentes hay enviados especiales, uno específicamente se levantó a hacerme una pregunta sobre aquel famoso artículo que publiqué en El País cuando la visita del Papa Wojtila a Cuba, ahí empata con mi artículo de las caricaturas de El Mundo, cuestionó seguidamente mi posición religiosa, tiran por ahí para ponerme al público, en un país muy creyente, en mi contra. Tengo que imponerme para que se calle y me permita responder en orden; lo consigo. El hombre comentó que se sentía vulnerado, que le estaban violando sus derechos, le respondo que vulnerado se sentiría si hubiese querido hacer esas mismas preguntas en Cuba y Castro no lo hubiese dejado, el hombre continúa en un cacareo programado, robotizado. Ya desde que leía mis poemas se escuchaba un escándalo tremendo abajo, las puertas de la sala habían sido cerradas a cal y canto, guardias de seguridad por dentro y por fuera. El escándalo se fue haciendo más cercano, empujaron la puerta, a patada limpia, se oyó una gritería, golpes, forcejeos violentos. La puerta finalmente fue violentada, la abrieron a golpe limpio, los guardias de afuera se enfrentan a las hordas castristas. Los de adentro resistieron y cerraron nuevamente la puerta. Avelino Stanley pregunta si alguien más tiene algo que decir, empieza un hombre a escandalizar e insultarme, Stanley da por terminada la conferencia. De todos modos ya llevábamos más del tiempo previsto para mi conferencia. Yo fui a eso, a leer, a dar mis puntos de vista, y lo hice, no pudieron callarme. Pero pude cumplir mi objetivo gracias a los dominicanos, sin su apoyo me hubieran agredido físicamente, sin su apoyo, me hubiera pasado lo que casi al mismo tiempo le hacían a Marta Beatriz Roque en La Habana, entraron en su casa, la arrastraron, la golpearon en la cara.

Me marché de la sala con dos cordones de policía a cada lado, mis guardaespaldas, y más policías por delante. Enviaron un señuelo antes, con la cara tapada por una chaqueta, para despistar a los amotinados delante del teatro, que insultaban y apedreaban, sin saberlo, a la esposa del mismo Avelino Stanley. El auto en el que iba va blindado por dentro y por fuera, cuatro policías cubren las ventanillas con sus cuerpos, hasta que salimos a un tramo de calle lejano de la feria.

El único que no dijo ni pío fue el apocado director de la feria. Al día siguiente en los periódicos dio su punto de vista pasado por agua, junto al suyo estaba el del agregado cultural de la embajada cubana, negando por supuesto, que ellos fuesen los culpables del desorden y de las agresiones. Entre los desorganizadores del evento se encontraban el acérrimo comunista formateado en Cuba, Praedes Olivero Féliz, Emilio Galván de Brigadas de Abril, entre otros conocidos castristas. Todos ellos apuntaban, como no podía ser de otra manera, que la feria los había censurado, vapuleado, etc. Ya sabemos que los comuñangas son maestros en virar la tortilla.

Yo ahora, en París, recuerdo todo esto con tranquilidad. Repito, no tuve ni tengo miedo, pero qué manera de enturbiarnos la vida esta gentuza. Así y todo, pude conocer una parte hermosísima del país. Boca Marina, La Romana, Los Altos de Chavón. Almorcé con un grupo de exiliados, abracé a periodistas cubanos muy valientes. Bebí cerveza Presidente y buen vino Saint-Emilión, en exquisitos restaurantes, saboree el riquísimo mofongo. Disfruté del mar color turquesa, ese mar caribeño tan perfumado. Estoy ahora leyendo a escritores dominicanos excepcionales. Fui a lo que iba y lo hice, dar mi conferencia. Una pena que no pude visitar y caminar libremente por la feria, donde los estantes de Cuba son numerosos, desde luego todos enarbolan inmensos retratos de Fidel Castro, y exhiben los libros oficialistas de la dictadura. Me cuenta una cubana exiliada que se acercó para preguntar si los afiches de Castro los vendían con los dardos; una de las jóvenes cubanas que atendía el stand disimuló una sonrisa.

Zoé Valdés. Abril del 2006.

