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¿Cómo empezó todo esto?

La Reserva río Indio-río Maíz es parte de la red mundial de áreas protegidas de la UNESCO. Son 300.000 hectáreas de selva virgen, y se extiende al sur de Nicaragua entre el río San Juan, que delimita la frontera con Costa Rica, y el Río Punta Gorda, hacia la costa del Caribe.

Aunque área protegida, se halla en la mira de los llamados colonos, partidas de campesinos a veces, y las más negociantes de tierras, que burlan a las autoridades forestales, o gozan de su protección, para derribar los árboles y convertir el suelo en pastizales. La quema del terreno suele provocar incendios.

Los negociantes se enfrentan a los indígenas que defienden la selva como su hábitat, no pocas veces arrasando sus comunidades y asesinándolos. Y los árboles tumbados representan otro jugoso negocio en las sombras.

El martes 3 de abril de este año comenzó un nuevo incendio, otra vez provocado por los depredadores, aunque el gobierno minimizó la catástrofe. Negar la magnitud de los incendios ha sido una forma de ocultar sus causas, el descuido y la corrupción, algo que no pasa desapercibido ni para los ecologistas ni para los jóvenes en las universidades.

En las fotografías aéreas y los videos, las inmensas columnas de humo se expanden como si se tratara de una poderosa erupción volcánica, visibles por kilómetros a la redonda, prueba de la magnitud del desastre.

La primera protesta se dio el miércoles 4 de abril en León, cuando los estudiantes encabezaron una marcha que fue atacada, como de costumbre, por las turbas del gobierno. Al día siguiente unos 300 estudiantes intentaron salir de la Universidad Centroamericana en Managua hacia la Asamblea Nacional, llevando pancartas donde se leía SOS INDIO MAÍZ, ORTEGA NEGLIGENTE, DESASTRE ECOLÓGICO. Pero la Juventud Sandinista organizó una "caminata ambiental" y les salió al paso; entonces cambiaron el rumbo, pero de todos modos se hallaron con un contingente de antimotines que los obligó a replegarse de regreso a la universidad.

El régimen dejaba en claro una vez más su intolerancia cerrada ante cualquier protesta, aunque fuera en defensa de la naturaleza: "las calles son del pueblo", había sido la consigna convertida en regla por años, y esto quería decir, las calles son de las organizaciones del partido en el poder. Un monopolio impuesto a la fuerza con el respaldo policial.

El miércoles 11 de abril, una leve lluvia empezó a caer sobre la selva, y ayudó a amainar el fuego, que terminó por extinguirse. Pero el daño a la reserva era irreversible. Y las tierras quemadas, quedaban otra vez listas para ser convertidas en fincas de ganado.

En el estado de felicidad perpetua que ofrece la filosofía del socialismo esotérico del régimen, las causas nobles, como defender la integridad de una reserva ecológica, venían a resultar causas prohibidas. O respaldar a los jubilados en sus reclamos. Eso quedó patente a los pocos días, cuando se reformó la ley de la seguridad social para gravar con un impuesto del 5% las pensiones.

El miércoles 18 de abril un grupo de ancianos salió a protestar en León contra el decreto que los esquilmaba, pero cuando llegaron al lugar acordado ya estaban allí las fuerzas de choque. Uno de los viejos, que porta una pancarta, fue derribado al pavimento, y en el video que se hizo viral entonces puede advertirse como uno de los esbirros lo aprisiona del cuello mientras otro lo empuja con violencia.

Sus compañeros de la marcha lo ayudan a levantarse, lo defienden, y los reclamos contra los agresores suben de tono. Si la intención era agredirlo en el suelo y arrebatarle la pancarta, ya no pudieron hacerlo. Se levantó con ella en las manos.

La escena de un anciano jubilado que cae al suelo agredido por agentes del régimen queda registrada en un teléfono celular, y de pronto está en miles de pantallas de teléfonos celulares en todo el país.

Es misma tarde, unas 300 personas, entre ellos decenas de universitarios que acompañan a más jubilados, se congregan a protestar en las afueras del centro comercial Camino de Oriente en Managua. Todos se han citado allí a través de las redes, con lo que surgirá una palabra desde entonces clave: autoconvocados.

Las fuerzas de choque, ahora multiplicadas, vuelven a aparecer agrediendo indiscriminadamente a los manifestantes. Ese 18 de abril se volverá una fecha histórica, porque es cuando estalla la rebelión desarmada que en los días siguientes tendrá un terrible saldo de muertos, porque la policía y las fuerzas de choque pasan a disparar indiscriminadamente con armas de fuego.

Pronto aparecerán los francotiradores, y los paramilitares encapuchados con fusiles de guerra, hasta que en los siguientes cien días el número de muertos alcanzará más de 400.

El incendio criminal de una selva. Un anciano derribado que a pesar de todo no suelta el cartelón donde reclama por su pensión cercenada. Puertas de escape a una larga acumulación de agravios.

 

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17 de septiembre de 2018
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Narrar las nuevas tecnologías: Juan Manuel Robles

Varios autores latinoamericanos están explorando la ecología mediática surgida a partir de las nuevas tecnologías e internet. Un repaso parcial debería mencionar a Mónica Ojeda en Nefando (2017), interesada en las posibilidades narrativas de la dark web; Martín Felipe Castagnet en Los cuerpos del verano (2012), novela de ciencia ficción en la que la posibilidad de la vida después de la muerte se convierte en realidad e internet es la ultratumba donde van a parar nuestros cerebros; Denis Fernandez en "Astronautas"-Monstruos geométricos (2016)-, cuento que convierte a internet en metáfora del ingreso a una realidad otra: visitar la dark web como un cuerpo transformado en bot puede ser una posibilidad real; Lucila Grossman en Mapas terminales (2017; Los Libros de la mujer rota, 2018): tecnología e internet son los puntos por los que pasa la comunicación e incomunicación de los personajes; en realidad son los puntos por los que todo pasa: ya no se trata de relacionarse con la red, sino de ser la red.

A esta lista hay que agregar al peruano Juan Manuel Robles -junto a Ojeda y Castagnet, uno de los autores seleccionados por Bogotá39 entre los más representativos de la nueva generación-, que en No somos cazafantasmas (Seix Barral, 2018) -en especial en cuentos como "Valentina en las nubes", "Maqueta a mano" y "No somos cazafantasmas"- crea una mitología perturbadora sobre la forma en que la memoria de los individuos puede manipularse gracias a las nuevas tecnologías.

