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Barenboim debuta como director de ópera en el Colón con un magnético Tristán e Isolda

 

Como cada verano boreal desde hace más de una década, el genial pianista y director Daniel Barenboim retorna a su ciudad natal para un ambicioso festival de música con enfoque humanista. Casi siempre ha traído a su Orquesta del Diván Este-Oeste, compuesta por jóvenes instrumentistas de Israel, Palestina y los países árabes, y en las últimas ediciones vino con su amiga de la infancia, la incandescente pianista Martha Argerich.

Pero esta vez fue distinto: Barenboim trajo su Orquesta de la Staatskapelle de Berlín y la impresionante producción de Harry Kupfer de Tristán e Isolda. Puede sonar extraño, pero este fue el debut como director de ópera del maestro de 76 años en la ciudad que lo vio nacer, y en este teatro donde toca y dirige desde hace seis décadas.

En el festival, que duró dos semanas, la Staatskapelle tocó también las cuatro sinfonías de Johannes Brahms (una fascinante y profunda experiencia escuchar juntas las obras maestras de los contemporáneos y tan dispares Brahms y Wagner) y en el aniversario de Claude Debussy, sus Images y al final, La consagración de la primavera de Igor Stravinsky. Pero la estrella absoluta del festival y de toda la temporada fue un Tristán recibido en estado de éxtasis por un público argentino entregado. 

La orquesta sonó gloriosa, desde las cuerdas satinadas a los metales pungentes y las opulentas maderas. Barenboim presentó una obra que conoce como probablemente ningún otro director de hoy como una unidad eterna, desde el célebre “acorde de Tristán” hasta la disolución de Isolda, más de cinco horas después. Su lectura avanzaba con lenta impetuosidad, y cada momento sonaba como tan necesario que uno tenía la impresión de que Tristán e Isolda no era para nada larga.  

El maestro trajo un elenco de excelsos wagnerianos, liderados por dos tremendas Isoldas: Anja Kampe, que cantó en las dos primeras funciones, y la que yo ví, Irène Theorin, una princesa irlandesa de voz volcánica y al mismo tiempo, elegante y suave, que creció hasta un mónólogo final de devastador patetismo. A su lado, el veterano Heldentenor Peter Seiffert defendió su parte con autoridad y una voz firme y poderosa hasta que promediando el tercer acto sus cuerdas vocales mostraron cansancio y aspereza. Ahí usó su inteligencia dramática y musical para representar la decadencia y agotamiento de su personaje, y funcionó. Isolda vino a salvarlo en su muerte; la maravillosa orquesta lo había mantenido con vida hasta entonces.

Kwangchul Youn personificó la gravedad y la dignidad del rey Marke, un rol que viene cantando desde el comienzo de esta producción en 2003. Dos exquisitos especialistas en este repertorio, Boaz Daniel y Angela Denoke, aportaron valioso apoyo vocal y dramático a la pareja protagónica como los asistentes as Kurwenal y Brangäne. La colaboración local vino por la adecuada actuación del Coro Estable del Colón y por el apreciado tenor argentino Gustavo López Manzitti, quien transformó la mínima parte de Melot en un rival maquiavélico, digno del héroe Tristán.

La ya conocida producción simple y poética de Kupfer, con una gigantesca estatua de un ángel caído que se mueve lento en momentos clave, con impactante efecto dramático, no ha perdido nada de su originalidad.

Ayudados por un diseño de luces prodigioso, arriba y debajo de las alas los amantes condenados viven su drama de amor y muerte.