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4 de mayo de 2006
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El chico con la espina en el costado

Estaba en una disquería del aeropuerto de Atlanta, USA, buscando el CD nuevo de Morrissey y no lo encontraba por ningún lado. Cuando ya me había dado por vencido, mi ojo captó una imagen que terminó reclamando mi atención: Ringleader of the Tormentors, con su imagen de Morrissey vestido de gala y tocando el violín y su gráfica que imita las colecciones del género, había sido ubicado en la batea… de música clásica.

El error del empleado no dejaba de tener su ironía. Es indiscutible que Morrissey se ha convertido en una suerte de clásico moderno. Su disco anterior, You’re the Quarry, con el que rompió un silencio de varios años, fue el más vendido de su carrera –aún más vendido que los discos de The Smiths, la legendaria banda que lo puso en la mira del mundo. La prensa saludó Quarry como un regreso de Morrissey a su mejor forma, y ahora alaba Ringleader como una obra todavía superior. No lo es, por cierto, del mismo modo en que Quarry distaba de ser inolvidable. Son obras correctas, agradables, que se oyen sin mayores sobresaltos y exhiben tan sólo ocasionales destellos del Morrissey a quien venero. Los disfrutes de Ringleader son más anecdóticos que reales: el hecho de que reproduzca la experiencia de Morrissey en Italia (lo cual redunda en canciones pop que hablan de Visconti, Pasolini y Accattone, cosa que no deja de tener su gracia), la asunción clara e inequívoca de su sexualidad (“Hay barriles de pólvora entre mis piernas”, canta en Dear God Please Help Me) y la presencia de Ennio Morricone en lo que nunca va más allá del guiño cultural, puesto que la orquestación que agrega a Dear God dista de ser memorable. Ringleader no es mejor que el peor disco de The Smiths, y tampoco es mejor que muchas de sus obras solistas como Viva Hate, Bona Drag, My Early Burglary Years o Your Arsenal.

Los reconocimientos de la prensa y del gran público suelen venir con delay. A menudo los periodistas y la gente se ponen en sincronía justo en el momento en que el artista empieza a perder su gracia, cuando ha consolidado un estilo y se vuelve conservador. Entonces llegan los éxitos de venta y los premios, consagrando obras que distan de ser las mejores de su trayectoria; lo hemos visto miles de veces y lo seguiremos viendo. En Ringleader of the Tormentors no hay una sola canción que llegue a la altura de The Boy With the Thorn in His Side, Panic o Shoplifters of the World, Unite, por mencionar las de su época Smith. (Atesoro el hecho de haber presenciado la presentación en vivo de The Queen is Dead como uno de los grandes recuerdos de mi vida.) Tampoco existe ninguna que pueda competir con Everyday is Like Sunday, The Last of the Famous International Playboys o Reader Meets Author, si vamos al caso de su obra solista. (Me encanta Reader Meets Author, esto es El lector se encuentra con el autor, porque golpea tan cerca de casa: “No sabés nada de sus vidas / Ellos viven en lugares en los que ni siquiera te animarías a conducir… / Los libros no los salvan, los libros no son cuchillos Stanley / Y si estallase hoy una pelea aquí / Serías el primero en irte, porque sos de esa clase de gente… / Oh, cualquier excusa para seguir escribiendo mentiras”.)

A pesar de que hoy se aplauda a un Morrissey que no es su mejor embajador, aquellos que lo consideramos el coro griego de nuestras vidas disfrutamos de su éxito. Nos gusta saber que está bien, gozando de buena salud y en la mira de todos, porque nos consta que en cualquier momento –en el próximo álbum, o en el que le seguirá- volverá a ser fiel a su naturaleza como el escorpión del cuento, le sacará la lengua al mundo y escupirá una de sus frases tradicionales, mezcla de poesía, honestidad brutal y negro humor. ¿Cuánto puede tardar en volver a repudiar a “esos tontos vacíos / que trataron de cambiarte, y te reclamaron / como parte de su mundo común y corriente / en el que se sienten tan afortunados / con sus vidas ya trazadas delante suyo”?