Robles escribe sobre un futuro muy cercano -mejor, un presente con toques futuristas- en el que, ante la proliferación de fotografías con las que archivamos nuestras experiencias -"son muchas fotos... los recuerdos se confunden con las fotos"-, las grandes compañías se hacen cargo de la memoria de los individuos, para almacenarlas en la nube, ordenarlas y luego ofrecerlas en venta en "álbumes inteligentes". En "No somos cazafantasmas", Robles explora ese momento inquietante en el que uno ya no es dueño de su propia memoria y por lo tanto está a merced de quienes la manipulen y editen, borrando, por ejemplo, los momentos traumáticos e inventando una vida feliz, creando incluso proyecciones de imágenes de lo que pudo ser y no fue (pero lo será, gracias al peso de esas nuevas fotografías en la construcción de nuestro pasado); en "Valentina en las nubes", el tema se complejiza, porque para el ansioso narrador le es prácticamente imposible decidir qué recuerdos son verdaderos y cuáles inventados: la memoria es maleable por naturaleza pero lo es aun más en tiempos de manipulación digital.

Robles trabaja las subjetividades que se van formando a partir de los avances tecnológicos y la nueva ciencia del cerebro. En su mundo, los "astrónomos" son quienes ingresan a la nube a buscar imágenes de un individuo para reconstruir su pasado, pero reconstruirlas con exceso de información puede terminar en el colapso psíquico (como en "Máqueta a mano"). Gracias a la red y a las nuevas tecnologías somos otros, sugieren sus cuentos, y debemos narrar las implicaciones éticas de esta reconceptualización, tanto en lo individual como en lo social. Eso es lo que trata de hacer No somos cazafantasmas, al igual que los libros de Castagnet, Ojeda, Grossman y Fernández. Como dice el narrador de Los cuerpos del verano, "internet modificó la realidad al convertirse en objeto; la red tiene una existencia tan concreta como las ciudades de una civilización". Hay que seguir explorando esas nuevas ciudades.

(La Tercera, 9 de septiembre 2018)

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17 de septiembre de 2018
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Másters de boutique

Mis amigas y yo teníamos un truco para estudiar: lograr la chuleta perfecta, la que en menos papel contuviera mayor información estratégica y legible. A fuerza de repetir tantas veces lo mismo, haciendo callo en el dedo corazón, memorizábamos sin querer fechas y reyes, de forma que ya no las necesitábamos aunque permanecieran en nuestro bolsillo, arrugadas y húmedas de tanto manosearlas. Muchos de quienes nos licenciamos en los noventa no codiciábamos un máster, nos bastaba con dejar de ser una carga para nuestros padres, empezando desde abajo y donde la vocación o la for­tuna nos hubieran lanzado. El cono­cimiento era un valor supremo, y las ganas de husmear en su corte nos hicieron aprendices au­to­didactas: la honestidad iba en el sueldo.
El prestigio intelectual nunca fue condición sine qua non para presidir un país, al menos así lo ha demostrado la historia. Pero sí lo fue la veracidad. Que lo que decían ser y creer nuestros representantes fuera honesto y verificable. Hoy, cuando ya se han caído todos los mitos y el poder ha corrompido aquello que ha tocado, desde la Iglesia al fútbol, la credibilidad de la universidad queda gravemente cuestionada a causa del chiringuito de la Rey Juan Carlos, cuyos alumnos matriculados hoy se avergüenzan al pronunciar su nombre. El adorno curricular ha generado un auténtico género periodístico, porque las imposturas ya no quedan en anécdota con la imposición de una ética global. “Burbujas de la prensa de Madrid”, lo califica el president Torra, cuando por copiar sus tesis dimitieron dos ministros de Merkel: el aristócrata Karl Theodor zu Guttenberg y Annette Schavan; y en Hungría tumbaron a su presidente, Pál Schmitt, por lo mismo.
La pureza del conocimiento debería ser inviolable, pero ¿quiénes son los rectores de nuestros rectores, los jueces de nuestros jueces, los vigilantes de nuestros vigilantes? Los círculos de poder endogámico actúan de la misma forma. Sacan tripa, no dan explicaciones ni responden, y, si se les molesta, amenazan con tirar de la manta. Debería hacer autocrítica la universidad española: ninguna de ellas figura entre las 200 mejores del mundo. En su libro póstumo, Pensar el siglo XX (Taurus), Tony Judt lamentaba el paso de “una meritocracia social e intelectual a un sistema regresivo y socialmente selectivo de educación secundaria en virtud del cual los ricos podían de nuevo comprar una educación a la que los pobres no podían acceder”. Bien lo expresó la exministra Carmen Montón, tan mal aconsejada, con su frase eslogan: “No todos somos iguales”, queriendo marcar distancias entre los tipos de fraude y de cáscaras vacías. Hay quienes sólo le echan codos para conseguir un grado, y quienes logran un máster con puente de plata, sin embargo siempre ignorarán la íntima satisfacción del esfuerzo intelectual. Y probablemente no les importe nada porque se han acabado creyendo su propia mentira.
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17 de septiembre de 2018
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Fuerteventura: montes, camellos, vascos

