Javier Rioyo
Dice José Manuel Caballero Bonald en un poema de su último y tan vigoroso libro de poemas, Manual de infractores, que, con el tiempo, de todo lo que amó solo van quedando “rastros, marañas, conjeturas, pistas dudosas, vagas informaciones”… y entre los ejemplos quedan los prolijos fantasmas de “un memorable lupanar de Cádiz, una mañana sin errores ante la tumba de Ibn’Arabi en un suburbio de Damasco, el cuerpo de Manuela tendido entre los juncos de Doñana, aquel café de Bogotá” y unas cuantas cosas más. “Unas cuantas cosas así de simples y soberbias”.
En unos días jerezanos de noviembre hemos tenido la fortuna de acompañar al poeta, narrador, memorialista y al que mejor entre los escritores españoles nos supo acercar al vino y al flamenco. Esas compañías de la mala vida que tanto y tan bien conoció y frecuentó Caballero Bonald, esas incorrectas maneras, esas indisimuladas pasiones que poco adecuadas parecieron a los académicos de la lengua. No permitieron que entre ellos se sentara un confeso prostibulario como Caballero Bonald. No, no creo que fueran esas las razones. Al menos no las principales. La Academia de la Lengua, otra cosa no, pero de prostíbulos, lupanares, izas y rabizas sí tenía grandes expertos. A la cabeza durante muchos años estuvo el bueno de Dámaso Alonso, poeta puro y felizmente impuro ciudadano. Buen aficionado a discretos prostíbulos y alcoholes fuertes. Ninguna de esas aficiones le fueron ajenas al Nobel y académico Cela. Pasiones burdelescas de las que no se libraban ni los poetas más cercanos al régimen de Franco y Fraga Iribarne. Es memorable el recuerdo de un día de burdeles, de lupanares gaditanos, más exactamente jerezanos, que recuerda Caballero en su primer libro de memorias, Tiempo de guerras perdidas. La juerga de alcoholes y lupanares que vivió un joven Caballero Bonald, tuvo dos nombres de mucha seriedad en la intelectualidad del franquismo, Leopoldo Panero y Luis Rosales. En los líos de las tabernas y las casas de lenocinio perdieron al poeta Panero. No recordaban en qué garito, en qué antro del largo día con su noche pasaron nuestros poetas, que esperaban el barco para Cuba. Encontraron al poeta de Astorga en uno de aquellos afamados lupanares y con ningún deseo de abandonar el lugar donde tantas atenciones había recibido. Eran otros tiempos, otros modos, otros fantasmas que siguen acompañando la excelente memoria de este escritor que, con su lúcida costumbre de vivir, acaba de cumplir ochenta años sin el menor deseo de dejar ciertas y queridas insumisiones. Se han dicho muchas cosas en estos días de congreso en torno a Caballero Bonald. Se ha publicado una excelente edición de sus prosas dispersas, que al fin están unidas en tres hermosos tomos al cuidado de Jesús Fernández Palacios.
Y los que pretendan acercarse a la vida del escritor, los que quieran recorrer su iconografía, acercarse a su correspondencia o volver a los sórdidos recuerdos de un ministro franquista llamado Fraga Iribarne -una carta al poeta cargada de amenazas y mentiras que no tiene desperdicio- o cotillear entre las fotos de los tiempos en que los poetas de su generación no por nada fueron llamados la “generación del alcohol”, los que quieran recorrer esa historia civil, de lo vivo a lo contado, de Caballero Bonald, que consiga el excelente catálogo que ha coordinado otro poeta gaditano, otro narrador del sur, el más elegante de los herederos intelectuales de Caballero Bonald, Felipe Benítez Reyes. Una suerte poder acercarnos a cosas así de simples y soberbias.