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3 de mayo de 2006
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FRANCIA/ESPAÑA

Hay unas frases excelentes en el pequeño libro titulado Javier Marías que publica Elide Pitarello en RqueR editorial. Son frases que salen al novelista a lo largo de una entrevista: “…a lo mejor estaría bien que existiera, pero no es muy importante que exista o no exista”, “No digo que se haga, pero se puede hacer”. Marías cuenta un mundo abierto, donde las opciones quedan abiertas para hablar en términos de estrategia. Lo que me preocupa es que más allá de su arte, cuando habla de la transición como “la España que pudo ser” propone la misma alternativa en un territorio escalofriante. “… la guerra civil, dice, en ciertos términos está lejana, pero en ciertos términos también está cercana”.

Cuando nota “la demonización del que no piensa igual”, Marías recuerda que hay algo desproporcionado, inquietante en la polarización de la vida política en España. Bandos enemigos no consiguen hablar tal como deberían hacerlo en un país que espera todavía su salida del terrorismo. Viniendo desde afuera es una tendencia que se nota enseguida: el universo político-mediático pinta dos visiones de España que no son tan distintas en realidad. Escribo esto en Francia, en las horas en que nos enteramos de que el actual primer ministro, actuando bajo órdenes del Presidente de la República, intentó dañar al ministro del interior con una grosera manipulación. Es lo que dijo el responsable de la contra-inteligencia a un juez. El primer ministro lo desmiente todo, claro, pero con aquella “ménage à trois”, como dicen los ingleses ( para decirlo con apellidos: Villepin intentó comprometer a Sarkozy bajo órdenes de Chirac), Francia nos ofrece otra visión, tan sucia como la española, de la polarización de la vida política.

¿Es mejor insultar a cara descubierta, y a veces hasta el ridículo, como el PP lo hace al PSOE en España o utilizar la vía de las manipulaciones y de la manipulación de los servicios secretos como lo vemos en Francia? Villepin me hace pensar en lo que Margot Asquith decía de Lloyd George en Inglaterra: “No podía ver un cinturón sin golpear por debajo de él”. Pero Villepin es un ser muy representativo de lo que es la manera francesa de acercarse de manera civilizada a una guerra.

Lo podemos resumir: España, enfrentamientos reales y abiertos; Francia, teatro socio-político y golpes mortales entre bastidores. Es por eso que cuando pasa algo en Francia hay un gran peligro que se nos escapa. No hice caso a la especie de elogio que la revista americana Time da esta semana a la manera francesa de no reformarse o de reformarse con suma lentitud. Pero hoy leo otro artículo que me deja desconcertado. William Plaff, un gran conocedor de Francia, afirma en The New York Review of Books que las manifestaciones de los jóvenes en Francia en contra del contrato de primera contratación, que provocaron la derrota total del gobierno, anuncian “una amplia resistencia popular en Europa” a la nueva ubicación de los asalariados en la organización del trabajo. No lo creo para nada, pero tampoco creía que Villepin y Chirac movilizaban a los servicios secretos en contra de Sarkozy. Cuando la obra tiene lugar entre los bastidores, somos malos espectadores.

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3 de mayo de 2006
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El falangista

La semana pasada estuve en Sevilla promocionando mi novela. Y recordé la presentación de mi libro en esa ciudad. Fue una de las ocasiones más espeluznantes de mi vida.

De entrada, casi había más gente en la mesa de presentadores que en el público. De los nueve asistentes, tres eran amigos míos, tres trabajaban para la editorial y sólo tres eran espontáneos, todos ellos claramente jubilados con ganas de matar el tiempo. Los presentadores eran mis amigos Edmundo Paz Soldán y Fernando Iwasaki.

Hablamos un rato de la novela y de literatura latinoamericana. Lo habitual. Al final, invitamos a los pocos participantes a formular cualquier comentario o pregunta. El silencio fue sepulcral. En esos momentos, uno se pregunta si no ha estado hablando con la pared. Súbitamente, uno de los espontáneos levantó la mano, y pensé que al menos podríamos conversar con algunos lectores y que eso siempre vale la pena. No sabía lo que comenzaba.

-¿Por qué habláis de América Latina? -preguntó el caballero con una mirada suspicaz.
-Porque somos de América Latina -respondí.
-No -dijo él contundente-. Sois de Hispanoamérica. Decir "América Latina" es darle armas al enemigo.

