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LA CONEXIÓN ES VIDA

Una reciente encuesta de la empresa Synovate, especializada en estudios de mercado, ha concluido, tras una encuesta a 4.600 jóvenes de 11 países europeos, que “ver a los amigos” constituye la actividad que más gusta. Muchos grupos de jóvenes han creado una suerte de fratría que amortigua desajustes familiares, soledades urbanas y pérdida de gratificaciones en los estudios o en las relaciones de pareja. Frente a la idea del superindividualismo contemporáneo, la fratría, dentro y fuera de la red, devuelve el confortador sentido comunitario a la vida.

La relación no constituye apenas un compromiso al modo de la religión o la militancia pero sí una clase de organización afectuosa y de honor que funciona como una red de socialización en auge y pro parcelas.

Las tribus urbanas que estudió Maffesoli hace años indicaban este nuevo reagrupamiento en espacios donde el planeamiento o el caos urbano no auguraba sino fallas en la conectividad general. El modelo de la contemporaneidad (en el entretenimiento, en la ciencia, en la cultura) tiende, sin embargo, a la conexión y no al aislamiento.

El nuevo mundo cibernético, el e-mundo se sostiene en red, es por naturaleza personal e interactivo, su vida procede de una constante y progresiva interacción personal. No tener lazos con los demás es vivir colgado. El ordenador parece morir cuando se cuelga; se cuelga cuando no conecta. La conexión es sinónimo de vida.

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14 de noviembre de 2006
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PLATH

Blackbird es una revista literaria online. Una revista que se acerca a la literatura con más ideas que emociones. No soy un internauta regular en su sitio pero me habría equivocado si no hubiera hecho mi última visita. Publica un soneto inédito de Sylvia Plath. Nada menos.

Soy uno más entre los lectores de Plath: uno más que no sabe qué opinar de ella. Nadie sabe cómo entenderla ¿Fue su suicidio la prueba última de su fuerza o, al contrario, lo que sirve para comprobar su vulnerabilidad? Pero con relación a sus poemas, no hay duda: es una obra de primer orden. Abrir The Collected Poems es perder la sensación del tiempo. A veces, se me escapan citas por motivos excelentes: Brodksy, Auden, Gil de Biedma, García Lorca (el poeta de Nueva York), los poetas del siglo dieciséis en Francia, Rimbaud y Plath.

Me demoré años en comprar y abrir su novela The Bell Jar. Fui un tonto. Esperaba un milagro de una obra en prosa de una jovencita. Dejé el libro en una habitación de hotel, sin terminar mi lectura. Pero me parece que no se puede perder ni un poema de Plath. Y este soneto lo confirma.

El título es una palabra francesa: "ennui". Cuenta el aburrimiento de Daisy Buchanan, la mujer amada por Jay Gatsby en Gatsby el magnífico de Francis Scott Fitzgerald. La frase que provocó el poema, según la revista Blackbird es "I've been everywhere and seen everything and done everything" lo que se puede traducir por: no me queda nada por descubrir.

Nuestra suerte es que nos queda por descubrir el soneto de Plath. La revista prohíbe cualquier reproducción del texto. Pero nada me impide entregar el enlace para leerlo. La introducción al texto es excelente y, como siempre, me impresiona la técnica de Plath. Tenia cerca de 22 años y ya sabía todo del oficio. Hay un exceso de referencias literarias. Pecado de una jovencita. Pero, por favor, qué manera de moverse entre las emociones de Daisy y apuntar al vacío de su vida sin mancharla, con una especie de compasión.

Empieza burlándose de la gente que adivina el futuro al mirar las hojas de té que se quedan, a veces, en el fondo de una taza. Tengo a mi lado Reading Tea Leaves (Leyendo hojas de té) de un autor anónimo (editorial Pavilion, Londres 1995). No sé muy bien por qué pero acabo de dedicar media hora a comprobar la posible advertencia de un futuro suicidio en la lectura de las hojas de té. No aparece. El suicidio de Sylvia Plath queda, para mí, sin explicación: ella tampoco lo había leído en una taza vacía.

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13 de noviembre de 2006
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LA E-POLÍTICA

La política cada vez interesa a menos gentes y sin importar que el sistema sea democrático o no puesto que la constatación es la insufrible irrelevancia del ciudadano. Un voto cada cuatro años es demasiado poco para inducir a la participación. Y mucho menos para controlar directamente al poder. Es decir, para llamar democrático al sistema. Existen, sin embargo, opciones y medios a mano para corregir esta decepcionante realidad.

