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MÁQUINAS PSICOLÓGICAS

En Estados Unidos hay una máquina expendedora por cada 50 habitantes pero en Japón se llegó el año pasado a la proporción de una máquina por cada 20 habitantes.

La proliferación japonesa ha alcanzado este punto promovida, al parecer, porque la vivienda va reduciéndose tanto que apenas caben los productos necesarios  para el normal funcionamiento doméstico. Uno de los últimos artículos novedosos que facilitan estas máquinas es, por ejemplo, el papel higiénico y huevos frescos. Esto aparte de los diferentes elementos para la limpieza, la alimentación, juguetería,  prendas interiores, material pornográfico, recargas para móviles y cebos para la pesca.

A no tardar las máquinas habrán absorbido la práctica totalidad de los productos del mercado y en el extremo conformarán un mundo perfecto o del comercio y la asistencia. Es decir, una paralela población de servidores no humanos que, al estilo del Tamagotchi, irán adquiriendo un aliento animista de modo que suscitarán cariño y comprensión a la vez que la máquina auxilia. ¿Una despersonalización de la sociedad? Una omnímoda repersonalización del mundo.

Todo objeto que comunica tiende a ganar la condición de las compañías.  Todo objeto que  interactúa genera relaciones, atracciones, memoria, amor.

En general, la actual cultura de consumo ha fomentado la subjetividad del objeto tanto o más que la objetualidad del objeto. De  ese cruce ha nacido una criatura que he llamado sobjeto en Yo y tú, objetos de lujo. El otro de la relación es un sobjeto y yo también, para el mejor éxito de una interrelación social que tiende cada vez más a ser descomprometida o eventual , incomparablemente más numerosa y menos radical.

Las vending machines del mundo siguen todavía conductas demasiado rudimentarias porque apenas reproducen el toma y daca de la moneda y el género pero existen, desde hace años, diversos programas de ordenador diseñados para atenuar, mediante la interacción con el cliente,  la depresión, la ansiedad o la paranoia. Softwares que, instalados en aparatos callejeros, podrían destinarse a tratar demandas mucho más hondas y complejas. El coche de la ambulancia y su UCI sería, en ese momento, un dispositivo para la asistencia física dentro de un sistema de salud integral en cuyo seno actuarían también las vendings psicológicas para las urgencias propias del espíritu.

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10 de julio de 2006
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¡Están vivos!

Hace seis años, cuando coproduje mi propia obra de teatro, lo más impactante fue ver a mis personajes hablar. Súbitamente, esos entes que hasta entonces vivían sólo en mi cabeza tenían voces y ojos y pelos. Se movían y gritaban y contaban chistes. Aunque sólo existían en los estrechos límites de un escenario, a mí me pareció que lo que sentía en ese momento era lo más cercano posible a creerse Dios.

Hasta ayer, cuando visité el rodaje de la película que prepara Tristán Ulloa basada en mi novela Pudor. Meses antes había recibido el guión escrito por Tristán y ya eso fue impactante. Los personajes que en la novela hablaban en peruano ahora decían “joder, mamá” y “¿habéis comido ya?”. Me daban ganas de decirles: “chicos, nada más llegar a España y ya me están hablando raro ¿dónde están sus carajos y sus chuchas?”.

Y sin embargo, los que leía en el libreto no eran exactamente mis personajes. Al escribir el guión, Tristán los había adoptado, o al menos apadrinado como se hace aquí con los niños del tercer mundo. En el libreto eran algo casi igual a la novela, pero tampoco tanto. Algunas de sus acciones y reacciones variaban, y ni siquiera sus nombres coincidían en todos los casos. Además, el personaje del gato, que en la novela actúa en pie de igualdad con los demás, se había reducido hasta convertirse en un detalle decorativo. Según Tristán, al leer la novela, el departamento de producción había sentenciado: “¿el gato tiene que follar con una gata a plena luz del día en la calle y con todo el equipo de rodaje alrededor?, ese animal se va”. Y se fue.
   
Así que ayer, cuando llegué al rodaje, mi principal duda era si reconocería a los personajes como míos o me resultarían extraños, como cuando ve uno a su ex novia de hace cinco años y se pregunta “¿qué cuernos hacía yo con esta chica?”.

