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La fiebre del Oscar

Como cuadra a un fan del cine, estuve atento minuto a minuto a las nominaciones del Oscar. Me dieron algunas alegrías, claro: la elección de Penélope Cruz, que hizo el mejor papel de su carrera en Volver. La selección en la misma categoría de mi idolatrada Helen Mirren. La inclusión de Little Miss Sunshine en el podio de las mejores películas. Para mí, qué quieren que les diga, es superior a The Departed y a The Queen. Y si me apuran, diría que es más redonda, y por ende más lograda, que Babel. De cualquier forma, lo que queda claro es que el nivel general de las seleccionadas es más bien bajo, en especial porque no había grandes opciones dentro del cine producido en inglés. (Es una lástima que no hayan nominado a Children of Men, de Alfonso Cuarón, en las categorías mayores más allá del guión adaptado: para mí es infinitamente superior a The Departed, por ejemplo.) La única que no he visto del grupo de las nominadas es Letters from Iwo Jima, de Clint Eastwood, pero me consta que ninguna de las otras está a la altura de un clásico.

Entre los actores hay dos caras populares –las de Leo Di Caprio y Will Smith, que debería haber ganado cuando hizo Ali- y tres que provienen de películas marginales al gran sistema: el gran Peter O’Toole por Venus (¿se acuerdan cuando los votantes de la Academia debían votar por películas como Lawrence de Arabia?), Forest Whitaker por su interpretación de Idi Amin en The Last King of Scotland y Ryan Gosling por Half Nelson; este chico es buenísimo, y aunque no sea en esta ocasión ha venido a este mundo con la palabra Oscar grabada en su frente.

El grupo de las mujeres se presenta bien difícil. Además de Penélope y de la insuperable Mirren está Judi Dench, otro monstruo, Meryl Streep –lo mismo, aunque esta vez por un delicioso papel de comedia en The Devil Wears Prada- y Kate Winslet, magnífica en Little Children. Me temo que Mirren va a volver a arrasar como en los Golden Globe: este es su año, sin duda alguna.

Me gusta que hayan nominado a Alan Arkin, por su papel del abuelo drogadicto de Little Miss Sunshine. Aunque supongo que el Oscar al mejor actor de reparto se lo van a dar a Eddie Murphy por Dreamgirls, aunque más no sea porque en Hollywood aman las historias de regresos con gloria. Entre las actrices de reparto está muy bien que hayan seleccionado tanto a Adriana Barraza como a Rinko Kikuchi, por Babel: sus actuaciones elevan la película por encima de su propio nivel. Y también me parece justo que hayan elegido a Abigail Breslin, la nenita de Little Miss Sunshine: esa pequeña es increíble. (Su última escena con Alan Arkin es una lección de actuación.) Pero imagino que aquí también le darán el Oscar a alguien de Dreamgirls, Jennifer Hudson, porque la película cuenta cómo su talento mayúsculo como cantante es eclipsado por la belleza de Beyonce Knowles, y en Hollywood aman la noción de hacer justicia con alguien que sufrió en una película –aunque tan sólo estuviese actuando. (Con los años, uno casi puede oír pensar a los miembros de la Academia.)

Y en lo que hace al director… Eastwood ya lo recibió. Frears ha hecho cosas mejores que The Queen. Paul Greenglass no lo ganará por United 93. Iñárritu es demasiado joven, lo cual implica que tiene mucho tiempo por delante. Así que se lo darán por fin a Scorsese, que nunca recibió una estatuilla por sus grandes películas y terminará ligándola por uno de sus títulos menores. Un amigo se preguntaba ayer por qué Scorsese sigue filmando, en vez de optar, por ejemplo, por el camino de la dignidad que emprendió Coppola con su retiro efectivo. Esta es la respuesta: Scorsese sigue filmando para que alguna vez le entreguen un maldito Oscar.

La alegría que espero recibir la noche de la entrega es muy simple: el Oscar para El laberinto del fauno como mejor película extranjera.

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24 de enero de 2007
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MAESTRO

En el momento de salir de viaje para Cartagena (Colombia) me entero de la muerte de Ryszard Kapuscinski. En Cartagena, Kapuscinski era, como yo, maestro en la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, FNPI (que le dedica un homenaje en su portal). Sé que al encontrar a los amigos allá estaremos todos de acuerdo sobre lo que hemos perdido: el reportero con más experiencia de una cierta parte del mundo. El reportero del sur, de la pobreza, de los humillados.