 

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27 de julio de 2018
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Trapera deambulante

Godard no le abre a Agnès Varda al final de ‘Caras y lugares' cuando ella quiere saludarle en su casa lacustre, a la que ha ido acompañada de su co-realizador JR para rememorar la antigua amistad; cansada de llamar, entristecida, le deja el regalo de unos ‘brioches' comprados ex profeso y un mensaje a rotulador evocando, como lo ha hecho él en el suyo escrito sobre el cristal de la ventana, a ‘Jacquot' (Jacques Demy, marido de Agnès fallecido en 1990 y persona querida por Godard). Varda sospecha, y con ella los espectadores, que Jean-Luc sí está dentro, agazapado tras las cortinas o haciendo oídos sordos en otra habitación de la casa. Y JR le dice entonces para consolarla: "Quizá ha querido alterar el curso de tu línea argumental". No es una suposición insensata.
Pero Godard sí abrió las puertas del reconocimiento, siendo ya un crítico muy señalado y antes de convertirse en el refundador del séptimo arte, a la única directora de la Nouvelle Vague, quien, dos años mayor que él, había iniciado con veintiséis una carrera fílmica en la ficción y el documental que no tiene comparación igualable en la historia del cine, mujeres y hombres incluidos. A propósito de ‘Du côté de la Côte' (1958), cuarto título de la filmografía ‘vardiana' y tercero de sus numerosos cortometrajes, Godard, con el desbordamiento encomiástico propio de la época, escribió que esa breve mirada a la Costa Azul, tan literaria como impertinente en el humor, era una película admirable "multiplicada por Chateaubriand (el del ‘Voyage en Italie'), por Delacroix (el de los bocetos africanos), por Madame de Staël (la de ‘De l´Allemagne'), por Proust (el de ‘Pastiches et Mélanges'), por Aragon (el de ‘Anicet ou le panorama'), por Giraudoux (el de ‘La France sentimentale'), y por más que me olvido". En medio de sus superlativos, el autor de ‘Á bout de souffle' repara en un detalle: "la maravillosa panorámica de ida y vuelta que sigue una rama de árbol recortada por la arena para llegar hasta las alpargatas rojas y azules de Adán y Eva".
Las alpargatas del hombre y la mujer desnudos en un prado no son de ese color, sino verdes y magenta, pero el ojo ‘godardiano' acertaba ya entonces en algo subsidiario e importante: la presencia en el cine de Varda del más modesto utillaje de la vida corriente. ‘Villages et visages', título que en francés tiene un gusto aliterativo perdido en la traducción española, sigue la senda periférica de ‘Los espigadores y la espigadora', esa obra maestra con la que inició el siglo XXI y a partir de entonces continuó de diversas formas y en distintos formatos, desde las películas cinematográficas hasta las instalaciones museísticas, en un conjunto fílmico que ha ido cobrando a lo largo de sesenta años de abundante actividad una densidad, una coherencia y una riqueza de signos siempre impregnados por la personalidad de la artista, tantas veces presente, tras la escritura del guión y la labor directiva, en tanto que narradora ambulante de sus historias. 
Los países, los temas, las ocasiones y los personajes, reales o interpretados por actores, fueron cambiando y alternándose, pero queda claro a la hora de hacer recuento (provisional, por supuesto), que la predilección de la cineasta siempre va hacia los depósitos donde se almacenan desechos, olvidos, carencias; el caudal de lo que un día fue básico en comunidades urbanas o rurales "de proximidad" y ahora tan lejos nos queda. Agnès Varda se ha convertido en la gran fabulista de lo abandonado y lo desportillado, de los segundos términos sociales hoy apenas visibles, de los restos de la opulencia que para tantos es el Progreso. Esto no es nuevo en ella. ‘Cleo de 5 a 7' (1961), en su estructura de crónica en tiempo real de la tarde que pasa su protagonista, una joven cantante de poca monta a la espera de un grave dictamen médico, tenía algo de retrato proletario de la ansiedad, y en la originalísima ‘La Pointe-Courte', su primer largo, de 1954, la historia de la crisis de una pareja reunida en el poblado marítimo cercano a Sête del título, hasta el minuto 12 no aparecen el hombre y la mujer, primero largamente de espaldas, al fin de frente ambos, precediéndoles un introito sobre la vida de los pescadores furtivos, las básicas comidas familiares, el miedo a los policías de la Salud Pública; esa línea documental reaparece en bellas escenas de astilleros y arcaicas fiestas acuáticas del lugar, entremezclada sagazmente con la letanía doliente de la pareja, un inspiración discursiva clarísima de ‘Hiroshima mon amour' (1959). 
En esta gloriosa última fase de su cine, Varda se ha convertido en el contrapunto femenino del ‘chiffonier' (trapero) que Walter Benjamin, tomando el molde poético de Baudelaire, quiso ser en sus propias obras de recogedor monumental de lo mínimo: "todo lo que la gran ciudad ha tirado, todo lo que ha perdido, todo lo que ha desdeñado, todo lo que ha roto, él lo cataloga y colecciona. [El trapero] Compulsa los archivos del derroche, el cafarnaum de la basura. Y hace un expurgo, un surtido inteligente".
En su filmografía ya había un excelente título, ‘Daguerréotypes' (1975), descrita por ella como una película sobre los comerciantes y los comercios de una manzana parisina de la calle Daguerre donde vivía. Pero en esta última hay que señalar el papel jugado junto a la par por JR, el artista viajero en su caraván de fotomatón con impresora. Juntos inician un paseo de rescate por los campos y pueblos menos lucidos de Francia, JR siempre con gafas negras, y ella con crecientes problemas oculares; es bellísimo el momento en que Agnès por fin convence a su compañero de que se quite las gafas para ella, y al hacerlo lo ve borroso en la bruma de sus cataratas.
‘Caras y lugares' glosa lo efímero y lo practica. Las fotoimpresiones gigantes de JR son estampadas en muros donde no hay publicidad pero queda vida, como en el caso de la única habitante de un pueblo minero fantasma, retratada y adherida a su vacía casa, o el homenaje emocionante a Guy Bourdin, el amigo muerto de la Varda, cuyas fotos de joven ella rescata, para quitarle muerte, e imprime con el método JR en un acantilado que la marea y el salitre irán borrando. Todo lo irá borrando el paso del tiempo; se trata de recordarlo, de documentarlo: el recóndito cementerio rural de diez tumbas, una de las cuales es la de Cartier-Bresson, o las tres esposas rubias de los estibadores de Le Havre, magnificadas en los contenedores de un cargamento con incierto destino.

