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Vae Victis

Numerosos testimonios indican que la cúpula del partido de los socialistas catalanes estaba persuadida de ganar el referéndum con cifras apabullantes. En una reunión privada, uno de los máximos dirigentes del PSC afirmó que si la participación bajaba del 60% los jerarcas lo considerarían un fracaso. Creían poder llegar al 70%. Nadie osó contradecirle. Todos, sin embargo, intuían lo que se avecinaba. Se quedaron con un tristísimo 49%.

Sus intelectuales orgánicos, como el errático Joan Subirats ayer en la edición de Catalunya de El País, siguen machacando que el estatuto gallego se aprobó con un 35% y que no por eso deja de ser legítimo, etcétera. Permanecer en la ceguera, cuando se han precipitado en una ciénaga, indica que están asustados por lo sucedido y no quieren abrir los ojos. Como niños ante una película de terror, se dicen: “Espera un momento, un momentito más”, y aprietan los párpados. No les queda otro remedio que abrirlos, pero prefieren hacerlo más tarde. En otoño perderán el poder.

Esta escandalosa desvinculación de cualquier realidad social es precisamente aquello de lo que se les ha acusado una y otra vez: de vivir en una burbuja. Pero como vivían en una burbuja, nunca hicieron caso de quienes les decían que vivían en una burbuja.

Nunca admitieron que la Cataluña sociológica, la compuesta por gentes de aluvión venida de toda la península y ahora de medio mundo, no tiene la menor relación con los delirios puristas y herderianos de Pujol, partidario de una Patria lo más parecida posible a una nación del siglo XIX, pero tampoco con el populismo místico de Esquerra Republicana, típico partido de herencia carlista que sólo cuenta con los universitarios y una parte de la población rural. Tanto Convergencia como Esquerra son partidos decimonónicos; de ahí la estupefacción cuando las élites socialistas adoptaron el catecismo nacionalista, tras las últimas elecciones. Sus expertos, supuestamente los más modernos de España, se habían ruralizado.

Lo interesante sería averiguar las razones de este extrañísimo comportamiento de las élites catalanas más o menos modernas. ¿Qué bicho les ha picado? ¿Por qué son tan distintas de las otras burguesías educadas, tanto españolas como europeas? ¿En qué momento se fortificaron en el búnker de una endogamia autosatisfecha que ha acabado por caerles encima? ¿Fue durante el franquismo? ¿O venía de antes? ¿De una educación sumamente elitista en colegios religiosos o en centros privados catalanistas? ¿De una formación política que ensalzaba a las vanguardias (del proletariado, de las artes, de la distinción social) y despreciaba al populus, a lo popular? ¿De una herida narcisista abierta por la indiferencia de sus colegas madrileños? ¿Un sentimiento de superioridad respecto de los restantes españoles, superioridad que no produce los beneficios codiciados?

Ninguna novela nos lo ha aclarado todavía. La mejor de todas, Últimas tardes con Teresa de Marsé, trataba con aguda ironía a estos personajes que eran entonces simpatizantes del Partido Comunista y ahora ya han sido ministros, directores generales, secretarios y consejeros áulicos, pero los miraba desde la distancia, con la retranca de un marginal. Lo apasionante sería verlos “por de dentro”. Quizás si la trilogía de Mendoza llega algún día a completarse...

Lo indudable es que ahora esa nube de vencidos, muchos de ellos técnicos eficaces que sólo han conocido el lado luminoso de la vida, tendrá que buscar una explicación para su condena. Si Montilla en verdad toma el mando, los nuevos socialistas catalanes apenas tendrán nada que ver con la generación de las Olimpiadas. Probablemente los más sensatos dan por perdidas las próximas elecciones y se preparan para un largo viaje. Camellos, arena, sol ardiente, de vez en cuando un oasis.

La reorganización del partido es fundamental si no quieren que en Cataluña, dentro de diez años, sólo queden dos formaciones, los nacionalistas de CiU y los ultras de ER, con una abstención del 60%.

Eso sin contar con que ya hay un nuevo partido, Ciutadans de Catalunya, esperando el pistoletazo de salida. Una incógnita esperanzadora.

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23 de junio de 2006
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Superman vuelve, pero Batman vence

Superman Returns se estrena hoy en los Estados Unidos, e imagino que se verá en breve en el resto del mundo. (Me pregunto a qué se deberá que Warner no haya desplegado esta vez el blitz envolvente y casi militar que sí reservó a películas como Matrix II y III, o que recientemente tuvo por eje a bodrios como El código Da Vinci.) Pero a mí, qué quieren que les diga, este Superman que vuelve me tiene sin cuidado. Y conste que hablo como fan de las historietas, y del subgénero cinematográfico de los superhéroes.

