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Los fantasmas de Mark Fisher

En Los fantasmas de mi vida: escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos (Caja Negra), el crítico inglés Mark Fisher (1968-2017), autor de obras fundamentales como Realismo capitalista (Caja Negra, 2016) y Lo raro y lo espeluznante (Alpha Decay, 2018), aborda un tema que trabajó con insistencia -el cambio traumático del capitalismo tardío hacia una sociedad de consumidores solitarios y depresivos incapaces de imaginar alternativas al sistema imperante- a partir de la forma en que este se registra en la cultura popular. Algunos ensayos son muy de su momento y se nota que nacieron como apuntes en un blog; otros, como "Rayos solares barrocos", "'La lenta cancelación del futuro'", "Los fantasmas de mi vida" y "¡Viva el resentimiento!", son magistrales.

Para Fisher, "todo lo que existe es posible únicamente sobre la base de una serie de ausencias, que lo preceden, lo rodean y le permiten poseer consistencia e inteligibilidad". Fisher parte de la idea del espectro de Derrida y la retuerce para sugerir cómo la hauntología -la espectralidad- conecta con la cultura popular: se trata de estudiar cómo lo que ha marcado nuestra psiquis en el pasado y se ha convertido en una ausencia puede transformarse en una aparición. Todo aquello que la cultura popular soñó y no ocurrió -esas "persistencias, repeticiones y prefiguraciones"-, esos futuros imaginados de la música y el cine, son señales de optimismo que regresan al presente y nos indican que hay otras alternativas posibles.  

El espectro es aquello que alguna vez fuimos y podemos volver a ser: "una conciencia grupal que espera en el futuro virtual y no solo en el pasado real". Así, quienes vieron a las raves como síntomas frívolos de una cultura del hedonismo se equivocaban; eran espectros del postcapitalismo, que conectaban, gracias a pastillas, tecnología y música, con los espacios de la feria, el festival y el carnaval, que acosaron a la burguesía inglesa del XVII al XVIII por ser "incompatibles con el trabajo solitario del burgués aislado y con el mundo que este proyectaba"; por ello, la maquinaria Tory debió moverse en los noventa para aplastar esta festividad que se oponía a la "'inevitabilidad' del individualismo corporativo".

Fisher privilegia en la música inglesa a Tricky, cuyo trabajo refleja una sociedad cultural pluralista, identificada con extrañamientos cognitivos y una imaginería religiosa dedicada al contacto con lo otro y lo diferente, en vez del Britpop de Blur y Oasis, que cultivaban "una versión monocultural de la identidad británica". Fisher también se pregunta por la ausencia de una música de protesta en los movimientos antiglobalizadores, discurre con inteligencia sobre Joy Division o El resplandor y piensa que la lucha política debe tomar el ciberespacio (gracias a las nuevas tecnologías, el fantasma, la presencia virtual, está en todas partes).

El crítico inglés creía que uno de los grandes triunfos del capitalismo contemporáneo -que se inicia en el Chile de Pinochet, "primer laboratorio neoliberal"- consistió en lograr que afectos que posibilitaban el cambio, como el resentimiento, fueran diluidos al dirigirse a lugares equivocados (de las clases populares a las mismas clases populares en vez de a las elites, punto de partida necesario para la resistencia al sistema); también creía en la conexión intensa entre neoliberalismo y depresión, convertida en problema personal y no en marca de un sistema sobre la población. Los fantasmas de mi vida muestra que, pese a su propia depresión -que al final se lo llevó por delante-, Fisher estuvo siempre buscando salidas y alternativas al sistema, formas de articular la rabia, involucrarse políticamente y reconstruir la conciencia de clase. Algunos caminos ya han sido cancelados -le tenía fe a grupos como Syriza y Podemos-; otros todavía siguen en pie.

La Tercera, 23 de julio 2018  

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23 de julio de 2018
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Nada queda en familia