Sólo estaba presente Elvira Mínguez, que hace de la madre de la familia protagónica. La vi deambulando temerosa por los pasillos de un hospital, y creo haberla reconocido. Pero pude ver en el premontaje a los demás. El director me decía “es sólo un premontaje, esto no va a quedar así”. Pero yo no me estaba fijando en detalles técnicos, sino tratando de reconocer a mis niños. Ahí estaba Alfredo conduciendo su coche tras una mala noticia, no por las calles de Lima sino por las de Gijón. Y estaba Sergio, el niño, conversando con un hombre que quizá está muerto. Y Sergio se parece a Harry Potter. Y Alfredo tiene la cara de Nancho Novo.

Yo mismo he pasado a integrar el reparto. Tuve un cameo, pero yo prefiero llamarlo “una escena”. Incluso tuve diálogo. Me costó horas ensayarlo frente al espejo. Tenía que decir “hola”. Aparentemente, tendré una aparición cinematográfica de dos segundos. Pero también creo que es el tipo de escena que se puede perfectamente retirar del montaje final. Ojalá que no. Sería divertido verme ahí, rodeado por mis personajes, todos de carne y hueso, y a la vez, de mentira.

Pero una vez más, no son enteramente mis personajes. Yo creé un mundo y Tristán crea otro. El mío estaba hecho de palabras. El de la película está hecho de mobiliario, utilería, vestuario, actuación, pruebas de luz y un equipo de cincuenta personas por lo menos. Eso le da un extraño ingrediente a todo. En premontaje vi un diálogo terrible por su dureza y su ácido sentido del humor. Me preguntaba: “¿yo escribí eso?”. Era mío, sí, pero a la vez yo era simplemente un espectador.

La sensación que tengo debe ser similar a la de un padre cuando los chicos se van de casa. Ya no dependen de ti. Hacen su vida. Algunos de sus comportamientos te extrañan y otros son los de toda la vida. Pero en cualquier caso, es bonito verlos crecer por sí mismos.

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7 de julio de 2006
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Mi placer culpable

Me gusta la expresión inglesa guilty pleasures, que literalmente puede traducirse como placeres culpables: son aquellos gustos que uno se da a sabiendas de que no conviene que se sepa, para no pecar en público por incorrección política o pretendido mal gusto. Fumar se convierte cada vez más en un placer culpable. (Si seguimos así, de tan culpables terminaremos presos.) Pero también sería un placer culpable oír cierta música pop a la que se tiene por ligera o grasa, como se dice aquí. Y leer libros de autoayuda, o la “literatura” de Coelho. Y ver programas televisivos de juegos, o comedias tontas, o telenovelones. En estos últimos meses mi placer culpable se llama Veronica Mars. Es una serie norteamericana que emite en Sudamérica el canal de cable TNT, y que me pone en apuros cada vez que pretendo contar de qué va. Me remito a las pruebas: Veronica Mars es una estudiante de escuela secundaria, que paralelamente a sus labores académicas se desempeña como… detective. Sí, ya sé: suena a los viejos novelones de Nancy Drew.

El quid de la cuestión no pasa por el concepto, sino por su ejecución. En todo caso Veronica Mars es una Nancy Drew del siglo XXI, con todo lo que ello implica. Vive en un pueblo donde casi todas las figuras de autoridad son corruptas y/o perversas (el gobernador, el alcalde, el jefe de policía, la estrella de cine, el jugador de fútbol famoso) con muy pocas excepciones, entre las que se cuenta Keith Mars, su padre, despedido de su trabajo de policía y metido a detective privado; ni siquiera se salva la madre de Veronica, una alcohólica que no dudó en beberse el dinero reservado para solventar la universidad de su propia hija. La escuela es un microuniverso de violencia y confusión, un antro del peor darwinismo social. Durante una fiesta estudiantil, por ejemplo, Veronica fue drogada y violada. Se salvó de un embarazo pero contrajo una enfermedad venérea. Es que Veronica (interpretada por la encantadora Kristen Bell) podrá ser una chica brillante, pero su vida privada es un desastre. El american way ha recorrido un largo camino…

Veronica Mars es una serie nada complaciente. Para empezar, la cantidad de tramas y subtramas que baraja al mismo tiempo requiere de un espectador muy despierto. Los diálogos también son para no perderse, en especial los intercambios entre Veronica y su compañero de escuela / ex novio / chico malo Logan Echolls: son una mezcla de Raymond Chandler y comedia americana de la época Katherine Hepburn-Cary Grant, resuenan como látigos –y producen el mismo ardor sobre la piel.