En 35 de los 50 estados norteamericanos se puede enviar el voto por correo incluso semanas antes de una consulta electoral como la del día 7 de noviembre. Lo otros 15 estados anuncian que probablemente también admitirán muy pronto esta posibilidad.

Todo norteamericano podrá votar por correo y, en consecuencia, podría hacerse tanto a distancia como en una fecha que no coincidiera con la fiesta marcada. Pronto el voto por correo electrónico se hará extensivo, tan completo y disponible como fácil de ejercer. Consecuente, además, con el nuevo quehacer diario de los usuarios ante la pantalla. Pero siendo así ¿por qué no hacerlo? ¿por qué esperar todo un cuatrienio para votar senadores, diputados, congresistas, leyes sobre el aborto, la eutanasia, la marihuana, el matrimonio homosexual, guarderías, transvases, drogas, ocupación de parques y jardines?

La democracia tiende de representativa a interactiva de acuerdo con la evolución tecnológica y en cuyo oscilante devenir hemos conocido los cambios de vida, de pensamiento, de organización social y de saber común. Ahora vemos que la manifiesta incompetencia de un líder no tiene por qué aguantarse más allá de un tiempo prudencial y cuatro años son como una eternidad. Cuatro años no los aguanta ni un móvil de tercera generación, menos aún un cretino inmovilista. ¿Por qué esperar entonces a consumar ese periodo antes que votar su destitución? De otra parte, ¿por qué esperar aprobar una ley que puede salvar vidas sea a través de las células madre u otra debatible cuestión hasta que llegue el día fijado en un calendario político? ¿Por qué dejarlo además en manos del partido gobernante o de un presidente necio que a la vez puede hallarse en manos ajenas y no se sabe bien en beneficio de qué? Si esas manos son manos ocultas sería más que motivo suficiente para impedirles su continuidad. Si esas manos son precisamente las que se inspiran en el electoralismo, los lectores deben hablar sin intermediación. ¿Por qué no permitirles votar mediante Internet y en cada momento? ¿No aumentaría el interés ciudadano por esta clase de política participativa?

El net-art, el e-bussines, los sites románticos en la red van transformando velozmente la cultura de los sentimientos y los sentimientos de la cultura. ¿Cómo no requerir la urgente transformación de la política y su función democrática? ¿Cómo no impacientarse ante las lurdas, corrompidas e interminables legislaturas de un partido? ¿Cómo no denunciar la represión que la política hace del ciudadano impidiendo las posibilidades electrónicas de su nueva y efectiva interacción?

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13 de noviembre de 2006
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Tony y su reina

La nueva película de Stephen Frears se llama La reina pero bien podría haberse llamado El primer ministro. Porque aunque Isabel II es la que más tiempo aparece en pantalla, su objetivo es precisamente tratar de que no pase nada y fingir que así es. En cambio, el que mueve realmente la acción, el motor de la historia, es nada más y nada menos que Tony Blair.

Ya sabemos cómo es Tony, o al menos como era antes de la guerra de Irak: sonriente como un gato de Cheshire, carismático, informal, el buen chico rico que quiere que lo llames así, simplemente Tony. Estoy dispuesto a creer que el Blair de la vida real se parece a su retrato fílmico en esos aspectos. Pero no en todos los demás.

Para empezar, me cuesta creer que Blair llega a su primera cita con la reina y sus primeras palabras antes de entrar son “estoy nervioso” ¿Nervioso? ¿Tony “vamos-a construir-la-tercera-vía-y-dar-un-ejemplo-al-mundo” Blair? ¿Tony “créanme-hay-armas-de-destrucción-masiva” Blair? ¿Tony “Gordon-Brown-siempre-ha-sido-como-un-hermano-para-mí” Blair? ¡Por Dios, ese hombre es capaz de mirar a la cámara, jurar que la luna está llena de terroristas y promulgar un impuesto para invadirla, todo con una sonrisa! ¿Y Frears trata de convencernos de que se puso nervioso por ir a ver a la viejita?

Pero concedamos que ese Tony bisoño y juvenil aún estaba impactado por la Reina de Inglaterra. Digamos que es verosímil. Lo que resulta más difícil de tragar es este Tony que mira la tele con la familia y cena con los chicos, revolviéndoles el cabello y quejándose de que se ha quemado el pescado. Este amo de casa que friega los platos y hace huevos fritos. Este primer ministro que tiene en casa una guitarra eléctrica y peluchitos de dragón. Este chico bonachón al que sólo le falta llevar a los niños al colegio en bicicleta. Tras verlo, uno piensa que lo de ser primer ministro inglés te agobia menos que un medio tiempo como cajero del supermercado.

