Marcelo Figueras
Ayer un artículo de Página 12 informaba sobre un libro recién editado en los Estados Unidos, llamado Los 101 personajes más influyentes que nunca existieron. Escrito por Dan Karlan, Allan Lazar y Jeremy Salter, difunde los resultados de una consulta masiva realizada entre ciudadanos comunes y líderes de opinión de ese país. Créase o no, para esta gente el personaje ficticio más influyente es el Marlboro Man, el clásico cowboy de las propagandas de cigarrillos, cuya presencia en el tope de la lista, según se justifica Lazar, se deba a que “encarna la fuerza más poderosa del poder publicitario en el planeta”. Santa Claus recién figura en el puesto cuarto, Frankenstein en el sexto, Mr. Hyde en el décimo, Mickey en el puesto dieciocho y Barbie en el cuarenta y tres. Al rey Arturo, un favorito personal, no le ha ido mal: ahí está, en un dignísimo tercer puesto. Y los personajes de Shakespeare tampoco se pueden quejar: Hamlet figura en quinto lugar y Romeo y Julieta en el noveno. (Si hubiese que juzgar por el estado del mundo, yo tendería a decir que el personaje shakespiriano más influyente es sin duda Macbeth.)
No me disgusta la especulación al respecto. Yo soy de los que creen que personajes ficticios pueden tener influencia real sobre nuestras vidas. En la Apología, Sócrates preguntaba a Meletus: “¿Alguna vez creyó el hombre en la caballería, pero no en los caballos? ¿O en el sonido de la flauta, pero no en la flauta?” Sócrates apuntaba allí a defender la existencia de los espíritus y de los semidioses, pero el argumento sirve igual: si la influencia de semejantes gentes es comprobable en nuestras vidas, ¿por qué no habremos de concederles a los personajes fantásticos al menos parte de los atributos que descargamos sin pensarlo sobre los seres reales?
Lo que me sorprende, en todo caso, es la ausencia de un nombre que debería estar al tope de la lista por inmensa mayoría. No pude consultar la totalidad de los 101 elegidos, por lo cual existe la posibilidad de que el personaje del que hablo esté en la lista en puestos inferiores; pero no lo creo, porque se trata de un personaje que, o bien figura primero, o seguramente no figura. Hablo de Dios, claro. Del protagonista de la Torá y del Antiguo Testamento, dos libros –o dos colecciones, habría que decir- que no han dejado de influir sobre Occidente desde hace milenios y que todavía inspira la mayor parte de las guerras que dividen en dos nuestro mundo. ¿O existe acaso prueba fehaciente de la existencia real de Dios? (¿O en todo caso, prueba más fehaciente que la que proporciona el personaje Sócrates como protagonista de la Apología?) En lo que depende de los hechos comprobables materialmente, Dios es tan ficticio como Mickey o como Mafalda.
También habría que incluir a Jesús en la lista, dado que no hay prueba científica de su realidad histórica más allá de las alusiones en algún libro producido durante el Imperio Romano; la diferencia entre el Jesús al que aluden esas líneas y el personaje difundido por los Evangelios es absoluta, nosotros creemos en el personaje, no en la persona. Además en la lista también figuran otros personajes de quienes se sospecha una existencia real histórica, deformada a posteriori por la leyenda: el mismísimo rey Arturo, por ejemplo, y el San Nicolás que derivó en Papá Noel.
Sospecho que la razón por la cual Dios no figura en el tope del ránking es obvia: al escamotear su nombre, los votantes están tratando de sugerir que para ellos Dios es real, verdadero. Deben creer que si lo nombran incurrirán en blasfemia, que equipararlo a una ficción equivaldría a negarlo. Lo cual los pinta, para mí, como gente de poca fe.
Poca fe en el poder de la imaginación, al menos.