No les voy a negar que descubrir que Stephen King la considera su serie favorita me tranquilizó un poco. “¿Cómo puede ser tan buena?”, se preguntaba en una de las columnas que suele escribir para la revista Entertainment Weekly. “No se parece en nada a la vida tal como la conozco, ¡pero no puedo despegar mis ojos de esa maldita cosa!”.

Si no confían en mí, créanle al menos al bueno de Stephen. Podrán pensar lo que quieran de sus libros, pero nadie puede negarle su condición de experto en esto de crear historias que atrapan al público. No por nada el King de los primeros libros fue otro de mis guilty pleasures durante largo tiempo…

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7 de julio de 2006
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LA MUERTE QUE RÍE

Una vez aceptado que el dolor ha perdido casi todo su valor de intercambio, el duelo va perdiendo su liturgia, duración y hasta sentido.

La última convención de Chicago dedicada a los negocios funerarios proporcionó  suficientes elementos para hacerse cargo del nuevo trato con la muerte,  el cambio en su  significación social y en la relación de los deudos con la antigua tragedia del suceso.

La regla en auge del negocio funerario sería esta: si es lamentable la pérdida de un alguien  querido no hay por qué insistir aún  más en la condolencia.  Fin, por tanto, de los funerales lacrimosos, de la mutua ostentación de las penas, del contagio general de infelicidad. Ahora, el difunto, en lugar de seguir mostrándose como un insoportable cadáver, prolonga mediante las tecnologías audiovisuales lo mejor de su existencia alegre y de su memoria animada. Varios recursos se han dispuesto al servicio de esta benéfica finalidad. Uno consiste en hacer pasar en salas adyacentes y durante las horas del velatorio un vídeo temático sobre aficiones y anécdotas del difunto, fotos familiares, hechos profesionales, en el que aparecería rebosante de ilusión. Este vídeo se expendería antes y después de las exequias  al precio de 25 dólares por la FuneralOne, una compañía de reciente creación regida por dos jóvenes, Von Vandenbergh y Joe Joachim, de 38 y  25 años.

Pero aun se anuncia otra importante aportación: la losa que cubre la tumba constituye desde el principio de los tiempos una imponente metáfora de absoluta clausura o conclusión.  Para anular este tremendo efecto negativo sobre quienes desearían acercarse a ella ha surgido la propuesta de empotrar en ella  un monitor de televisión que, a requerimiento del visitante, ofrezca escenas cotidianas del muerto, detalles de sus hobbies y sus juegos, sus frases más célebres y familiares.

De esta manera se pretende lograr que la muerte no lo  mate del todo y, en consecuencia, que el dolor de los vivos no llegue a ser desolador. Se dirá que ha muerto pero sigue expresándose en vídeo. De otra parte, lo característico de la tragedia reside en su determinación, pero propio de la comedia es su equivocidad, el sí pero no, el triunfo de lo simpático sobre lo patético.

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7 de julio de 2006
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¿Qué significa hoy "derechos humanos"?

En la época infame, algún vivillo a sueldo de la dictadura acuñó un eslogan para contrarrestar el reclamo internacional por las víctimas de la represión: Los argentinos somos derechos y humanos, decían banderitas y calcomanías, una frase engañosamente simple, porque dos de sus tres afirmaciones eran falsas. Fueron necesarios muchos años y mucha sangre para que se diese vuelta a la página y nos convirtiésemos en un país en el cual los derechos humanos ya no eran un enunciado de ciencia ficción. Con la convicción de que todo crimen impune compromete el futuro, el gobierno de Kirchner avanza en la búsqueda de justicia por las aberraciones de la dictadura. Muchas causas todavía abiertas han retomado el curso que interrumpieron en su momento los decretos de amnistía: la cobertura diaria de juicios como los que se sustancian al "turco Julián" y al ex comisario Etchecolatz nos recuerda la enormidad de los crímenes que habían quedado impunes. ¿Obligar a un hombre al que le faltaban las piernas a caminar sobre sus muñones, para diversión de todos sus verdugos? Esta es la clase de gente a la que Alfonsín y Menem liberaron de toda responsabilidad, permitiéndoles que caminasen entre nosotros como un ciudadano más.

