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Fontanero Man

La primera vez que oí hablar de Fontanero Man fue en Sevilla. Sería a finales de 2015 y yo estaba degustando un maravilloso jamón en la barra de Las Teresas en compañía de dos amigos del alma que, cada uno en la empresa de su propiedad, pasaban por un mal momento económico. Una tercera persona, para mí desconocida, se acercó a nosotros pronunciando la frase: “Ya sabéis lo que se dice: preguntad a mucha gente, que alguien será Fontanero Man o tendrá relación con él, y si tu problema le interesa se pondrá en contacto contigo.” 

 

En mayo de 2017 tras pronunciar una conferencia en Alhóndiga Bilbao me llevaron a comer, los organizadores del acto, al excelente pero minúsculo Bar La Viña, tan minúsculo que no pude evitar escuchar la conversación de la mesa de al lado (el local sólo tiene cuatro mesas) en la que un muy enterado bilbaíno pontificaba: “Fontanero Man no cobra por sus trabajos; mejor dicho, no pide dinero por ellos, pero si el trabajo llega a término, quedas en deuda con él.” 

 

Finalmente hoy, un vetusto y sordo caballero que entraba en la pastelería Echeto de la plaza de la catedral de Jaca, tras haber asistido a misa de doce, interrogaba a gritos a un familiar algo más joven: “¿Fontanero Man es una persona o es un colectivo?, ¿el cliente de Fontanero Man llega a conocerle personalmente?” 

 

Estoy en casa y compruebo, por internet, los movimientos de mi cuenta bancaria en el BBVA, no la personal sino la de mi sociedad de capital riesgo. Mal está la cosa, alguien, imagino quién, anda difamándome, con el fin de dificultar, a mí y a mis socios, las maniobras de toma de participaciones. Mañana he de viajar a Zaragoza y aprovecharé para hacer correr la voz: "Tengo un grave problema, necesito neutralizar a quien está arruinando el futuro de mis hijos, busco ayuda urgente, ¿ha oído hablar de Fontanero Man?”    

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1 de agosto de 2018
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Redundantes

Cada uno de nosotros se tiene por un animal racional, pero no hay certeza de que los demás lo sean
 

Oigo cada día con mayor frecuencia las frases "no es no", "fútbol es fútbol" y otras parecidas. ¡Ojo!: sepan los más jóvenes que "oigo" es la manera correcta de decir "escucho", verbo este que se usa ya para todo. Por ejemplo: "Se escuchó una explosión". Bueno, uno puede escuchar lo que le dé la gana y es posible que alguien pusiera mucha atención y una mano tras la oreja para escuchar atentamente una explosión, pero, en general, ese tipo de sucesos se oyen, pero no se escuchan, porque para cuando han sonado ya no hay quien oiga nada. También he pillado a gente decir: "Se escuchaba llover", algo desafortunado, porque lo normal es no escucharlo ni oírlo, razón por la cual se dice "fue como si oyera llover", que equivale a "no me hizo ni puñetero caso". Quienes escuchan llover no están para nada, absortos en el tamborileo de las gotas.

La prohibición de usar el verbo "oír" tiene relación con el "no es no". Muestra un fuerte recelo sobre la capacidad de comprensión del prójimo. Cada uno de nosotros se tiene por un animal racional, pero no hay certeza de que los demás lo sean. Por esta razón hay que insistir en que uno "escucha ruidos" y no solo los oye, como acentuando nuestra voluntad de ser lo que somos. Pero al mismo tiempo sabemos que el prójimo, siendo distinto, aunque idéntico, es dudoso que sea inteligente, así que hay que machacarle las cosas muy sencillitas para que le entren en la mollera. "Yo es yo"..., pero a ti ni te escucho ni te oigo porque no te enteras de que "tonto es tonto".