Y en realidad, así debe ser. Porque cada vez que aparece en la oficina, el Blair de esta película está viendo la tele. O preparando un discurso para la tele. O hablando sobre cosas que se han dicho en la tele. Y cada vez que aparece en su casa, está pensando en la corbata que debe usar o ajustándose los gemelos. El gobierno según Frears no es muy distinto que animar un programa de concurso, aunque supongo que esa es la parte más realista de la película.

Por eso mismo, y porque el Blair real y el de ficción conocen al dedillo lo irreal que es la realidad, lo más inverosímil de este Tony es que, mientras sus asesores se felicitan por el crecimiento de su popularidad, él está tratando de salvar a la reina. Si al menos fuese un verdadero manipulador, tendría sentido. Pero Tony está realmente embobado con su soberana. Hace todo lo posible por mejorar su mala imagen, y cuando le preguntan por qué, responde con aplomo: “no me gusta cómo la están tratando”.

La verdad, la reina se merece que la sacudan. Es indiferente al dolor de todo un país y frívola en el manejo del Estado. Les impide a sus nietos ir a buscar el cadáver de su propia madre y les oculta información sobre su muerte, que no es poca cosa. Cuando los chicos deberían estar de duelo, los manda de caza. Pero si no creemos que esta mujer es una miserable sin sentimientos, se debe por un lado a la portentosa actuación de Helen Mirren, y por otro, a que Tony Blair se despacha ante sus asesores con un discurso sobre lo difícil que es la situación de la reina y lo digna y grande que ha sido ella durante 50 años desempeñando su compleja misión (que consiste la mitad del tiempo en tomar el té). Nadie entiende por qué él la quiere tanto, pero nosotros sí: es que además de guapo, simpático, listo y confiable, Tony es bueno, generoso, comprensivo, y echa de menos una imagen materna.

Supongo que la película hace un fiel retrato no de Tony Blair, sino de la imagen que él tiene de sí mismo. En todo caso, la reina lo cala mejor que su propia esposa. Y uno de los mejores momentos de la película ocurre cerca del final, cuando ya medio mundo la odia a ella y lo ama a él, y ella le dice:

-Algún día, a usted le ocurrirá lo mismo.

Sabias palabras, mi reina.

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13 de noviembre de 2006
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UN CABALLERO INFRACTOR

Dice José Manuel Caballero Bonald en un poema de su último y tan vigoroso libro de poemas, Manual de infractores, que, con el tiempo, de todo lo que amó solo van quedando “rastros, marañas, conjeturas, pistas dudosas, vagas informaciones”… y entre los ejemplos quedan los prolijos fantasmas de “un memorable lupanar de Cádiz, una mañana sin errores ante la tumba de Ibn’Arabi en un suburbio de Damasco, el cuerpo de Manuela tendido entre los juncos de Doñana, aquel café de Bogotá” y unas cuantas cosas más. “Unas cuantas cosas así de simples y soberbias”.

En unos días jerezanos de noviembre hemos tenido la fortuna de acompañar al poeta, narrador, memorialista y al que mejor entre los escritores españoles nos supo acercar al vino y al flamenco. Esas compañías de la mala vida que tanto y tan bien conoció y frecuentó Caballero Bonald, esas incorrectas maneras, esas indisimuladas pasiones que poco adecuadas parecieron a los académicos de la lengua. No permitieron que entre ellos se sentara un confeso prostibulario como Caballero Bonald. No, no creo que fueran esas las razones. Al menos no las principales. La Academia de la Lengua, otra cosa no, pero de prostíbulos, lupanares, izas y rabizas sí tenía grandes expertos. A la cabeza durante muchos años estuvo el bueno de Dámaso Alonso, poeta puro y felizmente impuro ciudadano. Buen aficionado a discretos prostíbulos y alcoholes fuertes. Ninguna de esas aficiones le fueron ajenas al Nobel y académico Cela. Pasiones burdelescas de las que no se libraban ni los poetas más cercanos al régimen de Franco y Fraga Iribarne. Es memorable el recuerdo de un día de burdeles, de lupanares gaditanos, más exactamente jerezanos, que recuerda Caballero en su primer libro de memorias, Tiempo de guerras perdidas. La juerga de alcoholes y lupanares que vivió un joven Caballero Bonald, tuvo dos nombres de mucha seriedad en la intelectualidad del franquismo, Leopoldo Panero y Luis Rosales. En los líos de las tabernas y las casas de lenocinio perdieron al poeta Panero. No recordaban en qué garito, en qué antro del largo día con su noche pasaron nuestros poetas, que esperaban el barco para Cuba. Encontraron al poeta de Astorga en uno de aquellos afamados lupanares y con ningún deseo de abandonar el lugar donde tantas atenciones había recibido. Eran otros tiempos, otros modos, otros fantasmas que  siguen acompañando la excelente memoria de este escritor que, con su lúcida costumbre de vivir, acaba de cumplir ochenta años sin el menor deseo de dejar ciertas y queridas insumisiones. Se han dicho muchas cosas en estos días de congreso en torno a Caballero Bonald. Se ha publicado una excelente edición de sus prosas dispersas, que al fin están unidas en tres hermosos tomos al cuidado de Jesús Fernández Palacios.