La isla, una de las más hermosas que yo conozca, tiene forma de hueso largo acabado en un pie extenso, y esa silueta, descubierta gradualmente desde el avión si no la ocultan las nubes, anuncia su esqueleto de piedra. A Fuerteventura hay sin embargo una segunda vía de acceso menos dramática, por mar. En la vista a ras de agua a medida que el ferry se acerca desde Lanzarote, la isla es igual de pétrea, pero la animan, cuando ya el barco cruza el Estrecho de la Bocaina, los edificios y las arenas plateadas de Corralejo, a la derecha. A la izquierda destaca otra mole muy singular, el Islote de Lobos, actualmente sin lobos (en realidad focas monje, o lobos marinos), expulsados de esa superficie total de 500 hectáreas por la competencia de los pescadores locales, que veían sus capturas muy diezmadas por la voracidad del mamífero. El islote, a menos de veinte minutos de trayecto regular desde el puerto de Corralejo, vale la pena si se tiene tiempo para la excursión, bien señalizada en caminos trazados que no molestan a su rica fauna ni estropean la flora; la playa blanca de La Concha está entre las mejores de la zona, aunque su principal atractivo radica en la propia formación volcánica, con una altura máxima de ciento veinte metros en la llamada Caldera de la Montaña.
Miguel de Unamuno fue el primer vasco notorio del siglo XX que se prendó de Fuerteventura y discurrió sobre ella, hasta el punto de que no es fácil hoy -salvo que uno sea un bañista pendiente solo de su bronceado- visitar la isla sin encontrarse la voz y la sombra unamunianas. El escritor bilbaíno empezó a mostrar su interés canario en junio de 1910 con motivo de unos juegos florales en Las Palmas. Allí, Don Miguel dio el discurso de mantenedor, que decepcionó a no pocos de los presentes, pues en lugar de cantar con tópicos la guapura indudable de la mujer grancanaria le dedicó en sus palabras una "galantería especial", diciendo: "trato a las mujeres como a los hombres, igual que si fueran hombres; no las trato como a niños grandes, como a ídolos, con el fácil sahumerio de unos cuantos piropos". Ya se sabe que el autor de ‘Amor y pedagogía' era de talante poco piropeador, en todos los géneros. Y de esa alocución resalta asimismo su advertencia a la gente joven que quizá le escuchaba aquel día de junio de 1910 en el Teatro Pérez Galdós: "que no os corrompa ni la obsequiosidad del mesonero a caza de turistas, ni la sordidez del mercader. Y no es que yo desdeñe el comercio. El comercio es un gran instrumento de progreso. Comerciantes eran aquellos fenicios que desamortizaron la escritura y que llevando por el Mediterráneo artículos que vender, llevaban también ideas".
Catorce años después, en 1924, Unamuno viajó de nuevo al archipiélago, a la fuerza; el reino alfonsino aún no atraía visitantes turísticos, pero el general Primo de Rivera inició una modalidad de turismo autoritario, años después continuada por el general Franco, desterrando al indómito catedrático salmantino a Fuerteventura, donde el idilio canario del escritor se desarrolló y se concentró. En la isla, Unamuno abre los ojos, y entre otros hace el descubrimiento de la mar, "y eso que nací y me crié muy cerca de ella". El confinamiento le da al pensador el soporte de una nueva tierra que le deslumbra con algo que hoy, mucho más construida, comercializada y visitada que entonces, sigue vigente: la desnudez mineral, la ondulación de la piedra apenas señalada por unas plantas ralas, la eminencia, más al norte y el centro de la isla que al sur, de un encadenamiento montañoso abrupto, pardo y seco, pero atenuado de color en las laderas, donde aparecen para compensarlo, como coqueterías del poblador nativo llamado majorero, los perfiles airosos de sus molinos y la vivísima mancha blanca de sus más preciosos pueblos, como La Oliva o Betancuria.
En sus cien kilómetros de longitud por poco más de veinticinco de anchura, el paisaje de la isla alterna entre la suavidad de sus dunas y la reciedumbre de su osamenta, que, privada de toda connotación fúnebre, permite hablar de esqueleto. Unamuno usaba la palabra como un ‘mantra': "La aulaga es un esqueleto de planta; la camella es casi esquelética, y Fuerteventura es casi un esqueleto de isla", designando incluso al gofio como "esqueleto de pan", sin duda en una época en que esta suculenta masa de harina de grano tostado era menos universal que ahora en tanto que ingrediente culinario muy variado en la gastronomía canaria y no solo majorera. El cereal de secano (trigo, cebada o maíz, allí llamado millo) tiene un protagonismo casi ineludible; como guarnición de carnes y pescados, disuelto en los potajes, de postre amasado, para mí gusto excesivamente dulzón y denso, y, según parece, también añadido por muchos a su café con leche matutino y a la papilla infantil. 
Respecto a su fauna, el viaje por la isla depara el dominio casi exclusivo de las cabras y los camellos. Las primeras producen la ‘delicatessen' de los quesos majoreros, cuya variedad es casi infinita; mi paladar aprecia más el queso curado, de atractiva tonalidad marfileña, aunque los tiernos tienen naturalmente un comer más agradecido. Camellos parece haber menos, aun siendo más conspicuos; serenos en su elevada indiferencia al humano, su gesto hace de ellos un cuadrúpedo tan altivo como filosófico. Los que vi en mis días de Fuerteventura no hicieron gala de su deseo carnal, lo que lamento; en 1924, tampoco hace tanto, Unamuno los llamó "tenorios" de la isla, al haber contemplado más de una vez en sus paseos campestres el celo de los machos manifiesto con la expulsión por la boca de una llamada "vejiga" deseante, siendo el estado de ánimo del animal en esas fases muy agresivo, tanto como para atacar y herir gravemente al humano que se le interpusiera en dicha necesidad coital.
El recorrido por la isla ofrece muchos puntos de interés, de los que elijo tres, sin entrar a ponderar la belleza salvaje de las playas del sur, entre ellas la virginal Jandia, con su faro entre un palmeral muy próximo a la orilla. En la parte norte, bajando desde el parque natural de Corralejo, donde sigue en funcionamiento como tótem de un incipiente turismo el hotel Tres Islas proyectado en 1972 por Miguel Fisac en una de las muestras menos osadas de su arquitectura, impresiona la amplia sabana de sus dunas. El viajero continúa su rumbo, camino de Tindaya, haciendo un corto desvío hacia el municipio de La Oliva, donde hay que ver su iglesia de Nuestra Señora de la Candelaria, quizá la más coqueta y armoniosa de la isla, y en las afueras del pueblo la Casa de los Coroneles, uno de los edificios civiles de mayor rango del archipiélago. Construida en el siglo XVII como residencia de las autoridades militares allí destacadas, el conjunto, hoy restaurado para servir como centro de exposiciones, tiene una planta alargada de dos alturas y torreones en los extremos, así como una bonita balconada en el piso alto. La silueta del palacete se yergue, en una estampa de postal, ante el cono del monte posterior, que recuerda el perfil de una pirámide. Más irregular pero más misteriosa es la montaña que el viajero observa, volviendo hacia la carretera, a su derecha. Tindaya.
Un día de 1985, sesenta años después de que Unamuno, al acabar su destierro, publicara en Francia, en español, su incomparable manifiesto político-sentimental-majorero ‘De Fuerteventura a París', un libro en que el soneto se hace arma contra la dictadura ‘primo-riverista', otro genio vasco, Eduardo Chillida, tuvo una revelación. La idea plástica del escultor maduró lentamente, y en 1996, tras desplazarse hasta el lugar, esa idea se plasmó en un proyecto tan audaz como visionario: "Tengo intención de crear un gran espacio vacío dentro de una montaña [...] Vaciar la montaña y crear tres comunicaciones con el exterior: con la luna, con el sol y con el mar". La montaña soñada por Chillida es Tindaya, muy cercana a la carretera principal que va desde el noroeste hasta Puerto del Rosario. Es difícil pronunciarse en la polémica, que aún continúa, entre quienes defienden la posible obra maestra imposibilitada hasta hoy (las imágenes del simulacro de lo que llamaríamos patio central excavado, con sus formaciones cúbicas en la piedra, tienen una imponente potencia plástica y mucho de templo laico), y los que rechazan la intervención del artista, entre otras cosas por su elevado coste, unos 48 millones de euros, y la preponderancia que dicen demasiado interesada de los familiares del artista, fallecido en 2002. Tindaya es una montaña mágica, no sólo por su apaisada forma trunca que evoca fantasías de la ciencia ficción, y en ello ven los opositores al proyecto otra pérdida, pues el vaciado y los trabajos de desescombro supondrían, afirman, un daño irreparable a los ‘podomorfos', pies grabados en la roca hace miles de años por los pobladores aborígenes. 
Uno de los mayores encantos de la isla es el contraste que ofrece entre las líneas costeras y su interior, a veces recóndito y lleno de sorpresa. La esencia geográfica de Fuerteventura es la tierra enjuta, casi siempre desnuda en sus escarpaduras y sus elevaciones, que esconden el apagado bullir de una entraña fogosa; y al mismo tiempo el arenal inagotable, un desierto en miniatura repartido estratégicamente, como en un juego, por la naturaleza. Uno va acostumbrándose a ese ascetismo de la mirada que, como decía Unamuno, atraerá más al peregrino de una tierra pura, evangélica, que al hedonista de la sociedad de consumo. De repente, surgen otros oasis. A pocos kilómetros de la montaña sacra de Tindaya, está Tefía, una aldea que conserva lo que podríamos llamar un museo al aire libre de construcciones domésticas tradicionales, tan sencillas como auténticas, y una demostración in situ de los especimenes de molinos de viento machos y hembras, una dualidad que aprendimos en este viaje. El molino macho es de dos plantas y circular de contorno, con cuatro o incluso más aspas en su techumbre cónica, pero yo encontré más historiado el molino hembra, aquí llamado molina. Las molinas majoreras son de menor tamaño y de planta cuadrada, y la molina del Almácigo, en el camino hacia Antigua, es un prodigio de rústica elegancia. 
No se puede dejar tampoco de visitar, aprovechando las cortas distancias, Betancuria, mi tercer hito. Se trata de un pueblo en la zona central de la isla, que tiene resonancias históricas, ya que fue, desde su fundación en 1404 por dos caballeros normandos, la capital de la isla, rango perdido a mitad de siglo XIX, primero a favor de Antigua y luego de Puerto de Cabras, nombre entonces de la actual Puerto del Rosario. En Betancuria, con estrechas calles empedradas de mucho sabor, quedan algunas nobles casonas, y sobre todo su iglesia de Santa María, antigua catedral, reconstruida en el siglo XVI tras el ataque de unos piratas berberiscos. Pese a su mezcla de estilos, o por ella, el templo ofrece numerosos alicientes, y su balcón corrido de madera luce en la fachada posterior. Saliendo del pueblo llama la atención la estructura restante del antiguo convento de San Buenaventura; la poética de las ruinas funciona en su caso con especial poderío.
El viaje finaliza en la actual capital administrativa y comercial, Puerto del Rosario. Ciudad pequeña y acogedora, llena, sobre todo en el barrio central del Charco, de mementos militares (aquí llegó la Legión al abandonar España sus últimas posesiones africanas), su vertiente marina le da vida. Y está jalonada de monumentos escultóricos, algunos, como El Vigía, El pescador de viejas o Equipaje de ultramar (de Eduardo Úrculo), de buen tino, y calidad estética; estas llamativas presencias se deben, por lo que me contaron, a la iniciativa de un edil amante del arte. No podía faltar en el repertorio una escultura de Unamuno, situada frente a la casa de su destierro, que se visita. El filósofo había expresado el deseo de ser enterrado en Montaña Quemada, no lejos de Tindaya. Otro sueño vasco irrealizado.