Admito que de niño alternaba las revistas de Superman con las de Batman. Nos llegaban desde México a Buenos Aires (¡gracias, México!), publicadas por la Editorial Novaro, y constituían mi cita de honor semanal en el kiosko. (Otros recordarán nombres de maestros, de compañeros de escuela y de formaciones futbolísticas; yo recuerdo el nombre de mi kioskero, ¡el señor Fernández!) El personaje aparece además en mis dibujos de entonces casi con tanta frecuencia como el Hombre Murciélago. Pero Superman no resistió el viaje hacia la madurez. Me pasa con el pobre Kal-El lo mismo que con tantas series que amaba de niño y hoy no resisten una visión completa: le hablan a la parte de mí que se quedó en el camino, en lugar de a aquella que soportó las pruebas del tiempo.

El personaje de Superman es símbolo de una cultura que no sobrevivió a la pérdida de la inocencia; ni de su inocencia ni de la mía. Yo no tolero hoy la idea de un superhéroe que se somete acríticamente al poder político de un país en particular. Si Superman Returns ubicase al personaje en su tiempo original, si se pareciese al viejo serial animado de Max Fleischer, quizás tendría el encanto al que Captain Sky & The World of Tomorrow aspiró sin éxito. Pero Superman es el héroe norteamericano por excelencia, y al recrear su historia en tiempo presente se lo convierte en blanco de la inquina que su país despierta a diario en la mayor parte del planeta. (¿Me equivocaría si conjeturase que es esta consciencia la que bajó los decibeles de su estreno mundial: la de saber que hoy Superman es un héroe sectario, y por eso antipático?).

Las razones por las que el personaje envejeció mal van más allá de cualquier lectura política. El problema de Superman es estructural a su historia: no funciona del todo bien porque carece de un drama central. Un héroe sólo es tan grande como la suma de sus contradicciones, y Superman no posee ninguna. Sus creadores lo advirtieron ya en los comienzos, lo cual derivó en la invención de la kryptonita: entendieron que un héroe sin talón de Aquiles, esto es totalmente invulnerable, carecía por completo de gracia. El tema de la doble personalidad sólo sirvió a la hora del paso de comedia. Y los encuentros y desencuentros con Louisa Lane no le quitaron nunca el sueño a nadie, porque se supone que lo de Superman es una saga y no un teleteatro. Más allá de la deconstrucción operada por la serie camp de los años 60, Batman perduró mucho mejor (¿necesito decir, a esta altura, que en esta batalla estoy ciento por ciento en el campo de Batman?) porque es un personaje con un dilema existencial. Hamlet con disfraz de murciélago, visitado a diario por el fantasma no de uno, sino de ambos padres reclamando venganza. Un hombre que se debate todo el tiempo entre la ley y la marginalidad, entre su educación y su compulsión a la violencia, entre la sanidad y la locura –y que es tan consciente de esos dilemas como el personaje shakespiriano.

Superman nunca dejó de ser un chico bueno que busca todo el tiempo la aprobación de su padre. Batman, en cambio, siempre fue un chico malo; mercancía dañada, alguien que está en diario contacto con su lado oscuro y que se alimenta de él. Y eso lo hace más atractivo como personaje. Además Gotham es una ciudad sucia y brutal, victimizada por líderes corruptos, lo cual la torna más verosímil que la Metrópolis naif y technicolor del Hombre de Acero. Y para no faltar al dictum de que un héroe sólo alcanza la estatura de su contrincante, Batman tiene en el Joker un doppelganger siniestro. El oponente más importante de Superman es Lex Luthor, un calvo que no asusta a nadie y por ende nunca logra poner a su adversario en peligro real. El Joker somete a Batman a un peligro que es doble: el de morir, y el de sobrevivir a un costo que lo impulse a abrazar por completo la locura que constituye su sombra; por algo el Arkham Asylum, el manicomio de Ciudad Gótica, perturba siempre al héroe como una promesa.

Que Superman vuelva, si quiere. Todo lo que yo espero es que el Batman rescatado por historietistas como Frank Miller y Alan Moore y por el cineasta Christopher Nolan en Batman inicia, simplemente continúe.