Y los que pretendan acercarse a la vida del escritor, los que quieran recorrer su iconografía, acercarse a su correspondencia o volver a los sórdidos recuerdos de un ministro franquista llamado Fraga Iribarne -una carta al poeta cargada de amenazas y mentiras que no tiene desperdicio- o cotillear entre las fotos de los tiempos en que los poetas de su generación no por nada fueron llamados la “generación del alcohol”, los que quieran recorrer esa historia civil, de lo vivo a lo contado, de Caballero Bonald, que consiga el excelente catálogo que ha coordinado otro poeta gaditano, otro narrador del sur, el más elegante de los herederos intelectuales de Caballero Bonald, Felipe Benítez Reyes. Una suerte poder acercarnos a cosas así de simples y soberbias.

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13 de noviembre de 2006
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De qué está hecha la felicidad

Hoy soy feliz. Me lo sugieren los músculos risorios, que en su cansancio revelan que sonrío aun cuando no hay nadie a mi alrededor. (Eso de sonreír cuando nadie nos ve es un gran signo.) Escribo esto el domingo por la tarde, es un día magnífico, he leído infinidad de diarios tumbado al sol. (Este es otro signo auspicioso: el de leer los diarios y no ser víctima de la desesperanza.) Imagino que mi alegría es consecuencia de infinidad de hechos que quizás parezcan inconexos. La derrota de Bush en las elecciones, por ejemplo. En la edición argentina de la Rolling Stone había una entrevista a Kurt Vonnegut, el viejo recordaba que en los ’60 Abbie Hoffman anunció que la nueva forma de drogarse era metiéndose cáscaras de bananas por el recto; Vonnegut todavía disfruta al imaginar que los agentes del FBI se encajaron docenas de bananas en el culo para ver si Hoffman decía la verdad, el viejo se ríe y yo también. Leo el dominical de El País y allí Cynthia Lennon le cuenta a Diego Manrique que el cantante Donovan había oído lo mismo sobre ese presunto poder de las bananas, un factoide que le habría inspirado la canción Mellow Yellow. En mi cabeza Vonnegut, Cynthia y Donovan conversan, mientras yo paso páginas y sorbo café e imagino a Karl Rove quejándose de que las que le tocaron a él estaban demasiado verdes.

En el dominical de El País también publicaron una foto en la que se ve a cuatro narvales, yo adoro a los narvales, son criaturas fantásticas, tienen cuerpo de cetáceo y el cuerno de un unicornio. Hace poco escribí un cuento en el que un narval tiene papel protagónico, cuando se lo paso a la gente lo primero que me preguntan es si los narvales existen. Por supuesto, digo yo. Existen sin dejar por ello de ser fantásticos. Eso también me pone feliz.

Supongo que hay razones más pedestres para mi presente felicidad. La salida de una novela mía aquí en la Argentina, parece que a la gente le gusta, así como parece que mi novela infantil gusta en España (Serpiente Mía, Giulius: gracias again), en el suplemento Radar de Página 12 el escritor Antonio Dal Masetto dice que uno escribe para llegar a otros, lo cual me recuerda que el sábado Ezequiel Martínez dijo en la revista Ñ que según Gabriel García Márquez, uno escribe para que lo quieran más. Estoy de acuerdo con ambos, en mi balcón Dal Masetto, García Márquez y Ezequiel conversan mientras el café se me enfría e imagino a la Serpiente y a Giulius aun cuando no conozco sus caras: si la tecnología sirve para algo, algún día nos permitirá ver los rostros de aquellos que nos leen, uno escribe además porque no quiere estar solo, si quisiese estar solo ¿para qué se tomaría el trabajo de inventar a tanta gente?

