

Si en el siglo XX era necesario tener un nombre propio para existir socialmente, en el siglo XXI es imprescindible pertenecer a un colectivo
El siglo XX fue un tiempo de fuerte individuación. Aún hoy recordamos cientos de nombres propios: individuos distinguidos en la ciencia, las artes, la política, las finanzas. Hubo miles de nombres propios, excepto en lugares donde solo cabía un manojo: la Unión Soviética, China, Cuba. El nombre del dictador y su cuadrilla aplastaban a millones de individuos innominados. Algunos directores de cine, escasos artistas, unos pocos músicos salieron de allí, selección insignificante frente a las decenas de miles de individuos reconocibles en el mundo libre.
Ahora el tiempo ha forzado un nuevo giro hacia el anonimato. Los nombres propios son hoy efímeros y en abrumadora cantidad surgidos de la industria del espectáculo y la prensa sentimental. Pero este retroceso de lo individual hacia la masa ya no es el resultado de la presencia aplastante de un jefe, sino el efecto de las nuevas identidades gregarias, las únicas que tienen presencia social: oprimidos étnicos, grupos de liberados sexuales, minorías nacionales, géneros maltratados, explotados laborales singulares, humanos de cuerpo infrecuente, élites raciales humilladas y así sucesivamente. Si en el siglo XX era necesario tener un nombre propio para existir socialmente, parece que en el siglo XXI es imprescindible pertenecer a un colectivo si uno quiere obtener presencia social, dinero y gozar de derechos.
¿Es esto bueno?, ¿es malo? Depende del lado en el que caigas. Si aún no te has fundido en una grey agraviada, búscala de inmediato, pero si no encuentras ninguna, no te preocupes. Pronto verás despachos y empresas que otorgarán patentes de novedad oprimida para la explotación de identidades gregarias. Mejor que los partidos.
Marguerite Duras confiesa en El dolor haberse implicado muy seriamente en algunas torturas durante los primeros días de la Liberación. No me sorprende. ¿Por qué la Duras tenía que ser diferente a los demás en ese preciso momento?
Hace tiempo que detesto toda esa mitología acerca de la figura del artista que arrastramos desde el Romanticismo. La escritura es un oficio como otro cualquiera y donde puedes encontrar de todo: imbéciles irredimibles y personas excelentes. Atribuir a los artistas excelencias que les diferencian de los demás es un error, como es un error pensar que esa supuesta excelencia podría hacerlos más imparciales. Naturalmente que hubo muchos escritores implicados en la Guerra Civil española y en la Segunda Guerra Mundial. Unos lo hicieron con la palabra y otros con la palabra y las armas, antes y después de la Liberación. No tenían por qué ser diferentes a los demás en eso, y no lo fueron. Lo que no quiere decir que todos los escritores optaran por apuntarse a la danza de la muerte. Un novelista tan excepcional como Alfred Döblin, autor de la asombrosa novela Berlín Alexanderplatz, prefirió el exilio, en parte porque ya había intervenido en la Primera Guerra Mundial, en la que murió uno de sus hijos, y estaba más que escarmentado de los horrores bélicos. Cuando regresó a Alemania, encontró a muchos viejos nazis regentando las editoriales, que se negaban a publicar su última novela, Hamlet, por considerarla demasiado siniestra y pesimista.
Hemingway, que no es mejor novelista de Döblin, tuvo más suerte, y cuando regresó a su país las editoriales y las compañías cinematográficas le abrieron sus puertas llegándole a pagar cifras asombrosas por sus relatos. Antes de eso, el novelista americano había sido compañero de viaje de la izquierda en la Guerra Civil española y compañero de viaje de los soldados americanos en su marcha hacia París. ¿Fue entonces cuando cayó en la tentación? No hay que olvidar que eran tiempos en los que se exigía la aniquilación del otro, como refiere Pemán en un texto de aquel entonces.
Una vez más, lo que irrita no es el nivel de implicación que pudieron mantener en la feria del horror algunos escritores, lo que irrita es la omisión de estas informaciones; un empeño muy característico de nuestra cultura: falsificar la narración del pasado llenándola de omisiones interesadas y que únicamente persiguen camuflar la verdad de la condición humana al censurar sus aspectos más negativos, como si con ese procedimiento de carácter puramente mágico consiguiéramos resolver el problema del mal en el hombre, o como si el mal desapareciera por el simple hecho de ocultarlo.