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13 de septiembre de 2018
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El GAM de Santiago: Las paredes hablan

En primera persona y desde incendios hasta delirios, un edificio emblemático de Santiago, el del Centro Cultural Gabriela Mistral, reconstruye su historia, que es la historia misma de Chile.

Me soñaron con la forma de una carpa de circo. Cuarenta y seis años después, cuadrado y metálico, albergo un centro cultural. Mis entrañas, de cemento y acero, dignas de comienzos de los setenta, fueron pensadas en tono de algarabía. El arquitecto Miguel Lawner y el presidente de entonces, Salvador Allende, querían un edificio abierto al pueblo, con risas y aplausos por terrazas y pasillos y salas de conciertos. Por eso estoy en el corazón de la ciudad, de cara a la gran avenida Alameda, pegado al tradicional y arbolado barrio de Lastarria, casi frente al edificio adusto de piedra con mesías y ángeles de la Universidad Católica.

Me construyeron en 275 días. En tres turnos que no paraban nunca para poder cumplir con la sede del Tercer Congreso de la Conferencia Mundial de Comercio y Desarrollo de Naciones Unidas (Unctad, por su sigla en inglés), en 1972.

El presidente Allende comió en estos patios mientras seguía la construcción, a punta de martillazos y silbidos de obreros que acompañaban cenas y almuerzos de ingenieros, técnicos y albañiles. Terminando el año, la bandera chilena se alzó en mi torre más alta con el sueño de que, terminado el evento, me convertiría en un centro cultural con el nombre de Gabriela Mistral.

El arte popular de medio centenar de vanguardistas chilenos cubrió mi desnudez. Hoy, Cristian Prinea, coordinador de públicos, aún muestra la puerta del Museo de Arte Popular (Mapa), un diseño abstracto de Juan Egenau, o la escultura giratoria de metal Tercer Mundo, de Sergio Castillo. Es arte para tocar, para agarrar y apropiarse. Al final del pasillo en la planta baja, él también muestra los tiradores para abrir y cerrar las puertas, diseñados por Ricardo Mesa con la forma de puños vueltos hacia arriba en señal de celebración o rebeldía.