Kapuscinski era, como lo escribe el diario El País «uno de los grandes maestros del periodismo moderno y el autor polaco más traducido y publicado en el extranjero». Su presencia física a lo largo de los años en 27 golpes de estado, cuartelazos y otras revoluciones conformaba su leyenda. Pero, aun más, era la mirada más generosa sobre los que no tienen una voz propia.

Un maestro de la FNPI no puede dedicarse a celebrar a un compañero suyo sin ser objeto de una lógica sospecha de «amiguismo» o «sociolismo». Entonces, ni una palabra sobre él, pero dos puntos precisos para los que desconozcan la obra del periodista polaco.

1. Su libro más famoso: sin duda, El emperador, que cuenta la caída del trono de Haile Selassie en Etiopía. Es un libro fenomenal por varias razones. Primero, por una pregunta: ¿qué fue de la vida de un cortesano en una corte imperial? La pregunta es buena, la respuesta apasionante. Segundo, por su descripción del poder: el poder como expresión del dominio psicológico de una persona hacia otra. Tercero, por la escritura: directa, transparente, con muchos sustantivos y pocos adjetivos, sigue siendo un modelo del equilibrio entre el efecto producido y los recursos utilizados.

2. Su mejor libro: en mi opinión, el que fue traducido al castellano con el título Un día más con vida. Es el libro del tiempo detenido, de un reportero estancado y también de la caminata implacable de la historia. Es el diario de un reportero polaco en Luanda, en los últimos meses de la historia colonial de Angola, en 1975. Se van los portugueses blancos. Se acerca a la capital una tropa rebelde que toma el poder por la fuerza y rechaza a los herederos del poder colonial. Es una guerra sin lógica en un país involucrado en un proceso de autodestrucción. Kapuscinski tendría que irse para salvar su vida pero, por el contrario, se queda, sube a camiones, intenta entender combates que no se pueden entender. Su libro se parece al diario íntimo de una persona que espera una muerte ineludible. Claro que no es periodismo sino lo que le pedimos a la literatura: hablarnos de la condición humana a través de detalles triviales de la vida.

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24 de enero de 2007
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Redes, señuelos y anzuelos

Para que nos venza la curiosidad y no resistamos la tentación de abrir los correos que llegan a nuestro ordenador con remitente desconocido, a sus maliciosos autores se les ha ocurrido la feliz idea de anunciar con titulares irresistibles su mensaje.

Castro ha muerto, dice uno de ellos. Putin ha muerto, dice otro. Hay un titular que además de improbable es insuperable: Saddam no ha muerto.

Como la intención de los correos es traspasar las medidas de seguridad del ordenador para instalar en su circuito el virus que ponga nuestros documentos en manos extrañas, hay que atribuir a estos laboriosos piratas informáticos una pericia sofisticada y un esmero profesional encomiable. Aunque no sepamos qué ganancia sacarán al hurgar en los archivos de destinatarios elegidos al azar.

La selección de los asuntos escogidos para captar nuestro interés pone en evidencia el escaso respeto intelectual que merecemos los internautas. Emulando la habilidad del estafador que reconoce de un vistazo a la más tonta de sus víctimas posibles, el pirata nos tienta con titulares bastante ridículos. Es probable que Putin o, incluso Castro, fallezcan un día de éstos pero la noticia sobre Saddam más bien parece un sondeo. Como si el pirata quisiera atraer a su redil tan solo a los que habiendo visto el vídeo de la ejecución estuvieron en condiciones de pensar que era un montaje.

Excitando el instinto de la sospecha, siempre a flor de piel, el hacker obtendrá una curiosa relación de ingenuos desconfiados. Un selecto mailing, como se dice ahora por pereza, de incautos dispuestos a picar el anzuelo.