Por supuesto que existen razones más profundas para mi bienestar, mi hija Agustina parece haber salido indemne de su encontronazo con dos ladrones, otro de mis seres queridos está mejor del mal que lo aqueja (que es de cuerpo y es de alma), lo increíble es que uno dependa de tantas cuestiones externas, e incluso banales, para permitirse experimentar la felicidad, necesito la victoria demócrata en USA y las saludables iniciativas de Kirchner después de la derrota en el plebiscito misionero (hablo de la limitación en la cantidad de miembros de la Corte Suprema y de la campaña en contra de las reelecciones ilimitadas), necesito de Vonnegut y de Cynthia Lennon (me recordó que Julian Lennon tiene mi misma edad, es lindo sentir que uno podría ser hijo de John, que de alguna manera lo es y que tiene millones de hermanos), necesito de García Márquez y de Dal Masetto, que me recuerda que huyó de Italia a los doce años con media docena de libros de Salgari por todo equipaje: ¿quién necesita más? Todas estas cosas y toda esta gente se confabulan sin saberlo para que yo levante el velo de mi melancolía y pueda ver lo que existe detrás, lo que estaba a diario aunque yo no lo viese, o mejor dicho no lo valorase: la salud de los míos, la posibilidad de vivir haciendo lo que quiero, el amor y el afecto de los que me rodean, los signos de esperanza que produce el mundo aun en medio de tanta necedad, de tanta destrucción. Ojalá no fuese tan superficial como soy, ojalá el árbol de tantas minucias no ocultase el bosque de mi felicidad profunda, ojalá me permitiese disfrutar más. Ojalá no fuésemos tan frágiles en la felicidad como tenaces somos en la miseria.

Perdón a todos por este disparate, y perdón especial a Holger Valqui, que se enoja cuando me pongo demasiado personal. Pero se me ocurrió que si uno ejerce su derecho a exponer en público sus preocupaciones, debería también cumplir con su obligación de compartir sus alegrías.

Sepan disculpar.

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13 de noviembre de 2006
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Disparen sobre el escenarista

Hay que estar en Babia para creer que las artes pueden escapar a la política: nada hay fuera de la política. La vida contemporánea es toda ella un acto político, no porque así lo deseemos los ciudadanos sino porque la política es el mayor espectáculo contemporáneo y vivimos inmersos en ese espectáculo lo queramos o no. Nosotros somos las comparsas y el público. Todo al mismo tiempo. Y encima, pagamos el espectáculo.

Los actores del espectáculo, las figuras, las estrellas, actúan gratis y por lo tanto ocupan una franja horaria enorme. El día en que los diputados, ministros y presidentes cobren por salir en TV o por hacer declaraciones, verán ustedes cómo se termina esta asfixia. Volveremos a vivir pendientes del declinar de las estaciones, del fútbol y la Fórmula 1, de las divas y divos, de lecturas y vinos nuevos, paisajes y paseos, cavilaciones y desconsuelos, pero dejaremos de tener todos los días a sus señorías en la sopa, en la ducha, en la cama y en los sueños parloteando como curillas.

Mientras tanto, la música es otra víctima de la política, como todo lo demás. La cada vez mayor importancia que dan los administradores (nombrados por los políticos) a los escenaristas ha conducido a que las óperas se conviertan en festivales paleovanguardistas muy apreciados por los poderes mediáticos. Sólo así se explica que la directora de la Ópera de Berlín recibiera la bronca que recibió por negarse a estrenar el Idomeneo de Mozart después de recibir amenazas de grupos fascistas islámicos. A nadie se le ocurrió que quizás la culpa era más bien del escenarista, cuya caprichosa decapitación de Jesús, Poseidón, Buda y Mahoma (¡en una ópera del siglo XVIII, qué trivialidad, señor mío!) fue lo que desencadenó las amenazas.

Yo no sabía, y es lo que me hace regresar a este asunto, que el ministerio del interior alemán y la policía de Berlín se habían negado a garantizar la seguridad del público. Me entero gracias a un inteligente artículo de Natalie Krafft, directora de Le Monde de la Musique, quien se pregunta: ¿Qué tenía que haber hecho Kirsten Harms? ¿Estrenar de todos modos, a pesar de las advertencias de la policía, es decir, cargar ella con toda la responsabilidad si se producía un atentado? ¿La directora de un teatro de ópera puede decidir algo semejante?