Desde mis torres más altas vi los aviones que bombardearon el palacio presidencial de La Moneda el 11 de septiembre de 1973. Todavía no se disipaba el humo de las bombas y aún no recogían el cadáver del suicidado Salvador Allende, cuando las tropas me tomaron. Los primeros años los pasé cerrado, con órdenes de mando y habitado por uniformes: durante 17 años de dictadura fui el lugar elegido para los discursos televisivos del general Augusto Pinochet y mi nombre dejó de ser el de una Nobel de Literatura para ser el de un político conservador y autoritario llamado Diego Portales.

Los nuevos tiempos, los del dinero y el mercadeo, llegaron en 1990, ya en democracia. Mucho del arte popular había desaparecido por destrucción, robo, venta o simplemente porque sí. Un telar enorme bordado por campesinas de Isla Negra, que me abrigó en mi primer invierno, el de 1973, no dejó rastros. Lo extraño. Los puños de Ricardo Mesa estaban hacia abajo.

Hasta que el fuego se desató. Ocurrió el 5 de marzo de 2006 cuando la madrugada llegó con el humo y me consumí en un 40 por ciento. Cuatro años después, Michelle Bachelet me reinauguró y rebautizó con el nombre de la poetisa de siempre, de Mistral. Ella, la presidenta, jugaba de niña en mis patios y quería volver a verme lleno de gente. Hoy vienen cerca de 1,6 millones de personas cada año, en buena parte gracias a los espectáculos artísticos en cuatro salas.

El año pasado nos asomamos a las obras que homenajearon el centenario del nacimiento de Violeta Parra.Algunas eran para adultos, como En fuga no hay despedida. Otras para niños, como Ayudándola a sentir. Hubo clásicos chilenos como la tragedia rural La viuda de Apablaza y dramas actuales provenientes de las regiones alejadas, como El pájaro de Chile. Una performer australiana se encaramó en las butacas de la sala más grande para representar un unipersonal desopilante, y una pareja de grandes actores chilenos se despeñó por los abismos de la soledad y la locura en Locutorio. Y en una de las salas pequeñas del segundo piso, hace poco un grupo aficionado de la tercera edad montó una obra llena de dolor y empatía hacia los migrantes haitianos: La despedida de Benito Lalane.

Hace tres años, en la biblioteca, con una vista panorámica a la Alameda, la actriz Íseda Sepúlveda me regaló un monólogo con poesías, prosas y cartas de Gabriela Mistral. Fue bonito: el público se entregó a la arenga por el voto femenino, a su poema doloroso sobre la no maternidad y a un hondo decálogo del artista. Al final de su espectáculo, Íseda miraba a un almendro que solo existía en el poema de Mistral, desde mi piso más alto por el ventanal, donde se colaban los rayos del crepúsculo y el ruido del tráfico por la Alameda.

Muchas tardes, cuando baja el sol, una enorme cantidad de jóvenes practican coreografías de danza moderna, de ritmos latinos y de break dance. El director, Felipe Mella, les pregunta si no quieren venir a ver las obras del GAM. Y le contestan que no quieren ver sino hacer, vivir su propio arte. Mucho ha pasado en 46 años. Ha sido un largo viaje.

Publicado en el número de Setiembre 2018 de la Revista Avianca.

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12 de septiembre de 2018
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También se duerme en la cama

La soberbia posmillennial se alimenta en la cama, el lugar preferido de los adolescentes. Viven más de la tercera parte del día en ella, tumbados en posición de estrella marina o de ravioli, y no se creen vagos, todo lo contrario. Sobre el colchón, las sábanas abatidas a los pies, comen, beben, se entretienen y comandan sus sentimientos desde una pantalla. En Francia, nueve de cada diez chavales no van al catre sólo para dormir. En Le Monde, le preguntaban sobre el fenómeno a un psicoterapeuta afamado, Pierre Lassus, que aseguraba que no hay que alarmarse, que este hábito consiste en un ejercicio de libertad, un rito de pasaje en su formación.

 

Es su territorio inviolable, atesoran la sensación mullida, la penumbra que todo lo retrasa. Hay tantas cosas que no pueden sucederte en la cama, deben pensar, sintiéndose a riesgo de casi todo, excepto de la propia mente que se ha habituado a la indolencia. Los de la Generación Y o Z deberían leer Oblómov (Alba); disfrutarían con el encantador personaje de Goncharov, un radical la vida echada cuya desafección del mundo únicamente halla acomodo en su lecho. Porque ellos han sustituido la verticalidad por la horizontalidad. Aseguran pensar mejor postrados, y así, estudian, escriben, cabecean y socializan en redes desde ella, con su bol de cereales o su lata de refresco.

 

La viuda del escritor Juan Carlos Onetti, la violinista Doris Muhr, comentaba recientemente algunos aspectos cotidianos de su vida en común. “Juan dormía, comía, leía y hacía el amor, todo en la cama, porque consideraba que era donde pasaba todo lo importante, pero en realidad era pereza”, confesó. Ahora, una cosa es ser Onetti y permitirte creer que en el lecho ocurre todo lo importante, y otra empeñarse en vivir echado. Al extremo de que a tal patología se le denomina clinomanía, una enorme desgana, además de una impotencia atroz para despegarse de la sábanas. Los expertos lo diferencian de la pereza, y aluden a una glorificación exagerada de la intimidad. Y a una negación a la vida activa.

 

Las madres recogemos latas vacías cuando los hijos no están en su cueva. Les llamamos vagos. No abren un periódico. No comen conejo, y si se lo recriminas te dicen que lamentablemente fueron socializados para no comerlo. En su determinación se refugia el malestar, un freudiano matar al padre o a la madre azuzado por el cambio de paradigma que tiene a sus viejos tarumbas. Más que nunca, la cama ocupa el centro de su vida, libres y a salvo, sin necesidad de añorarla como los adultos, que nos mantenemos de pie pero desearíamos dimitir de la bronca nacional y hallar solaz sobre el colchón y la almohada, en ese pequeño templo de la condición humana.