Pensé que bromeaba, pero no se estaba riendo. Traté de responder algo coherente:

-Bueno, es que Brasil, por ejemplo, no es hispano.
-Brasil debería ser parte de Portugal y Portugal debería ser parte de España. Brasil es hispano.

En ese momento, me fijé mejor ejn la insignia que llevaba el caballero en la solapa. Reconocí las flechas desplegadas an abanico. Era un miembro de la Falange, el histórico partido fascista español. Edmundo no entendía nada. Fernando -que es un excelente dilpomático- trataba de explicarle al hombre que no decíamos "América Latina" con mala intención. Y yo me aterrorizaba, imaginando que tendría a un pelotón de skin heads para matarnos a todos.

En ese momento, otra de las espontáneas levantó la mano para participar. Le dimos la palabra, convencidos de que al fin hablaría alguien con un mínimo de sensatez. La señora dijo:

-¿Y las Vascongadas? ¿Por qué les dicen Euskadi si son las Vascongadas de toda la vida?
-¡Porque son tontos! -dijo el falangista- ¡Porque quieren acabar con este país!

Quise implorar con la mirada la intervención del otro espontáneo, pero estaba dormido. Traté de recordar que mi novela era una historia intimista sobre una familia y su vida sexual, pero era imposible. España se desgarraba ante mis ojos.

Fue un alivio cuando Fernando declaró la sesión clausurada. Pasamos a una terraza, donde la librería nos ofrecía una copita de cava para celebrar con los amigos. Para mi sorpresa, el falangista pasó con nosotros. Lo primero que hizo fue servirse un cava. Lo segundo, acercarse a mí:

-He notado que cuando hablé del enemigo se rió usted- me dijo con el ceño fruncidísimo, casi torcido.
-Perdone, es que no entendí ¿el enemigo de quién?
-Francia, Inglaterra, los enemigos de siempre del reino de España, hombre...
-Ya, claro -yo me orinaba en los pantalones, no quería enojarlo-. Es que pensé que estaban juntos en la Comunidad Europea.
-La Comunidad es su última trampa para acabar con nosotros.
-Vale. ¿Y entonces qué piensa usted de los inmigrantes?
-Fuera todos. Los negros, los moros. Están desangrando a España.
-Ya. bueno, quizá no lo ha notado, pero yo soy un inmigrante.

Me miró de arriba abajo.

-Bueno, un par de intelectuales blancos tampoco son un problema.
-Comprendo -le dije temblando-, y dígame ¿Qué pasa con mi amigo Fernandito Iwasaki? Él es japonés.
-Japón es una raza superior. Estaban con Alemania en la guerra.
   
En ese momento, pasó por ahí mi amigo David, que es de Soria y tiene un arete en la nariz. Yo casi lo arrastré con el falangista y luego escapé de la conversación. A mis espaldas, lo último que escuché fue que David decía fue:

-Pues yo creo que deberíamos tener de todo. Debería haber españoles chinos y españoles árabes y españoles negros...
-No me extraña nada con el pingajo ése que te cuelga de la nariz.

Pasé todo el resto de la promoción con miedo en el cuerpo. Imaginaba que ese hombre quizá habría golpeado a extranjeros o amedrentado a compatriotas. Lo veía surgiendo de alguna esquina para flagerlarme. Durante esta visita a Sevilla, en algún tiempo muerto, le conté la historia a la chica de la editorial. Ella respondió:

-¡Lo recuerdo! El falangista. Pobre. Es un jubilado que se aburre. Solía colarse en todas las presentaciones literarias para tomar un cava después.
-¿Y ya no va?
-Es que fuma mucho. Desde que está prohibido fumar, no lo hemos vuelto a ver.   

Me alegro.

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3 de mayo de 2006
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Cumplir con la obligación

Había que ir. No se podía uno escapar. Lo intenté un día, pero la cola daba cinco vueltas a la pirámide. Lo intenté una semana más tarde y llegué hasta la entada, pero para ver algo había que llevar periscopio: las masas se cerraban como bivalvos ante cada pintura. Por fin, esta mañana cumplí con mi obligación. Ya he visto la gran exposición que el Louvre dedica a Ingres. Menudo palo.

