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El llamado de la selva

Pocos días atrás recuperé un trozo de mi historia. Yo sé que los viajes en el tiempo son infrecuentes, y que en la ausencia de máquinas como la de H. G. Wells no hay más trampolín hacia el ayer que la fugaz sensación de un perfume amado o la sonoridad de una canción, pero esta vez lo conseguí gracias a un libro. El diario Clarín está editando compilaciones de clásicos de la historieta, y esta semana fue el turno de Tarzán.

Las historietas de Tarzán figuraron siempre entre mis favoritas. Yo había leído la totalidad de los libros originales de Edgar Rice Burroughs, que todavía conservo, y también veía cuanta película de Tarzán se pasaba por TV (en aquel momento eran muchas, se los puedo jurar), aun cuando ninguno de los Tarzanes cinematográficos me convencía del todo. Siempre detesté a Johnny Weismuller, por ejemplo. En las películas más viejas resulta apenas tolerable, pero en la mayor parte parece una señora gorda a la que un soutien no le vendría nada mal. Y esas selvas de cartón piedra y helechos de plástico nunca me parecieron más frondosas, ni más peligrosas, que el jardín de la casa de mi abuela.

Habiendo digerido ya el Tarzán literario, sólo contaba con las historietas para mantener encendida la flama. Sé que en algún momento leí las viejas planchas dibujadas por Harold Foster, que después dibujó y escribió otra de mis sagas favoritas, la del Príncipe Valiente. Pero mis favoritos eran Burne Hogarth, Russ Manning y Joe Kubert.

Hogarth era un dibujante genial, que cuando se apartó de la tira creó un personaje argentino de breve vida, llamado Drago, que a mí me llenaba de ilusiones: era una mezcla improbable de magnate de las Pampas, atuendo gauchesco incluido, con algo de James Bond. Manning fue el encargado de recrear en paneles la mayor parte de las novelas originales, incluidas aquellas en las que Tarzán encontraba reinos perdidos –y hasta dinosaurios- en el corazón del África. Y Kubert recreó la historia desde los comienzos dándole un feeling más contemporáneo: vibrante, salvaje, cinematográfico.

Tuve todas esas historietas, y a todas conservé con fervor de coleccionista. Hasta que en un momento mi padre sufrió un ataque de limpieza y las tiró todas a la basura sin consultarme. Llevo décadas reprochándoselo; imagino que muchos tendrán cosas más serias que reclamar a sus propios padres, pero yo, que perdí entonces pilas y más pilas de Batman, Superman, Tarzán, D’Artagnan, El Tony, Fantasía, Nippur de Lagash, Tit-Bits y Dennis Martin, conservo vivo ese dolor como si me hubiesen arrancado ambos brazos. Cada vez que logro comprar por segunda vez alguna de esas historias perdidas –hace poco lo hice con Terry y los piratas, como ya les conté-, siento que emparcho agujeros de mi alma.

El librito de Clarín me permitió recuperar parte de esos tesoros. Durante mi lectura rememoré historias que ya había leído una y mil veces sin cansarme, y volví a ser capaz de expresarme en ese idioma presuntamente animal en que Tarzán habla cuando se mueve en la selva, lleno de palabras como tarmangani y expresiones de batalla como kreegah y bundolo. (Admito que en algún lugar me dio un poco de vergüenza, pero en el fondo estaba encantado.) Y muy lejos de hacerme cargo de las acusaciones de imperialismo blanco o falta de realismo, volví a identificarme como millones de chicos lo hicieron en su momento con esta criatura de la que todos se burlaban, en la tribu de grandes monos, por fea, por débil y por inadecuada. En su perpetua inadecuación, en su sensación de no pertenecer del todo ni a un mundo ni a otro, Tarzán es el eterno adolescente. Y como tal me sentí otra vez, una tardecita de Buenos Aires con temperaturas dignas de una selva.

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13 de diciembre de 2006
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ELEGÍA ESPAÑOLA

Los fantasmas de nuestros muertos… ¡qué pesados ahora! Sí, algunos no quieren oír hablar de los muertos, de aquellos muertos, de aquella guerra. Es curioso. Les molestan los muertos, les pesan. No quieren ni verlos. Ni oír sus silencios. Hay que volver a enterrar a los muertos.

