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Peces de colores

“¿Estás enamorada Ágatha?”. “Estoy divertida”, me responde quien fuera musa de los pegamoides, Premio Nacional de Moda 2017, empresaria oceánica con infinitas licencias –entre ellas, una de puertas blindadas–, marquesa de Castelldosríus , hiperactiva, austera, excéntrica y por encima de todo, personaje surrealista. Su relación con Luis Miguel Rodríguez, más conocido como ‘El chatarrero’ (de oro) por ser dueño de la empresa de desguace más grande de toda Europa, la ha colocado en el candelabro, del que nunca se ha caído. “He intentado que le den normalidad al tema porque vender una exclusiva sería de quinta”. 
 
Tras la sonada separación con Pedro J, abrió una compuerta vital. De imaginarse ya abuela pasó a vivir una nueva adolescencia y beber mojitos. “Hace un par de meses, estaba algo preocupada, me decía: a ver si después del primer año tan espectacular que he tenido, el mejor de mi vida, el segundo será un desastre”. Y han vuelto a volar palomas de colores. Se conocieron en una cena. Y es divertido. La clave para ella: lo puede ser un traje, un hombre, una mercería…“O me divierte todo o me aburre todo”. El ex de Martínez Bordiú y otra docena de socialités, amigo de la juerga y los toros, del Madrid del bisnis y el güisqui, la llama ya “mi novia”, y asegura que necesitaba color en su vida y ella le ha tirado el arco iris encima. “¿Y cómo es él?”. “Un marciano. Todo me sorprende. No puede entender la decoración de mi casa, igual que yo la suya…Me divierto mucho”. 
 
Ágatha, entre la moda comercial y el arte de vanguardia, es una defensora de los divorciados: “los y las divor”, dice, y asegura que están más de moda que nunca: “si el Rey Felipe VI se divorciara, su popularidad subiría como la espuma”, remata. En los años 80, Umbral, uno de sus descubridores y enamorados, le preguntaba: “¿Habéis democratizado la moda?”. “Sí. Pero yo no quiero quedarme en elitista por el otro lado, joder. En diseñadora para pasotas, liberadas y así. Ha habido que liberar la moda de las minorías millonarias y de las minorías/minorías, intelectuales o lo que sea. La minoría te enriquece o te da por el culo”. Genio y figura.
Hace pocos días se vistió de negro, en audiencia con el Papa; no fue la primera vez, ya había posado con un smoking de Saint Laurent para Fashion&Arts. “El Papa es la pera, me fui queriendo volver”, me confiesa. Inventora nata, maneja los matices de las relaciones sociales, amiga de los peces gordos y del clan de Sálvame, archifamosa y, a la vez, todo un enigma. 
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“Ganarse la vida –ha escrito su querido Luís García Montero– es un expresión que se carga de sentido en arte, no sólo porque recuerda (…) la necesidad de pagar las facturas a final de mes, sino también porque habla del deseo humano de hacerse con la vida, de llegar al lugar en el que la realidad flexible nos sitúa a cada uno en el corazón de lo que sucede”. Ganarse la vida contra el paso del tiempo. Contra tu propio éxito. Bien sabe Joaquín Sabina que ganarse la vida es también una manera de quererse a uno mismo. Le ha puesto letra a la alcoba tras un amor gastado, ha hecho gala de su malditismo en retraite, también de una sensibilidad travestida, entre el arrabal y la cita culta, entre César Vallejo y Boris Vian, Bob Dylan y Lou Reed. Y a pesar de cantarle a la pérdida y a la perdición, a las faldas cortas y a las lenguas largas, a la soledad en la multitud, Sabina vive venciendo al mito.
 Ocurrió por segunda vez, como si nada pudiera hacerse para evitar la premonición, ese fatum que las almas sensibles temen de madrugada, cuando maúllan los gatos. En el mismo escenario, en la ciudad a la que más le ha cantado, su callejero embrujado de complicidades. Le falló la voz. La afonía es una sensación parecida a cuando te fallan las piernas. Una debilidad interior, un nudo hosco que te oscurece, un silencio penitente, una sensación de ajenidad. Solo le faltaba el último empujón, pero la desesperación frenó incluso los adioses. Los técnicos fueron desmontando, y entre las grúas se extendió sensación de lo no acabado. Suspendió la gira. Se dispararon las alarmas. Y él se refugió en casa, a recuperar la voz y a leer a los poetas disidentes rusos Anna Amajtóva y Ósip Maldelshtam. “Come tortilla de patatas, sardinas y las lentejas que le hace Pepa, la señora que ayuda en casa”, me cuenta su mujer, Jimena Coronado. Cuando presentó su último disco, “Lo niego todo”, en las oficinas de Sony Music habló de su pasada mala racha con las musas. “Tenían varices, estaban viudas… pero ahora las he recuperado”, dijo. 
Contestaba a un periodista el maestro Mazzantini, amigo de la alta sociedad y también de artistas y bohemios, que se cortaba la coleta por “vergüenza torera”. No está claro el origen de la expresión, pero evoca el pundonor como divisa. Sabina, que ha confesado mil veces que canta y escribe “por cobardía”, torero de espíritu, comparte con Mazzantini el crecerse cuando la faena se tuerce. Y seguirá componiendo canciones y poemas, aunque nunca salgan como los había soñado. 
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23 de junio de 2018
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El día que fui Nieves Álvarez