El arco de descarga es un artilugio eterno: en cuanto aparece un problema todos señalan al que viene detrás, del coronel al recluta. La novedad es que ahora los intocables son los escenaristas, los cuales de reclutas han pasado a coroneles. En el caso del Idomeneo alemán todos han señalado a la directora del teatro como culpable de la suspensión, absolutamente nadie al escenarista. Podría haber echado una mano, ¿verdad?, pero la así llamada libertad creadora le impedía cambiar las cabezas divinas por sombreros, animales totémicos, acciones de Endesa, o cabezas de sátrapa muerto. Total, se trataba de representar el monoteísmo, o algo por el estilo.

La imaginación, la fantasía del escenarista son necesarias, convenientes y a veces indispensables para dar visibilidad a una partitura. Harry Kupfer construyó la imposible espacialidad de Die Soldaten, de Zimmermann, de manera que esa unidad visual diera coherencia a una música desintegrada. La partitura no perdió ni un gramo de vitriolo, pero Kupfer logró que además se viera sin que se te quemaran los ojos.

Algo similar a ese desvío de la responsabilidad se está produciendo también en los colegios e institutos, en donde son los profesores los que deben garantizar el orden público mientras les pegan los alumnos, los padres de los alumnos, la policía, los jueces y un esquimal que pasaba por allí y se puso en la cola. Los pobres maestros han pasado de coroneles a reclutas.

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13 de noviembre de 2006
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El fantasma de los bárbaros

El fantasma de los bárbaros

He pasado mis primeras elecciones en Cataluña, y desde el punto de vista de un inmigrante, ha sido una experiencia de lo más curiosa. El candidato de CiU Artur Mas nos ofreció un carné de la seguridad social por puntos según nuestro grado de “catalanidad”. Yo ya chapurreo algunas frasecillas de catalán (como pastenagues sisplau y ¿com es diu? poco más) de modo que en un gobierno de Mas me atenderían un resfriado o un dolor de cabeza, pero para curarme una hepatitis necesitaría el nivel avanzado. Me pregunto qué haría alguien como el nuevo president Montilla, que tampoco es que vaya a triunfar en la Academia de la Lengua Catalana. Quizá su nivel dé para ser presidente de la Generalitat, pero como se rompa una pierna, se tendrá que buscar un traumatólogo en Murcia.

La verdad, no me sorprendió esta propuesta viniendo de CiU, algunos de cuyos miembros más conspicuos ya habían instado a los catalanes a tener más hijos, no fuese a ser que acabemos con la catalanidad a punta de reproducirnos. En el fondo, la actitud no es muy distinta que la del PP, cuyo portavoz Ángel Acebes criticó hace unos meses que hubiesen soltado por las calles de Cataluña a un contingente de africanos sin hacerles exámenes médicos. Supongo que temía que fuesen a morder a alguien. 

Lo que me sorprendió más fue escuchar comentarios -más educados pero orientados en el mismo sentido- provenientes de la izquierda, que siempre había hecho bandera de lo contrario. Tanto socialistas como líderes de Esquerra Republicana expresaron durante la campaña que Cataluña no podía estar atendiendo a todos los inmigrantes descontroladamente. Como si esos inmigrantes no estuviesen pagando por la Seguridad Social, como si fuese un favor o una caridad. Y como si, además, fuese descontrolada. Me gustaría que alguno de los políticos europeos tuviese que pasar por la cantidad de trámites, colas y demoras que supone para un inmigrante reclamar derechos esenciales, para que luego vaya por la vida diciendo “qué horror, qué descontrol”. 

Anthony Giddens decía en una entrevista reciente que los europeos perciben que su principal problema es la inmigración, que asocian a la delincuencia y ahora al terrorismo. Ante esa percepción, la derecha propone cerrar las fronteras, aumentar la cantidad de policías en las calles y reducir los beneficios laborales de los extranjeros. La izquierda, por su parte, no propone nada. Y pierde votos. En realidad, no existe una disyuntiva ideológica: la cuestión es que nadie va a ganar unas elecciones si no tiene una propuesta para contener a los bárbaros.