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23 de junio de 2006
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NIETZSCHE Y EL OLVIDO

A propósito de la memoria y el olvido he tropezado inesperadamente con una cita de Nietzsche recogida por mi amigo Pablo Nacach en su actualísimo libro El fútbol. La vida en domingo (Lengua de Trapo. Madrid, 2006). El párrafo dice: “ Cerrar de vez en cuando las puertas y ventanas a la conciencia; no ser molestados por el ruido y la lucha con que nuestro mundo subterráneo de órganos serviciales desarrolla su colaboración y oposición; un poco de silencio, un poco de tábula rasa de la conciencia, a fin de que de nuevo haya sitio para lo nuevo (...) este es el beneficio de la activa, como hemos dicho, capacidad de olvido, una guardiana de la puerta, por así decirlo, una mantenedora del orden anímico, de la tranquilidad, de la etiqueta: con lo cual resulta visible en seguida que sin capacidad de olvido no puede haber ninguna felicidad, ninguna esperanza, ningún orgullo, ningún presente. (Genealogía de la moral. Alianza Editorial. Madrid, 1993. p 66).

Efectivamente recojo la cita porque refuerza mi juicio sobre el mal del recuerdo, la terrible enfermedad de la memoria. ¿Capacidad de olvido? Hay quien desdichadamente no podrá sanar nunca del mal nemotécnico. Es cierto también que el colmo de la salud se parece al colmo de la luz, la luminosidad que todo lo anula o vela. Basta, sin embargo, una porción de salud, un detalle de clarividencia, para entender que vale la pena convertir el olvido en ocasión de felicidad y detener, cuando aparece, la amenazante tentación del recuerdo.

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22 de junio de 2006
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Neoexilio del postpátrida

En la revista Letras Libres de este mes viene una soberbia entrevista de Ricardo Cayuela con Jon Juaristi.

Nuestro país es tan beocio que Juaristi suele figurar más frecuentemente como personaje político que como poeta e historiador. Sin embargo, los libros en prosa de Juaristi forman parte de lo mejor que se ha escrito en España en los últimos decenios, no sólo por el interés intrínseco del contenido, sino por la perfección del arte.

A alguien puede caerle lejos el origen del sabinismo vasco, o encontrarse en los antípodas políticos de Juaristi, pero deberá reconocer que hay muy pocos ensayistas en este país que escriban con tanta elegancia. Sus últimos libros de recuerdos y memorias tienen una personalidad literaria indudable.

La entrevista no contiene un solo párrafo de relleno, pero lo que más me ha llamado la atención ha sido el tono distante, levemente atristado, atópico, es decir, la música pausada de las respuestas. Como si la voz del entrevistado contestara en Adagio. Incluso en Largo.

Dice Juaristi algo que resulta extremadamente difícil de explicar a los amigos de buena voluntad que se han metido de cabeza en el nacionalismo regionalista, y es que tanto el nacionalismo vasco como el catalán tienen sus raíces en la extrema derecha española y por esta razón le encantaban a Franco. Cuando a veces veo a Otegui en esas ceremonias siniestras con bailarines y muchachas vestidas según el gusto de los señoritos del XIX, siempre pienso que Franco habría asistido entusiasmado.

La desconhort, de todos modos, aparece más adelante, cuando Juaristi expone una de las mayores paradojas a la que está llegando este país: la de crear un modelo de exiliado que vive el exilio en su propia patria. Como es lógico, Juaristi ya no puede volver al País Vasco, ni siquiera en el caso de que la tregua de ETA se muestre consecuencia de una verdadera derrota. Ha reconstruido su vida lejos de allí y no ha de ser agradable cruzarte todos los días con quienes quisieron matarte o quienes no hicieron nada para impedirlo.

Tampoco puede decirse que sea un exiliado, porque vivir en Madrid, en Sevilla o en Elche, no es para él vivir “en el extranjero”; eso es lo que querrían quienes trataron de matarlo, esa sería su victoria. De modo que se encuentra íntimamente forzado a sentirse exiliado, pero sin ninguna referencia pragmática que lo confirme. Como en un sueño.

Es aquel “vivo sin vivir en mí” aunque aplicado ahora a una desterritorialización, perdón por el palabro, que no tiene nombre propio. No sé si podría hablarse de un exilio virtual. En cualquier caso, una incomodísima y desasosegada manera de verse en el mundo. Tengo para mí que Juaristi se ha aproximado a la tradición hebrea para cauterizar esa herida.

Decía Heidegger que decía Sófocles que el humano lleva consigo su propia casa (es upsepolis) aunque carece de casa (es apolis), y que va en todas direcciones (es pantoporos) ya que no tiene lugar alguno que le sea apropiado (es aporos). Sin lugar y sin casa, siempre en marcha hacia la nada, el humano es “lo más inquietante”.