"¿Has cambiado de nombre?” me escribió mi amigo Carles Sans el pasado sábado. Aún no había abierto el periódico; la mañana echada a suertes entre Mansfield Park, de Jane Austen, y Una noche con Sabrina Love, de Pedro Mairal. No suelo leer lo que escribo cuando se publica, porque en verdad no es una quien sostiene la columna, sino la columna la que te sostiene. Pensé que se habría caído la a del nombre de pila: Joan, lo que puede convertirme en un hombre catalán y una habitante de los Hamptons al tiempo. O quizá se habría alterado la o por una u; ya pocas veces ocurre, pero aprendí a tragar quina con esa Juana castellana de quien me liberé tras la muerte de Franco. Sans, siempre dispuesto al chiste, me mandó la foto por WhatsApp acompañada de los pertinentes emojis llorando de risa. Y, oh albricias, mi artículo publicado en este periódico estaba firmado con otro nombre, el de la modelo Nieves Álvarez, de quien me separan veinte centímetros de altura y varios metros de belleza.
Caramba, pensé, doce años en esta plaza picando tecla de sol a sol y me ponen el nombre de un bellezón; cuán generosos han sido los duendes de la imprenta en disimular mi metro sesenta y mis dieciséis apellidos catalanes. Entonces, le hice una súplica al jefe: “Para la próxima me pido Cindy Crawford, mi modelo preferida, de mi misma añada y con más mala leche que Nieves, que es una criatura angelical”.
Cuando te cambian el nombre, no aprecias el sabor de la errata, sino que te sientes un error en sí mismo. Nos pasa a menudo al saludar: conocemos la cara pero no el nombre. Si se trata de una persona perspicaz, te dice “que soy Josefina…”, y respiras. A veces probamos: “Hola, Ana. ¡Ay, perdona, me he confundido con fulanita!”. También recurrimos a aquello de “mejor os presentáis vosotros”, con maneras de publicista.
En una ocasión, a la artista Olga Andrino, en un pie de foto de la revista Hola!, la llamaron María José, a secas, porque sí; acaso les pareció que tenía cara de María José, dijo ella. Un año después, en este mismo periódico, los duendes le cambiaron la primera vocal del apellido para rebautizarla como el arbusto espinoso de la familia de las rosáceas. Aquella mañana recibió varios mensajes que jocosamente la saludaban como Endrino. Hablamos entonces de la pérdida de la firma y la levedad del ser.
Lo de Juanjo Millás y la Wikipedia fue mucho más fabulador: la enciclopedia colaborativa le acreditó en su página un divorcio de Carmen Laforet para, saliendo del armario, casarse con Sándor ­Márai. Ni rastro de Isabel Menéndez, su mujer real; más de treinta años juntos borrados en un clic. A partir de ahora, cada vez que me deprima recordaré el día en que fui Nieves Álvarez y me sentí un ángel en la tierra.
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20 de junio de 2018
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Gregarios

