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La autoficción o el arte de navegar la memoria

Por 6 de septiembre de 2018 Sin comentarios

Pablo Raphael

En mi cabeza sucede el desorden del plano cartesiano, me cuesta trabajo concentrarme y cuando intento leer la presbicia me agota. Tal vez la mirada y la memoria tienen un vínculo mucho más profundo de lo que pensamos y el órgano que los vincula se llama lenguaje. Por eso el envejecimiento puede ser un veneno para la escritura y también lo es ese frasco donde se contiene el estado de ánimo. En este sentido y en otros la memoria es uno de los temas favoritos de nuestro tiempo literario, tanto o más que este hecho: la felicidad casi nunca produce buena literatura. Hay que vivir. Darse cuenta de que el mundo es una mierda forma parte de ese goce. Quizá es un prejuicio, pero cuando pienso en la potencia del infierno que se proclama en La Divina Comedia y luego comparo lo que sucede en el cielo, al final me queda claro el daño que la bondad y los colores pastel pueden provocarle al arte.  

Detenido ante la imagen de la belleza del mal y la cursilería del bien, alguna sinapsis me lleva a pensar que nunca quise escribir temas biográficos, a pesar de que la autoficción es una de las estéticas favoritas de los tiempos que corren. Hay tantas historias en el mundo, la prensa, los archivos y el paisaje que andar exhibiendo nuestras miserias personales me resulta un poco bochornoso. En la era del exhibicionismo la literatura íntima se confunde con el branding de sí mismo. Cuántas novelas hay tan bien contadas como Esto también pasará, de Milena Busquets, pero para los ojos de un voyeur y puestos a escoger, hubiera preferido más chicha sobre la relación con su madre, llena de luces y oscuros, tan pública como privada ¿Hay valentía en el acto de contar tu vida? y si decides hacerlo ¿tiene el lector derecho a cuestionar la intimidad que se cuenta públicamente? ¿Es la autoficción una licencia para matar que a su vez le otorga una pistola al lector? Pensando en el duelo, trato de enfocar los ojos y todo me resulta doblemente problemático ¿Por qué contar las glorias de la juventud, los hechos de la infancia o la memoria del padre o la madre desde un asiento que lleva el letrero Expiación? ¿Qué mérito tiene hablar sobre uno mismo? ¿Cómo cambia nuestra mirada tras los lentes del tiempo? ¿Existe el derecho al arrepentimiento? ¿Quién borrará las ideas que ya no tengo? Pasamos más tiempo con nosotros mismos que con el mundo y para sobrevivir-nos inventamos a un yo que, a su vez, se convierte en la mejor versión de lo que somos privadamente. En lo público queremos ser vistos de una forma suficiente y simple, para que los demás nos toleren. La expectativa en el otro no es el otro, sino la idea que tenemos de él. Ese es el origen de casi todos los fracasos. En lo privado nos miramos al espejo con cada defecto supurando en la cara, las cuencas llenas de ojeras, el cerebro cabeceando después de un día largo en la oficina, la imposibilidad de concentrarse y un mensaje diciéndote: aún te quedan treinta años de vida activa. Si ahora estás cansado cómo vas a estar dentro de dos décadas. Creo que no escribo autoficción porque el resultado sería un gran bostezo. O tal vez porque eso significaría contar una historia que contiene tanto daño que no me atrevo a dejar tal testimonio ante los vivos que formaron parte de la acción. Pudor.