Es viernes por la tarde. Las familias del PP aplauden a su exlíder, uncido ya a la leyenda. Exhortan su figura y el reconocimiento se convierte en adoración. El ambiente detona un reguero de pólvora emocional en una aparente actitud de tregua, a pesar de la discutida contienda. Han puesto alfombra para hacer catarsis. De Cospedal llora al escuchar el himno de España, acaso su magdalena la conduce a tiempos mejores en una plaza de Armas, pasando revista a las tropas. Luis de Grandes saca su corazón gaditano: “Nos duele en el alma que nos dejen”, y a Rajoy se le rompe un pedazo, los ojos húmedos. El sentimiento coloniza y entierra por momentos el enconamiento de la campaña. Durante un mes, Pablo Casado fue creciendo un centímetro al día, custodiado por un Margallo que profería “todos a uno (contra Soraya)” y la eterna amiga de contienda, Cospedal. Y anunciaba casi a tiempo real los votos que iba sumando. A ambos candidatos les salían sus cuentas. Hubo estrategias de comunicación antagónicas: Casado montó una especie de consejo de ministros en el asador Jai Alai (“fiesta alegre” en euskera), un local emblemático en la transición, tradicional y caro, donde se exponen fotos de primera comunión con trajecitos almidonados, mientras Sáenz de Santamaría compartía pizzas en la sala de reuniones con el equipo en mangas de camisa, antes de cerrar traca en Vallecas.
Rajoy habló en modo pope, y dijo: “Somos los mejores”. Se reivindicó desde el principio. El amor a España le permitió un sorbo de lírica marianista, y dijo haber conocido “la España seca y la mojada”, también que no la había visto “a vuelo de pájaro sino a ras de tierra”. No era el día para recordar la corrupción, ni el austericidio, la ley mordaza o la quiebra de Catalunya. A la manera del canciller alemán que sostenía que “en política lo importante no es tener razón, sino que se la den a uno”, el expresidente, de nuevo registrador de la propiedad, inundó de nostalgia el Marriott de extrarradio.
Puede ser que en algún momento, los compromisarios, tentados por uno y por otro equipo, cambiasen su intención de voto, e incluso que soñaran desmarcarse de los dos frentes que han quebrado esa palabra que Rajoy intentó fraguar a la gallega: unidad. Nunca la hubo. A pesar de los intentos de la candidata más votada en la primera ronda, el aroma fragante de la victoria animó a Casado, que se puso el traje de ganador, blandiendo sus 37 años como parte del programa. Mientras, los de Saénz de Santamaría exaltaban el factor femenino, lamentando –con los ojos abiertos en modo emoji– que tras 40 años de restauración democrática ninguna haya accedido a la presidencia del partido ni del Estado.
Mariano Rajoy se despidió prometiendo ser leal, quizá escondiendo un reproche que activara las neuronas espejo de quienes no lo han sido con sus compañeros y han alimentado ese fatal plural en la política: familias.
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23 de julio de 2018
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Los modernos chivatos

El pasaje dormitaba dentro de la aeronave; habíamos alcanzado ya esa atmósfera en la que la voluntad se desparrama sobre los asientos y la noción del tiempo se convierte en lejanía. Pedí un zumo, y el asistente de vuelo lo derramó sin querer sobre mi mesa. Me pidió perdón y palideció. Le respondí que no pasaba nada, pero me confesó en voz baja: “Si algún compañero lo ha visto, tiene órdenes de informar al superior. Y por esto me pueden echar”. No le escondí que me parecía exagerado, a lo que añadió: “Es el management de la excelencia: no puedes fallar”. Nuestra sociedad, cada vez menos laxa y también más constreñida, quiere convertirnos en vigilantes al acecho, porque el buen ciudadano es hoy un delator en potencia.
A mitad de los años sesenta e instalado en nuestro país, Orson Welles resumía a un par de jóvenes críticos de cine españoles la verdadera causa de la herida macartista en un impagable titular: “Lo malo de la izquierda americana es que traicionó para salvar sus piscinas”. Y añadía que “las izquierdas no fueron destruidas por McCarthy. Fueron ellas mismas las que se demolieron, dando paso a una nueva generación de nihilistas”. Pero, a pesar del cambio generacional, la delación ha quedado prendida en la solapa de la identidad social. Tras los escándalos de abusos sexuales en Hollywood, la cultura de la tolerancia cero ha prometido lejía y amoniaco, e incluso, de modo preventivo, trata a más de un justo de pecador.
En el protocolo fijado al firmar un contrato con algunas plataformas digitales, uno debe aceptar determinada manera de mirar a mujeres –y a hombres–, y hasta se minuta la duración del abrazo. Y, por supuesto, también se anima a atisbar al compañero y sacrificarlo igual que un cordero si consideras que se ha pasado de la raya. Una frontera marcada con subjetividad, que hace que algunos se sientan investidos del poder de defenestrar al otro sin necesidad de más pruebas o juicios. El problema es el punto de vista, lo que significa para unos y otros pasarse de la raya. Entre la denuncia judicializada ante un abuso y el descrédito indiscriminado existe la misma diferencia que entre la categoría y la anécdota. Pero la difamación mediática, el victimismo que da share y el oportunismo que confunde exigencia con despotismo –así le ha ocurrido a Lluís Pascual– componen la foto de un espíritu acartonado, gregario, poco abierto de miras.
Hace unos días vi a un mendigo en la ­tele, un nuevo pobre, joven aún, que dormía en la calle. Buscaba escondrijos, un cubierto para echar el saco. Pero siempre hay alguien, contaba, que se toma la molestia de llamar al orden para que lo ­expulsen de esos cubículos peor que a una rata. La frontera entre denuncia y ­delación es espesa, una niebla altamente peligrosa.
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18 de julio de 2018
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Jowett Javelin