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12 de septiembre de 2018
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Lujo de juguete

Cómo no va a haber crisis de manteros si les llamamos a gritos para relamernos con sus Gucci y Vuitton a cuarenta euros sin necesidad de viajar a Chinatown, una procesión muy estilada en los noventa, cuando los españoles de clase media regateaban en los Rolex y Cartier con ahínco vicioso. A cuántas señoras perladas he oído encargar en la acera otro igualito para su cuñada; pronuncian marca y modelo, redichas, con el mismo orgullo que si fuera auténtico. Sin escaparate ni mostrador, pero brillando en sus poliespanes, se ofrecen como una mentira piadosa.
La vida sirve paradojas: subsaharianos que escaparon en patera de hambrunas o guerras civiles sobreviven a fuerza de diferenciar un Chanel de un Michael Kors. Qué entienden plagios y patentes. Son los ángeles del lujo para currantas o jubiladas que desearon llevar un bolso de marca y nunca pudieron costeárselo; ahora lo tienen, aunque sea de juguete. Y para las millennials low –las niñas mimadas del consumo global, que se proyectan en los valores de sus marcas con frenesí– el primer contacto con la firma soñada es el top manta.
La proliferación en el espacio público de estos tenderetes sin techo responde también a una demanda sumergida, la de una clase media desencantada, privada de la posibilidad de calmar sus infiernos con el opio del capricho. La burbuja del lujo es tan poderosa que a lo largo de los últimos veinte años ha triplicado su valor –de 97 a 262 billones de euros–, según el último informe de EAE Business School, Radiografía del nuevo universo del lujo, dirigido por el profesor Eduardo Irastorza. A pesar de la crisis, el paro, la austeridad y todos los temblores que han padecido profesiones y empresas, el lujo crece imparable, acompañado por el fulgor que contiene su palabra en todos los idiomas. En nuestro país nunca había habido tantos ultrarricos (quienes declaran fortunas personales superiores a los 30 millones de euros), según datos de la Agencia Tributaria. El llamado lujo experiencial y el luxury transportation son nichos al alza, además del marketing de las ciudades: viajar para ver escaparates y cenar entre estrellas Michelin colma aspiraciones y produce un sentimiento confortable.
Pero hay un dato romántico en el informe: nueve de cada diez de las marcas de alta gama más consumidas son europeas. Por algún lugar tenía que salir la frustración. El abandono de esa idea de Europa parecida a sus cafés, que hoy no es ni agua azucarada, recobra vigor espiritual. Los relojeros suizos, los curtidores franceses, los mecánicos alemanes y los poetas italianos que insuflaron de alma a un nombre han logrado que su memoria permanezca. Crearon un concentrado de deseo que se ha globalizado. Desde sus orígenes, lujo mundial sigue siendo liderado por un viejo continente, cuna de la cultura occidental, que no sabe muy bien qué hacer con sus top manta y sus copias falsas.
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10 de septiembre de 2018
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Pequeña antología de la noche

El poeta Carlos Aganzo publicó a comienzos de este verano de sed y de fuego una peculiar y memorable antología de sus poemas, buscando dentro de sus obras las composiciones más vinculadas a una cierta esencia colectiva, a una cierta conciencia del Otro en sus diferentes manifestaciones. Alejándome un poco de los abordajes usuales a la hora de acercarse a un poemario, he querido mostrarle al lector los momentos en los que el poeta se acerca a la noche. He aquí pues una pequeña antología de versos sobre la noche, extraídos de las moradas donde Arde el tiempo:

¡Noche cálida y sonora,

surcada por un millón de incertidumbres!

*

Hay noches en que duele la conciencia

por los asesinatos, las torturas

que cometieron otros

tal vez en nuestro nombre,

en el de la belleza o de la muerte;

ofensas sin posible redención.

*

En la voz de la noche

se oyen todas las voces

que callan durante el día.

*

Sabía que esos ojos encendían

pedacitos de lava

en la frontera misma de los labios,

devorando la carne y la inocencia

del corazón bilingüe de la noche.

*

Porque existe la noche con sus dedos

puedo afrontar aún la madrugada...

*

Esta música negra es bella e inquietante

como una rosa negra.

Esta música negra late al ritmo secreto

del corazón más negro de la noche.

*

El jazz es una zeta como un grito

que rasga las cortinas de la noche.

*

Con vosotros me quedo.

Con vosotros espero despertarme

mil y una noches después de la hecatombe.

*

Mas heme aquí tendida,

viendo el río de Heráclito

dudar de la corriente

y perderse en un valle misterioso

donde vagan sin sus caparazones

las perezosas tortugas de la noche...

*

En una noche oscura

no se debe mirar de frente a las estrellas

pues su luz fácilmente nos confunde

y nos lleva hacia extrañas geografías...

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7 de septiembre de 2018
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La autoficción o el arte de navegar la memoria

En mi cabeza sucede el desorden del plano cartesiano, me cuesta trabajo concentrarme y cuando intento leer la presbicia me agota. Tal vez la mirada y la memoria tienen un vínculo mucho más profundo de lo que pensamos y el órgano que los vincula se llama lenguaje. Por eso el envejecimiento puede ser un veneno para la escritura y también lo es ese frasco donde se contiene el estado de ánimo. En este sentido y en otros la memoria es uno de los temas favoritos de nuestro tiempo literario, tanto o más que este hecho: la felicidad casi nunca produce buena literatura. Hay que vivir. Darse cuenta de que el mundo es una mierda forma parte de ese goce. Quizá es un prejuicio, pero cuando pienso en la potencia del infierno que se proclama en La Divina Comedia y luego comparo lo que sucede en el cielo, al final me queda claro el daño que la bondad y los colores pastel pueden provocarle al arte.  

Detenido ante la imagen de la belleza del mal y la cursilería del bien, alguna sinapsis me lleva a pensar que nunca quise escribir temas biográficos, a pesar de que la autoficción es una de las estéticas favoritas de los tiempos que corren. Hay tantas historias en el mundo, la prensa, los archivos y el paisaje que andar exhibiendo nuestras miserias personales me resulta un poco bochornoso. En la era del exhibicionismo la literatura íntima se confunde con el branding de sí mismo. Cuántas novelas hay tan bien contadas como Esto también pasará, de Milena Busquets, pero para los ojos de un voyeur y puestos a escoger, hubiera preferido más chicha sobre la relación con su madre, llena de luces y oscuros, tan pública como privada ¿Hay valentía en el acto de contar tu vida? y si decides hacerlo ¿tiene el lector derecho a cuestionar la intimidad que se cuenta públicamente? ¿Es la autoficción una licencia para matar que a su vez le otorga una pistola al lector? Pensando en el duelo, trato de enfocar los ojos y todo me resulta doblemente problemático ¿Por qué contar las glorias de la juventud, los hechos de la infancia o la memoria del padre o la madre desde un asiento que lleva el letrero Expiación? ¿Qué mérito tiene hablar sobre uno mismo? ¿Cómo cambia nuestra mirada tras los lentes del tiempo? ¿Existe el derecho al arrepentimiento? ¿Quién borrará las ideas que ya no tengo? Pasamos más tiempo con nosotros mismos que con el mundo y para sobrevivir-nos inventamos a un yo que, a su vez, se convierte en la mejor versión de lo que somos privadamente. En lo público queremos ser vistos de una forma suficiente y simple, para que los demás nos toleren. La expectativa en el otro no es el otro, sino la idea que tenemos de él. Ese es el origen de casi todos los fracasos. En lo privado nos miramos al espejo con cada defecto supurando en la cara, las cuencas llenas de ojeras, el cerebro cabeceando después de un día largo en la oficina, la imposibilidad de concentrarse y un mensaje diciéndote: aún te quedan treinta años de vida activa. Si ahora estás cansado cómo vas a estar dentro de dos décadas. Creo que no escribo autoficción porque el resultado sería un gran bostezo. O tal vez porque eso significaría contar una historia que contiene tanto daño que no me atrevo a dejar tal testimonio ante los vivos que formaron parte de la acción. Pudor.