Si en el siglo XX era necesario tener un nombre propio para existir socialmente, en el siglo XXI es imprescindible pertenecer a un colectivo

El siglo XX fue un tiempo de fuerte individuación. Aún hoy recordamos cientos de nombres propios: individuos distinguidos en la ciencia, las artes, la política, las finanzas. Hubo miles de nombres propios, excepto en lugares donde solo cabía un manojo: la Unión Soviética, China, Cuba. El nombre del dictador y su cuadrilla aplastaban a millones de individuos innominados. Algunos directores de cine, escasos artistas, unos pocos músicos salieron de allí, selección insignificante frente a las decenas de miles de individuos reconocibles en el mundo libre.

Ahora el tiempo ha forzado un nuevo giro hacia el anonimato. Los nombres propios son hoy efímeros y en abrumadora cantidad surgidos de la industria del espectáculo y la prensa sentimental. Pero este retroceso de lo individual hacia la masa ya no es el resultado de la presencia aplastante de un jefe, sino el efecto de las nuevas identidades gregarias, las únicas que tienen presencia social: oprimidos étnicos, grupos de liberados sexuales, minorías nacionales, géneros maltratados, explotados laborales singulares, humanos de cuerpo infrecuente, élites raciales humilladas y así sucesivamente. Si en el siglo XX era necesario tener un nombre propio para existir socialmente, parece que en el siglo XXI es imprescindible pertenecer a un colectivo si uno quiere obtener presencia social, dinero y gozar de derechos.

¿Es esto bueno?, ¿es malo? Depende del lado en el que caigas. Si aún no te has fundido en una grey agraviada, búscala de inmediato, pero si no encuentras ninguna, no te preocupes. Pronto verás despachos y empresas que otorgarán patentes de novedad oprimida para la explotación de identidades gregarias. Mejor que los partidos.

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19 de junio de 2018
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Vida de perros

Trae sushi a casa; el casco a un lado, la bolsa al otro. Te saluda y no ves a un hombre exhausto, sino una llama apagada, un saco de cenizas. Apenas habla, intentas arrancarle una sonrisa, está marchita; cobra cuidadosamente, da las gracias, y al cerrar la puerta permanece por un momento de su huella un olor a intemperie, la evidencia de una vida de perros. Es un biker, uno más que a golpe de aplicación de nombre juvenil acude en bicicleta o moto a repartir comida, todo rápido, cómodo, cool. Algunos aguantan silenciosos y sumisos, otros han empezado a golpear la pesada cadena. Porque no sólo cobran cuatro euros y pico disponibles 7x24 para juntar un sueldo básico, también carecen de seguro de accidentes o de salud. Hace unos días se dictó la primera sentencia que condenaba a una de las nuevas empresas con app, Deliveroo, y reconocía que el demandante, el motorista Víctor Sánchez, era obligado a ejercer de falso autónomo. Todos conocemos unos cuantos a nuestro alrededor desde que externalizar se convirtió en la palabra mágica de la remontada. Los muertos de hambre no tienen donde elegir. Trabajadoras domésticas sin contrato y sin festivos, becarios explotados que producen más que los séniors, repartidores de propaganda callejera que no consiguen disimular su humillación conforman un retrato de la precariedad sistémica. Afloran las voces de colectivos hasta ahora invisibles como las kellys –camareras de piso que no llegan a cobrar un euro a la hora y sufren penalidades variadas– o las aparadoras de calzado de Elx, esas mujeres sacrificadas hasta la extenuación sin las cuales no se terminaría a tiempo una producción de zapatos de lujo. Trabajan en su casa, les entregan el material sin instrucciones, inhalan y tocan una cola adhesiva y altamente tóxica para pegar lazos, adornos o plantillas, enferman, envejecen, y a pesar de mantenerse toda la vida vinculadas a las empresas que las subcontrataban, no tienen derecho a nada. “40 años trabajados”, pero sólo “6 cotizados”, se leía en muchas de sus pancartas el pasado Primero 1 de Mayo.
Economistas y sociólogos advierten que las empresas van a convertirse en plataformas de trabajo, externalizando cada vez más funciones. Cualquier joven sabe que no basta con un buen CV: está condenado a tener que inventarse su propio trabajo, acertar con el foco de la demanda y subsistir. Porque existe una cara B de la llamada economía colaborativa, que desde los años de la crisis viene floreciendo, impulsada por sus promesas de flexibilidad y dinamismo (este modelo representa ya un 1,4% del PIB español). Su fundamento consiste en hacer de intermediarios digitales que crean redes y pueden ofrecer precios muy competitivos dada su reducción de costes. Tan sólo necesitan una implicación constante de sus usuarios para seguir generando negocio, y una remesa de esclavos. Es la última mutación del capitalismo. No han inventado la precariedad, pero han elevado su soberbia en un mensaje escueto, de capataz : “Lo tomas o lo dejas”.
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18 de junio de 2018
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Hemingway y las enfermedades del alma