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23 de enero de 2007
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El último tabú de la Historia

La más antigua institución política de la historia contemporánea posee una extraordinaria cualidad para desenvolverse con soltura en medio de los imprevisibles acontecimientos de nuestro tiempo. La Iglesia Católica es probablemente la única entidad dotada con un milenario caudal de memoria y con el recuerdo corporativo que hace falta para entender las cosas de otra manera. Eso que ahora se llama “memoria histórica”, y que apenas se remonta a deudas contraídas hacia medio siglo, es para la jerarquía romana un patrimonio secular y el más excelente atributo de su singular y anacrónico estado moderno. De hecho gran parte de las incomprensibles decisiones adoptadas por Roma en la controversia contemporánea han sido posibles gracias al terco afán de durar y sobrevivir a lo contingente.

La opinión pública asiste con disimulada sorpresa al derribo del último gran tabú de nuestra cultura. Lo contempla como uno más de los programas del espectáculo circundante, ocupado a partes iguales por la política y las catástrofes, pero la repentina aparición del suicidio como derecho personal conmueve el fundamento de los temores más secretos. No en balde, suicidarse significa aceptar la existencia de la muerte que la ilusión civilizada quiere negar y precipitar la confrontación que todos deseamos postergar.

Que existan individuos dispuestos a convocar plácidamente la llegada de la muerte, como hizo ante nosotros la señora Madeleine Z desde las páginas de El País, no es sólo un dato más de la imparable liberalización de las costumbres sino el más radical cambio de perspectiva que una sociedad puede adquirir.

No es la primera vez. El movimiento religioso y social del catarismo lo consideró el más lógico de los derechos humanos que cabía imaginar en un mundo creado por el gran demiurgo del mal para torturar a las criaturas. Aquéllos que consideraran insoportable el sufrimiento que el mundo les infligía podían abandonarlo sin remordimiento. Roma ordena lo contrario, decían los herejes cátaros, pues su misión es prolongar la agonía de la creación. Al ser coherentes con la tradición gnóstica que habían recibido de los bogomilos búgaros, los cátaros desplegaron en su Occitania natal un insólito esfuerzo de interpretación. Su filosofía vegetariana y pacifista excitó las iras de Roma y la sangrienta cruzada que acabó con ellos. El exterminio del movimiento cátaro fue uno de los primeros genocidios modernos.

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23 de enero de 2007
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DE PELÍCULAS

No podía esperar más, tenía que ver Babel si quería entrar en las muchas discusiones sobre la calidad de la película. Sobre sus habilidades narrativas, sus actores, su inteligente guión, su capacidad de emoción y de denuncia. Casi me parecía haberla visto cuando al fin decidí enfrentarme con ella durante más de dos horas.

Tengo que decir que al principio me impactó. No en todas las historias, no en todo el metraje, pero me pareció inteligente y en algunos casos -historia mexicana, partes del desierto y el grupo de insolidarios turistas, algunos momentos de la joven sordomuda- me pareció llena de verdad cinematográfica, de emociones contadas en una pantalla, de cine puro…Discutimos un grupo de parejas que la vimos juntos como en tiempos de la filmoteca. En la discusión me di cuenta de que la película me hacía aguas. En la reflexión del día después se aumentaban las fisuras, las dudas, el alejamiento de una película que, cada vez que la pienso, me parece más efectista y menos estimable…Estoy entre volver a verla o dejar que caiga en el olvido, como tantas cosas, como tanto cine, tantas lecturas…

Al día siguiente volví al cine. Tenía ganas de algo menos intenso. Había leído buenas críticas de Bobby. Confirmé que soy un bobo y que lo que vi me hizo dos bobos. Reparto impresionante para película absolutamente prescindible, bobona, previsible y de blandas nostalgias de los tiempos de los hermosos y seductores Kennedys. ¿Por qué me tengo yo que fiar de los críticos? ¿Es que acaso no los conozco?... Será el poderío de la letra impresa, la credibilidad de algunos medios…pues no, será que uno de vez en cuando baja la guardia y te crítica por liebre. Prometo no hacer caso de la crítica. Es más, esta misma tarde pienso ir a ver la película de Sophia Coppola. Toda la crítica ha sido unánime en ponerla a parir, es posible que me guste. Además creo que es bonita y decadente.