            Ya sé que hay historias fascinantes de hermanos gemelos que le dan la vuelta al mundo o mares de por medio o libros que están poniendo en jaque a un universo que ya no pertenece a esta idea, porque resulta que estoy teniendo problemas de atención. Olvido lo que quiero decir en este segundo y lo que siento es más cansancio. Hay que tomar en cuenta que el verano acaba de terminar y es lunes y por eso tengo un agotamiento terrible que me hace imposible reflexionar sobre (ahora recupero la idea) la autoficción como estética. A la cabeza me vienen libros que, a su vez, han sido influenciados por otros libros de autoficción. Hablo principalmente del éxito internacional de Emmanuel Carrere y la manera en que este influyó algunos libros de la literatura contemporánea que se hace en español como el reciente X, de este sujeto que ya no me acuerdo y cuyo nombre conozco perfecto porque lo quiero y lo admiro en su libro sobre las islas y que aparece justo ahora en mi mente para decirme que se llama Bruno Hernández Piché o Bruno H y que aquel libro se llama Robinson ante el abismo: recuento de islas (la memoria es un archipiélago) y que la novela que presenta ahora es la revelación del año y se titula La mala costumbre de la esperanza, una novela de no ficción ¿No será acaso Truman Capote el papá de Carrere? En mi grupo de wsp de la escuela preparatoria un amigo manda un chiste soez de la prisión donde vivía Elba Esther Gordillo. Por coincidencia el apodo de ese amigo es Gonzo, que es abogado y no hace ningún tipo de periodismo. Gonzo, así se llama desde 1989. O tal vez, el periodismo se convirtió en la mejor literatura de principios del siglo XXI y por eso los novelistas caminan hacia los trabajos de investigación hechos en primera persona, pero desprovistos de emociones y bajo el rigor de los datos, informes periciales o declaraciones juradas.

            En la misma línea literaria donde el autor pone su biografía al servicio de la narrativa, pienso también en la impecable y dolorosa nueva obra de Jorge Volpi, Una novela criminal; en la burla que Juan Pablo Villalobos hace de la autoficción en su No voy a pedirle a nadie que me crea o un libro que está escribiendo mi hermano sobre un miembro de los zetas que está oficialmente muerto pero que en realidad vive en una prisión de alta seguridad y cuyas múltiples vidas  ponen en duda a la verdad y la historia oficial. Con la memoria pasa lo mismo, es tan fragmentaria que la verdad resulta siempre una ilusión o al menos un pedazo del prisma. Iba a continuar hablando de esta influencia y este tipo de estética a partir de otro modelo que es el de la memoria prestada en las novelas sobre el tema de los padres que escribieron Marcos Giralt, Guadalupe Nettel, Patricio Pron, Alejandro Zambra e Inés Bortagaray, pero mi proclividad a la procrastinación me llevó a contestar un wsp con mi agente quien me recomienda a otro agente y al mismo tiempo entra un mensaje de una terapeuta a la que escribí el fin de semana, porque creo que mi déficit de atención se agudiza conforme pasan los días y es que tal vez ya lo tenía de niño, pero este año se puso punk  porque se murió mi mamá, dejé a mi hija en Madrid y me mudé de país, ya que me trasladaron de una ciudad a otra por razones de trabajo. Me interrumpe otro wsp de la terapeuta para que hablemos dentro de una hora porque quiero contarle que he gastado mucho dinero en pasajes de avión por no revisar cuidadosamente los horarios o ciudades de origen que elijo queriendo otros, pero tengo que interrumpir esa idea porque debo terminar un proyecto para la oficina que requiere de toda mi atención y la son las siete de la tarde. Regreso un par de horas después al teclado con todas las tareas hechas. No hay nada que me produzca más satisfacción que mi jefe lo sepa. Al teléfono, la madre de mi hija dice que tengo que terminar lo que empiezo. Tengo que terminar lo que empiezo, pienso. La memoria es un pozo que come sus orillas. El esfuerzo que significa tener demasiadas cosas en el plato convierte a ese plato en un pozo, también. Pero eso no es todo, la vista cansada me lleva a leer noticias que creo haber leído ya, porque todas las noticias sobre Donald Trump se parecen y porque la presbicia me obliga a usar unos lentes multifocales que me afectan la cabeza (me duele un montón) aunque no sé si eso es en realidad consecuencia de mis lecturas nocturnas frente a una pantalla brillante (la tecnología y sus múltiples ventanas abiertas también están modificando el modo en que construimos nuestra memoria y jodemos la salud). Total que una de las estéticas de la literatura contemporánea es la autoficción y, como sucede con los activistas con TDA, toco demasiados palos sin terminar de contar nada, sin atinar a una causa. Aunque a la mente me venga la cuarta transformación o el meme de la musa, escribir no ayuda ni siquiera cuando me doy cuenta que soy el protagonista principal de decisiones que no sólo me afectan a mi sino a la vida de los demás. En el fondo de mi cabeza aparece una escenografía (también fragmentada) que representa a los países que construyen el imaginario iberoamericano de la década de los setentas, donde hubo un D.F. en el que creció Guadalupe Nettel, pero también el Santiago de Chile de Alejandro Zambra y el Buenos Aires montonero de Patricio Pron. No descarto a la España dictatorial de la infancia de Marcos Giralt o los viajes en carretera de la familia en uruguaya en la que creció Inés Bortagaray, pero esta idea ya no cupo en la frase anterior.