 

Marguerite Duras confiesa en El dolor haberse implicado muy seriamente en algunas torturas durante los primeros días de la Liberación. No me sorprende. ¿Por qué la Duras tenía que ser diferente a los demás en ese preciso momento?

 

Hace tiempo que detesto toda esa mitología acerca de la figura del artista que arrastramos desde el Romanticismo. La escritura es un oficio como otro cualquiera y donde puedes encontrar de todo: imbéciles irredimibles y personas excelentes. Atribuir a los artistas excelencias que les diferencian de los demás es un error, como es un error pensar que esa supuesta excelencia podría hacerlos más imparciales. Naturalmente que hubo muchos escritores implicados en la Guerra Civil española y en la Segunda Guerra Mundial. Unos lo hicieron con la palabra y otros con la palabra y las armas, antes y después de la Liberación. No tenían por qué ser diferentes a los demás en eso, y no lo fueron. Lo que no quiere decir que todos los escritores optaran por apuntarse a la danza de la muerte. Un novelista tan excepcional como Alfred Döblin, autor de la asombrosa novela Berlín Alexanderplatz, prefirió el exilio, en parte porque ya había intervenido en la Primera Guerra Mundial, en la que murió uno de sus hijos, y estaba más que escarmentado de los horrores bélicos. Cuando regresó a Alemania, encontró a muchos viejos nazis regentando las editoriales, que se negaban a publicar su última novela, Hamlet, por considerarla demasiado siniestra y pesimista.

 

Hemingway, que no es mejor novelista de Döblin, tuvo más suerte, y cuando regresó a su país las editoriales y las compañías cinematográficas le abrieron sus puertas llegándole a pagar cifras asombrosas por sus relatos. Antes de eso, el novelista americano había sido compañero de viaje de la izquierda en la Guerra Civil española y compañero de viaje de los soldados americanos en su marcha hacia París. ¿Fue entonces cuando cayó en la tentación? No hay que olvidar que eran tiempos en los que se exigía la aniquilación del otro, como refiere Pemán en un texto de aquel entonces.

 

Una vez más, lo que irrita no es el nivel de implicación que pudieron mantener en la feria del horror algunos escritores, lo que irrita es la omisión de estas informaciones; un empeño muy característico de nuestra cultura: falsificar la narración del pasado llenándola de omisiones interesadas y que únicamente persiguen camuflar la verdad de la condición humana al censurar sus aspectos más negativos, como si con ese procedimiento de carácter puramente mágico consiguiéramos resolver el problema del mal en el hombre, o como si el mal desapareciera por el simple hecho de ocultarlo.

 