¿Qué habrá sucedido esta noche? Es como si mis neuronas, en vez de seguir su proceso destructivo, se hubieran dado un respiro iniciando la recuperación, al menos de algunas de sus conexiones. He despertado con el recuerdo nítido de un sueño. Un sueño que fue recurrente hace muchos años y del que sólo mantenía una tenue memoria. Circulaba por una carretera con muchas curvas y fuertes pendientes, una carretera que recorría una zona de montañas próxima a mi lugar de veraneo. Y pese a que en esas fechas yo debía de ser un niño, me hallaba al volante de un automóvil, quizá el Jowet Javelin que mi padre compró a su socio Enríquez en Madrid, y, además, la presencia ya no incipiente de chalés diseminados por las laderas, heridas de muerte por pistas y caminos de tierra, denotaba un tiempo posterior a mi infancia. Pero mi angustia radicaba en no saber dónde me llevaría la carretera, en qué punto del pueblo desembocaría y cómo iba a llegar hasta nuestra casa que ahora veía desdibujada en su aspecto y en su emplazamiento. El sueño terminaba aquí,  pero tenía como una continuación carente de imágenes, a excepción de la figura de una abubilla posada al borde de un camino que yo observaba cuando iba andando hacia la finca de unos familiares. Y la imagen de la abubilla me hacía reflexionar, aunque quizá esta reflexión no perteneciera sensu stricto al sueño; me hacía reflexionar sobre qué grandes aves voladoras surcarían esos cielos, en esos años tan poco proclives a la prospección. Porque para mí, aquella no fue una época ornitológica, mi interés por las aves era inexistente (me centraba en reptiles y anfibios) por lo que deduzco que, efectivamente, la reflexión no formaría parte del sueño, quizá se limitara a una premonición del niño que contempla la abubilla.     

 

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18 de julio de 2018
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Al refugio

 ¿Dónde podrán refugiarse aquellos que no renuncien a pensar?
 
Un amigo, hombre de extensa cultura, me envía esta frase de Roberto Calasso: "¿Dónde podrán refugiarse aquellos que no renuncien a pensar? Ya no en la universidad. Al pensamiento le sería útil un periodo de ocultamiento, de vida clandestina o camuflada de la que volver a emerger; una situación que podría asemejarse a la de los presocráticos". Este amigo un día se quedó fascinado por la vorágine de Nápoles, sus gentes parlanchinas, su revoltijo callejero, su inmensa belleza. Pasó allí un buen número de años y, cuando finalmente no tuvo más remedio que volver a España, mantuvo una relación amorosa con la vieja ciudad partenopea. Escribió sobre ella y también sobre los napolitanos que visitaron España y ahora, finalmente, ha publicado una novela napolitana. En realidad no es una novela típica, sino una ficción biográfica, aunque verdadera en más de una mitad.
 
Casi todos los turistas estivales lo ignoran, pero en Nápoles llueve mucho. En consecuencia, su flora y sus jardines son espectaculares. Por su situación cría buena parte de la flora europea y otra no desdeñable de la africana, además de su propia flora autóctona. De modo que José Vicente Quirante ha escrito la biografía de un botánico y médico del siglo XVIII, Domenico Cirillo, que amó con pasión la piel de Nápoles y la recorrió como el amante recorre el cuerpo de la amada. Eso le ha permitido al autor vivir en su ciudad durante la redacción del libro, rememorando los aromas, divisando su arco cromático con las cambiantes luces del sol vesubiano y, sobre todo, imaginando sus gentes. El título, Sombra y revolución (Confluencias), sugiere que Cirillo se hundió en la hecatombe revolucionaria.
 

El jardín presocrático. Inmejorable refugio para un pensamiento poético.

 
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17 de julio de 2018
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Loxandra

Loxandra fue un ama de casa griega que vivió a finales del siglo XIX y principios del XX en Constantinopla. Y digo bien, Constantiopla porque eso de Estambul se debe a una manía de los turcos y ella no solo se consideraba constantinopolitana sino que, como todo griego de bien, estaba en guerra permanente con los turcos, a los que en la novela se refiere continuamente como “los perros de Argán”, un apelativo reservado a la gente cruel y despiadada. Era grandona, locuaz, desmesurada, tierna y supersticiosa (se pasaba la vida escupiendo por encima del hombro para conjurar el mal de ojo), y sentía una pasión tan indesmayable por la virgen de Baluklí  como  por su familia, a la que defendía y cuidaba hasta la extenuación ocupándose de su salud (por lo general a base de administrar montañas de comida y  litros de agua bendecida por su virgen favorita) pero sin olvidar su formación moral. “¿Qué es la felicidad?”, les pregunta incansablemente a su marido, hijos, nietos y demás parientes. Y todos, porque parece como si lo tuviesen marcado a fuego, responden obedientemente:”La felicidad es disfrutar con lo poco que se tiene”.