            Ya sé que hay historias fascinantes de hermanos gemelos que le dan la vuelta al mundo o mares de por medio o libros que están poniendo en jaque a un universo que ya no pertenece a esta idea, porque resulta que estoy teniendo problemas de atención. Olvido lo que quiero decir en este segundo y lo que siento es más cansancio. Hay que tomar en cuenta que el verano acaba de terminar y es lunes y por eso tengo un agotamiento terrible que me hace imposible reflexionar sobre (ahora recupero la idea) la autoficción como estética. A la cabeza me vienen libros que, a su vez, han sido influenciados por otros libros de autoficción. Hablo principalmente del éxito internacional de Emmanuel Carrere y la manera en que este influyó algunos libros de la literatura contemporánea que se hace en español como el reciente X, de este sujeto que ya no me acuerdo y cuyo nombre conozco perfecto porque lo quiero y lo admiro en su libro sobre las islas y que aparece justo ahora en mi mente para decirme que se llama Bruno Hernández Piché o Bruno H y que aquel libro se llama Robinson ante el abismo: recuento de islas (la memoria es un archipiélago) y que la novela que presenta ahora es la revelación del año y se titula La mala costumbre de la esperanza, una novela de no ficción ¿No será acaso Truman Capote el papá de Carrere? En mi grupo de wsp de la escuela preparatoria un amigo manda un chiste soez de la prisión donde vivía Elba Esther Gordillo. Por coincidencia el apodo de ese amigo es Gonzo, que es abogado y no hace ningún tipo de periodismo. Gonzo, así se llama desde 1989. O tal vez, el periodismo se convirtió en la mejor literatura de principios del siglo XXI y por eso los novelistas caminan hacia los trabajos de investigación hechos en primera persona, pero desprovistos de emociones y bajo el rigor de los datos, informes periciales o declaraciones juradas.

            En la misma línea literaria donde el autor pone su biografía al servicio de la narrativa, pienso también en la impecable y dolorosa nueva obra de Jorge Volpi, Una novela criminal; en la burla que Juan Pablo Villalobos hace de la autoficción en su No voy a pedirle a nadie que me crea o un libro que está escribiendo mi hermano sobre un miembro de los zetas que está oficialmente muerto pero que en realidad vive en una prisión de alta seguridad y cuyas múltiples vidas  ponen en duda a la verdad y la historia oficial. Con la memoria pasa lo mismo, es tan fragmentaria que la verdad resulta siempre una ilusión o al menos un pedazo del prisma. Iba a continuar hablando de esta influencia y este tipo de estética a partir de otro modelo que es el de la memoria prestada en las novelas sobre el tema de los padres que escribieron Marcos Giralt, Guadalupe Nettel, Patricio Pron, Alejandro Zambra e Inés Bortagaray, pero mi proclividad a la procrastinación me llevó a contestar un wsp con mi agente quien me recomienda a otro agente y al mismo tiempo entra un mensaje de una terapeuta a la que escribí el fin de semana, porque creo que mi déficit de atención se agudiza conforme pasan los días y es que tal vez ya lo tenía de niño, pero este año se puso punk  porque se murió mi mamá, dejé a mi hija en Madrid y me mudé de país, ya que me trasladaron de una ciudad a otra por razones de trabajo. Me interrumpe otro wsp de la terapeuta para que hablemos dentro de una hora porque quiero contarle que he gastado mucho dinero en pasajes de avión por no revisar cuidadosamente los horarios o ciudades de origen que elijo queriendo otros, pero tengo que interrumpir esa idea porque debo terminar un proyecto para la oficina que requiere de toda mi atención y la son las siete de la tarde. Regreso un par de horas después al teclado con todas las tareas hechas. No hay nada que me produzca más satisfacción que mi jefe lo sepa. Al teléfono, la madre de mi hija dice que tengo que terminar lo que empiezo. Tengo que terminar lo que empiezo, pienso. La memoria es un pozo que come sus orillas. El esfuerzo que significa tener demasiadas cosas en el plato convierte a ese plato en un pozo, también. Pero eso no es todo, la vista cansada me lleva a leer noticias que creo haber leído ya, porque todas las noticias sobre Donald Trump se parecen y porque la presbicia me obliga a usar unos lentes multifocales que me afectan la cabeza (me duele un montón) aunque no sé si eso es en realidad consecuencia de mis lecturas nocturnas frente a una pantalla brillante (la tecnología y sus múltiples ventanas abiertas también están modificando el modo en que construimos nuestra memoria y jodemos la salud). Total que una de las estéticas de la literatura contemporánea es la autoficción y, como sucede con los activistas con TDA, toco demasiados palos sin terminar de contar nada, sin atinar a una causa. Aunque a la mente me venga la cuarta transformación o el meme de la musa, escribir no ayuda ni siquiera cuando me doy cuenta que soy el protagonista principal de decisiones que no sólo me afectan a mi sino a la vida de los demás. En el fondo de mi cabeza aparece una escenografía (también fragmentada) que representa a los países que construyen el imaginario iberoamericano de la década de los setentas, donde hubo un D.F. en el que creció Guadalupe Nettel, pero también el Santiago de Chile de Alejandro Zambra y el Buenos Aires montonero de Patricio Pron. No descarto a la España dictatorial de la infancia de Marcos Giralt o los viajes en carretera de la familia en uruguaya en la que creció Inés Bortagaray, pero esta idea ya no cupo en la frase anterior.