Yo entiendo muy bien que haya quienes no quieran desenterrarlos. Quienes por diversas razones quieren que aquellos muertos permanezcan en esos campos, en aquellos pozos y cunetas, tapias traseras de cementerio o veredas de algún río. Lo entiendo, incluso lo comparto. Entiendo a la familia Lorca cuando quiere dejar la memoria de Federico allí donde está, en algún lugar del barranco de Víznar y en compañía de otros tan decentes y tan inocentes como el poeta.

Entiendo al centenario Francisco Ayala, tan lúcido así que pasen cien años. Él también tiene sus muertos en algún barranco, en algún lugar cercano al impresionante Monasterio de las Huelgas. Allí los sublevados franquistas, al tomar la ciudad y sus edificios históricos, quisieron “limpiar” de peligrosos rojos, demócratas, liberales, masones la ciudad levítica y tradicional. El padre de Francisco Ayala, hombre conservador, apolítico y católico, hombre prudente y dialogante, había encontrado, por recomendación de su joven hijo -el profesor, escritor y abogado de las Cortes republicanas, Francisco Ayala- un tranquilizador trabajo en unos momentos críticos por sus años y por sus necesidades de padre de familia numerosa. Don Francisco era viudo reciente y mantenía algunos hijos a su cargo. Se defendía entonces con su trabajo de administrador del histórico monasterio, uno de aquellos lugares del patrimonio real que habían pasado a pertenecer a la República. Y precisamente por ese cargo fue asesinado una noche de hace setenta años. Enterrado en una fosa común. Un poco después también fusilaron a uno de sus hijos, que se había pasado al ejército republicano. Ayala, el mayor de los hijos de don Francisco, se tuvo que hacer cargo de la familia. No quiso que la tragedia impidiera una cierta normalidad en sus vidas, aunque fuera lejos, aunque fuera en el exilio. Nunca quiso mirar atrás. No olvidó. Pero no quiso, no quiere hablar de aquello. Ni hablar de entierros, de recuerdos, mausoleos, arcos,  laureles, lápidas, himnos, homenajes o panteones. No, Ayala ha vivido mirando hacia adelante. No quiere participar en la memoria ni mucho menos en el olvido. Es otra de las dignas opciones en estos momentos en los que a tantas cosas de nuestro pasado -del más trágico de los pasados de nuestros antecesores- nos enfrentamos.

Ahora recuerdo uno de sus textos más emocionados y emocionantes, él que tanto controla sus emociones, escrito al poco tiempo del final de la guerra europea. El texto que ahora selecciono pertenece a su narración “Diálogo de los muertos”, esa elegía española que pertenece a su libro Los usurpadores.

“No había nada por ninguna parte. Nada, sino silencio; un silencio húmedo que rezumaba, calaba hasta lo más hondo; un silencio que era la ausencia y el vacío de la atronadora refriega, ya pasada. No había nada, nada sobre la tierra… Bajo ella, muertos infinitos yacían en confusión, ahora casi tierra ya también ellos, y todavía lastimada humanidad, sin embargo; muertos preñados con el plomo de su muerte; muertos retorcidos en el horror de su martirio; muertos consumidos en la perfección absoluta de su hambre; muertos. Sepultados de cualquier modo, entre las raíces de  los vegetales, entregados a esas garras ávidas, insaciables, vivificadas por la lluvia que había escurrido tan largamente por entre piedras y huesos”.

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13 de diciembre de 2006
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ORGÍA SIN FECHA

Un significativo indicio de la transformación de la Navidad es el registro de infidelidades conyugales en estas fechas.

De la familia como figura incombustible al lado del fuego del hogar a la foguera de los adulterios jóvenes.

La razón básica es que las fiestas tienden a parecerse entre sí en cuanto fiestas sin más atributos. La celebración ha pasado al sistema de la vacación y no de la devoción y, secularizado todo, la consecuencia es su mayor o menor funcionalidad en cuanto vehículo de placer.

Las noches viejas fueron siempre especialmente propicias para la orgía. Pero, ahora, cualquier noche es buena antes que Buena.

Frente a las fiestas de guardar las fiestas de gastar. A no dejar pasar.