Ingres pintó toda su vida lo mismo. Escenas con griegos famosos (Edipo, Zeus, Aquiles), escenas con personajes famosos (Napoleón, Enrique IV, el Duque de Orleans), escenas con personajes desconocidos (el señor Bertin, la señora Leblanc, el señor Thévenin), escenas católicas (la Virgen, la Virgen, la Virgen), y señoras desnudas (odaliscas, bañistas, chicas del harén).

Todo lo pintó igual, fuera una señora en cueros o la Virgen de los Desamparados, un banquero o un ama de casa envuelta en fina hopalanda. En este sentido, fue ecuánime.

Quiso superar a Rafael sin conseguirlo, un propósito caprichoso donde los haya. Mientras tanto, Manet superaba a Rafael y a Ingres juntos, pintando muchísimo peor que ambos. Y es que el arte ya no iba por donde Ingres creía, sino por el lado salvaje, the wild side.

En una gran exposición como la que ahora comento con desvergüenza, uno se hace una idea bastante exacta de lo peor de un pintor. En el caso de Ingres creo haber dado con el punto. Y es que cuando pinta estampas católicas parece un pornógrafo desaforado, pero cuando pinta señoras en cueros parece un santo varón de exigua fauna y flora carnal.

A sus vírgenes de boca sensual y pecho tembloroso da un poco de vergüenza mirarlas a los ojos, pero las castísimas odaliscas y bañistas y harenistas, si oso añadir un neologismo a la ya muy cargada lengua española, podrían colgar de los muros del dormitorio de Monseñor Escrivá de Balaguer que Dios tenga en su gloria.

Lo mismo sucede con sus feroces guerreros, su Aquiles, su Napoleón, su Agamenon, que parecen muñecas de porcelana, son delicadísimos de miembro, quebraditos de cadera y finos de tobillo. En tanto que a sus damas burguesas de hacia 1830 sólo les falta el bigote para poder entrar en Las Cortes al grito de Todo el Mundo al Suelo.

Estas sorpresas tan desagradables, este dadaísmo avant la lettre, este gusto por desconcertar al pobre aficionado, me parece de muy mala entraña. De modo que lo execro.

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3 de mayo de 2006
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Amor a la musulmana

Durante un tiempo salí con una chica marroquí. No pueden imaginarse lo difícil que fue acostarme con ella. Se resistía con todas sus fuerzas. Hasta ahora, yo lo atribuía a que las mujeres musulmanas eran tan reprimidas como las católicas, pero el viaje a Marrakesh me ha hecho comprender las cosas con más profundidad.

La capital turística de Marruecos tampoco se desnuda fácilmente. Sus estrechos callejones están llenos de pasadizos secretos y bordeados por muros altos e inescrutables. Las pequeñas ventanas no parecen diseñadas para mostrar sino para ocultar a sus habitantes, que además viven aislados del exterior por las gruesas paredes que los protegen el calor. Marrakesh te exige desvelarla paso a paso. Sin embargo, esa vocación por el misterio no tiene un talante severo o represivo como el de los monasterios. Por el contrario, forma parte de la seducción.

Mi musulmana –la llamaremos Fátima- solía quejarse de los hombres occidentales. Decía que sólo querían acostarse con ella, y que les resultaba demasiado fácil follar y demasiado difícil escuchar. Que ni siquiera se tomaban el trabajo de fingir algún interés por ella más allá de lo estrictamente cárnico. Tardé en comprender que no se resistía al sexo para llegar virgen al matrimonio, sino porque consideraba que hacerlo con una persona querida era una experiencia más plena, y la única que valía la pena.

Por eso, cuando conseguí vencer sus resistencias, el cambio fue sorprendente. Ella celebraba el sexo como un ritual. Cada noche que llegábamos a su casa, se bañaba. Recuerdo especialmente su obsesión por lavarse los pies. Cuando venía ella a mi casa, se vestía y pintaba como si fuese a una cena de gala. Incluso me regalaba a mí ropa interior, desodorantes y colonias. Necesitaba que cada acto sexual fuese decorado y celebrado, como una misa de domingo.