Por eso, nadie discute tampoco si hay un verdadero problema con esos bárbaros. Paradójicamente, la extrema derecha europea ha crecido precisamente en las provincias con menos población inmigrante, como el Este alemán o el ámbito rural francés. España no es la excepción. Hace un año comenté en este blog una encuesta, según la cual, los españoles opinan que los inmigrantes son demasiados porque creen que alcanzan el 20% de la población, pero el porcentaje real de inmigrantes no llega ni a la mitad de esa cifra. Los ciudadanos europeos tienen miedo y esperan que sus políticos respondan a ese miedo. El propio PSOE, tras la crisis de las pateras del último verano, endureció su discurso para no perder puntos ante la opinión pública.

El peligro de esto es que las políticas se decidan basadas en esos miedos y no en los hechos. La mano de obra inmigrante ha empujado a pulso el crecimiento económico español, y se ocupa de sectores como la atención a los ancianos y la agricultura, que quedarían descubiertos sin ella. No se trata de abrir las fronteras indiscriminadamente, pero sí de que los ciudadanos sepan que votan contra sus propios intereses y, por cierto, crean una profecía autocumplida. Mayoritariamente, los inmigrantes no representan un problema social. El índice de delincuencia entre los inmigrantes con trabajo es incluso menor que el de los españoles con trabajo. Pero si se les estigmatiza, se les acosa y se les convierte en un ghetto, que no quepa duda de que ese fantasma se hará realidad.      

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10 de noviembre de 2006
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¿Quién es el personaje ficticio más influyente?

Ayer un artículo de Página 12 informaba sobre un libro recién editado en los Estados Unidos, llamado Los 101 personajes más influyentes que nunca existieron. Escrito por Dan Karlan, Allan Lazar y Jeremy Salter, difunde los resultados de una consulta masiva realizada entre ciudadanos comunes y líderes de opinión de ese país. Créase o no, para esta gente el personaje ficticio más influyente es el Marlboro Man, el clásico cowboy de las propagandas de cigarrillos, cuya presencia en el tope de la lista, según se justifica Lazar, se deba a que “encarna la fuerza más poderosa del poder publicitario en el planeta”. Santa Claus recién figura en el puesto cuarto, Frankenstein en el sexto, Mr. Hyde en el décimo, Mickey en el puesto dieciocho y Barbie en el cuarenta y tres. Al rey Arturo, un favorito personal, no le ha ido mal: ahí está, en un dignísimo tercer puesto. Y los personajes de Shakespeare tampoco se pueden quejar: Hamlet figura en quinto lugar y Romeo y Julieta en el noveno. (Si hubiese que juzgar por el estado del mundo, yo tendería a decir que el personaje shakespiriano más influyente es sin duda Macbeth.)

No me disgusta la especulación al respecto. Yo soy de los que creen que personajes ficticios pueden tener influencia real sobre nuestras vidas. En la Apología, Sócrates preguntaba a Meletus: “¿Alguna vez creyó el hombre en la caballería, pero no en los caballos? ¿O en el sonido de la flauta, pero no en la flauta?” Sócrates apuntaba allí a defender la existencia de los espíritus y de los semidioses, pero el argumento sirve igual: si la influencia de semejantes gentes es comprobable en nuestras vidas, ¿por qué no habremos de concederles a los personajes fantásticos al menos parte de los atributos que descargamos sin pensarlo sobre los seres reales?

Lo que me sorprende, en todo caso, es la ausencia de un nombre que debería estar al tope de la lista por inmensa mayoría. No pude consultar la totalidad de los 101 elegidos, por lo cual existe la posibilidad de que el personaje del que hablo esté en la lista en puestos inferiores; pero no lo creo, porque se trata de un personaje que, o bien figura primero, o seguramente no figura. Hablo de Dios, claro. Del protagonista de la Torá y del Antiguo Testamento, dos libros –o dos colecciones, habría que decir- que no han dejado de influir sobre Occidente desde hace milenios y que todavía inspira la mayor parte de las guerras que dividen en dos nuestro mundo. ¿O existe acaso prueba fehaciente de la existencia real de Dios? (¿O en todo caso, prueba más fehaciente que la que proporciona el personaje Sócrates como protagonista de la Apología?) En lo que depende de los hechos comprobables materialmente, Dios es tan ficticio como Mickey o como Mafalda.

