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II. PUERTAS AL UNIVERSO

            El cine mexicano hace entrar al cine latinoamericano por la puerta hacia lo universal, no porque sus tres jóvenes y grandes realizadores, Alejandro González Iñárritu (Babel),  Guillermo del Toro (El Laberinto del Fauno) y Alfonso Cuarón (Niños del Hombre), hayan recibido tantas postulaciones a los Premios Oscar, que ya se sabe tienen mucho de fanfarria comercial y se gobiernan no pocas veces por ajustes y conveniencias. Es porque se han vuelto imprescindibles a la hora de señalar el gran cine, en los festivales europeos de firme prestigio, Cannes, San Sebastián o Venecia, en los Globos de Oro, concedidos por los corresponsales de prensa extranjeros en Hollywood, (y mejor calificados que el Oscar), e imprescindibles para la crítica, y para las compañías distribuidoras pero, sobre todo, atractivos para el público de cualquier parte y en cualquier idioma.

            Es un cine de autor que se vuelve cine de masas, y si se vale de la tecnología de punta, como en El Laberinto del Fauno, se sostiene de manera firme en el arte, empezando por la calidad de los guiones, y de allí hasta el logro de las imágenes. Y explora, sobre todo, los grandes temas contemporáneos, la soledad y la miseria, el temor por el futuro, y lo mismo, el recuerdo terrible de la historia. Nos enseñan cómo se hace el gran cine en estos comienzos del siglo veintiuno, no para México o para Latinoamérica vistos hacia adentro, o para mirarnos nosotros mismos el ombligo, sino para el mundo. Están haciendo escuela, que es lo que hacen los grandes directores siempre, y, dichosamente, están empezando.

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8 de marzo de 2007
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MÓVILES PARA COMÉRSELOS

El mercado de teléfonos móviles se encuentra prácticamente saturado en Occidente. ¿Cómo penetrar entre su compacta densidad?

Las grandes marcas como Motorola, Nokia, Samsung, Sony Ericsson y LG están asociándose a grandes diseñadores para deslizarse como sutiles objetos de seducción. La última pareja con este fin es la formada por Prada y LG de la que ha nacido un móvil, Prada Phone, de unos 700 euros.

La tecnología importa ya menos, tras haber alcanzado unos y otros modelos un semejante nivel de calidad. Ocurre igual que con los automóviles o los frigoríficos. Lo capital llega a ser más la estética que la técnica o, como dicen los profesionales del marketing, la llamada more to the heart than to the head, la apelación a las emociones como referente general de la economía sentimentalizada o “personalizada”.

En 2004 Motorola ofreció un móvil creado por Pininfarina –diseñador de los Ferrari y Maserati- dirigido a potenciales clientes masculinos. Su punto de conexión fue un tipo de madera que reproducía el interior de los automóviles pero que terminó fracasando en teléfonos a los que confería un aspecto de juguete.

Nokia, por su lado, rebuscó el corazón del consumidor uniéndose al estilo Versace en una campaña que colectaba fondos contra el SIDA. Más tarde, creó incluso la marca Virtu. Las llamadas a la virtud se juntaban con las llamadas de todo género.

Los móviles nos movilizan: políticamente, sexualmente, médicamente. Su diseño ha ganado la primacía a la utilidad y traspasa ya los confines de la significación. LG precisamente ha obtenido el mayor éxito en sus móviles no sólo mejorando la estética, o incluso la ética, sino la fantasía de su función. Chocolate Phone actúa en la práctica como un teléfono pero su atracción procede de la fantasía respecto al virtual sabor. A mayor sensualidad mayor comunicación, a mayor efectismo mayor beneficio, a mayor ficción mayor ventaja en el nuevo capitalismo de ficción.

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8 de marzo de 2007
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BAUDRILLARD

La muerte de Jean Baudrillard (ayer, en París, a los 77 años) es un alivio para la izquierda francesa y de manera más amplia para toda la clase intelectual francesa. El sociólogo provocaba, con sus libros y sus artículos, una mezcla de celos (por su enorme éxito fuera) y de crispación (por su renuncia a construir una teoría de manera formal). Por lo demás, era un pensador prolífico cuya visión fundamental se puede resumir en una frase: la realidad desapareció por los excesos de su representación.

Las afirmaciones de Baudrillard sobre la guerra del golfo en 1991 (no tuvo lugar), sobre lo peor del 11 de septiembre (es una violencia simbólica por tumbar dos torres mucho más que por matar a tres mil personas), sobre las masas (que son cómplices de los dueños del poder) eran insoportables para los intelectuales vinculados a la izquierda y a una visión sociológica conformada por una forma de la lucha de clases. Para la corriente cercana a Pierre Bourdieu, Baudrillard era un enemigo de clase. Y para los discípulos de Foucault era el autor de Oublier Foucault (Olvidar a Foucault). Claro que era lo mejor que tenía Francia en su clase intelectual. Ahora, sólo queda Claude Levi-Strauss, muy viejo, casi jubilado, pero con una obra, tanto en el terreno de la etnología como en el pensamiento teórico que merece el respeto.