Hace unos doce años estalló la noticia de que Hemingway habría fulminado a ciento veintidós hombres en la época de la Liberación. Desconcierta lo elevado de la cifra. No son ni uno ni dos, y es evidente que para acabar con tantos hombres se exige emplearse a fondo. Se trata de un trabajo muy duro y muy serio que quizá sólo se puede ejercer si uno le pone pasión y disfruta de algún modo de tan sofocante labor. Pero ya se sabe, Hemingway era un cazador y pudo muy bien haber caído en la tentación de la cinegética referida al hombre. Bastaba con pensar que tanto el hombre como el búfalo o el león son animales a batir. No hay que descartar sin embargo que todo fuese una fanfarronada tan propia de los cazadores y los pescadores, y tan propia también de Hemingway. Supongamos no obstante que fuese verdad. ¿Es tan asombroso que un escritor con nombre y apellido cayera en esa pasión por la sangre como cayeron muchas otras personas de otros muchos oficios? Una vez más, el problema no está en lo mucho o poco que el escritor se implicó en el ritual de la revancha, el problema es que tardásemos tanto tiempo en saberlo. De ser cierto, se trataría de un dato muy interesante que ilumina la vida y la muerte del autor de Fiesta y Las nieves del Kilimanjaro. Por ejemplo: se entendería mucho mejor por qué su mujer dijo, cuando ya el escritor se había disparado un tiro y yacía en el suelo, que Ernst tenía “cáncer de alma”.

 

 

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18 de junio de 2018
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Desde esta colina

El libro es muy simpático. De haber creído necesario  darle un título más ajustado a su contenido se hubiera podido parafrasear a Becquer y con sustituir “cartas” por “crónicas” y “celda” por “granja” hubiera quedado “Crónicas desde mi granja”. Y a eso vamos. El grueso del volumen son las crónicas escritas por Sue Hubbell entre 1975 y 1978 para el St. Louis Post-Dispatch. Al final hay dos largos escritos que no son crónicas pero que tratan igualmente de los asuntos cotidianos y las gentes de unas remotas montañas de Missouri llamadas Ozarks.Es colaboradora habitual del New Yorker y del New York Times, aparte de ser autora de varios libros de notable aceptación por parte de los lectores. Uno de los cuales, Un año en los bosques, fue publicado por esta misma editorial (2016).

                Cabe decir que, aparte de estar situados en una esquina perdida en la inmensidad de Estados Unidos,  los montes Ozarks son un curioso lugar: a los habitantes de siempre, unos lugareños sureños que se hubiesen entendido estupendamente con Faulkner, a partir de los años 60 se poblaron de una fauna pintoresca y muy heterogénea porque en el aluvión de recién llegados había desde hippies hartos de ir a California con flores en la cabeza hasta miembros de sectas religiosas y diversos fugitivos de la civilización, sin olvidar un nutrido grupo de ufólogos que se reunían todos los años para hacer recuento de los platillos volantes avistados desde la reunión anterior.

                Sue Hubbell y su marido, Paul, pertenecían a la categoría de los retornados, es decir, gente educada y bien situada en la vida pero que una vez criado y colocado a su hijo Brian en la universidad y cuando comprendieron que habían llegado al punto más alto de sus respectivas carreras (profesor de ingeniería en una universidad él, bibliotecaria en otra universidad ella) decidieron que estaban hartos de las atosigantes imposiciones de la vida civilizada y, sobre todo, de pagar montañas de impuestos que servían  para financiar cosas tan inmorales como la guerra de Vietnam. Y un buen día decidieron decir adiós a todo eso, se compraron una granja de 35 hectáreas en el culo del mundo y allá que se fueron tras ser despedidos por sus amigos, profundamente envidiosos  de la vida elegida por ellos dos.

                Su primer libro, Un año en los bosques, incidía más en las aventuras que les ocurren a dos ciudadanos que deciden hacer suya una naturaleza no fácil de domesticar: temperaturas de hasta 30º bajo cero, meses de aislamiento, millones de garrapatas, mosquitos y mapaches que se comen el maíz sembrado (y regado) con harto trabajo, unas labores de siembra que no resultan tan fáciles como parecía y, para acabarlo de arreglar, tener muy presente el bienestar de los 18 millones de abejas que tienen a su cargo y repartidas por una treintena de granjas de los alrededores (sólo la descripción de lo que implica abrir y cerrar treinta cercas construidas cada una a su manera ya bastan para tener ganas de salir corriendo). Pero de eso trata en gran parte el libro y es lo que en el fondo le da más valor. Si en Un año en los bosques se incidía bastante en las razones poderosas que justificaban la huida de una civilización despótica y que a cambio de unos pocos electrodomésticos y otros despojos te tiene puesta la bota en el cuello, Desde esta colina habla más bien de por qué quedarse en un medio decididamente hostil y en compañía de unos vecinos más bien toscos, para decirlo  de una forma amistosa.