La tarea está lejos de estar completa. Aun cuando se esperan numerosos juicios en el futuro cercano, está pendiente un dictamen de la Corte Suprema para anular por completo las leyes de amnistía. Por el momento la Corte no puede proceder porque el tema está en manos de una instancia judicial inferior, la Corte de Casación, algunos de cuyos miembros, es evidente, están interesados en frenar este proceso, sentándose encima de la pelota. Y además están los grupúsculos militares que buscan hacer ruido para entorpecer la marcha de la justicia: protestan por los juicios, precisamente ellos que les negaron a sus víctimas toda posibilidad de defensa legal. Y siempre sigue abierta la herida de los bebés que fueron secuestrados, muchos de los cuales viven hoy en la Argentina sin ser conscientes de su verdadera identidad.

  Mientras este proceso de búsqueda de la verdad y de la justicia sigue adelante, con el apoyo de la mayoría de los argentinos, hay otra intuición que toma cada vez más cuerpo en nuestra consciencia. Las noticias parecen de diferente tenor, pero en el fondo apuntan todas en la misma dirección. Chicos muertos en las villas, en crímenes vinculados a la droga que circula cada vez con más facilidad. Ajustes de cuentas por mano propia, asesinando a un adolescente para después prenderle fuego a su cadáver. (En este caso, para más datos, los acusados son gente de las fuerzas de seguridad.) Batallas campales por la ocupación de viviendas para gente de pocos recursos. En el noticiero de ayer, una de las mujeres perjudicadas por esta ocupación lo ponía en blanco sobre negro: “Es una guerra de pobres contra pobres”.

Todos estamos satisfechos con el vuelo que alcanzó la economía en los últimos años. Pero casi todos entendemos, a la vez, que este despegue benefició en especial a cierta parte de la población, que no es precisamente la más necesitada. Días atrás leí una entrevista al actor, dramaturgo y psicólogo Eduardo Pavlovsky en la revista Caras y caretas, en la que mencionaba cifras sobre la cantidad de niños y jóvenes argentinos que sufren algún daño neuronal por falta de alimentación adecuada: no recuerdo las cifras en sí mismas, los números siempre se me escapan, pero eran tan grandes como para sugerir la existencia de otra generación perdida –así como se perdió la generación del 70, por obra de la represión. Violencia política, violencia económica: dos nombres para el mismo proyecto oligárquico.

Lo que quería decir es que vamos entendiendo que la expresión derechos humanos ya no puede limitarse a aquellos crímenes de los 70, por los que seguimos y seguiremos reclamando justicia. Lo que quería decir es que la validación cotidiana de los derechos humanos pasa hoy también por la erradicación del hambre, en el país de la abundancia agroganadera. Lo que quería decir es que nos está cayendo la ficha: esta es la gran batalla aún pendiente, tan necesaria y tan perentoria como la que se viene dando desde la caída de la dictadura. Porque un país en que los pobres se matan por las migajas no es derecho ni humano. Y la mayoría de los argentinos queremos serlo –pero no como los impresentables que agitaban las banderitas en los 70, sino de verdad.

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6 de julio de 2006
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Eduque a su hijo con PlayStation

El juego comienza en algún lugar del desierto de Sudán. A tu alrededor patrullan los jeeps de las milicias Janjaweed armadas hasta los dientes. Frecuentemente organizan incursiones a tu campamento, secuestran a los hombres y violan a las mujeres, contaminan el agua o simplemente queman las casas. Tu misión no es encontrar las armas para derrotarlos, ni formar un ejército, ni robar su bandera. En realidad, no puedes hacer nada de eso. Conténtate con sobrevivir.

Y es que Darfur is dying no es un videojuego normal. La primera misión del jugador es ir a buscar agua del pozo eludiendo a los Janjaweeds. Puedes escoger entre ocho personajes: un hombre, una mujer y seis niños, pero siempre van los niños porque un adulto es blanco fácil y seguro para las milicias. Una vez que consigues el agua, tienes que regresar, pero toma en cuenta que ahora, por la carga, correrás más lento, con los jeeps pisándote los talones.

Si regresas con vida a tu campamento de refugiados, te tocará regar los cultivos y hacer la mezcla para construir las casitas. Tras eso, se acabará el agua y tendrás que salir a buscar más. Cuando las misiones humanitarias lleven provisiones tendrás un poco de comida, pero ten cuidado con los ataques por sorpresa. Son constantes y fulgurantes. Si resistes todo eso una semana, ganas. Pero lo peor de todo es que Darfur is Dying grafica la vida real en esos campamentos. Y ellos llevan resistiendo tres años.