Volví cabreado del aburrimiento, más nadería que aburrimiento, de la película Bobby. Aún así me quedaron ganas de volver a ver una película que se pasaba por un canal de televisión. Era una de las películas que más me gustaron hace dos años. Quería comprobar si aquella impresión, aquél recuerdo soportaba una segunda visión. Mejoró. Todavía me pareció más hermosa y cruel, más verdadera y desolada. Es una gran película, una de esas que te hacen volver a creer en la capacidad del cine. Se llama Afliction, es de Paul Schroeder. En el reparto están unos inmensos James Coburn, Nick Nolte y Sissy Spacek, entre otros fantásticos actores. Es una historia en un pueblo pequeño, un lugar con nieve y aislamiento. También un lugar con corrupciones urbanísticas, turísticas, en fin que podría ser un lugar cualquiera de nuestra geografía pero con más nieve. Es una película tan dura como un dolor de muelas. Una película de derrotas. Una película que de verdad, sin efectismos, te acerca a un mundo duro, injusto y real. También así somos.

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23 de enero de 2007
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FREI

Aparte de una página en el sitio español de la BBC no hay eco en los medios mayores de Europa del discurso pronunciado el lunes en Santiago de Chile por Eduardo Frei Ruiz-Tagle, presidente del senado. «Hoy, dijo, tenemos la firme convicción fundada de que el ex presidente Frei Montalva no murió por causas naturales. Él dijo en los años 50, la verdad tiene su hora y es bueno que el país sepa que la hora de la verdad de Eduardo Frei Montalva ha llegado y es una verdad cruda y brutal: Eduardo Frei fue asesinado».

Frei Ruiz-Tagle fue presidente de Chile de 1994 a 2000. Su padre, Frei Montalva fue también presidente de Chile de 1964 a 1970 y como tal es la gran figura de la democracia cristiana en Chile. Tuvo un poder de movilización real, generó un entusiasmo sincero entre sectores jóvenes. Su figura se recuerda como la del autor de la «chilenización del cobre», es decir el control por el estado de la materia prima más importante del país. Murió en la época del gobierno militar como consecuencia de una septicemia generalizada registrada días después de ser sometido a una operación muy común para reducir una hernia. Nunca faltaron las sospechas de asesinato: Frei Montalva recuperaba un protagonismo político al buscar una movilización común de los sectores políticos clásicos en contra del gobierno militar de Pinochet.

La interminable investigación para conocer la verdad parecía estancada aunque Augusto Larrain, el cirujano que operó en el quirófano no disimulaba sus sospechas como en esa declaración del mes de agosto del año pasado: «Mi opinión es que hubo un agente químico externo, pero no puedo decir qué fue, quién lo puso, cómo lo pusieron. (…) No había ningún signo de inflamación peritoneal, o sea no había gérmenes, era un abdomen absolutamente limpio, libre. En cambio, esta lesión, que yo no había visto nunca, que no la he visto nunca después, sólo podía explicarse por una irritación química local»

Al revelar nuevos datos científicos, el hijo de la víctima provocó una emoción enorme. Basta leer lo que dicen la actual presidente, Michelle Bachelet, y el ex presidente Ricardo Lagos. Esta historia me fascina por una razón sencilla: creo que lo peor de la actuación de Augusto Pinochet fue el asesinato del general Prats en Buenos Aires. Se trataba de un compañero suyo que había decidido apartarse de lo que hacían los militares en Chile. No pedía nada, tampoco hacía algo en contra de Pinochet. Meramente quería vivir aparte. Y más allá de la amistad y de la historia común, Pinochet lo mandó a matar, por temor a la crítica silenciosa de su exilio. Pinochet no podía vivir sabiendo que Prats respiraba por su cuenta al otro lado de los Andes. Siempre he creído que el temor escondido en este asesinato tenía que manifestarse también frente a la figuras del exilio interior. Frei Montalva respiraba por su cuenta en Chile… Quiero saber lo que pasó.

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23 de enero de 2007
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EL OLOR DE LA COLONIA

Mi hermano Manolo que es médico recomienda, cuando las cosas se tuercen o un vago malestar no se disipa, oler durante varios segundos de un frasco de colonia. El perfume se evaporará pronto pero gracias a su presencia constamos la  alternativa de un mundo festivo y vecino.

En general, no es preciso que el sufrimiento desaparezca por completo para experimentar una felicidad intensa. Basta que se alivie en algún grado el tormento que soportamos para que un suculento deleite aparezca.