                De hecho, el bueno de Paul, el compañero fiel de veinte años no lo pudo soportar y se volvió a la civilización mientras que ella, la esposa que sabía infinitamente más acerca de los sistemas de clasificación de libros que se sembrar cebollas o arreglar un tractor, optó por quedarse con los millones de abejas y las infinitas hectáreas por cultivar. Y no lo dice   claramente en su libro, o al menos no insiste en ello, pero la moraleja que se desprende de sus dos libros es que un ciudadano no se acostumbrará nunca a vivir de la tierra, o al menos no como lo hacen quienes llevan generaciones apegados a ella. Y en ese caso, ¿cuál es el secreto de que ella durase tanto más tiempo , y encima sola, en las montañas Ozarks? El truco lo practican más o menos abiertamente todos los llamados nature writers : Thoreau, el padre de todos ellos y todavía hoy es admirado por la cabaña que se construyó en la soledad de los bosques. Pero no se olvide que esa cabaña estaba a un par de kilómetros de la casa de su amigo y protector, Emerson, y que vivió la mayor parte de su vida fabricando lápices en Concord, un pueblecito situado a pocos kilómetros de Boston. Aparte de escribir un libro fundamental “La desobediencia civil”, sus otros libros sobre la naturaleza eran más bien excursiones de ida y vuelta porque, por decirlo de alguna forma, nunca dejó de tener un pie en casa. Con lo cual no quiero decir que no fuera importante ni meritoria la percepción de la naturaleza que él transmitió. Sue Hubbell, a su manera, tampoco rompió nunca con la tan denostada civilización porque escribía crónicas para las más prestigiosas publicaciones del país que le aportaban lo que el campo no alcanzaba a darle. O sea que aviso para futuros buscadores de los encantos de la vida rural: si no tienes algún modo de vida para redondear las labores agrícolas no lo vas a tener fácil. Pero todo consiste en aplicar el ingenio: para vender la miel de tantísimas anejas como tenía, Sue Hubbell cargaba hasta los topes su camioneta y se iba a venderla a las grandes ciudades. Y aprovechaba los largos viajes de ida y de vuelta para hacer un inventario de las mejores pies de arándanos que daban en los bares de carretera. Y hacer de dicho inventario unas estupendas crónicas.

 

Desde esta colina

Sue Hubbell

Traducción de Carmen Torres y Laura Naranjo

Errata Naturae        

 

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15 de junio de 2018
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Mujeres sin canon

Que una mujer integre el canon cultural gozando de una influencia y reconocimiento incuestionables es una excepción, o mejor dicho una rareza. Suele haber un pero que les impide obtener un quórum cerrado, hasta que fallecen y alguna editorial inspirada las redescubre, o una serie de televisión las pone de moda. Si algunas de ellas aún viven –pienso en Joy Williams o en Vivian Gornick–, no entienden a qué se debe ese interés repentino. No hay duda de que nombres como los de Javier Marías, Mario Vargas Llosa, Félix de Azúa o Arturo Pérez-Reverte, por no alargarme, forman parte del establishment intelectual español, pero, si pensamos en femenino, ¿quiénes serían ellas? ¿Por qué parece más difícil decidirlo? Incluso las que forman parte del canon apenas han encontrado una rendija, y aun así muchas son consideradas de segunda clase; algo parecido a lo que ocurre con el deporte masculino y femenino.
Bien sabido es que uno de los popes de la literatura, Harold Bloom, ya se anticipó a las críticas que recibiría su almanaque de altura: El canon occidental, introduciendo tres mujeres entre 26 escritores. Lo atribuyó a una reacción propia de “la escuela del resentimiento”: una “mezcla extraordinaria de feministas de la ola más reciente, lacanianos, todo ese cacareo semiótico. Personas que no tienen ninguna relación con los valores literarios”. Unos años más tarde, en el 2002 el maestro publicó Genios –subtitulado Un mosaico de cien mentes creativas y ejemplares–, donde amplió su lista a Austen, Woolf, Dickinson, Brontë, Edith Wharton, Iris Murdoch y Flannery O’Connor. Y para de contar. Ningún otro nombre femenino entró en el santoral del dios de los estudios literarios.
Cuando el PSOE ni sospechaba que llegaría al Gobierno, la entonces secretaria de Igualdad del partido, Carmen Calvo, convocó una jornada en el Se­nado sobre la mujer en la cultura, “De musas y modelos a autoras y gestoras”. Anna Caballé intervino como presidenta de la asociación Clásicas y Modernas, y aseguró que el reconocimiento intelectual sigue siendo un asunto pendiente que pasa por la triple fórmula de “educación, integración y transversalidad”. Celebremos que la ministra de Educación y portavoz, Isabel Celaá, compartiera muchas de sus palabras en su primera rueda de prensa: si el empeño es serio necesitará abono. “La igualdad de género no avanzará sin una política educativa que incida sustancialmente en un cambio de perspectiva y no en la mera incorporación de algunos nombres”, reivindicó Caballé. No sólo son nombres, no sólo es reconocimiento, no sólo son porcentajes, sino algo mucho más abstracto y decisivo: autoridad ­intelectual.
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13 de junio de 2018
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La ceguera