Este juego –junto a Peacemaker, ambientado en Oriente Medio- es la última entrega de mtvU, una división de MTV dedicada o diseñar y ofrecer por Internet juegos gratuitos que grafiquen la violenta realidad global. ¿Qué no funciona? Según Reuters, Darfur is Dying fue descargado 750.000 veces en los últimos dos meses. Food Force, un juego creado por el Programa de Alimentos de Naciones Unidas, lleva dos millones de descargas. Todos los juegos incluyen links para comprometerte de algún modo con la situación real que los inspira. Puedes firmar petitorios al gobierno de EE. UU., respaldar leyes, inscribirte on-line en grupos activistas o fundar tus propios grupos de apoyo.

Los creativos de juegos de vídeo comprometidos aumentan rápidamente. Su primera conferencia anual, hace dos años, contó con sólo 40 asistentes. En la última, clausurada la semana pasada, la participación se multiplicó por seis.

Mientras tanto, los autores de libros para niños nos enfrentamos a nuestras bestias negras: los psicólogos escolares. En muchos países, los educadores exigen que las niñas de los cuentos tengan un comportamiento intachable, para no reforzar estereotipos de género. Tampoco puede haber adultos malos porque eso debilita el vínculo familiar. Y los niños de ninguna manera pueden portarse mal, que luego los pequeños lectores imitan todo. La educación trata de librar a los libros de impurezas como botellas, cigarrillos, faldas demasiado cortas, gente de mal humor o conflictos mínimamente polémicos. Pronto lograrán su objetivo: que todos los libros para niños muestren un mundo rosa de gente que sonríe dulcemente y se trata bien. Mientras tanto, la realidad seguirá estando en Internet.   

Niños, no lean: es aburrido.

Mejor –y más educativo- es descargarse un juego en Darfur is Dying.

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6 de julio de 2006
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LA VIDA EN LA ESCUELA

Ahora que he venido a leer a Jung accidentalmente, aprovecho para transmitir un fragmento de unas de sus Cartas recogido por la editorial Trotta en las páginas 64 y 65 de Sobre el amor.

Dice  Jung: “Habría que contar con una especie de escuelas para adultos donde al menos se enseñase a las personas los rudimentos del conocimiento de sí mismos y del de los demás. Más de una vez se ha hecho esta propuesta, pero todo queda en el deseo piadoso, aun cuando todo el mundo acepta teóricamente que no puede existir ningún acuerdo general sin el conocimiento de sí mismo”.

Cuestiones de parecida naturaleza pasan de largo en el programa escolar. Puede discutirse que se enseñe religión o religiones en las escuelas. Pero ¿no sería indispensable que se ayudara a saber vivir mejor, a abrirse a los extraños, a considerar nuestra finitud, a aceptar la fatalidad de los fracasos y aprender a asumirlos, a reforzar la autoestima y la estima de la humanidad, a desarrollar la generosidad y el perdón, el valor de la conexión e interpretación de los demás, la cabal ponderación del éxito o el dinero? Mientras la educación curricular languidece, por todas partes se aviva la necesidad de aprender a discurrir.

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6 de julio de 2006
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Esa moda de divorciarse

Creo que todo el mundo se divorció en los años ochenta. Debe haberse puesto de moda. Lo hicieron mis padres, lo hicieron los padres de la mayor parte de mis amigos, lo hizo Dustin Hoffman en Kramer vs. Kramer y lo hizo la familia Berkman, que protagoniza The squid and the whale, traducida al español con el nombre más digerible de Una historia de Brooklyn.

Si tus padres se separaron en los años ochenta, quizá no debas ver esta película: es molesta e incómoda, y por momentos tienes la sensación de que alguien se ha colado en tu alcoba adolescente. Al parecer, no sólo se vinieron abajo las familias en esa década, sino que lo hicieron todas del mismo modo, con las mismas mañas y las mismas taras. Así que los Berkman te muestran el doloroso proceso que ya viviste, y están vestidos igual que lo estabas tú.

Y es que, en el fondo, esta es una película sobre el daño que uno puede hacer por amor. Sobre mujeres que necesitan amor y hacen cosas que lastiman a sus maridos, que se sienten autorizados para lastimarlas a ellas porque las aman, y todo eso rebota en su hijo, que se siente dañado y busca un culpable, y termina por hacerse daño a sí mismo, porque ya no sabe querer de otra manera.