También habría que incluir a Jesús en la lista, dado que no hay prueba científica de su realidad histórica más allá de las alusiones en algún libro producido durante el Imperio Romano; la diferencia entre el Jesús al que aluden esas líneas y el personaje difundido por los Evangelios es absoluta, nosotros creemos en el personaje, no en la persona. Además en la lista también figuran otros personajes de quienes se sospecha una existencia real histórica, deformada a posteriori por la leyenda: el mismísimo rey Arturo, por ejemplo, y el San Nicolás que derivó en Papá Noel.

Sospecho que la razón por la cual Dios no figura en el tope del ránking es obvia: al escamotear su nombre, los votantes están tratando de sugerir que para ellos Dios es real, verdadero. Deben creer que si lo nombran incurrirán en blasfemia, que equipararlo a una ficción equivaldría a negarlo. Lo cual los pinta, para mí, como gente de poca fe.

Poca fe en el poder de la imaginación, al menos.

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10 de noviembre de 2006
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BUENO Y/O MALO

Lectura de un viejo, muy viejo artículo en la revista argentina Ñ. Se publicó en agosto de 2004, pero podría ser de otra fecha y también de cualquier otra revista publicada en el mundo hispanohablante en los últimos cinco años, pues es el clásico artículo sobre el éxito de la novela La sombra del viento de Carlos Ruiz Zafón (que no tiene su sitio en Internet, según Google).

Traducción a 20 idiomas, presencia continua en la mesa central de las librerías desde Argentina hasta España; no se necesita dato o número para enterarse del éxito comercial del libro: es visible. Su autor cae bien a todos: cuando habla, se quita su abrigo de gloria de manera elegante para presentarse en la ropa del artesano que trabaja con palabras. A lo largo de su vida, lo hizo escribiendo publicidad y guiones de cine antes de dedicarse a la producción de novelas.

Ruiz Zafón tuvo gran protagonismo en la publicidad. Era de estos “creativos” que vuelven con estatuillas del festival de Cannes (el festival de publicidad, por supuesto; en Cannes existen festivales de todo: cine, serie de televisión, documentales, Internet, música…). Pero a Ruiz Zafón, la estatuilla de la publicidad no le hacía ninguna gracia. Tiene una frase terrible para describir a su actividad en el artículo de la Revista Ñ: “lo que hacía no era bueno, pero gustaba”.

La frase es terrible por su lucidez, y lo escribo con toda franqueza, aquella frase es la crítica perfecta a su novela La sombra del viento. La lucidez no es un auto-desprecio preventivo (tarde o temprano vendrá el golpe) o un suicidio de las ilusiones íntimas. Es la manera de enfrentarse a sí mismo. Somerset Maugham dijo una vez “sé cuál es el rango que me corresponde, soy el mejor escritor en la liga de segunda”. Era cierto, aunque no hubo escritor con tantos dotes técnicos como Maugham en sus cuentos. Pero le faltaba la chispa del compromiso con la condición humana, la dimensión humanista que autoriza jugar para la liga grande, es decir, con Conrad, Flaubert, Stendhal, Tolstoi, etc.

El caso Ruiz Zafón es bastante apasionante. No lo voy a negar, a pesar de sus defectos leí su novela de un tirón, enganchado al relato. Recuerdo muy bien mi irritación creciente frente a la repetición del proceso: el narrador busca una persona que sabe lo que ocurrió en el pasado, encuentra a la persona, la persona hace un relato (o muestra una carta, o introduce otro testigo, todo vale para dar un relato) y se entiende que habrá que buscar a otra persona. Es una novela que, más allá de su estética gótica, camina hacia atrás, de manera continua, como una mala película policiaca, sin llegar a construir dos niveles: la vida de hoy y la exploración del pasado, es decir, un edificio de dos pisos -que sería un mínimo para una obra de casi 500 páginas en la edición de tapa dura (editorial Planeta)-.

Tampoco ayuda la luminosa creación borgeana de un cementerio de libros al principio de la novela: el lector espera una obra tan grande como la historia de la literatura y al final se queda en un vaivén entre Barcelona y París. Sobre París, no voy a decir nada, me siento tan involucrado con el tema que sería injusto opinar. Pero creo que Ruiz Zafrón aprovecha a Barcelona; la pinta bien en varios momentos de su historia. Y, en el desenlace, encuentra en el barrio de San Gervasi una mezcla de malestar urbano, de burguesía agotada y de esperanza troncada que se parece a la atmósfera de Últimas tardes con Teresa de Juan Marsé. Al final, hay algo de literatura en la obra de un contador eficiente.

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10 de noviembre de 2006
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El Boomeran(g)
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