Mi nombre es Berta Anselma Martínez y Martínez de Riaza, la Tréboles, la que fuera fiel acompañante, durante décadas, del ornitólogo español Francisco Ferrer Lerín, descubridor, en la subbética jiennense, de la única población, en la penínusla ibérica, de águila rapaz (Aquila rapax belisarius) y descubridor también, en el oscense Reguero del Tomizar, de la única nidificación conjunta, conocida por la ciencia, de las tres especies europeas occidentales de aguilucho (Circus aeruginosus, Circus pygargus y Circus cyaneus). 

Ahora, en este momento de dolor tras la reciente muerte del maestro, quiero dar testimonio de algunos de los hitos del proceso de pérdida de visión que le afectó y que acabó por anularlo. Sería mayo de 2014, en los pinares solanos de los castellonenses Puertos del Rico, cuando me sorprendí indicando a don Francisco la presencia de una pareja de águilas culebreras (Circaetus gallicus) planeando sobre nuestras cabezas; siempre era él quien identificaba las aves, adelantándose al resto de ornitólogos y aficionados. En junio de ese mismo año, en los Cañones del río Mesa, en la provincia de Zaragoza, fue incapaz de distinguir el vuelo a ras de acantilado, críptico sin duda, de un ejemplar juvenil de águila-azor perdicera (Aquila fasciata). En enero de 2015 la disminución de su capacidad visual era ya palmaria, hasta el punto de que no veía con claridad las nubes de grullas (Grus grus) que aterrizaban al atardecer en los campos de la localidad de Bello, en la porción turolense de la laguna de Gallocanta. A primeros de febrero me armé de valor y le sugerí visitar al oftalmólogo Perico, amigo de su familia. El diagnóstico fue demoledor: degeneración macular asociada con la edad (DMAE), de tipo húmedo, en ambos ojos.    

Se inició entonces un peregrinaje por las clínicas oftalmológicas más sofisticadas, para acabar, desesperado, estos últimos dos años, acudiendo a las consultas naturistas europeas y luego a las asiáticas y africanas. Pero todos los intentos de curación resultaron vanos. Sin herramientas de trabajo, sin una razón clara para seguir viviendo, Francisco Ferrer Lerín, opta por concluir con su existencia. Convoca a Carlos Sánchez Peragón, su abogado de toda la vida, y le pide ayuda para resolver el trance, que busque a un profesional que dé al óbito carácter de suicidio. Pero entonces Peragón le comunica que los recursos económicos, tras los periplos terapéuticos, se han agotado; no puede hacer frente a la minuta del sicario. Don Francisco se levanta violentamente del sillón orejero y, a tientas, se dirige con desenfreno hacia el resplandor de la ventana, la rompe con la cabeza ciega, salta al vacío y, planeando gracias al holgado batín de seda, se estrella contra los veladores de la terraza del Café Comercial donde alguna vez departiera con Esperanza Aguirre.

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12 de junio de 2018
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