A Juaristi, como a todos aquellos a quienes los nacionalistas están expulsando de sus casas, o aquellos otros que no pueden soportar la convivencia con los nacionalistas por razones éticas y estéticas, se le abre a cada paso “lo más inquietante”.

Vivir en lo inquietante, en lo que no puede quedarse quieto (también en lo que no puede dejar quieto aquello que hay, lo que necesita cambio constante), es un agobio, pero el único modo de llegar con mayor hondura a lo que los humanos somos, a nuestro fondo.

Un fondo difícil de soportar y para cuyo alivio inventamos quimeras salvadoras de terribles consecuencias como el nacionalismo y las demás religiones. Porque ese fondo no es otra cosa que la nada.

La entrevista lleva un título exacto: “Adiós a la tribu” y recuerda el de aquella tristísima novela de Robert Graves, Good-Bye to all that.

Adiós a la tribu; bienvenida sea la intemperie.

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22 de junio de 2006
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Un cornudo en el ciberespacio

La última edición en español del New York Times trae una historia espeluznante: todo empezó con un marido cornudo.

Como tenía dudas, el hombre se dedicó a husmear en el buzón electrónico de su esposa, sólo para descubrir que, en efecto, ella le era infiel. Y con un joven estudiante universitario. Esa primera vez, el esposo fue comprensivo. Habló con ella y le hizo prometer que ese bochornoso episodio no se repetiría. Poco después, para sentirse más seguro, volvió a violar la correspondencia de su mujer, con el desagradable resultado de confirmar que el affaire continuaba. En esas circunstancias, decidió emprender la venganza más cruel: hizo pública la conducta de su esposa con el nombre propio de su amante en uno de los foros más visitados por los chinos.

El mensaje contenía cinco mil palabras de pasión adolorida y desilusión, e iba firmado con un nickname tristemente sexual: Espada Congelada. En respuesta, un alma caritativa identificada como Azalea de Primavera pidió en el foro a “cualquier empresa, establecimiento, oficina, colegio, hospital, tienda y calle que rechace a este hombre –al estudiante, es decir- hasta que muestre un arrepentimiento satisfactorio y convincente”. Finalmente, alguien encontró la dirección y el teléfono del chico, y los colgó en la página. Entonces se desató el infierno.

Decenas, y luego cientos, y luego miles de personas empezaron a acosar al infiel. Hacían llamadas anónimas a su casa, o se presentaban en ella para insultarlo. Muchos exigieron a la universidad que lo expulsase, y cuando ésta se negó, sitiaron su casa y lo mantuvieron encerrado en ella por semanas. En Internet, la gente demandaba que fuese “decapitado por el sufrimiento del marido”, o metido con la mujer “en una jaula para cerdos” y arrojado al mar.

Desesperado, el estudiante colgó un video en el foro jurando que él no tenía nada que ver con la mujer de Espada Congelada. La presión llegó a tal punto que el propio cornudo se retractó de sus afirmaciones, pero era tarde. La turba había encontrado a su víctima. El chico aún no puede salir de su casa.

El relato roza lo trágico, lo absurdo y lo siniestro y, por tratarse de China, evoca reminiscencias de la Revolución Cultural, en la que todos los comunistas se acusaban mutuamente de no ser buenos comunistas, lo que derivó en un festín de castigos crueles y asesinatos masivos. Sin embargo, lo ocurrido con Espada Congelada es una manifestación extrema de algo que se manifiesta en cualquier cultura: el placer humano por juzgar a los demás.

Piensen en los reality shows, en que el público participa repudiando a esos esposos infieles, a esos malos hijos, a esas madres desnaturalizadas. Una señora de la audiencia se levanta y dice: “tú no te mereces el hijo que tienes ¿me oyes? ¡Tú no te mereces ni siquiera vivir!”. Y todo el mundo aplaude. Piensen, si no, en la vecina que vive pendiente de lo que ocurre en la puerta de al lado. Recuerden el éxito internacional del culebrón, un género narrativo basado en la necesidad del espectador de comentar y opinar durante meses sobre la vida privada de algún personaje. Y las revistas del corazón. Y los programas de la farándula.

Según parece, necesitamos compararnos con otras personas, personas que nos garanticen que saldremos bien parados. Necesitamos saber que nuestra soledad, nuestro aburrimiento y nuestra insatisfacción sexual no sólo es voluntaria, sino incluso ejemplar, que es algo que hacemos porque somos virtuosos. Y necesitamos ostentar mundialmente nuestra virtud, ventilarla en la tele de ser posible, para que la gente no vaya a pensar que somos felices, que satisfacemos nuestras necesidades emocionales o, simplemente, que nos divertimos. La sociedad podría no resistir un impacto de ese calibre.