Yo consideraba todas esas abluciones simpáticas pero exageradas, y a menudo, francamente engorrosas. Pero conocer Marrakesh también le dio un sentido a eso. En el sur marroquí aún se ven muchas mujeres con velo, y se mantiene la cultura patriarcal machista, pero eso no necesariamente conlleva el grado de austera misoginia habitual en la tradición cristiana. Por el contrario, los mercados marroquíes están llenos de esencias y perfumes. Los jabones de jazmín y aceites para masajes son productos cotidianos. Hay un valle entero dedicado al cultivo de rosas, y una ciudad –Kelaa M’Gouna- que vive de los productos de tocador con el aroma de esa flor. Es costumbre regar de pétalos las mesas y las camas. Los marroquíes no le hacen ascos a la sensualidad ni al placer de los sentidos. Más bien, han desarrollado ambas cosas con delicadeza y talento. 

Creo que se debe precisamente a que aún creen en la trascendencia. Fátima puede parecer ingenua por la importancia que le daba a los detalles. Pero ahora entiendo que para ella las cosas tenían un sentido trascendental. El sexo era símbolo de algo más. En mi cultura de consumo, eso era inconcebible. En general, nos interesa de la gente sólo lo que se puede tocar, y ni siquiera estamos dispuestos a invertir demasiado para conseguirlo. Total, tenemos al alcance de la mano todas las sensaciones enlatadas: si queremos reírnos encendemos la tele, si queremos euforia tenemos cocaína, y el sexo siempre se puede conseguir más barato. La felicidad ya no es necesaria, porque podemos comprar una amplia gama de productos mejores.

Por esa época, yo acababa de separarme y no quería tener una relación estable. Ella decía lo mismo, pero no sabía cómo hacerlo. A sus ojos, salir juntos inevitablemente imponía compromisos que yo no reconocía, y la contradicción entre las palabras y los hechos era una constante fuente de discusiones. Dejamos de salir hace casi dos años, y nunca la he visto desde entonces.   
                
A veces me pregunto si realmente somos tan avanzados como creemos, o si sólo hemos achatado nuestras expectativas al nivel de un McDonalds espiritual. Para ser feliz, Fátima necesitaba cosas que a mí no me hacían falta. Era más exigente que yo con la vida. Pero no tengo claro si eso es bueno o malo.

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28 de abril de 2006
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Al maestro con cariño

Nadie sabe por qué la cabeza y el corazón funcionan como funcionan. A esta altura de la semana, resulta evidente que el tema de la paternidad y de los maestros me está rondando como una obsesión: empecé con Tomás Eloy Martínez, seguí con la vida concebida como obra, me metí con Wenders… Anoche, cuando vi por TV que el Senado argentino había homenajeado a Roberto Fontanarrosa con una mención de honor, comprendí en simultáneo que quería hablar del querido Negro y que su irrupción cuadraba perfectamente con mi obsesión. Sigo sin entender los porqués de la recurrencia, pero no puedo más que rendirme a sus voces.

Siento la más profunda de las admiraciones por Roberto Fontanarrosa. Sigo su obra como humorista gráfico desde hace décadas: yo creo que el Negro es un genio cómico, y lo digo convencido de no exagerar. Si hubiese nacido en los Estados Unidos, su popularidad sería tan grande como la obtenida por el Schulz de Peanuts o el Bill Watterson de Calvin & Hobbes. Pero Fontanarrosa es argentino, o para ser más preciso, rosarino. Gracias a Dios, porque si no lo fuese nuestra vida sudaca sería infinitamente más pobre. ¿Qué clase de vida sería una vida sin Inodoro Pereyra?

La primer tira de Inodoro apareció en la revista cordobesa Hortensia. En aquel entonces el gaucho Inodoro era bastante más apuesto: tenía un cierto aire de figura romántica que dista del físico enclenque que hoy luce, y su nariz era casi inexistente –una nariz que ahora es su rasgo más saliente, por así decir. (Imagino que debido a la conexión con Les Luthiers, otros genios con quienes supo colaborar, se me ocurre que el Inodoro inicial se parecía a Daniel Rabinovich con vincha y peluca.) Pero ya en ese arranque tenía clara su vocación. Tal como ocurre en Martín Fierro, nuestra épica gauchesca por antonomasia, Inodoro se enfrenta a unos soldados y recibe a último momento la ayuda de un uniformado que se cambia de bando, inspirado por su coraje. Después de vencer a la partida, el soldado lo invita a huir rumbo a las tolderías (como también ocurre en Martín Fierro), dando pie a esta respuesta de Inodoro: “¿Sabe lo que pasa? Que esto ya me parece que lo leí en otra parte y yo quiero ser original”.