En 1913, la escritora Getrude Stein compuso un célebre verso: A rose is a rose is a rose,y ya entonces fue tenida por idiota. No lo era, sabía lo que se hacía. Unas décadas antes, Hegel había afirmado que "A es igual a no-A". Dos modos opuestos de ver el mundo. ¿Cuál es más interesante?

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31 de julio de 2018
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La pereza, esa gamberra

No sabemos exactamente qué repara el verano, pero lo aguardamos con fe, como si con él resucitáramos a trozos. Perder el sentido de la urgencia, ese es el mandato interior y a la vez el desafío, al igual que desocuparse y despreocuparse. Pensar las vacaciones equivale a proyectar la felicidad, una quimera imposible de sostener a largo plazo pero lo suficientemente coqueta para dejarse seducir a sorbos. El filósofo Ismael Grasa escribe en su delicioso libro La hazaña secreta(Turner), que “lo que quizá haga valiosa nuestra esperanza es que no tenemos ninguna razón para tenerla”.
Esta semana, un compañero publicista me contaba que él trabaja el doble en julio porque es el mes del año en que obtiene mejores resultados: “Ya se sienten con los pies en la arena, y con esa euforia es imposible decir que no. Por eso se alcanzan acuerdos con mayor facilidad. Es la excitación del fin de curso”. Julio es hoy un nuevo diciembre; las empresas cierran el primer semestre, anticipan cifras para terminar el año y aquilatan presupuestos. Se trata de una sensación parecida a llegar a la mitad del trayecto. Y, en nuestra eterna contradicción, corremos para poder parar, y nos subimos el ánimo para desmayarlo en cuanto apaguemos el teléfono.
¿De dónde viene esta dicha? ¿Qué tipo de ingenuidad altera los sentidos? Repetimos histriónicos “¡no puedo más! Suerte que sólo me quedan tres días...”, conscientes de que rozamos el límite de la extenuación y de que nos multiplicamos de forma absurda sin que nadie nos lo pida. Las vacaciones son la promesa postergada, los tártaros del desierto de Buzzati que nunca llegaron, el esperado Godot, la re­presentación de todo aquello que aguardamos largo tiempo y que luego pasará por encima de nosotros en un instante, desvaneciéndose sin que apenas lo saboreemos.
“Respondamos a la ambición que ella misma es la que nos hace apetecer la soledad” aseguraba Montaigne. Vivimos todo el año luchando contra lo que ahora deseamos: la pereza, el más light de los pecados capitales. “Repugnancia al trabajo”, dice el diccionario. Vicio que aleja del trabajo y del esfuerzo, flojedad, descuido o tardanza, negligencia, tedio o descuido, indolencia. Dejarse mecer por las horas sin buscar ninguna acción-reacción en las cosas. Mientras el resto de pecados pertenecen a un esquema de rudimentaria psiquiatría acerca de neurosis o conductas alteradas, la pereza no embiste contra el mundo y carece de tintes diabólicos. Es abandono y renuncia, con una aceptación casi mística del no hacer nada. Si acaso, cerrar los ojos e imaginar todo aquello que podría suceder. No despegarse de las sábanas, desperezarse lentamente, recuperar el verbo ronronear, sentir la corriente de aire que entra por la ventana, celebrar el desentendimiento con las horas. Las vacaciones, esa estación intermedia entre el sueño y la vigilia.
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30 de julio de 2018
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Al final de la mañana

Esta novela es lo más parecido a las series que producen la BBC y las restantes cadenas televisivas británicas. Da lo mismo que sea la vida cotidiana en unas pocas calles y pubs del West End londinense, las tribulaciones morales de un cura católico e irlandés en una ciudad obrera inglesa o la irrupción en una localidad turística costera de un policía con problemas físicos y desequilibrios psicológicos. Bien mirado, en casi  todas ellas pasar no pasa nada trepidante,  hasta el extremo de que a veces ni siquiera es necesario recurrir a un asesinato para desencadenar la acción. Pero los capítulos van pasando plácidamente y se espera con gusto e interés el inicio del episodio siguiente y, si se tercia, la continuación de una nueva temporada de la serie.