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22 de junio de 2006
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Rocco va a pelear

Vi Rocco y sus hermanos por primera vez hace pocos días, una tarde helada y gris en que Buenos Aires imitaba a la Milán en que transcurre el film; sólo faltaba la nieve. Cuando terminó tuve que hacer un esfuerzo para levantarme. Me sentía devastado, es verdad. Pero ante todo tenía la necesidad de prolongar ese instante. Ya no recuerdo cuándo fue la última vez que vi una película verdaderamente grande, e ignoro cuándo volveré a experimentar algo parecido.

Rocco es excesiva por donde se la mire. En su longitud, que supera las tres horas. En su cast, que opera como una suerte de quién es quién del mejor cine europeo de los 60: Alain Delon, Annie Girardot, Katina Paxinou, Renato Salvatori, Claudia Cardinale. En su carácter de saga familiar, que describe la suerte de Rosaria Parondi y de sus cinco hijos varones en la inhóspita Milán, donde se instalan a la muerte de Parondi padre. Sin embargo no existe nada en Rocco que sea más grande que la ambición narrativa de su creador, el director Luchino Visconti. Como toda obra inolvidable Rocco y sus hermanos es una síntesis de opuestos, el equilibrio entre elementos antiestéticos que sólo puede lograr un artista en pleno dominio de sus facultades. Rocco es un fresco realista sobre las miserias que sufrían los inmigrantes del sur en la Italia industrial, y también un melodrama protagonizado por personajes excesivos, robados con elegancia –tratándose de Visconti, no podían ser robados de otra forma- a El idiota de Dostoievsky. Es una película carnal y violenta que a la vez se interroga por la posibilidad de la santidad en el mundo contemporáneo. Es cine con mayúsculas, y a la vez es un relato de profundidad y aliento literarios. Y si Visconti no hubiese concebido ese montaje paralelo del final, entre la Nadia que abre los brazos a la muerte y el Rocco que surge de las cenizas sobre el ring, seguramente Coppola no habría concebido el momento más excelso de El Padrino –otra película grande, viscontiana.

En ocasión del reestreno de Rocco en 1991, Vincent Canby escribió algo en el New York Times que expresa con precisión lo que pienso: “Nos recuerda de dónde vienen los films, y cuán pequeñas y seguras y autorreferenciales son la mayoría de las películas de hoy. Rocco no es perfecta, pero aun cuando se desborda en algunos excesos teatrales, excita la imaginación con la clase de audacia que es nuestra única esperanza de futuro”.

Desde entonces a esta parte, el destino del cine no ha sido menos cruel que el destino de los Parondi. Pero a pesar de que su futuro está tan comprometido como el del protagonista del film de Visconti, a los cinéfilos nos queda la esperanza expresada en docenas de carteles en la escena final: Rocco si battera, dicen, anunciando la próxima pelea del boxeador. Rocco va a pelear.

No me atrevería a decir que Visconti es hoy más grande de lo que fue, porque tuvo la fortuna de ser reconocido como tal en su propio tiempo. Lo que me consta es que el cine se ha vuelto más chico. Por lo menos hasta que ganemos la pelea.

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22 de junio de 2006
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La economía de la felicidad

Acabo de enterarme de que existe una rama alternativa de la ciencia económica, llamada economía de la felicidad. Según la información, la economía de la felicidad se originó como estudio teórico en Europa a principios de esta década; se supone, incluso, que hoy es una corriente de moda en Inglaterra. La intención de sus estudiosos es determinar cómo influyen las variables económicas sobre el bienestar mental de las personas, para finalmente determinar políticas que aumenten la felicidad de las distintas poblaciones. Y como a los investigadores les consta que esto de la felicidad es un asunto esquivo, además de los estudios puramente económicos pretenden incluir variables neurobiológicas, como mapeos cerebrales (que serían más precisos que las encuestas a la hora de medir nuestra satisfacción, o bien la falta de ella) y hasta medición de indicadores de “felicidad auténtica” como ciertos tipos de sonrisas y rasgos faciales.

No puedo menos que celebrar la existencia de este tipo de estudios. Les parecerá de Perogrullo, pero yo creo que ya era hora que los estudiosos comprendiesen que la economía está relacionada con la felicidad. Hasta el surgimiento de esta disciplina, la mayoría de los economistas y de los que determinan las políticas del área operaban en la convicción de que la economía sólo tenía que ver con la obtención del máximo beneficio posible, a cualquier costo y caiga quien caiga. Parafraseando al viejo axioma: esta gente estaba convencida de que la economía era la continuación de la guerra por otros medios. Quizás la revelación de que el bienestar de los demás también depende de la economía les convenza de que la felicidad no debe ser tan sólo una búsqueda privada, sino social y política. Yo digo que les otorguemos el beneficio de la duda: es preferible que esta gente piense que se trata de una novedad, a que siga pensando lo de antes.