Las porciones del bien, nacidas directamente de las entrañas del mal o de la reducción de su dominio, constituyen golosinas de excepcional calidad siendo su principal atributo la procedencia del auténtico interior de la vida.

Vivir, decía Ortega, significa cierta dificultad del ser. Y el ser en sus incorregibles tropiezos con lo imaginario y lo real, contra lo heredado y lo envolvente, halla de vez en cuando un resguardo donde complacerse. Son pequeños momentos cuyo sabor muy dulce se expande desde el primer punto del sorbo a las estribaciones extremas de todos los demás sentidos.

Tal irradiación  puede ser el asomo de la felicidad absoluta. Iluminación y electrocutación, exultación y ceguera, altísimo gozo y eminente desaparición.

La tristeza nos sobrecarga o mineraliza mientras la alegría nos desgrava. Con tino, la felicidad nos elimina. Nos envía entre los efluvios del perfume a un paraje donde el nombre propio sucumbe y sólo prevalece un yo velado por el resplandor. O bien, el perfume curativo conduce a las anónimas praderas del  amor y el buen humor. Sin males ni enemigos, sin culpas ni esclavos, una plantación entera por inaugurar y cultivar.   

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23 de enero de 2007
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Te digo que no, y es no

Uno de los rasgos que distingue a los humanos del resto de los seres vivos es su capacidad de negación. Un antílope nunca niega, a lo sumo ignora y paga las consecuencias; pero los humanos solemos intuir que existe una realidad que nos disgusta, o a la que tememos, y a pesar de ello decidimos –algunos durante un tiempo tan largo como el resto de la vida- perseverar en la negación. A veces negamos porque los que acusan son aquellos a quienes consideramos adversarios, pero cuando las palabras que no queremos oír suenan en boca de aquellos que nos quieren, insistimos de todas formas: “No, estás equivocado; ¡te digo que no es cierto!,” aun cuando en el fondo sabemos que nos están diciendo algo que por lo menos contiene una pizca de verdad.

Uno empieza perdonándose a sí mismo pequeñas negaciones, y cuando quiere darse cuenta la negación ha ocupado un lugar central en su vida, tiñendo la cotidianeidad (uno puede pretender que ama a la persona con la que convive cuando no es cierto, uno puede pretenderse feliz cuando no lo es) y hasta adquiriendo estatus criminal. Negar que ciertas prácticas contaminan el planeta, por ejemplo; no sé qué piensan ustedes, pero les juro que las temperaturas de este mundo de hoy no son las mismas que eran habituales cuando yo era niño. Negar que buena parte de nuestro bienestar económico está fundado en la miseria de otros, por ejemplo. (Si las cosas estuviesen organizadas de manera más justa, tendríamos menos de lo que tenemos para que otros muchos tuviesen algo.)

Ahora parece que el periodista turco de origen armenio Hrant Dink fue asesinado por un joven de 17 años –los asesinos menores de edad son los más demandados por los autores intelectuales de crímenes, porque la ley los protege por cuestiones de edad-, cuya justificación parte de un malentendido: el presunto criminal alega que Dink dijo que la sangre turca estaba sucia, cuando la frase que Dink escribió en realidad decía que eran los armenios los que debían purgar de su sangre el odio hacia los turcos. Dink, que toda su vida pretendió que los turcos admitiesen que habían perpetrado el genocidio armenio, trataba de que los armenios dejasen de negar que a esta altura muchas de sus actitudes estaban basadas en el odio hacia los turcos; un resentimiento alimentado por la pertinaz negativa de los turcos a aceptar lo innegable, pero resentimiento al fin. (Esto es algo que deberíamos dejar de negar nosotros mismos: que por más justificado que esté, el odio termina contaminando a los que odian.)