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25 de julio de 2018
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Maravillas etéreas

El ojo, demasiado acostumbrado a la novedad, ha terminado por exigir estímulos más abstractos. No basta con que un objeto, un mensaje o una fragancia innoven, se les pide un plus: hacernos experimentar un estado de relajación, de entusiasmo o de placer íntimo. La perfumería, siempre punta de lanza, se dedica ahora a recuperar la memoria olfativa más personal; “suflé de seda” o “almendra deliciosa” se denominan dos nuevos aromas de Dior. Los perfumes niche se fundamentan en su inmateria­lidad y traen olores de la tierra después de la lluvia, de paseo marítimo, de barbería e incluso de jazz club –como el ideado por la Maison Margiela–. Ya no pretenden clonar el efluvio de flores o especias, sino que se proponen reproducir recuerdos.
El cansancio de un consumo homogeneizado, repetitivo, sin alma, ha hecho mella, como si hubiese desaparecido el sentimiento de la corazonada en el acto de comprar. El atajo virtual sustituye el tacto por la eficiencia, y las sociedades líquidas se sueñan hoy etéreas. Por ello, los patrimonios inmateriales son reconocidos cada vez con mayor entusiasmo por la Unesco. Más allá de “catalogar, preservar y dar a conocer” lugares y tradiciones excepcionales, la agencia de la ONU para la educación, la ciencia y la cultura reconoce como joyas de la humanidad desde el silbo turco al yoga, que acaba de ser incorporado, pasando por la tradición cervecera belga, el arte ora­torio jocoso de Uzbekistán –llamado ­ askiya– o la caligrafía china. El espeto de sardinas malagueño está aguardando encontrar su hueco, al igual que el flamenco. Y aunque España sea el tercer país mejor tratado por la Unesco, suma pocas maravillas inmateriales, acaso porque esa poética parece inasible en un territorio con las identidades tan re­vueltas.
Afirmaba Georges Perec que su problema con las clasificaciones es que no son duraderas: “Apenas pongo orden, dicho orden caduca. Supongo que, como todo el mundo, tengo a veces un frenesí del ordenamiento”. Leer a Perec, igual que a W.G. Sebald o a Nuccio Ordine y tantos pensadores de lo infraordinario, te reconcilia con lo inmediato. Desde su lógica, podría entenderse la monumentalización –aunque sin publicidad– de los bistrots parisinos, que ahora piden los franceses como símbolo de resistencia contra el terrorismo. Los madrileños, por su parte, quieren que su pulmón verde y su eje museístico sean reconocidos mundialmente. ¿Ambición de pedigrí? ¿Buenas intenciones del igualitarismo intelectual? O tal vez sea una nueva fórmula para congelar la vida cotidiana en movimiento, esa que nunca será paisaje ni monumento, pero cuya maravilla nos reconforta igual que nuestra almohada.
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25 de julio de 2018
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Parque Jurásico