                En Al final de la mañana el escenario es un viejo periódico londinense de la mañana en el que el director es  un hombre tan tímido y gris, y que ejerce la dirección con tanta discreción, que la mayor parte de sus empleados no le reconoce si se cruzan con él por un pasillo. El día a día lo lleva un redactor-jefe llamado John Dyson, un buen y honrado periodista que vive frustrado porque se ve obligado a ocuparse de una sección repleta de efemérides, insustanciales colaboraciones sobre temas agrícolas y crucigramas cuando su verdadero destino debería ser la televisión y la fama. La secuencia de su primera –y es de temer que última- participación en un debate sobre el racismo es antológica no sólo por su propia intervención sino por la descripción de los demás tertulianos, perfectamente perfilados a partir únicamente de sus opiniones.

                Su hombre de confianza es Bob, un joven que parece dedicar más atención a los caramelos y los azucareros que a su profesión e incluso que a sus ligues, uno de los cuales, Tessa, se escapa del internado y se le presenta en casa inesperadamente. Es estupenda la sutileza del desenlace de la situación porque en realidad es el entorno – desde la felicitación del director por “su compromiso”, hasta las invitaciones formales a cenar “pero tráete a tu novia, ¿eh?,” o la búsqueda de piso por parte de los compañeros- el que va transformando lo que sólo era una simple conquista de soltero en una relación seria y prematrimonial que en principio ninguno de los dos tenía previsto que llegara tan lejos. También andan por ahí el responsable de la ilustración, Reg Mounce, un tipo desagradable y maltratador al que en el periódico están tratando de despedir mientras en casa su propio comportamiento está sembrando las bases de los cuernos que con todo merecimiento le pondrá su mujer en  la secuela de esta novela, si la hay. O el pobre Eddy, cuya muerte a pie de mesa de trabajo da ocasión a sus compañeros a beberse unas cuantas cervezas en su memoria y enlazar unas frases hechas acerca del destino y la poca cosa que somos.

 Todo va más o menos así hasta que hace su aparición el becario, Erskine Morris, un chico educado y fumador empedernido pero formado en los mejores colegios y universidades de Inglaterra y por lo tanto mucho mejor preparado que sus compañeros para entender el periodismo que viene. Su primera intervención no puede ser más premonitoria, pues en lugar de hacerse un hueco en el riguroso turno establecido por los redactores senior para el uso de la única máquina de escribir en activo que hay en la redacción, al volver de la pausa para la comida aparece con una máquina de escribir eléctrica que él mismo ha pagado. Por descontado que, gracias a la tecnología, y las ganas de prosperar, va asumiendo poco a poco las secciones que nadie quiere al tiempo que propone a la dirección otras nuevas y más rentables saltándose a su jefe directo, John Dyson. En ausencia de éste, que se embarca en una aventura de promoción en Oriente Medio tan disparatada como inoportura, el becario presiona a Bob para que ocupe el lugar de Dyson en un nuevo programa televisivo de debate. Ante la indecisión y los escrúpulos del presunto sustituto el becario acaba por presentarse él mismo en el estudio de televisión y usurpar el puesto y la fama destinados a su jefe. La trama, como digo, transcurre a base de pequeñeces y menudencias que el autor se las arregla para que ocurran en un tono menor y como de vodevil, pero dejando al lector la tarea de calibrar las consecuencias reales de lo que pasará, por ejemplo cuando el tímido director del periódico encuentre la manera de poner en la calle a su desagradable jefe de ilustración, o cuando el redactor-jefe descubra que el becario se ha apoderado durante su ausencia incluso de la fama que él consideraba propia. Una lectura veraniega que parece pedir a gritos una hamaca bajo una buena sombra 

Michael Frayn es un novelista, autor teatral y guionista de televisión ya conocido en España por ser autor de Noises Off, una pieza teatral estrenada con gran éxito en Inglaterra en 1982 y representada en numerosos escenario españoles bajo títulos tan expresivos como   Al derecho y al revésPor delante y por detrás¡Qué desastre de función!Esta obra es un desastre¡Qué ruina de función!