            Novelas respectivas como El cuerpo en que nací, Formas de volver a casa, El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, Tiempo de vida o Prontos, listos ya entierran la idea de generaciones para edificar el concepto de memoria de una estética común. No hay manifiesto sino coincidencia: la memoria de los padres. Se trata de una coincidencia temporal en temas muy puntuales que luego se desvanecen como nubes. En su siguiente libro, cada autor se irá a temáticas diametralmente opuestas. De aquí la importancia de estudiar las estéticas de la memoria que suceden hoy por encima de las literaturas nacionales o los proyectos de generación.

Si la autoficción es una forma de memoria, la coincidencia estética de estos tres o cuatro autores tiene que ver con una posibilidad preciosa: en un mundo que apela a la individualidad existen algunos fenómenos donde se encuentran más afinidades que desavenencias. Lo digo por dos cosas: una es el tema (los padres) que en realidad es una preocupación por la identidad. La segunda cosa es que el verdadero tema contemporáneo es la memoria. Si entendemos esto y que el aumento en la expectativa de vida (científicamente comprobado) es una constante, entenderemos que la autoficción es en realidad un pretexto para trabajar con el derecho al olvido y al recuerdo como el leitmotiv capaz de detener a una sociedad tan veloz. La memoria es un freno que adora la lentitud.

Llevo un par de líneas aguantando la concentración cuando entra un grupo de wsp que tiene la foto del escritor Ignacio Padilla y que reúne a todos sus compañeros de la Universidad Iberoamericana que lo recuerdan a dos años de su partida. Su obsesión temática por los impostores es en realidad una obsesión por la memoria que quería construir de sí mismo y las historias que pudieron ser de otro modo. Ignacio fue una obra en sí, pero nadie se dio cuenta hasta el final de su muerte, esa muerte que seguirá extendiéndose conforme vayan escribiéndose las seis o siete novelas que se harán sobre la complejidad del Ignacio sujeto. Se de algunos proyectos en marcha y puedo decir que suman una lista larga. A diferencia de Pron o Zambra o Nettel, la principal ficción de Padilla no estaba en el recuerdo sino en traer a la realidad un personaje multiple del que queda mucho por investigar. Con esto quiero decir que su vida no era una sino infinitas al mismo tiempo. Supongo que gracias a su déficit de atención, se perdió aquella lección vital que dice que en la literatura puedes ser muchos personajes. La apuesta estética de Ignacio fue otra: la de creer que en la vida puedes ser muchos personajes literarios y que nadie se entere de los papeles que desempeñas ante unos y otros puede convertirte en una obra perfecta. Tanto o más que tus libros. Impostarte en una multiplicidad de personajes convierte a tu literatura en el ancla más realista, la que te mantiene conectado con la lucidez y a flote ante una sociedad que no toleras ¿Si uno elige la vida de un amigo muerto tiene licencia para matar? No es que quiera cambiar de tema, pero aquí me detengo porque de Ignacio Padilla, la memoria como tema y su TDA para las relaciones quedará para otro momento cuando los años me permitan tomar perspectiva y si es que logro mantener al órgano del lenguaje vivo y sin la erosión que producen los años. Tal vez por eso dejo  esta nota para el futuro. Se trata de una bomba de tiempo que abriré el mes de septiembre del 2045. Reto a los metadatos a que me lo recuerden en el momento preciso.