Hace poco el senado uruguayo votó por unanimidad una resolución de condena a la represión sangrienta que sufre Nicaragua. El Frente Amplio que cobija a la izquierda de distintos matices, el Partido Nacional y el Partido Colorado, de derecha y centro derecha, y los social demócratas, liberales, socialcristianos, todos concurrieron en reclamar a Ortega "el cese inmediato de la violencia contra el pueblo nicaragüense".
Durante el debate, el expresidente José Mujica, al referirse a los cerca de 350 muertos de la masacre continuada, dijo unas palabras que suenan ejemplares: "me siento mal, porque conozco gente tan vieja como yo, porque recuerdo nombres y compañeros que dejaron la vida en Nicaragua, peleando por un sueño...y siento que algo que fue un sueño cae en autocracia...quienes ayer fueron revolucionarios, perdieron el sentido en la vida. Hay momentos en que hay que decir 'me voy'". 
Son palabras ejemplares porque representan lo que siempre he creído son los fundamentos éticos de la izquierda, basados en ideales permanentes más que en ideologías que se quedan mirando hacia el pasado. Una postura similar la han asumido partidos y personalidades de izquierda en España, Chile, Argentina, México, que rechazan el fácil y trasnochado expediente de justificar la violencia del régimen de Ortega contra su propio pueblo, echando las culpas al imperialismo yanqui, según la cartilla.
Es lo que ha hecho el Foro de Sao Paulo, reunido en La Habana, al emitir una declaración en la que, con pasmoso cinismo , se rechaza "el injerencismo e intervencionismo extranjero del gobierno de Estados Unidos a través de sus agencias en Nicaragua, organizando y dirigiendo a la ultraderecha local para aplicar una vez más su conocida fórmula del mal llamado "golpe suave" para el derrocamiento de gobiernos que no responden a sus intereses, así como la actuación parcializada de los organismos internacionales subordinados a los designios del imperialismo, como es el caso de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH)".
Hay que leer en voz alta a estos señores reunidos en La Habana la declaración de Podemos emitida en Madrid: "reclamamos la investigación y el esclarecimiento de todos los hechos sucedidos durante las movilizaciones, incluyendo la rendición de cuentas ante los tribunales por parte de las autoridades policiales y políticas que se hallen responsables de las violaciones de los Derechos Humanos cometidas". 
A un discurso trasnochado lo acompaña siempre un lenguaje obsoleto. ¿Esta del Foro de Sao Paulo es la izquierda, o lo es la que representa el pensamiento humanista de José Mujica? Aquella pesada diatriba nada tiene que ver con la realidad de Nicaragua. Es la retórica hueca, lejana a todo contacto con la verdad, que se quedó perdida en las elucubraciones de una ideología fosilizada. En el parque jurásico no hay pensamiento crítico.
El oficio ético de la izquierda fue siempre estar del lado de los más pobres y humildes, con sentimiento y sensibilidad, como lo hace Mujica. En cambio, el coro burocrático termina justificando crímenes en nombre de una ideología férrea que no acepta los cambios de la historia. Defender el régimen de Ortega como de izquierda, es solo defender su alineamiento dentro de lo que queda del ALBA, que ya no es mucho, tras el fin de la edad de oro del petróleo venezolano gratis, y el golpe mortal que le ha dado, también desde una posición ética, el presidente Moreno de El Ecuador.
Para entender el lenguaje perverso de quienes redactaron la resolución del Foro de Sao Paulo, y los sentimientos de quienes la aprobaron, hay que ponerse la capucha de los paramilitares que sostienen a sangre y fuego al régimen en Nicaragua, y olvidarse de las centenares de víctimas, entre ellos niños y adolescentes. 
No puedo imaginar a un ultraderechista aliado del imperialismo yanqui más atípico que Alvarito Conrado, el niño de 15 años, estudiante de secundaria, que por un natural sentido de humanidad corría a llevar agua a unos muchachos desarmados que defendían una barricada en las cercanías de la Universidad Nacional de Ingeniería, y le dispararon un tiro en el cuello con un arma de guerra.
Fue al mediodía del 20 de abril, muy al inicio de las protestas que ya duran tres meses. Lo llevaron, herido de muerte, al hospital Cruz Azul del Seguro Social, y se negaron a atenderlo. Murió desangrado.
Alvarito es hoy un icono, con su sonrisa inocente y sus grandes lentes. Agente del imperialismo, conspirador de la ultraderecha empeñado en derrocar a un gobierno democrático de izquierda. La izquierda jurásica.