 

Al final de la mañana

Michael Frayn

Traducción de Olalla García

IMPEDIMENTA 

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29 de julio de 2018
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Barenboim debuta como director de ópera en el Colón con un magnético Tristán e Isolda

 

Como cada verano boreal desde hace más de una década, el genial pianista y director Daniel Barenboim retorna a su ciudad natal para un ambicioso festival de música con enfoque humanista. Casi siempre ha traído a su Orquesta del Diván Este-Oeste, compuesta por jóvenes instrumentistas de Israel, Palestina y los países árabes, y en las últimas ediciones vino con su amiga de la infancia, la incandescente pianista Martha Argerich.

Pero esta vez fue distinto: Barenboim trajo su Orquesta de la Staatskapelle de Berlín y la impresionante producción de Harry Kupfer de Tristán e Isolda. Puede sonar extraño, pero este fue el debut como director de ópera del maestro de 76 años en la ciudad que lo vio nacer, y en este teatro donde toca y dirige desde hace seis décadas.

En el festival, que duró dos semanas, la Staatskapelle tocó también las cuatro sinfonías de Johannes Brahms (una fascinante y profunda experiencia escuchar juntas las obras maestras de los contemporáneos y tan dispares Brahms y Wagner) y en el aniversario de Claude Debussy, sus Images y al final, La consagración de la primavera de Igor Stravinsky. Pero la estrella absoluta del festival y de toda la temporada fue un Tristán recibido en estado de éxtasis por un público argentino entregado. 

La orquesta sonó gloriosa, desde las cuerdas satinadas a los metales pungentes y las opulentas maderas. Barenboim presentó una obra que conoce como probablemente ningún otro director de hoy como una unidad eterna, desde el célebre “acorde de Tristán” hasta la disolución de Isolda, más de cinco horas después. Su lectura avanzaba con lenta impetuosidad, y cada momento sonaba como tan necesario que uno tenía la impresión de que Tristán e Isolda no era para nada larga.  

El maestro trajo un elenco de excelsos wagnerianos, liderados por dos tremendas Isoldas: Anja Kampe, que cantó en las dos primeras funciones, y la que yo ví, Irène Theorin, una princesa irlandesa de voz volcánica y al mismo tiempo, elegante y suave, que creció hasta un mónólogo final de devastador patetismo. A su lado, el veterano Heldentenor Peter Seiffert defendió su parte con autoridad y una voz firme y poderosa hasta que promediando el tercer acto sus cuerdas vocales mostraron cansancio y aspereza. Ahí usó su inteligencia dramática y musical para representar la decadencia y agotamiento de su personaje, y funcionó. Isolda vino a salvarlo en su muerte; la maravillosa orquesta lo había mantenido con vida hasta entonces.

Kwangchul Youn personificó la gravedad y la dignidad del rey Marke, un rol que viene cantando desde el comienzo de esta producción en 2003. Dos exquisitos especialistas en este repertorio, Boaz Daniel y Angela Denoke, aportaron valioso apoyo vocal y dramático a la pareja protagónica como los asistentes as Kurwenal y Brangäne. La colaboración local vino por la adecuada actuación del Coro Estable del Colón y por el apreciado tenor argentino Gustavo López Manzitti, quien transformó la mínima parte de Melot en un rival maquiavélico, digno del héroe Tristán.

La ya conocida producción simple y poética de Kupfer, con una gigantesca estatua de un ángel caído que se mueve lento en momentos clave, con impactante efecto dramático, no ha perdido nada de su originalidad.

Ayudados por un diseño de luces prodigioso, arriba y debajo de las alas los amantes condenados viven su drama de amor y muerte.

 

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27 de julio de 2018
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