Hace unos doce años estalló la noticia de que Hemingway habría fulminado a ciento veintidós hombres en la época de la Liberación. Desconcierta lo elevado de la cifra. No son ni uno ni dos, y es evidente que para acabar con tantos hombres se exige emplearse a fondo. Se trata de un trabajo muy duro y muy serio que quizá sólo se puede ejercer si uno le pone pasión y disfruta de algún modo de tan sofocante labor. Pero ya se sabe, Hemingway era un cazador y pudo muy bien haber caído en la tentación de la cinegética referida al hombre. Bastaba con pensar que tanto el hombre como el búfalo o el león son animales a batir. No hay que descartar sin embargo que todo fuese una fanfarronada tan propia de los cazadores y los pescadores, y tan propia también de Hemingway. Supongamos no obstante que fuese verdad. ¿Es tan asombroso que un escritor con nombre y apellido cayera en esa pasión por la sangre como cayeron muchas otras personas de otros muchos oficios? Una vez más, el problema no está en lo mucho o poco que el escritor se implicó en el ritual de la revancha, el problema es que tardásemos tanto tiempo en saberlo. De ser cierto, se trataría de un dato muy interesante que ilumina la vida y la muerte del autor de Fiesta y Las nieves del Kilimanjaro. Por ejemplo: se entendería mucho mejor por qué su mujer dijo, cuando ya el escritor se había disparado un tiro y yacía en el suelo, que Ernst tenía “cáncer de alma”.
El libro es muy simpático. De haber creído necesario darle un título más ajustado a su contenido se hubiera podido parafrasear a Becquer y con sustituir “cartas” por “crónicas” y “celda” por “granja” hubiera quedado “Crónicas desde mi granja”. Y a eso vamos. El grueso del volumen son las crónicas escritas por Sue Hubbell entre 1975 y 1978 para el St. Louis Post-Dispatch. Al final hay dos largos escritos que no son crónicas pero que tratan igualmente de los asuntos cotidianos y las gentes de unas remotas montañas de Missouri llamadas Ozarks.Es colaboradora habitual del New Yorker y del New York Times, aparte de ser autora de varios libros de notable aceptación por parte de los lectores. Uno de los cuales, Un año en los bosques, fue publicado por esta misma editorial (2016).
Cabe decir que, aparte de estar situados en una esquina perdida en la inmensidad de Estados Unidos, los montes Ozarks son un curioso lugar: a los habitantes de siempre, unos lugareños sureños que se hubiesen entendido estupendamente con Faulkner, a partir de los años 60 se poblaron de una fauna pintoresca y muy heterogénea porque en el aluvión de recién llegados había desde hippies hartos de ir a California con flores en la cabeza hasta miembros de sectas religiosas y diversos fugitivos de la civilización, sin olvidar un nutrido grupo de ufólogos que se reunían todos los años para hacer recuento de los platillos volantes avistados desde la reunión anterior.
Sue Hubbell y su marido, Paul, pertenecían a la categoría de los retornados, es decir, gente educada y bien situada en la vida pero que una vez criado y colocado a su hijo Brian en la universidad y cuando comprendieron que habían llegado al punto más alto de sus respectivas carreras (profesor de ingeniería en una universidad él, bibliotecaria en otra universidad ella) decidieron que estaban hartos de las atosigantes imposiciones de la vida civilizada y, sobre todo, de pagar montañas de impuestos que servían para financiar cosas tan inmorales como la guerra de Vietnam. Y un buen día decidieron decir adiós a todo eso, se compraron una granja de 35 hectáreas en el culo del mundo y allá que se fueron tras ser despedidos por sus amigos, profundamente envidiosos de la vida elegida por ellos dos.
Su primer libro, Un año en los bosques, incidía más en las aventuras que les ocurren a dos ciudadanos que deciden hacer suya una naturaleza no fácil de domesticar: temperaturas de hasta 30º bajo cero, meses de aislamiento, millones de garrapatas, mosquitos y mapaches que se comen el maíz sembrado (y regado) con harto trabajo, unas labores de siembra que no resultan tan fáciles como parecía y, para acabarlo de arreglar, tener muy presente el bienestar de los 18 millones de abejas que tienen a su cargo y repartidas por una treintena de granjas de los alrededores (sólo la descripción de lo que implica abrir y cerrar treinta cercas construidas cada una a su manera ya bastan para tener ganas de salir corriendo). Pero de eso trata en gran parte el libro y es lo que en el fondo le da más valor. Si en Un año en los bosques se incidía bastante en las razones poderosas que justificaban la huida de una civilización despótica y que a cambio de unos pocos electrodomésticos y otros despojos te tiene puesta la bota en el cuello, Desde esta colina habla más bien de por qué quedarse en un medio decididamente hostil y en compañía de unos vecinos más bien toscos, para decirlo de una forma amistosa.