Tal como Levi-Strauss (autor de Tristes tropiques, Tristes trópicos, el libro que mata a todos los relatos de viaje), Baudrillard era un gran escritor apoyado por un editor (ver lo que dice Pierre Assouline en su blog). Era un artista con una forma de poesía melancólica en su manera de describir al mundo (sus memorias se titulan Cool memories). La precisión de su lenguaje le permitía entrar en un gran discurso teórico sin necesidad de una teoría formal aunque es el inventor de los siguientes conceptos:

1. La desaparición de realidad. Ya lo mencioné. No se puede confundir con las repeticiones de imágenes en la obra de Andy Warhol. El artista neoyorquino veía en la abundancia de la reproducción la creación de otra realidad. Para Baudrillard, era desaparición y punto.

2. La crítica de los medios. Pura lógica: si no hay realidad, sólo queda la posibilidad de criticar a su representación en los medios.

3. La implosión social. Donde los marxistas y la izquierda ve una explosión social, Baudrillard nota, al contrario, la implosión individual, con un gran papel de los medios en nuestros cerebros.

4. La ironía de las masas. Ser gobernado sería insoportable si no existiera una contraparte: disfrutar de cualquier incomodidad de los gobernantes. Así funcionan las democracias “En la sombra de las mayorías silenciosas” para citar un título del sociólogo.

5. La extasía. Es el final de cualquier proceso humano en nuestro mundo. Es decir, un proceso tan extremo que llega a la nada: al punto donde no existe realidad. En el mundo de Baudrillard, este punto se llama “hyperrealidad”.

Hay que notar la imposibilidad de sepultar a Baudrillard. Por dos razones. Uno, Baudrillard no existía al ser víctima también de la desaparición de la realidad. Dos, tampoco hay lugares para tirar algo: en la extasía de nuestro mundo no hay ni basura de la historia. Baudrillard está y no está. Para siempre.

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7 de marzo de 2007
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Presidente Bluto

El pasado lunes 5, de manera casi por completo inadvertida, se cumplieron 25 años de la muerte de John Belushi. Es verdad que el público hispanoamericano no tuvo gran oportunidad de apreciar su talento, en la medida que no vio otra cosa suya que no fuesen películas. (Las mejores del lote siguen siendo Animal House, The Blues Brothers y la inquietante Neighbors.) Al igual que ocurrió con el comediante argentino Alberto Olmedo, el cine era un medio que no le hacía justicia: como se trataba de criaturas explosivas e impredecibles, el mejor vehículo para su locura fue la televisión. Por fortuna ahora se han editado en la Argentina una serie de DVDs que recogen algunos de los programas de TV de Olmedo, donde se lo aprecia en su mejor forma. Y en lo que hace a Belushi, sólo entendí hasta qué punto era inmenso cuando cayeron en mis manos los videos recopilatorios de su paso por Saturday Night Live, el programa que lo lanzó a la fama.

De origen albanés, Belushi era una dínamo, una fuerza vital a la que nadie pudo controlar –empezando por Belushi mismo. Sus personajes recurrentes en Saturday Night Live estaban completamente desatados, o fingían una calma que iba acumulando tensión hasta que llegaba el estallido liberador: tanto como Joliet Jake Blues, o el samurai Futaba que atendía al público del delicatessen, o Pete el griego del Olympia Café, o el Beethoven que esnifaba cocaína y se convertía en Ray Charles, Belushi interpretaba a un accidente a punto de ocurrir. Paradójicamente, el personaje con el que el gran público terminaría asimilándolo fue el Bluto de la película Animal House. Bluto era gordo, sucio, maleducado e impresentable, pero ninguna de esas características le preocupaba en lo más mínimo siempre y cuando hubiese a mano algo para comer y una fiesta en ciernes. La broma la cerraba el filme en una serie de carteles finales, cuando aclaraba que con el tiempo Bluto llegó a senador de los Estados Unidos. No resulta difícil asimilar a Bluto con determinadas características de su país: lleno de energía y siempre avasallante, Bluto no podía dejar de llenarse la boca con cualquier alimento que le saliese a su paso, hasta llegar al punto de estallar; era la voracidad encarnada.