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12 de diciembre de 2006
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La consagración de la impunidad

Yo no le deseo la muerte a nadie, porque la muerte nunca es retribución: nos llega a todos, no es justa ni injusta, simplemente es. Por eso no me alegra ninguna, ni siquiera la de aquella gente que hizo mucho daño en vida, porque la muerte tampoco es solución; si aquel que muere fue dañino cuando estaba entre nosotros, seguirá siéndolo una vez enterrado. Aquellos que en la hora final soslayan los defectos del muerto y escriben panegíricos que recuerdan tan sólo virtudes olvidan esa verdad elemental, somos en la muerte como fuimos en la vida, aquel que derramó amor a su paso seguirá derramándolo, aquel que sembró terror y discordia seguirá inspirándolo aunque sus restos se descompongan bajo tierra.

No me alegró la muerte de Pinochet, no encuentro nada que celebrar. Estuve en Chile la semana pasada presentando La batalla del calentamiento, y conocí gente maravillosa y cálida y entrañable, pero en medio de la alegría que me inspiró la experiencia descubrí que existía una calle central que se llama 11 de Septiembre. Me produjo un escalofrío: ¿cómo era posible que subsistiese una calle que celebra una fecha fatídica, un día que significa ruptura del orden institucional, secuestros y asesinatos a mansalva y negación de los principios más elementales del derecho? La sensación que me invadió entonces se completa ahora, lo que pensé al viajar por esa calle y lo que siento al enterarme de la muerte de Pinochet es lo mismo, la noción de una oportunidad perdida. Pinochet cometió la misma clase de crímenes que llenan las cárceles de presos comunes: homicidios, defraudaciones y estafas, solo que elevadas a la enésima potencia porque el ejercicio fraudulento de los poderes del Estado es el peor de los agravantes en una República democrática. Pero no murió en la enfermería de la cárcel, después de haber sido juzgado y condenado en abundancia de pruebas, murió como un hombre libre –y para más incordio, como un hombre rico y aún poderoso, a poco de difundido el dato de las toneladas de oro que atesoraría en un banco de Miami.

Para Pinochet esta muerte fue una fuga, un acto de escapismo a lo Houdini: quisieron cargarlo de cadenas y no lo lograron, el viejo consiguió zafar de las ataduras y presentarse en el proscenio para los aplausos, justo antes de que cayese el telón. Se salió con la suya y la República perdió, porque desperdició la oportunidad de hacer justicia en vida, que es la única justicia posible, o por lo menos la única que nos consta de manera efectiva. Aunque más no fuese en beneficio de las futuras generaciones, lo mejor habría sido que el autor de tantas desgracias hubiese sido enjuiciado, sentenciado y purgado condena, por pequeña que hubiese sido y por ende desproporcionada ante tanta desgracia, ante tanto dolor aún abierto, pendiente de cicatrización. Nuestros hijos necesitan entender que viven en un sistema en el cual todo acto genera consecuencias, y todo acto malo amerita castigo. Por el momento les estamos educando en la certeza de que en nuestros países el que hace el mal triunfa y se nos ríe en la cara. Tal como murió, Pinochet nunca será otra cosa que un símbolo de impunidad: fue el que la hizo y que no la pagó, lo cual genera una estela que en algún momento, más temprano que tarde, producirá imitadores.

Que no le tributen honores de Estado no alcanza en este contexto, así como están las cosas no pasa de gesto despechado, un desaire que no disimula lo que no se hizo, lo que faltó. (El viejo tenía 91 años. ¿Qué mierda esperaban, que siguiese viviendo in aeternum hasta que se dignasen completar todo el papelerío legal?) Sólo espero que este regusto amargo que deja la noticia, este sabor a incompleto, a medio hacer, a inconcluso, sirva como recordatorio a nuestras propias autoridades: Videla y Massera tampoco van a vivir para siempre, hay leyes heredadas de la dictadura aún pendientes de derogación y muchos represores que están en libertad, la Ministra de Defensa prometió que los criminales militares irían a dar con sus huesos a cárceles comunes y algunos de nosotros todavía esperamos que esta promesa se cumpla, porque no queremos despertar un día y enterarnos de que Videla hizo la gran Houdini, de que Massera deslumbró en un acto final de escapismo; estos señores no son artistas, estos señores son genocidas y los genocidas no deberían poder escabullirse de las cadenas que se merecen, lo suyo no es el gran truco, es el gran crimen.