De hecho, el bueno de Paul, el compañero fiel de veinte años no lo pudo soportar y se volvió a la civilización mientras que ella, la esposa que sabía infinitamente más acerca de los sistemas de clasificación de libros que se sembrar cebollas o arreglar un tractor, optó por quedarse con los millones de abejas y las infinitas hectáreas por cultivar. Y no lo dice claramente en su libro, o al menos no insiste en ello, pero la moraleja que se desprende de sus dos libros es que un ciudadano no se acostumbrará nunca a vivir de la tierra, o al menos no como lo hacen quienes llevan generaciones apegados a ella. Y en ese caso, ¿cuál es el secreto de que ella durase tanto más tiempo , y encima sola, en las montañas Ozarks? El truco lo practican más o menos abiertamente todos los llamados nature writers : Thoreau, el padre de todos ellos y todavía hoy es admirado por la cabaña que se construyó en la soledad de los bosques. Pero no se olvide que esa cabaña estaba a un par de kilómetros de la casa de su amigo y protector, Emerson, y que vivió la mayor parte de su vida fabricando lápices en Concord, un pueblecito situado a pocos kilómetros de Boston. Aparte de escribir un libro fundamental “La desobediencia civil”, sus otros libros sobre la naturaleza eran más bien excursiones de ida y vuelta porque, por decirlo de alguna forma, nunca dejó de tener un pie en casa. Con lo cual no quiero decir que no fuera importante ni meritoria la percepción de la naturaleza que él transmitió. Sue Hubbell, a su manera, tampoco rompió nunca con la tan denostada civilización porque escribía crónicas para las más prestigiosas publicaciones del país que le aportaban lo que el campo no alcanzaba a darle. O sea que aviso para futuros buscadores de los encantos de la vida rural: si no tienes algún modo de vida para redondear las labores agrícolas no lo vas a tener fácil. Pero todo consiste en aplicar el ingenio: para vender la miel de tantísimas anejas como tenía, Sue Hubbell cargaba hasta los topes su camioneta y se iba a venderla a las grandes ciudades. Y aprovechaba los largos viajes de ida y de vuelta para hacer un inventario de las mejores pies de arándanos que daban en los bares de carretera. Y hacer de dicho inventario unas estupendas crónicas.
Desde esta colina
Sue Hubbell
Traducción de Carmen Torres y Laura Naranjo
Errata Naturae
Técnica: Cartones y tintas. Tamaño: 50x70. Año: 2018.
Técnica: Cartones y tintas. Tamaño: 50x70. Año: 2018.
Mi nombre es Berta Anselma Martínez y Martínez de Riaza, la Tréboles, la que fuera fiel acompañante, durante décadas, del ornitólogo español Francisco Ferrer Lerín, descubridor, en la subbética jiennense, de la única población, en la penínusla ibérica, de águila rapaz (Aquila rapax belisarius) y descubridor también, en el oscense Reguero del Tomizar, de la única nidificación conjunta, conocida por la ciencia, de las tres especies europeas occidentales de aguilucho (Circus aeruginosus, Circus pygargus y Circus cyaneus).
Ahora, en este momento de dolor tras la reciente muerte del maestro, quiero dar testimonio de algunos de los hitos del proceso de pérdida de visión que le afectó y que acabó por anularlo. Sería mayo de 2014, en los pinares solanos de los castellonenses Puertos del Rico, cuando me sorprendí indicando a don Francisco la presencia de una pareja de águilas culebreras (Circaetus gallicus) planeando sobre nuestras cabezas; siempre era él quien identificaba las aves, adelantándose al resto de ornitólogos y aficionados. En junio de ese mismo año, en los Cañones del río Mesa, en la provincia de Zaragoza, fue incapaz de distinguir el vuelo a ras de acantilado, críptico sin duda, de un ejemplar juvenil de águila-azor perdicera (Aquila fasciata). En enero de 2015 la disminución de su capacidad visual era ya palmaria, hasta el punto de que no veía con claridad las nubes de grullas (Grus grus) que aterrizaban al atardecer en los campos de la localidad de Bello, en la porción turolense de la laguna de Gallocanta. A primeros de febrero me armé de valor y le sugerí visitar al oftalmólogo Perico, amigo de su familia. El diagnóstico fue demoledor: degeneración macular asociada con la edad (DMAE), de tipo húmedo, en ambos ojos.
Se inició entonces un peregrinaje por las clínicas oftalmológicas más sofisticadas, para acabar, desesperado, estos últimos dos años, acudiendo a las consultas naturistas europeas y luego a las asiáticas y africanas. Pero todos los intentos de curación resultaron vanos. Sin herramientas de trabajo, sin una razón clara para seguir viviendo, Francisco Ferrer Lerín, opta por concluir con su existencia. Convoca a Carlos Sánchez Peragón, su abogado de toda la vida, y le pide ayuda para resolver el trance, que busque a un profesional que dé al óbito carácter de suicidio. Pero entonces Peragón le comunica que los recursos económicos, tras los periplos terapéuticos, se han agotado; no puede hacer frente a la minuta del sicario. Don Francisco se levanta violentamente del sillón orejero y, a tientas, se dirige con desenfreno hacia el resplandor de la ventana, la rompe con la cabeza ciega, salta al vacío y, planeando gracias al holgado batín de seda, se estrella contra los veladores de la terraza del Café Comercial donde alguna vez departiera con Esperanza Aguirre.