 

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24 de julio de 2018
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Espejo

Vamos por el camino de Argentina y si alguien no lo remedia pronto seremos tan caníbales como los hijos de Perón
 
Fuera bueno en estas vacaciones emplear el ocio para mejorar el negocio. Hay libros que ayudan a elegir ese camino de espinas.
 
El primer premio Nobel del siglo XXI tiene dos nombres, el más común es el de V. S. Naipaul, pero sus aduladores le llaman sir Vidia porque, nacido en isla Trinidad, nunca olvida que es un producto colonial. A un ufano García Márquez que quiso compartir el orgullo de dos caribeños con el Nobel le respondió sir Vidia: "No, García, se equivoca, yo soy un súbdito de Su Majestad".
 
Sir Vidia habla un español perfecto. Vivió años en Argentina y sobre ese país ha escrito páginas memorables. Siempre quiso ser el Diablo Cojuelo de las naciones fatuas. Ha levantado techos africanos, hindúes, latinoamericanos o yanquiscon una agudeza despiadada. Acaba de publicarse un gran conjunto de reportajes bajo el título de El escritor y el mundo (Debate), donde Naipaul despelleja tres continentes. Su especialidad son las naciones fracasadas, como es el caso de Argentina, a la que dedica más de cien páginas en las que no sobra una coma. Esa nación inexistente donde pelean tenazmente los argentinos por ver si al fin se la quedan unos, matan a los otros, y comienzan a levantar un país que hasta ahora solo ha servido para asesinarse mutuamente.
 
Supongo que esta historia les suena. Vamos por el camino de Argentina y si alguien no lo remedia pronto seremos tan caníbales como los hijos de Perón. Razón por la cual les decía al comienzo que hay lecturas capaces de mejorar nuestro juicio acerca de nosotros mismos. A la vista del fracaso de Argentina para ser un país habitable, quizás nos percatemos de que las simplezas ideológicas y la guerra al talento, al trabajo, a la tenacidad, nos pueden convertir en una parodia del Cono Sur.
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24 de julio de 2018
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