Cuando me levanté el lunes tenía un mail de Andrea Maturana, una maravillosa escritora chilena, que tan solo me decía: “Se murió Pinochet en una clínica privada… En fin”. Por suerte no soy el único que se siente burlado.

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12 de diciembre de 2006
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CRITICAR A LOS CRÍTICOS

Lo que hace el semanal Time Out de Nueva York en su último número es lo que proponía T.S. Eliott en su famoso ensayo: To Critize the Critic (Criticar a los críticos). Pero se trata de periodismo. T.S. Eliott buscaba entender su manera de evaluar la poesía, llegando a describir dos maneras de acercarse a las obras: la generalización y la valoración individual de un artista. Por su parte, el semanal neoyorkino busca justificar el poder de ciertos individuos en una ciudad que produce «una cantidad masiva de arte y de ocio».

Entonces, no se trata solo de literatura. En Nueva York se goza de creaciones con todos los sentidos. El semanal ha elegido siete disciplinas además de los libros: arte, danza, cine, restaurantes, música, música clásica, teatro. Y el blanco del demoledor ejercicio, claro, son los críticos que escriben en la prensa. Todos los críticos, incluyendo los del propio semanal. Lo interesante es el método utilizado: artistas y personas involucradas en el proceso (como conservadores de museos o encargados de relaciones públicas) configuran el jurado. El presidente de un departamento de periodismo de una universidad oficia como responsable del proceso. La entrega de los resultados viene con opiniones entre comillas y anónimas de los jurados.

Time Out toma todas estas medidas para aparecer como imparcial. Pero nadie duda de que se trata de una venganza: golpear a los que golpean, hasta ahora con completa impunidad. El título lo dice, hablando de «Justicia Final» con una clara referencia a la justicia divina en la Biblia. Dicho esto, vale la pena mirar el método utilizado, una serie de cinco notas sobre cinco criterios: saber, estilo, calidad del gusto, facilidad de acceso, influencia. Los cinco criterios tienen el mismo peso en el momento de sacar la nota promedio. Tres criterios tienen que ver con la relación entre el crítico y la obra y dos con la relación entre el crítico y la audiencia. Criticar en la prensa es comunicar.

En el caso de los libros, lo delicioso para Time Out es la ubicación de Michiko Kakutani. La famosa crítica del New York Times, que tanto machaca a escritores y tuvo polémicas con Salman Rushdie, Susan Sontag o Norman Mailer, no sale primero. El líder es el crítico y también novelista John Leonard, seguido por el crítico y también novelista John Updike. Laura Miller, otra crítica que escribe para el New York Times, viene por delante de Kakutani, que consigue la nota máxima en influencia. Y claro, nadie puede olvidar la frase que define el sabor de la influencia de Kakutani: «no le ha gustado ni un libro en los últimos veinte años». Creo que no se puede decir algo más violento sobre un crítico: desconoce el placer en su oficio.

Ahora una pregunta: ¿quién se atreve a hacer lo mismo en su país?

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11 de diciembre de 2006
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NAVIDADES DEL ESPÍRITU

Una información reciente dice sumariamente que los consumidores prevén hacer menos compras estas navidades de 2006 que en las del año pasado.

No van a gastar menos en general pero sí, probablemente, en bienes materiales. Los bienes materiales comienzan a hastiar. Si es que no han hartado ya. Juguetes que multiplican por tres la posible ilusión del niño, regalos que se despilfarran sin otro destino frecuente que ser reciclados una o dos veces para endosarlo a otro, golosinas que se acumulan junto a las botellas de cava hasta llegar a la descomposición.

La gente dice preferir emplear su dinero en algún viaje o, lo que sería de parecida naturaleza, procurarse determinadas experiencias de vida. La Navidad como proyecto ha terminado por aburrir del todo en apenas un par de décadas. Y ¿cómo esperar el éxito de una película, un vídeo o un recorrido, si se presenta traspasada de este mal?

Efectivamente sigue existiendo el acicate del ritual tradicional pero cada vez con una intensidad más desvaída, adulterada y barata. Los rituales, las liturgias, los ceremoniales preestablecidos, no concuerdan con una época que valora especialmente la novedad y la variabilidad.

Desde las letanías vigentes hace unos decenios hasta los surtidos religiosos de hoy ha sobrevenido una metamorfosis general de la cultura popular.