Dink murió para que los turcos puedan seguir negando lo evidente. El presidente de Irán pretende por su parte negar el holocausto perpetrado por los nazis, lo cual genera obvia indignación en la comunidad judía –empeñada, mientras tanto, en negar la persecución de que hace objeto al pueblo palestino. Bush niega su fracaso en Irak militarizando aún más el asunto. (Este fin de semana fue uno de los más sangrientos de que tenga memoria.) Todo esto me recuerda un episodio que Luis Alberto Spinetta le refirió a Miguel Grinberg en un viejo libro sobre los orígenes del rock argentino. Spinetta contaba que Pappo, un célebre guitarrista de rock y blues que murió hace poco en un accidente con su motocicleta, le tenía tirria por algún motivo y una vez le llenó la casa de pintadas que decían: Te niego, no, no. El hombre, insisto, es la única criatura que puede mirar a otra a los ojos y pretender que le niega existencia aún cuando la tiene delante. Esta capacidad de negar al otro está en la raíz de tanto crimen, cometido por acción –como el genocidio de los armenios a manos de los turcos- o por omisión –la negación, esto es la decisión de no ver, es en esencia un pecado de esa naturaleza.

Todo lo que Dink pretendía es que los turcos de hoy asumiesen que los turcos de hace casi un siglo cometieron un crimen atroz.

¿Por qué nos cuesta tanto aceptar? ¿En qué punto del camino empezamos a creer que cerrar los ojos era mejor que abrirlos, aún cuando nos consta que andar a ciegas es la receta perfecta para chocar en la ruta?

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23 de enero de 2007
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Retrato de la niña rica

Admitámoslo: nos gustan las niñas ricas. En todos los países hispanos se han acuñado palabras para despreciarlas (pija, pituca, momia, sifrina) pero eso sólo muestra la envidia que nos produce el repiqueteo de sus joyas, sus pies que parecen no tocar el suelo y, sobre todo, esta notable capacidad que tienen para no sudar ni siquiera en las condiciones más extremas de calor y esfuerzo físico. Como los ángeles, las niñas ricas son inmateriales, incorruptas, etéreas. Eso es María Antonieta.

Porque la última película de Sofía Coppola no es una superproducción de época, ni un retrato de la Francia revolucionaria, ni siquiera una biografía rigurosa basada en hechos históricos sino, sobre todo, un retrato íntimo de la mimada reina de Francia y de su soso marido. Más de la mitad del metraje es una detallada sucesión de despilfarros: las fiestas que se despachaba en los lujosos salones de Versalles, los peinados que parecían pasteles de bodas y los zapatos, miles de zapatos rosados, a rayas, de tacón, con lacitos, incluso unas inverosímiles All Star (Por cierto, Imelda Marcos tenía una colección similar: ¿Por qué las primeras damas que saquean a sus pueblos estarán tan obsesionadas con la elegancia de sus pies?)

A lo largo de las casi dos horas de película, apenas vemos qué ocurre fuera del palacio real o del palacete privado de la soberana. Como a los reyes, los gritos de los revolucionarios nos llegan desde lejos, y la única imagen que se nos ofrece de ellos es tomada desde uno de los salones palaciegos. Más nos duelen los dramas que están en primer plano: la catastrófica vida marital de la pareja real, los chismorreos de la corte o la falta de presupuesto para redecorar de un día para otro los jardines de Versalles. 

Pero ¿De dónde saca la directora esos datos? ¿Cómo sabe cuándo lloraba en sus aposentos la última reina de Francia? ¿En qué se basa para retratar sus esfuerzos por reanimar a su marido en la cama? ¿Qué información maneja sobre las diversiones privadas de la reina y sus insoportables amiguitas? No existen documentos fiables sobre esas materias, y Sofía Coppola tampoco los necesita, porque el retrato que plasma en la pantalla, en el fondo, es el de de sí misma.

Hija de un rey del cine como Francis Ford, criada entre las mansiones y los viñedos familiares, rodeada de la realeza de Hollywood desde su más tierna infancia, casada y divorciada de uno de sus conspicuos representantes, Sofía Coppola no ha tenido una vida muy distinta a la de María Antonieta. Para subrayarlo, la banda sonora no es música de cámara sino power pop. De hecho, aunque el escenario varía, el universo personal de está película el mismo que el de anteriores trabajos de la directora: TODAS sus protagonistas –las vírgenes suicidas, la Scarlett Johansson de Lost in translation- son niñas ricas castradas por un entorno social que les resulta incomprensible. Su conflicto es siempre el mismo: parecen tenerlo todo, pero no pueden conseguir una relación sexual.