El otro gran beneficio de la economía de la felicidad sería, creo, el siguiente: ahora que los estudiosos y los funcionarios privados y públicos del área se convencen de que la economía y la felicidad están vinculadas, resultará más fácil explicarles que todos aquellos que no forman parte de la economía están, ¡por definición!, impedidos de ser felices. Así se volverá evidente la necesidad de diseñar políticas para que todos aquellos que viven al margen del sistema económico (centenares de millones en América Latina, en África) puedan integrarse a él de alguna forma, y así obtener su chance de ser alguna vez medidos en busca de indicadores de felicidad auténtica. Una vez que se conviertan en candidatos a un mapeo cerebral podrá verlos un médico de verdad, y hacerles por ejemplo una radiografía, y quién les dice, quizás hasta proveer a sus niños de las medicinas que necesitan para no morir antes de tiempo, y por qué no, ¡ya que estamos!, de los alimentos que garanticen que sus cerebros reciban los nutrientes que les permitan desarrollarse y no quedar atrofiados a medio camino.

Y después dicen que estudiar no sirve para nada.

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21 de junio de 2006
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La responsabilidad moral de Caperucita Roja

Recuerden este nombre: Stephen Sondheim. Si ustedes piensan que el teatro musical es un género banal lleno de tipos que se enamoran bailando y compran el periódico cantando, busquen un espectáculo de Sondheim: el hombre que revolucionó el género.

Sondheim no tuvo una vida fácil. Creció en una familia judía no practicante del Upper West Side de Manhattan, donde vivió una infancia solitaria y aislada incluso de su comunidad de origen. A los 10 años, las cosas se agravaron para él, cuando su padre huyó de casa dejándolo con su narcisista, hipocondríaca y emocionalmente abusiva madre, Foxy.

Foxy Sondheim trató de sustituir la figura del esposo con la del hijo, y se volvió sexualmente posesiva con él: se bajaba la blusa y extendía las piernas enfrente suyo, le tomaba la mano y se lo quedaba mirando durante las funciones de teatro a las que asistían, le pedía que le preparase los cócteles, lo besaba en exceso, esas cosas.

Quizá ese episodio marcó la ambigüedad moral de los espectáculos de Sondheim, que por entonces escribió su primera historia y, con sólo 25 años, escribió las letras para el West Side Story compuesto por Leonard Bernstein.
 
A lo largo de cincuenta años de carrera, Sondheim ha escrito grandes clásicos como Gipsy, que ha sido interpretada por Bette Midler: la historia de una bailarina de strip tease acosada por su madre, que ha tratado de hacer de ella una estrella desde su más tierna infancia. O Sweeney Todd, el relato de un barbero asesino en serie que servía a sus víctimas en los pasteles de carne de su vecina y amante, la obsesiva Mrs. Lovett. Pero mi favorita, sin duda, es Into the woods.

Durante la primera parte, Into the woods no es más que un juego, un divertimento en que se mezclan diversos cuentos infantiles: Rapunzel, Caperucita Roja, el chico de Las Habas Mágicas y Cenicienta comparten escenario, con el eje de un campesino que debe reunir varios objetos para quitarse de encima un hechizo. El campesino relaciona las historias de los demás y las lleva de una a otra: le da las habas mágicas al chico, salva a Caperucita de la barriga del lobo, le roba su zapato a Cenicienta. En fin, que todas las historias llegan a sus finales felices con la intervención de los personajes ajenos. Simpático. Ingenioso.

Pero no decimos Colorín Colorado. En la segunda parte del musical, cada uno de estos personajes ya ha cumplido su sueño: casarse con el príncipe, llevarle la merienda a la abuela, hacerse rico con las habas… Pero ahora, todos se enfrentan a lo horrible que es su vida con sus deseos cumplidos.

Así, Caperucita Roja se aburre porque ahora echa de menos el placer de hacer las cosas por el camino oscuro y lleno de lobos. Cenicienta vive una existencia sin preocupaciones –ni emociones- en el palacio, y el príncipe la engaña. Como él dice, “me criaron para ser encantador, no sincero”. El chico de las habas ahora es rico, pero aún no tiene amigos y no ha dejado de ser tonto.