Del gusto por aquello conocido se ha pasado a la continuada valoración de la aventura, del amor por ciertas rutinas protectoras se ha saltado a la ilusión por las sorpresas.

La Navidad pasó primero de ser una fiesta empantanada en las brumas de la  fe a un festival del placer y el gasto. Ahora se asiste a la salida de ese tremedal con el ánimo ahíto y anhelante de otros espacios de ventilación  que atiendan más al sujeto que al objeto, más al ánimo personal que al tributo colectivo, más a la búsqueda de algún recreo inédito que a la insistencia sobre el mismo expediente. En definitiva, más al disfrute de la imaginación sin plan que a la imaginería planificada.

¿Terminarán con ello las Navidades? Claro que no. Pero a imagen y semejanza de otras fiestas transformarán aceleradamente su tratamiento y los que fueron contenidos fundacionales de su lenguaje.  O no. Porque, paradójicamente, de lo que en el fondo se trata gastando menos en objetos es de sustituir lo material por el gozo del corazón,  el afán del regalo físico por el regalo (o autoregalo) intangible. ¿Un rescate, pues, de la espiritualidad, por laica que sea?

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11 de diciembre de 2006
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Viaje al corazón de la vida

Estaba tan convencido de que no la iban a estrenar (las películas españolas no suelen llegar a la Argentina, excepción hecha de Almodóvar), que me compré el DVD durante mi última estancia en Madrid. Todavía no había tenido tiempo de verla cuando me sorprendió el aviso, iban a estrenar La vida secreta de las palabras ese mismo jueves, mira qué cosa, si tuve que ver Mi vida sin mí en México para que no se me escapase, aquí en Buenos Aires hablas de Isabel Coixet y tienes que adosar subtítulos a la escena para que te comprendan, se escribe c-o-i-x-e-t, es uno de los secretos mejor guardados del cine mundial, puedes tomarme la palabra. Así que fui al cine primero y me dediqué al DVD después, me había comprado la edición para coleccionistas que incluye además el documental Viaje al corazón de la tortura, donde se habla de la tarea del IRCT (International Rehabilitation Council for Torture Victims) y hasta se ve la cara verdadera de Inge, el personaje que en la película de ficción encarna Julie Christie. 

Lo primero que sentí fue alivio, porque no me había comprado el DVD en vano: La vida secreta de las palabras es de esas películas que vale la pena atesorar, para poder recurrir a ella cada vez que sea necesario, al igual que se abre un libro en plena noche en busca de una frase que nos salve la vida. La suya es una historia llena de silencios. La abismada Hannah (Sarah Polley) es una mujer joven a quien fuerzan a tomarse vacaciones de su trabajo, después de cuatro años de labor ininterrumpida. Desesperada ante los fantasmas que invaden su tiempo libre, decide asumir un trabajo transitorio que la ayude a llenar ese vacío: cuidará a Josef (Tim Robbins), un hombre que se ha accidentado en la plataforma petrolera donde trabaja y que yace, temporariamente ciego y postrado por sus quemaduras, en la más absoluta de las indefensiones; alguien debe hacerse cargo de su rota persona.

La plataforma petrolera es en esencia una isla artificial, apenas poblada por hombres que huyen de sus propios fracasos y de las verdades que no tienen coraje de asumir en tierra firme; uno de ellos confesará, incluso, que nada lo marea más que apartarse del mar. Simón (Javier Cámara), que está a cargo de la cocina, mantiene a raya a la locura inventándose una patria a diario. Martin (Daniel Mays), el oceanógrafo, cuenta olas como otros ovejas, y en su sueño utiliza su conocimiento para lavar las aguas que golpean a diario los pilotes de la plataforma. (La idea de lavar las aguas es sugerente, me dice que hemos ido demasiado lejos, que hemos ensuciado hasta aquello que es limpio por definición, la palabra agua era limpia pero ya no, hemos arruinado hasta las palabras.) Todos han ido allí a lamer sus heridas, a disfrazar su inadecuación debajo de ropas de fajina, a disimular sus propios gritos debajo del bramido de la maquinaria. Pero el accidente que mata a uno de los operarios e inutiliza a Josef obliga a apagar los motores de la plataforma. Hannah y Josef se encuentran, pues, en el momento indicado: cuando ya no pueden llenar su tiempo con actos mecánicos, cuando no les queda más remedio que oír –y por ende que oírse.