Uno siempre se pregunta en estos casos quién cuernos tiene razón y cómo saberlo. Yo empiezo a pensar que esa pregunta no tiene sentido. Con frecuencia me he encontrado discutiendo con una pareja o con mis padres. Después de un rato de gritarnos, descubrimos que es imposible llegar a un acuerdo, porque parece que estuviésemos hablando de cosas distintas. Que el sentido de los hechos –y los mismos hechos- es distinto para cada uno, y que no hay ninguna grabación con la cual contrastar nuestras versiones. No hay una realidad, de hecho, solo hay versiones. Detrás de las máscaras de la verdad no hay un rostro real. Simplemente, no hay nada.

Eso es lo que esta película trata con más intensidad: los universos interiores y lo que ocurre cuando colisionan. Los años ochenta fueron un momento en que las expectativas laborales, sociales y emocionales se encontraron con un mundo en transformación, en el que nada era lo que se suponía que debía ser. Una historia de Brooklyn es el retrato de unos seres humanos en transición, tratando de acomodarse en un mundo que no deja de arrearles bofetadas. Cada uno de ellos atisba sólo un pedacito de ese mundo, y la parte que le falta ver está oculta tras la mirada de los demás.    

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5 de julio de 2006
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Mi bárbaro romance con los libros

Es habitual que uno escriba sobre obras y sobre autores, ¿pero por qué no escribir sobre los libros que hacen posible ese contacto? La relación con el objeto libro es física, porque es íntima: lo tocamos, lo maltratamos, lo exponemos a la lluvia, lo llevamos dondequiera que vamos. (La mayor parte de mis libros son libros viajeros: ¡han recorrido mundo!) Cada persona se relaciona con el objeto libro de maneras distintas. Sé de gente que los trata como si cada ejemplar fuese un incunable: cuidando que la sobrecubierta y la cubierta no se ajen, abriéndolo de tal forma que no queden marcas sobre el lomo, negándose a subrayar el texto a no ser que sea con un delicado trazo de lápiz… Comprendo este cuidado, porque expresa amor. Pero claro, al igual que en la vida, existen muchos tipos de amor. Yo amo mis libros, pero con un amor bárbaro. Allí están los pobres, magreados, gastados, subrayados con tinta, llenos de papelitos que en su momento sirvieron como señaladores… Mis libros se parecen bastante a la edición de las Historias de Heródoto que el conde de Almasy llevaba consigo a todas partes en El paciente inglés. En su interior siempre encuentro addendas que me hablan de quién era yo, y cuál era mi vida, en el momento en que incorporé ese libro a mi universo.

Anoche, por ejemplo, terminé de leer Atonement, la novela de Ian McEwan que se publicó en español con el título Expiación. Entre sus páginas encontré papel membretado del Gran Hotel Iruña de Mar del Plata, lo que me reveló que la novela me había acompañado algunos años atrás, durante el tramo final del rodaje de Kamchatka. En aquel entonces no la terminé: quedó postergada hasta este presente, ocasión en la que Marcelo Piñeyro (el director de Kamchatka, para potenciar la coincidencia) me sugirió que la leyese para estudiar su estructura narrativa. Ahora que la terminé se sumó a sus páginas el folleto de un curso avanzado de buceo, que recogí en mi gimnasio con la idea de rendir el examen para subir de categoría. Si en el futuro reviso las páginas de la novela nuevamente, comprenderé que mi relación con Atonement fue atormentada, y que la abandoné en un tiempo para retomarla, por fin con placer, varios años después.

Como Jorge Lavelli acaba de estrenar una nueva puesta y me dieron ganas de ir a verla al Teatro San Martín, esta mañana me puse a releer King Lear, en la vieja edición de Signet que, bajo el título Four Great Tragedies, incluye además Hamlet, Othello y Macbeth. El libro está sucio, a su tapa le faltan trozos y sus páginas están llenas de subrayados temblorosos. (En su primera página figura el escudo que adoptó la familia Shakespeare y su divisa, Non Sanz Droict, que significa no sin derecho: parece un comentario sobre el derecho que me asiste a la hora de maltratar los libros que amo). Me detuve al final de la Escena I del Acto I, usando como señalador un pequeño rectangulito de papel que ya estaba entre sus páginas. Dice Observation Deck, $ 12,50, Top of the World, lleva al pie una fecha casi imperceptible (1999) y tiene por ilustración dos manchas azules que a primera vista parecen tan sólo un motivo geométrico y después se revelan como la imagen de los edificios cuya entrada franqueaban: las torres gemelas del World Trade Center –un sitio que ya no existe, y que hoy suena tan fantástico como la Inglaterra pre-cristiana de Lear.