 Justo anoche terminé el renglón anterior y lo dejé flotando porque no tenía muy claro cómo cerrar este artículo. De pronto, compartido por alguien, aparece en El País un fragmento sobre el libro póstumo de Tom Wolfe titulado El reino del lenguaje. Entre otras cosas, en ese libro Wolfe se confronta con las teorías de Noam Chomsky, particularmente su idea de que nacemos con un órgano del lenguaje que va adquiriendo flexibilidad y funciones conforme crecemos, es decir, conforme se sedimenta la memoria. A partir de esta reflexión y para un ensayo futuro, pongo en está mesa (pública) de trabajo la siguiente anotación:

La dispersión y el déficit de atención son un modo atrofiado de este órgano de la memoria que, a su vez, es el origen de modos literarios preciosos como el fragmento, el epígrafe y cierto tipo de poesía. También de algunas obras narrativas que se producen bajo el efecto de substancias químicas o que se escriben por aproximación como La reclusión solitaria de Tahar Ben Jelloun. Redacto esto y el sentimiento de inquietud que produce la narrativa de Mario Bellatin me asalta la memoria de un golpe, porque las novelas de Bellatin son pastillas que trastornan las emociones y tuercen la memoria. Ahora bien, si existe un pensamiento literario podemos decir que una de sus ramas es algo que podría denominarse pensamiento distraído o pensamiento disperso. Se trata de un modo que se escribe, precisamente, por aproximaciones y que requiere tiempo para construir cuerpos literarios consolidados, donde con toda certeza habría que incluir a la crítica en primera persona.

 

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Pablo Raphael

Pablo Raphael, nació en la ciudad de México el 29 de enero de 1970. Narrador y ensayista. Estudió el doctorado en Humanidades en la Unversitat Pompeu Fabra; graduado en Ciencias Políticas por la Universidad Iberoamericana. Ha colaborado en los diarios El País, El Universal y El Faro; en los suplementos culturales Laberinto de Milenio Diario y Confabulario de El Universal; en las revistas Revuelta, Gatopardo, Casa del Tiempo, Quimera y Granta en español. Dio clases de literatura del siglo XX en la Universidad del Claustro de Sor Juana. Director y fundador del Centro Cultural El Octavo Día (1996-1999). Editor y cofundador con Guadalupe Nettel de Número 0. Revista periférica de literatura. Ha sido becario en dos ocasiones del Centro Mexicano de Escritores y también del Programa Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes de México. Premio de cuento Viceversa (1996), Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 2003, por su libro de cuentos Agenda del suicido. Finalista del Premio Anagrama de Ensayo 2011 por La fábrica del lenguaje, S.A. Textos suyos figuran en diversas antologías, entre estas destacan Los mejores cuentos mexicanos (Planeta, 1999); Novísimos Cuentos de la República Mexicana (FONCA, 2005); Grandes hits, nueva generación de narradores mexicanos (Almadía, 2008); así como la selección Marie Ange Brillaud hiciera para la revista francesa Brèves. En 2012 participó en la primera expedición interdisciplinaria del Proyecto Clipperton, viaje que le sirvió para poner punto final a su más reciente novela Clipperton (Random House. 2015). Ha sido conferenciante en distintos foros sobre el futuro del idioma español, como el seminario "Amigos del español" en la sede de Naciones Unidas de Viena; el Seminario Pensamiento y Ciencia Contemporáneos de Madrid o el Foro Internacional del Español. Entre 2013 y 2018 fue consejero cultural de la Embajada de México y director del Instituto Cultural de México en España. Actualmente se desempeña como consejero cultural de la embajada de México en Portugal.

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