La vida secreta de las palabras entró en mi alma por todas sus ventanas. Me llenó de ternura la evocación que Josef hace de La señorita Cora, un cuento de Julio Cortázar en el que, como en el film, las voces narrativas se desdoblan y cuya historia habla de una enfermera que termina recibiendo la misma medicina que acudió a administrar. En algún sentido me recordó también una de mis novelas favoritas, The English Patient, de Michael Ondaatje, porque también va de enfermos y de enfermeras en un sitio apartado del mundo y porque narra con lenguaje poético (la película de Anthony Minghella lo transformaba todo en prosa) una historia que demuestra una verdad elemental que a menudo desdeñamos por creerla romántica: cuánto nos necesitamos los unos a otros, porque así como es cierto que las cicatrices nos las proporcionan otros, no es menos cierto que no podemos curárnoslas en soledad. Vivimos en un mundo que nos dice a todas horas que el otro es una amenaza, y que debemos cerrarle las puertas y levantar muros que nos protejan de aquellos a quienes no queremos ver ni oír; de aquellos con quienes no deseamos compartir lo que creemos ganado en buena ley, cuando el simple hecho de que alguien sufra hambre o tortura relativiza todo mi merecimiento. La vida secreta de las palabras es de esas obras que nos reconectan con la verdad que la naturaleza entera y nuestros propios organismos dicen a gritos: somos parte de algo más grande que nosotros mismos, y los demás dependen de nuestra generosidad con la misma urgencia con que nosotros dependemos de la amabilidad de los extraños.

Me gustan las películas de Isabel Coixet, tanto como creo que me gusta el alma de Isabel Coixet. En algunos creadores alma y obra son dominios separados, pero en Coixet se sostienen la una a la otra de manera amorosa, con la misma delicadeza que Hannah y Josef se dedican a sí mismos.

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11 de diciembre de 2006
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In vitro

La última novela de Kazuo Ishiguro, Nunca me abandones, transcurre en un mundo que produce niños en laboratorios con el único fin de usar sus órganos para reciclar a personas genéticamente compatibles. Estos niños sin padres son mantenidos aislados y se les prepara para ir donando progresivamente su cuerpo a los organismos de seres humanos a los que no conocen. Pues bien, ese mundo aterrador ya no es ciencia ficción: ahora es real.

La Comisión Nacional de Reproducción Asistida de España ha dado luz verde por primera vez a tres diagnósticos preimplantacionales. Es decir, que las familias de tres niñas con graves enfermedades de la sangre –anemia de Fanconi y beta-talasemia- podrán fecundar in vitro a los portadores de sus órganos de repuesto.

Por supuesto, la situación es bastante menos sórdida y novelesca que en la novela de Ishiguro. Para empezar, siempre hay una familia. El procedimiento empieza con la búsqueda de un donante. Si no se consigue a nadie genéticamente compatible, se admite a trámite la solicitud para concebir un nuevo ser. Por supuesto, es necesario adjuntar toneladas de documentación, y no todas las solicitudes son aprobadas. Aunque la documentación esté, es posible que la comisión evaluadora mande a la familia a seguir buscando un donante, reúna o no las condiciones de compatibilidad.

En el caso que nos ocupa, la comisión desechó 21 solicitudes y admitió tres. Estas familias concebirán tres bebés probeta, cuyos embriones se someterán a diversos análisis para verificar que no padezcan la enfermedad de sus hermanas. Si están sanos, se les dejará crecer, y las células de sus cordones umbilicales servirán para los tratamientos médicos. Las notas de prensa no especifican qué pasará con los embriones que no sean aptos para el tratamiento. Presumiblemente, serán destruidos.      
Éste es el punto en que la Iglesia y las asociaciones de defensa de la familia se oponen a la investigación con células madre. Para ellas, al producir y destruir embriones humanos a voluntad, la familia –su constitución, su fertilidad, incluso su salud- se deja en manos de la voluntad humana. El hombre usurpa el lugar de Dios, de decidir sobre la vida, la muerte y la naturaleza. Por supuesto, los defensores de la ciencia argumentan que las técnicas de selección genética salvan vidas, y que no hacerlo sería una irresponsabilidad.