Cada uno trata a sus libros como puede, o como quiere. Es probable que a mi muerte mi biblioteca carezca de gran valor de reventa, porque sus ejemplares estarán bastante golpeados; pero cualquiera que revise mis libros tendrá fácil acceso a mis obsesiones (los subrayados las revelan), a claves que hablan del momento en que fueron leídos –y lo más importante: entenderán que mi relación con ellos siempre fue intensa, porque todo amor que vale la pena deja marcas.

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5 de julio de 2006
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EL VOTO DE DON OTAVIO

Esperando el resultado de las elecciones en México me puse a releer A visit to don Otavio de Sybille Bedford. La verdad es que no necesito elecciones para volver a leer el libro de viaje más gracioso e irónico que se pueda imaginar. “Claro que es una novela” dijo Bedford una vez a Bruce Chatwin. No existe nadie en México que se parezca a Don Otavio, el administrador de una hacienda que transforma sus huéspedes en reyes sin cobrar un peso.

Bedford viaja después de la Segunda Guerra Mundial. Es una gran dama europea pero habla castellano y no tiene prejuicios. Su visión es mucho más profunda de lo que parece. Su análisis de la economía de los indios tarascos es para mí un modelo de descripción de lo que fue la pobreza en esa época. No hablo del concepto de pobreza que definen las estadísticas de Naciones Unidas, aquella vida con menos de un dólar americano por día, sino de la percepción de la pobreza cuando uno vive fuera de la economía monetaria. La vida sin plata en las comunidades agrícolas del inmenso país era una vida obvia para la mayor parte de los mexicanos en la época de Don Otavio. El trueque servía para conseguir todo, es decir casi nada; y se compraba solamente sal, fósforos, billetes de loterías y ceremonias en la iglesia. Hasta el último momento de la campaña presidencial, Andrés Manuel López Obrador se comprometió, de ser presidente, a no aplicar la cláusula del acuerdo comercial con EE. UU. que elimina en 2008 los aranceles sobre la importación de frijoles y de maíz. Es claro que así pretendía proteger, en una época de globalización, lo que Bedford describe como “el esquema de la civilización agraria desde antes de Babilonia”.

Habrá que esperar que se confirme si, como lo dicen las primeras informaciones, Felipe Calderón tuvo más votos que López Obrador. Y nadie sabe si habrá una proclamación pacífica del resultado. Cuando Bedford, con una utilización deslumbrante de la enumeración, resume la historia de México después de la independencia, termina con una frase escrita en letras mayúsculas: BUT THERE WAS NEVER ANY PEACE. Es cierto: nunca hubo paz. Y tampoco hubo mucho país. Me llama la atención lo que nota Bedford. A fines de los años cuarenta, muy pocos mexicanos vivían en México. Unos vivían en Ciudad de México, sí, que era la capital. Y la palabra México no podía designar otra cosa que aquella ciudad. El país como tal no tenía nombre. Se decía, según Bedford, la patria, la península, la república; se utilizaban metáforas como la altísima águila o el cordero sangriento; nunca se decía Estados Unidos Mexicanos; como concepto, el país no existía para la mayor parte de sus habitantes.

El resultado principal de la elección ya lo tenemos: por segunda vez, fue derrotado el candidato del PRI. Es el fin del partido que albergaba una centralización/descentralización única de la vida política con un presidente heredero de Montezuma en la capital y gobernadores vice-reyes de la corona en cada estado. Es el mundo político que describe Bedford (ya el PRI estaba en el poder), de un lugar que no es un país, es más bien un imperio muy descentralizado, centrifugado. Un mundo que quizás descansará en paz y en los libros de Bedford o de Enrique Krauze, cronista de la última época. RIP PRI.

(Pregunta: ¿puede ser que no exista una traducción al castellano del libro de Beford? Me parece increíble. Busqué algo sobre los viajeros ingleses en México y solo encontré una página de la Universidad de Murcia. No es definitivo, pero algo es algo).

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5 de julio de 2006
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