Desde entonces Inodoro y Fontanarrosa fueron fieles a ese deseo. El Negro dijo durante el homenaje del Senado que su única intención es la de hacer reír, pero cuando yo leo Inodoro, Boogie el Aceitoso o cualquiera de sus chistes publicados por Clarín (admito no conocer la obra literaria de Fontanarrosa, porque me encanta saber que me queda tanto Fontanarrosa por descubrir), me río, sí, pero me ocurre algo más: la inspiración que un lector sólo siente en presencia del verdadero talento creador. Ahora que sé que está enfermo, deseo con toda mi alma que la vida sea gentil con aquel que derramó tanta luz entre nosotros (me tienta pensar que debe sentirse “mal pero acostumbráu”, como suele decir Inodoro), para pedirle que nos depare Fontanarrosa para rato.

Cuando decidí que iba a escribir este texto busqué en mi biblioteca la compilación Veinte años con Inodoro Pereyra, y descubrí –no lo recordaba- que mi ejemplar estaba autografiado por el Negro. Escueto como los grandes de verdad, sólo puso Para Marcelo, fontanarrosa (Marcelo con mayúscula, su apellido con minúscula) y después el broche de oro: un dibujito de Mendieta, el perro que acompaña a Inodoro en las malas y en las malas. (Porque las buenas no llegan nunca.)   

Ese libro es un tesoro para mí.

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28 de abril de 2006
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Con permiso

Es uno de los mayores misterios, pero pasa inadvertido: nuestros gobiernos admiten unas muertes pero rechazan otras. O lo que es igual, dividen las muertes en honestas y pecaminosas. Luego distribuyen los fondos según mueras bien o mal. Las razones son siempre disparatadas, pero de aspecto razonable.

Así, por ejemplo, está permitido matarse con el coche. Los miles de muertos que adornan con sus huesos las carreteras, sólo consiguen de vez en cuando una campañita publicitaria que engrasa algún bolsillo desvalido. Las autoridades bostezan.

En cambio está totalmente prohibido matarse a cigarros. Si quieres hacerlo, tendrá que ser en tu casa, como si te inyectaras heroína. Hay cursillos para dejarlo, ayudas médicas, psiquiatras de acompañamiento, enfermeras a domicilio, premios, tómbolas, ferias, circos. Es una muerte muy mal vista por las autoridades.

Y lo mismo sucede con las grandes cifras. Ayer decía el diario que la malaria mata cada año a un millón de personas, “la mayoría niños menores de cinco años”. Es una cifra considerable, incluso sin el añadido piadoso. Sin embargo, no sólo es una muerte aceptada y bendecida sino que además el Banco Mundial se embolsa parte del dinero destinado a las ayudas hospitalarias porque le parece un despilfarro.

Durante el almuerzo, un experto de la Organización Mundial de la Salud, Jorge Alvar, me informaba ayer sobre otra muerte consentida, la que produce una enfermedad conocida como leishmaniasis, la cual mata dos millones de personas al año y produce una agonía espantosa. En España hay ciento cincuenta casos anuales.

Como sólo afecta a los pobres, ya que mata a quienes tienen un sistema inmunológico raquítico, y como no la ha adoptado ningún cantante rapado, modelo de corsetería o deportista de purpurina para hacerse publicidad, no llama la atención de los medios de comunicación. Son ellos los que deciden qué enfermedades son chulas y cuáles no, de cuáles hay que sacar foto y cuáles aburren a la clientela. En consecuencia, ellos deciden las muertes que el estado luego permite o prohíbe.

Sin embargo, no lo deciden en conciliábulo y con sulfúrica malignidad, por ejemplo eligiendo aquellas muertes que afecten sólo a los parias del mundo, ni siquiera es eso, sino la dejadez, la chapuza, que ni se enteran, que les importa un pito, que hoy hay partido, que el ministro del ramo no sabe escribir ese nombre tan raro, y otras cosas semejantes.

Las razones de la muerte siempre son de este calado. Totalmente idiotas.