La pregunta es: ¿qué pasará con los donantes, estos niños diseñados “a pedido”? ¿qué pasará si no tienen la enfermedad de la sangre pero tienen otra, por ejemplo? ¿es posible controlar todos los factores desde el embrión? Y si no lo es ¿quién se hará responsable? ¿los padres, los científicos, las máquinas? ¿y cómo saber todo eso si no se experimenta antes? Quizá, el apocalíptico mundo descrito por Ishiguro termine por ser más humano y producir menos sufrimiento que el nuestro.

El hombre lleva siglos “restándole competencias” a Dios. Cada invento: la luz eléctrica, el teléfono, la computadora, los viajes al espacio, extienden las posibilidades humanas y le roban terreno a lo trascendente. Ahora bien, el desarrollo de la ciencia no siempre ha estado acompañado de una ética igualmente desarrollada: un siglo de revolución industrial ha desembocado en el calentamiento global, y sin embargo, todo el mundo esconde la cabeza cuando se trata de detener las emisiones tóxicas. Personalmente, como agnóstico, no me preocupa que el hombre usurpe el lugar de Dios. El problema es cómo saber si está a la altura.

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11 de diciembre de 2006
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Parecen pepenadores, cabrón

Grond XXX no parece un ser humano, y se esmera en no parecerlo. Aparte de su máscara roja de murciélago, lleva dientes de vampiro. Y sus zapatotes hacen que sus pies parezcan las garras de un oso. Por lo demás, eso resulta natural aquí. Todos los demás que suben al ring esta noche se visten de un modo similar y llevan nombres como Eclipse, Stuka, Mr Power o Metatron. Y todos tienen el mismo objetivo: reventarse a golpes.

La lucha libre mexicana es toda una institución nacida a imagen y semejanza de la norteamericana, pero a lo largo de setenta años ha ido desarrollando su propia cultura y simbología. Las máscaras de los luchadores, por ejemplo, a menudo incluyen referencias a la cultura nacional de la muerte, y algunos de sus usuarios han liderado procesiones religiosas y manifestaciones políticas de protesta. Pero la principal función de este arte es la catarsis. Entre el público que abarrota la Arena Coliseo de Guadalajara hay familias enteras, niños, señoras, abuelas, cada uno de ellos vociferando amenazas de muerte contra el peleador que peor les caiga. Un par de horas aquí es un curso acelerado de vocabulario popular mexicano:

-¡Parecen pepenadores, cabrón!
-¡No manches güey! ¡A poco eres una güerita!

Los luchadores y sus fans se reparten en dos equipos: los rudos y los técnicos. Los primeros no respetan ninguna regla. Dan golpes bajos, atacan tres a uno, insultan al árbitro. Los segundos acatan el orden establecido. Aunque uno de los suyos sea maltratado vilmente, no entran en el ring si no le corresponde, ni recurren a triquiñuelas, ni patean a sus rivales en el suelo. Los espectadores deciden de qué lado están: el orden o el caos, los buenos o los malos, los funcionarios o los guerrilleros.

Para un recién llegado, es difícil saber quién es quién. Especialmente en las peleas de tres contra tres, es tal el desorden que ambos bandos se confunden. Mientras la pelea oficial se desarrolla sobre el cuadrilátero, los demás se golpean entre las tribunas. Yo estoy sentado en la primera fila, y Blue Panther sale volando desde las cuerdas y tumba mi cerveza. Cuando quiero protestar, baja tras él Tarzan Boy y empieza a zurrarle la cara contra una de las butacas, para felicidad del público de las tres primeras filas, que lo aclama al grito de “¡silla, güey, silla!”.

Sólo entonces confirmo lo que venía sospechando. Los peleadores no se pegan de verdad. Mientras Tarzan Boy le da al respaldo de la silla con la nariz del otro enmascarado, no corre nada de sangre. De hecho, no ha corrido en todas las peleas de esta tarde. Las bofetadas son teatrales, de las que suenan y no duelen. Las patadas son cuidadosas. Las caídas son rodadas. No quiero minimizar el valor de los combatientes. Yo no me atrevería ni a subir al cuadrilátero. Algunos han muerto con una caída o calculando mal una patada. Pero ellos hacen todo lo posible por no lastimarse. Al fin y al cabo, son colegas.