En manos de esta directora, la realidad exterior es una excusa para retratar su mundo interior. Cuando filma Tokio, nos habla de su lamentable matrimonio con Spike Jonze. Cuando filma la corte de Versalles, nos cuenta su vida de oropeles. Sus retratos de la soledad son deliciosos, y el de María Antonieta no es la excepción. Eso sí, el espectador que busque un curso de historia sobre la Francia del siglo XVIII, se va a decepcionar desde el primer acorde de la banda sonora. En vez de eso, Sofía Coppola nos ofrece su autorretrato: el de una autora con un extraordinario talento para la creación de atmósferas, y a la vez, el de una niña rica absolutamente insoportable. Quien sabe, quizá hasta tenga un perrito de esos enanos y antipáticos. 

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22 de enero de 2007
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Mejor que el original

Tengo un amigo que es fanático del cine de Bernardo Bertolucci. En su condición de tal, me había hablado infinidad de veces de La luna, una de las películas del gran Bernardo que yo no había visto. Lo cual significa que me había contado más de una vez las escenas del filme que lo habían fascinado. La primera ocurría según su relato al principio mismo de la película: mostraba al niño que con el tiempo devendría protagonista, sentado en la bicicleta conducida por su madre. El niño estaba sentado de tal forma que daba la espalda al camino, lo cual lo ponía de frente a su madre: veía así el rostro de su madre, y cuando el vaivén de la bicicleta lo obligaba a moverse, veía la luna que asomaba detrás. Madre-luna, madre-luna: así tejía la asociación que regiría su vida una vez llegado a adolescente. La otra escena tenía lugar en un cine de Roma, al que el protagonista –este adolescente de origen estadounidense del que les hablo- visitaba no tanto para ver Niagara doblada al italiano como para encontrar un sitio en el que concretar su iniciación sexual con una chica tan fascinada por él que sería capaz de hacer cualquier cosa que le ordenase. El chico y la chica juguetean, y en el instante previo a la penetración el techo del cine se abre (¿alguien recuerda la existencia de esa clase de salas, cuya concepción suena hoy a fantasía pura?), mostrando un cielo coronado por una luna llena. Esa imagen hace que el chico se retraiga, recordando de algún modo que pertenece a su madre, a cuyos brazos regresa de inmediato dejando a su enamorada sin respuestas.

Pues bien: pocos días atrás vi La luna, al fin. Y si bien reconocí de inmediato las escenas que mi amigo me había contado con pelos y señales, no pude evitar sentir que habían sido mucho más bellas en su relato que en la forma en que el filme las plasmaba. Es verdad, están en la película y significan aquello que mi amigo decía. Pero de algún modo, la “película” que mi amigo había completado en su cabeza, y por ende la “película” que yo había filmado en el interior de mi propio cráneo respondiendo a sus descripciones, era –y lo es todavía- mejor que las secuencias del filme de Bertolucci.

No digo esto como una forma de criticar al cineasta; en buena medida comparto la admiración que Bertolucci le despierta a mi amigo. ¿Quién puede no rendirse ante obras mayúsculas como El conformista y Último tango en París? Además mi amigo no estaba inventando ni deformando, lo suyo no era una relectura desbocada e imaginativa del original sino por el contrario, una unión perfecta entre los puntos que Bertolucci marcaba con sus planos y contraplanos. Lo que trato de remarcar con tanta torpeza es que a veces el relato oral, que está compuesto apenas por el hilo de la historia, el empleo del lenguaje y el uso que el narrador le da a su propio cuerpo, puede narrar de manera más memorable que un filme de producción millonaria firmado por un verdadero artista. “Mi” versión del comienzo de La luna, esto es la versión que el relato de mi amigo generó dentro de mi cabeza, me gusta más que La luna que vi en DVD.

En estos tiempos de tecnología superior aplicada a la narración en sus infinitos formatos, tendemos a olvidar el poder de la voz humana y la forma en que esta voz crece cuando la alimentamos con nuestra atención. Al oír el relato indicado, que más allá de los detalles es ante todo pura sugerencia –la voz, las palabras y el cuerpo no crean otra realidad, tan sólo la sugieren-, entendemos que en el interior de su propia cabeza, al completar el relato con nuestra propia carga subjetiva y nuestras propias imágenes, cualquiera de nosotros se convierte en un par de Bertolucci.

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22 de enero de 2007
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