            Novelas respectivas como El cuerpo en que nací, Formas de volver a casa, El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, Tiempo de vida o Prontos, listos ya entierran la idea de generaciones para edificar el concepto de memoria de una estética común. No hay manifiesto sino coincidencia: la memoria de los padres. Se trata de una coincidencia temporal en temas muy puntuales que luego se desvanecen como nubes. En su siguiente libro, cada autor se irá a temáticas diametralmente opuestas. De aquí la importancia de estudiar las estéticas de la memoria que suceden hoy por encima de las literaturas nacionales o los proyectos de generación.

Si la autoficción es una forma de memoria, la coincidencia estética de estos tres o cuatro autores tiene que ver con una posibilidad preciosa: en un mundo que apela a la individualidad existen algunos fenómenos donde se encuentran más afinidades que desavenencias. Lo digo por dos cosas: una es el tema (los padres) que en realidad es una preocupación por la identidad. La segunda cosa es que el verdadero tema contemporáneo es la memoria. Si entendemos esto y que el aumento en la expectativa de vida (científicamente comprobado) es una constante, entenderemos que la autoficción es en realidad un pretexto para trabajar con el derecho al olvido y al recuerdo como el leitmotiv capaz de detener a una sociedad tan veloz. La memoria es un freno que adora la lentitud.

Llevo un par de líneas aguantando la concentración cuando entra un grupo de wsp que tiene la foto del escritor Ignacio Padilla y que reúne a todos sus compañeros de la Universidad Iberoamericana que lo recuerdan a dos años de su partida. Su obsesión temática por los impostores es en realidad una obsesión por la memoria que quería construir de sí mismo y las historias que pudieron ser de otro modo. Ignacio fue una obra en sí, pero nadie se dio cuenta hasta el final de su muerte, esa muerte que seguirá extendiéndose conforme vayan escribiéndose las seis o siete novelas que se harán sobre la complejidad del Ignacio sujeto. Se de algunos proyectos en marcha y puedo decir que suman una lista larga. A diferencia de Pron o Zambra o Nettel, la principal ficción de Padilla no estaba en el recuerdo sino en traer a la realidad un personaje multiple del que queda mucho por investigar. Con esto quiero decir que su vida no era una sino infinitas al mismo tiempo. Supongo que gracias a su déficit de atención, se perdió aquella lección vital que dice que en la literatura puedes ser muchos personajes. La apuesta estética de Ignacio fue otra: la de creer que en la vida puedes ser muchos personajes literarios y que nadie se entere de los papeles que desempeñas ante unos y otros puede convertirte en una obra perfecta. Tanto o más que tus libros. Impostarte en una multiplicidad de personajes convierte a tu literatura en el ancla más realista, la que te mantiene conectado con la lucidez y a flote ante una sociedad que no toleras ¿Si uno elige la vida de un amigo muerto tiene licencia para matar? No es que quiera cambiar de tema, pero aquí me detengo porque de Ignacio Padilla, la memoria como tema y su TDA para las relaciones quedará para otro momento cuando los años me permitan tomar perspectiva y si es que logro mantener al órgano del lenguaje vivo y sin la erosión que producen los años. Tal vez por eso dejo  esta nota para el futuro. Se trata de una bomba de tiempo que abriré el mes de septiembre del 2045. Reto a los metadatos a que me lo recuerden en el momento preciso.

 Justo anoche terminé el renglón anterior y lo dejé flotando porque no tenía muy claro cómo cerrar este artículo. De pronto, compartido por alguien, aparece en El País un fragmento sobre el libro póstumo de Tom Wolfe titulado El reino del lenguaje. Entre otras cosas, en ese libro Wolfe se confronta con las teorías de Noam Chomsky, particularmente su idea de que nacemos con un órgano del lenguaje que va adquiriendo flexibilidad y funciones conforme crecemos, es decir, conforme se sedimenta la memoria. A partir de esta reflexión y para un ensayo futuro, pongo en está mesa (pública) de trabajo la siguiente anotación:

La dispersión y el déficit de atención son un modo atrofiado de este órgano de la memoria que, a su vez, es el origen de modos literarios preciosos como el fragmento, el epígrafe y cierto tipo de poesía. También de algunas obras narrativas que se producen bajo el efecto de substancias químicas o que se escriben por aproximación como La reclusión solitaria de Tahar Ben Jelloun. Redacto esto y el sentimiento de inquietud que produce la narrativa de Mario Bellatin me asalta la memoria de un golpe, porque las novelas de Bellatin son pastillas que trastornan las emociones y tuercen la memoria. Ahora bien, si existe un pensamiento literario podemos decir que una de sus ramas es algo que podría denominarse pensamiento distraído o pensamiento disperso. Se trata de un modo que se escribe, precisamente, por aproximaciones y que requiere tiempo para construir cuerpos literarios consolidados, donde con toda certeza habría que incluir a la crítica en primera persona.

 

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6 de septiembre de 2018
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Carlos Tóper

Mi amistad con Carlos Tóper Valdivieso viene de 1964, de cuando yo acababa de publicar De las condiciones humanas y él acababa de conseguir el premio Acanto por sus investigaciones en el campo de la ortopedia neonatal. Nuestro primer encuentro fue en una cena con amigos comunes; nos caímos bien y pronto se sinceró conmigo: tenía una molestia intermitente en la escápula derecha que le impedía conducir el Pegaso Z-103 y jugar al fléndit. Cuando volvimos a vernos, en la sauna Miraflores, me mostró la gran mancha de su escápula derecha y, unas semanas después, en la boda de Marta Loverdos de Altimira, desnudó su torso para mostrar, a todos los invitados, la depresión profunda en que se estaba convirtiendo la lesión escapular, una depresión que, de suyo, era más bien una oquedad, por no decir un monumental agujero. Quizá el gesto en la boda no fue bien interpretado y alguien, poco piadoso, acuñó el término "El orificio Tóper", que a poco se convirtió en "Tóper, El Orificio". Ahora, en la caja mortuoria, he tenido curiosidad por saber, con exactitud, en qué se había convertido el amigo Carlos Tóper y, efectivamente, como apuntó el capellán en el prolijo responso, sólo quedaba un aro, una franja de carne en forma de anillo; el orificio se había enseñoreado de su persona, que era algo así como el neumático de una rueda de bicicleta.

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6 de septiembre de 2018
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