                Esa persona tan singular  se hubiera perdido en el anonimato de tantas otras amas de casa de no haber sido por su nieta María, fácilmente reconocible en el personaje de Ana, aparte de que sale retratada en el libro junto con su abuela. Una vez pasados los sesenta años de edad y sin haber tenido ningún vínculo previo con la literatura, María Iordanidu  decidió recuperar la memoria de la ya fallecida Loxandra. La novela apareció en 1959 y no sólo fue un éxito instantáneo en su momento sino que en Grecia llevan ya más de treinta ediciones y sigue siendo editada y traducida a diferentes lenguas.  

                Tan prolongado éxito se explica en gran parte porque Loxandra va mucho más allá de una biografía o de la evocación de una saga familiar. Tanto el personaje central (que es una fuerza de la naturaleza) como los numerosos componentes de su entorno familiar y social conforman un elenco peleón, pintoresco, a ratos alegre y feliz y a ratos muy  desgraciado, es decir, profundamente humano. Todo ello queda cohesionado por la clase de solidaridad que genera un grupo humano cuando se siente rechazado por un entorno inestable y muy hostil. Y aunque en la novela sólo se insinúe, como la última caída de Cosntantinopla y su definitiva conversión en Estambul se saldó para la población griega con un horrendo baño de sangre, los avatares de todos cuantos se mueven en torno a la abuela quedan dignificados por la tragedia que se cierne sobre ellos como telón de fondo.

                Ello, la tragedia que les acecha, hace que resalten y resuenen más los olores, los colores y los sonidos de la ciudad, la presencia del mar, los gritos de los vendedores ambulantes, los cascos de los caballos en la calle o el regreso de los pescadores con sus capturas en el Bósforo. Pese a ser una novela profundamente urbana (pues cómo se puede ambientar un relato en Constantinopla sin que la ciudad surja a cada paso) también es constante la presencia de la naturaleza reflejada en  el paso de las estaciones con el fin de la época de las lluvias y la llegada del sol o las comidas tribales  al aire libre, aunque también pueden ser los primeros fríos y el encendido ritual de las estufas y braseros que impregnan la casa de olor a leña. Si en ese universo la fortaleza de Loxandra es su casa, la sala del trono  es la cocina. Y puesto que  ella entiende el comer como una bendición de Dios y a lo largo del día no deja de dar las gracias a la providencia  por lo que puede ponerles en la mesa a los suyos, las comidas y sus ingredientes pasan a ser sagrados y objeto de auténtica veneración. Y llegados aquí toca hablar de la (excelente) traducción.

                Aparte de tener mucho y muy merecido prestigio profesional, Selma Ancira, la traductora, es conocida por su  acérrimo filohelenismo y el lector percibirá de inmediato que traducir este libro ha sido para ella algo más serio que un encargo para ganarse el pan. Según cuenta ella misma en las notas finales, ante las evidentes dificultades que presentaba el texto buscó la ayuda de Kleri Skandami, arqueóloga de profesión y actualmente profesora de idiomas, aunque en realidad ejerce de entusiasta embajadora de la cultura griega, ya sea la clásica o la moderna. Entre las dos acometieron la nada desdeñable tarea de desentrañar el significado de palabras en desuso desde hace más de un siglo, las costumbres de los griegos constantinopolitanos, sus expresiones cotidianas o los insultos  y, sobre todo, qué eran y cómo se cocinaban  los guisos que Loxandra prepara a todas horas y con una abundancia casi asfixiante. En algún momento del relato, la familia entera se traslada a Atenas y Loxandra queda consternada al descubrir que en la capital desconocen el pez espada y que no hay mejillones grandes, o que si pides hojas de borraja para los dolmás, se ríen; y que no han oído hablar del asma-kabagi, del pasturmá, la lakerda ni nada de nada. Todo ello está debidamente identificado y descrito, y si acaso un lector se pregunta ansioso qué será ese  salep que los constatinopolitanos toman a todas horas o el bunkiar begianti de las grandes ocasiones puede seguir leyendo tranquilo porque, aparte de las útiles notas de la traductora, al final dispone de un glosario muy bien documentado.

                Todo un hallazgo.

 

Loxandra

María Iordanidu

Tradsucción de Selma Ancira

Acantilado   

  

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17 de julio de 2018
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