Y para colmo, un gigante viene a matarlos a todos.

Into the woods es una historia que, bajo su empaque infantil, pervierte el sentido de los cuentos para niños y les da una dimensión humana: si los cuentos están hechos para soñar, Sondheim dice aquí: “ten cuidado con tus sueños, que se pueden hacer realidad”. Lo que caracteriza a sus musicales es precisamente que se mueven en el tenue límite entre el cuento de hadas y el horror.

Pero hay un detalle más como marca de fábrica: la bruja del cuento, una mujer repugnante obsesionada con retener a su hija Rapunzel en la torre, capaz de arrancarte los ojos y entregarte al gigante con tal de que no te la lleves. Una madre sobreprotectora –como la de Gipsy, como Mrs. Lovett- , que transfigura en esta ficción lo que Sondheim conoció en su infancia real. Quizá sea ese precisamente el detalle que hace interesantes los musicales de Sondheim entre tanto bodrio. Sondheim camino al filo del abismo que separa el espectáculo con brillos y lentejuelas de la descarnada miseria moral que caracteriza a la realidad.

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21 de junio de 2006
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EL CONTINENTE

Caracas, otra vez. Empezando por otra carretera para ir del aeropuerto a la capital. No se sabe cuánto tiempo será necesario para construir un viaducto (el que servía se cayó) y vincular la autopista que viene del aeropuerto con la capital. Hay promesas de obras rápidas. Pero sobran las promesas en la dinámica bolivariana. Por el momento, se utiliza una carretera provisional tirada en un barranco y apodada “la trocha”. La palabra no se usa en todas partes del mundo hispanohablante. Basta recordar que la trocha es el camino malo que utilizan los habitantes de Macondo, al principio de Cien años de soledad, para descubrir una sierra vecina. Ir en carro por una trocha...

Por lo menos en carro se descubren nuevos anuncios. Como uno que, al llegar a Caracas, me llamó la atención. Dice:

“Tenemos un continente
Tenemos una patria
Tenemos un pueblo
Tenemos un sueño”.

Y al final, ligeramente apartado, dice: “Tenemos un líder”.

El retrato en color de Hugo Chávez Frías desautoriza cualquier duda sobre quién es este líder. Pero lo más interesante no es tanto lo que dice la publicidad y la imagen del dueño de la revolución bolivariana. Mucho más apasionante es lo que se ve en el fondo: un mapa de América Latina. Al lado del rostro del presidente de Venezuela se leen las palabras “Argentina”, “Perú”, etc. Ya se hizo la anexión gráfica del continente gracias al sueño bolivariano que personaliza el comandante. Todo esto aparece en una especie de niebla roja donde se adivina otro Hugo Chávez, pero esta vez vestido de militar, con su boina roja de paracaidista y el brazo levantado del oficial en el momento de animar al ataque. El mensaje gráfico no puede ser más claro: hay dos Chávez, el que atiende a Venezuela y el que se proyecta hacia afuera. No se puede entender al primero sin saber que su actuación se ubica en el terreno que sueña conquistar el segundo: el continente.

En el avión de ida hacia Caracas acababa de descubrir (en una lectura atrasada) otra visión del mismo continente en el número del sábado 17 de junio del Financial Times. Su suplemento de fin de semana dedicaba dos páginas a una selección de libros con la buena idea de que es mejor leer novelas recientes que guías de viajes para preparar las vacaciones. Una selección de unos sesenta libros pretendía representar a todo el planeta. Para América Central y América del Sur había dos novelas: El cantor de tango, del argentino Tomas Eloy Martínez y Ciudad de Dios (Cidade de deus), del brasileño Paulo Lins, cuya traducción al inglés llegó con retraso. Es decir, música típica y violencia urbana como resumen de lo que es otro continente.

Hay que recordar unos datos sencillos: el sueño bolivariano de una América Latina transnacional es la historia del siglo XIX; y el tango y las favelas son herencias del siglo XX. Ambas visiones -la del líder que busca el “socialismo del siglo XXI” y la del diario del capitalismo europeo- son miradas atrasadas. Ven el continente en un retrovisor.

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21 de junio de 2006
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La coleccionista

No sé cómo me entró la curiosidad por los coleccionistas. Quizás porque aún tengo presente aquel cazador de lepidópteros que William Wyler disecó con fino bisturí en una película muy incorrecta para el actual marco teórico (o sea, “mundo”), a partir de una novela de John Fowles injustamente olvidada. Más exacta aún, la Collectionneuse, de Rohmer, sorteaba el crimen del macho, pero ponía en juego una sexualidad femenina que podía ser letal para sus presas. El caso es que llevo camino de coleccionar coleccionistas.