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28 de abril de 2006
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CRÍTICA LITERARIA

Existe en el sitio del Opus Dei una página dedicada al Código Da Vinci. Visitarla es necesario si uno cree en la crítica literaria, aun más si uno se complace en el espectáculo de una institución religiosa que se dedica por esencia a cuidar una fe, que pelea contra una novela, una obra que propone una historia simulada. Es el combate titánico de la creencia contra la imaginación en un medio virtual. ¡Dios mío!

Lo que más impresiona es lo pesado en la rectificación del orden religioso. Si hablamos de la posibilidad de las segundas nupcias de José, por ejemplo, (lo que corresponde a la pregunta espantosa, cercana a la idea del divorcio, ¿Estuvo casado San José por segunda vez?) la respuesta del Opus viene de manera floja, citando al final la traducción al español de un libro de monseñor Danielou, cardenal francés famoso por su muerte en un éxtasis no religioso sino más bien con una profesional del amor carnal. A la pregunta básica ¿Estaba Jesús soltero, casado o viudo? se contesta con el apoyo de un libro catalán y de un libro alemán que provocan más espanto que confirmación. Cuando hablamos del estado civil del hombre en que se basa el negocio de la Iglesia, no hay un documento oficial promulgado en Roma que exprese de manera clara lo que son los hechos según los responsables del catolicismo romano. ¿Dónde está la doctrina?

Como agnóstico no me corresponde valorar el trabajo de profesionales de la religión, pero como lector me parece espantoso denunciar una novela sin valorarla. O por lo menos hacer una valoración de sus cualidades. En el caso de la obra de Dan Brown –con su pésima escritura y su utilización triste de las viejas recetas del thriller– habría sido muy útil explicar que cuando un autor tiene al hijo de Dios como recurso puede hacer más, mucho más que la novela que sigue presente en las listas de los libros más vendidos. Al no comportarse como debía; es decir, al no dar a una novela el tratamiento que merece una novela, el Opus se pone al mismo nivel que Dan Brown. Cada bando tiene su versión y, por el momento, es la de Brown la que más se difunde.

Una gran novela es una que provoca la creencia de sus lectores en la historia contada. La única manera de destrozar la historia es debilitar a la novela, poner al desnudo sus fallos y sus límites  El Opus hace todo lo contrario. Actúa como si, en el momento de denunciar la promoción del adulterio en El amante de Lady Chatterley se decida a la denuncia de los errores del autor en la descripción de las técnicas utilizadas en las granjas inglesas para el cultivo del grano. Como siempre, la mala crítica literaria provoca las críticas al crítico. Tengo dos críticas. La primera tiene que ver con la tecnología; es decir: es una historia de código, sí como no. Me explico: el Opus plantea todas sus preguntas en una página que utiliza el código HTML, y cada respuesta viene en PDF. Esto quiere decir que uno puede seleccionar, copiar y pegar parte o todo el texto de las preguntas, pero que cada respuesta es intocable. Se toma todo o nada, lo que es, claro, una actitud cerrada, contraria a la dimensión abierta de la red. Esto alimenta sospechas: el Opus ve cada respuesta como un monolito.

La segunda crítica tiene que ver con los muy malos argumentos del Opus cuando se refiere a la literatura. Hace poco, con la publicación en Estados Unidos del texto del Evangelio de Judas, escrito en el siglo uno y recopilado en un códice del siglo tres, hemos visto lo que puede la crítica literaria. Por ejemplo, en el texto que publicó Adam Gopnik en The New Yorker. Después de citar los argumentos a favor y en contra de la veracidad de lo que dice aquel evangelio rechazado por la Iglesia, Gopnik va al grano y dice que los evangelios de la Biblia nos entregan un Jesucristo que «nos convence más como personaje». De esto se trata: del texto y de la manera en que se recibe. Los editores de la Biblia superan, pero por muchísimo, tanto a Dan Brown como al Opus. «Dame la vieja religión» dice Gopnik en la conclusión de su artículo. Es lo que no supo hacer el Opus, decir dame la Biblia, la novela épica que supera al pobre thriller de Dan Brown. Lo siento, pero se me ocurre una pregunta: ¿Le falta la fe en la Biblia al Opus para utilizar sus códigos HTML y PDF frente al Código Da Vinci?

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27 de abril de 2006
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