Lo importante en la lucha libre es la acrobacia. El espectáculo son los saltos triples y los rebotes contra las cuerdas. Lo demás es escenificación: los árbitros gritan pero nadie les hace caso, los peleadores vuelan por los aires. Y a menudo, uno de ellos reta a otro a nueva pelea. Cuando los ánimos están caldeados, suelen apostarse la máscara. El rostro del perdedor será visible. Los peleadores sin máscara apuestan la cabellera, que si pierden se les corta ahí mismo, frente a la enardecida audiencia. Estos desafíos siempre se producen al calor de una contienda pero quedan para la semana siguiente, para enganchar a los espectadores, como el “continuará” de una teleserie.

Así, la lucha libre mexicana es la forma más refinada que he visto de teatro popular, una encarnación del enfrentamiento entre el bien y el mal, en la que el público puede participar con sus gritos y sus banderas, como un sano desahogo de la agresividad cotidiana. Dicen que se ha vuelto a poner de moda después de una temporada en el olvido, y no me extraña. En un país en el que la gente escupe fuego por las calles y hay dos gobiernos que se consideran legítimos al mismo tiempo, la lucha libre es la mejor alegoría de lo que ocurre a su alrededor.

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7 de diciembre de 2006
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NOS FALTA FE

Me gustan las iglesias. También las ermitas, los oratorios y hasta las cuevas donde alguien creyó ver una aparición. Como no soy creyente, gracias a Dios, me puedo permitir estas suaves entregas a la fe de mis mayores. Pero como no consigo tener la humildad de mi admirado Juan de la Cruz (san), y como las covachas y las celdas me parecen elegantes y hermosos espacios -sobre todo cuando nos ponemos zen y yo tengo la funesta manía de pensarme occidental y judeo cristiano pero de una manera ritual, atávica, mistificadora y nada verdadera, sincera o ciega- no ciega mis ojos, ni mis pensamientos ninguna religión. Ni ninguna ausencia de religión. Y sin embargo me encantan las catedrales. Las grandiosas, las que tuvieron poder, las que fueron y ya no son lo que fueron. Las catedrales del poder. También me gustaban algunas del poder de los fieles, o del pueblo -como esa tan recuperada para la moda de las visitas históricas, la segunda catedral de Barcelona, Santa María del Mar, que cada día ve crecer su fama y su negocio por culpa de ese best seller catedralicio de cuyo nombre no quiero acordarme. No pienso visitar más esa catedral popular. No ha sido capaz de generar una buena literatura.

Todo lo contrario que la catedral de Burgos. Creo que con Oscar Esquivias hemos encontrado el mejor de nuestros escritores con catedral de fondo. Las novelas de Esquivias son mucho más, pero a los que les gusten las catedrales, aunque no tengan fe, les recomiendo las dos novelas de Esquivias: Inquietud en el paraíso y La ciudad del Gran Rey. Es el mejor de nuestros jóvenes escritores y sus novelas son mucho más que una recuperación novelada de nuestra historia, de nuestra guerra, sus novelas son un paseo dantesco, un viaje a alguna parte de una ciudad con una gran catedral. Burgos, realidad y metáfora en una obra que hay que conocer si todavía no lo han hecho.

Después de leer a Esquivias me han entrado unas ganas locas de volver a Burgos, visitar su catedral y buscar el camino al Purgatorio. No me merezco el cielo. Y el infierno es demasiada diversión para mi cuerpo. Qué pena que me falte el alma. Qué pena no tener fe. Una vez la tuve. Pero pronto me di cuenta que de las catedrales me importaban más las formas que el fondo. Aun así sigo visitando esos poderosos lugares donde una vez habitó el misterio.

Si alguno pasa por Guadalajara, México, y quiere ver una de las catedrales más excéntricas y con menos misterio -una especie de enorme templo con un aspecto exterior parecido a una tarta de celebración de los “quince años” y por dentro un escenario ideal para Freddy Mercury, algo entre el kitsch y la estética del glam rock-, que no deje de acudir al templo de una nueva religión que llaman “Catedral de la luz del mundo”. Se levantó con el dinero de muchos pobres incautos para negocio de unos pocos. Como la historia de todas las catedrales. Y me voy con mis rezos a otra parte que estoy de puente entre la no tan santa Constitución y la más que dudosa Inmaculada.

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7 de diciembre de 2006
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El Boomeran(g)
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