Es muy agradable la colección de Angela Rosengart, en Lucerna. Aunque la ciudad padece la erosión del turismo y hasta la más elegante y sólida de las construcciones humanas, las pirámides egipcias pongamos por caso, se abarata y dilapida con el turismo masivo, el circo de picos nevados que limita el lago de los Cuatro Cantones en la ciudad de los puentes pintados, es casi inexpugnable a la miseria.

En aquella ciudad apersonada y burguesa, Angela Rosengart mantiene dos museos y ambos son emocionantes. En el primero, el más pequeño y secreto, el Picasso Museum de la Furrengasse, ha reunido obra del malagueño, pero sobre todo la estupenda colección de fotografías que le hizo David Douglas Duncan.

(Nota al margen: A veces estoy tentado de incluir ilustraciones al texto, pero prefiero dejarlo en manos de los atentos lectores. De ese modo llueve del cielo alguna bendición. Ayer mismo, uno de nuestros colegas colgó la foto del archigoya de Zurich. Es de agradecer. A pesar de las apariencias, la soledad limita a ambos lados del blog y cuando se rompe aparecen en el firmamento las frías, las lejanas, las espléndidas estrellas).

Las fotos de Duncan, muy conocidas, persiguen a la pareja Picasso hasta que dejó de ser una pareja por orden de la Parca. Seguir ese trayecto terminal del pintor, por mucha antipatía que uno sienta hacia su carácter depredador, abre las carnes. La celebérrima imagen de Picasso iniciando un paso de minueto con los brazos en jarras y unos calzoncillos que le llegaban a la rodilla, da idea del excelente humor que le acompañó hasta la tumba.

La última fotografía de Jacqueline, al borde del suicidio tras la muerte de su pareja, cierra un ciclo de calidez doméstica evidente. Es casi imposible no caer en el sentimentalismo más blando ante semejante dolor. La desolación de la viuda nos invita, sin embargo, a respetar a Picasso sin negar su innegable egotismo. No sólo crueldad, también hubo alegría y gozo en la convivencia del coleccionista con sus presas.

El segundo museo, la Sammlung Rosengart de la Pilatusstrasse, ocupa un fenomenal edificio en la calle noble de la ciudad, comprado, restaurado, inventado y cuidado por Angela, la hija del marchante Siegfried Rosengart, el que fuera uno de los más importantes del mundo y (todavía) sin rastro de contaminación nazi. Hay allí algunas piezas esenciales de Picasso, como el Busto en gris de 1941 (Dora Maar) en donde puede observarse el grafismo del que surgirá todo Bacon, de pe a pa.

Junto a la tonelada de picassos, hay también ciento cincuenta obras de Klee que me confirman en una opinión que sólo puedo expresar en voz baja. El artista suizo pertenece a ese ámbito que en literatura se llama “infantil y juvenil”. Lo imagino como el émulo óptico de Siddharta, de Hesse, en sus momentos fantásticos; aunque también tiene sus Islas del Tesoro en los momentos imaginativos.

El museo, al que (pero eso le está sucediendo a casi todos los museos del mundo) le sobra un ochenta por ciento de la avejentadísima École de Paris (¡Dios mío qué lejos están los Dufy, los Utrillo, los Modigliani, del mundo actual!), es racional y luminoso. Su dueña, Angela Rosengart, no ha tenido descendencia. Trabajó junto a su padre desde que tuvo uso de razón. Muerto el padre, la colección es su familia. Acude todos los días y siempre se detiene, ora ante éste, ora ante aquel lienzo, con el que dialoga en silencio.

¿Cómo estás, querido? ¿Subo la calefacción? ¿Te han molestado las visitas? Sigues teniendo un aspecto espléndido, pero voy a llamar al médico para que te restaure esa esquina; la tienes un poco pelada. A pesar de los años que llevamos juntos cada día me descubres algo nuevo. ¡Oh, no exageres! He hecho lo que haría cualquier mujer en mi lugar. Etcétera.

Cuando percibí ese aroma de cuarto de los niños, esa broncínea protección, ese abrigo de todo mal, recordé a la baronesa Thyssen y su fiera defensa de la colección madrileña, contra el ayuntamiento de la capital. Estas mujeres defenderán a sus crías como tigresas. Recuerde el alma dormida a Lillian Gish con la escopeta sobre las rodillas en La noche del cazador y camine con paso liviano cualquiera que pise el recinto de los niños.

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21 de junio de 2006
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El Boomeran(g)
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