Supongo que Belushi debe haber entrevisto que iba a pasarse la vida cruzándose con gente que le gritaría Hey, Bluto! por la calle, y pidiéndole que se llenase los carrilos de comida para escupirla después. Entre los proyectos que tenía entre manos cuando murió había varios que pretendían ampliar su espectro, pero los tibios resultados que había logrado cuando quiso apartarse de su registro habitual –en Neighbors, por ejemplo, y en la comedia romántica Continental Divide- le habrán insinuado lo absurdo de la empresa. Además para ese entonces la voracidad de Belushi incluía a las drogas, con las que se atiborró hasta que su corazón dijo basta. Después de una noche de juerga con Robin Williams y Robert De Niro, murió en su suite del Chateau Marmont de Los Angeles a causa de una inyección de speedball, una mezcla potencialmente letal de cocaína y heroína. Todavía recuerdo ese cortometraje en blanco y negro que había hecho para SNL, en el que se lo veía viejo, visitando en un cementerio a todos sus ex compañeros del programa de TV y lamentando que todos hubiesen fallecido antes que él. Sobre el final, el “anciano” Belushi revelaba la causa de su larga existencia: bajaba sus gafas, arqueaba esa ceja que era su marca de fábrica y decía que había sobrevivido a todos los demás “because I’m a dancer”, porque era un bailarín; y a continuación se ponía a danzar encima de las tumbas. Algunos de sus compañeros murieron en efecto –por ejemplo Gilda Radner- y otros desaparecieron casi por completo del mapa, como Chevy Chase y el mismo Dan Aykroyd. De alguna manera el cortometraje fue presciente: Belushi los ha sobrevivido a todos, es aquel cuya sombra sigue siendo la más larga.

Belushi ya no está, pero en su ausencia Bluto no ha dejado de comer, un verdadero Pac Man humano. Algunos sugieren que lo de senador fue sólo un escalón, y que de hecho ha llegado a presidente.

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7 de marzo de 2007
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I. COLOR LOCAL

            Siempre nos hemos acostumbrado a mirar el cine latinoamericano teñido de color local. Nuestra épica, nuestras historias de la tierra, dentro de esas fronteras infranqueables que separan lo propio y lo nacional del universo, o de lo universal. Desde esa perspectiva es cierto que se ha logrado a veces buen cine, pero es un cine que raras veces ha viajado lejos, no más allá de los festivales que privilegian lo étnico, o lo regional, porque se ha tratado de un lenguaje visual matriculado siempre como vernáculo, pese a indudables esfuerzos de modernidad.

            Hay cine cubano, cine argentino, cine brasileño. Pero cuando decimos cine latinoamericano, generalmente entendemos cine mexicano, el que, hacia dentro del continente, creó para el continente la imagen de toda una cultura, la de los charros de Jalisco y las chinas poblanas, los mariachis y los corridos y la música ranchera, el macho empistolado y la mujer sufrida, y al crear esa imagen nos sometió a ella, desde Jorge Negrete a Cantinflas, y de María Félix a Angélica María. Fue una industria floreciente que luego entró en crisis, y de la que solo quedaron escombros y obras de arte imperdurables, como las películas del Indio Fernández o las que hizo Luis Buñuel en aquellos solares.

            Hoy, y quiero comentarlo mañana, el cine mexicano, y por ende el latinoamericano, se ha vuelto verdaderamente universal.

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7 de marzo de 2007
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NEGRO

El negro ha venido a ser el color de los artistas pero también, los señores y las señoras aman el negro como un paradójico recurso de belleza cuando el cuerpo no da para más. El negro confiere autoridad. No sólo adelgaza estrictamente –y falsamente- sino que con energía hace saber la determinación de hacerse vidente sin concederse una festividad visual. El negro se adhiere a la muerte en el luto pero, en la vida sin tragedia, se recicla como una seña de perdurabilidad.

Todos los colores son menos que el negro y tienden, tarde o temprano, a reposar en él. O bien: todo color representa una contingencia y el negro se identifica con la eternidad.

No se procede de la blancura infinita sino de la cerrada oscuridad.

La historia personal nace desde las tinieblas del cuerpo y la Historia se abre camino desde lo más oscuro del universo.

¿Hacia la luz? Hacia una luz que en su extremo deslumbraría hasta lograr la ceguera, allí donde el fulgor exasperado se corona en la visión última o total.

Radical, terminante, grave, el negro se trasciende como ente donde se funde el bien y el mal. De la tela inmaculada y alba se obtiene la nada, mientras en el interior de la gruta habitan todos los principios, concentrados, ahítos de su potencia, ahogados de tinta creadora que, como en la obra de Pierre Soulages, colmará balsas de cieno o vidrieras de miel.

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7 de marzo de 2007
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EL BESO DE LA MUERTE

Se me pide, como a muchos otros, proponer quiénes son los nuevos talentos entre los novelistas de América Latina. El proyecto “Bogotá 39” (REUNIR a 39 autores que tienen menos de 39 años para hablar del futuro de la literatura en Bogotá) me parece exquisito. Pero sólo si encontramos a aquellas 39 personas para llenar una lista. Treinta y nueve es mucho. O muy poco.

Es muy fácil hacer bromas, diciendo, por ejemplo, que Giuseppe Tomasi di Lampedusa, en Sicilia, o John Kennedy Toole, en EE UU (ambos con una novela única, póstuma y genial) no sonaron ni remotamente entrar en una lista como ésta y entraron en la lista de los inmortales de la literatura. Pero la idea de “Bogotá 39” es eludir situaciones como la de Lampedusa o de Toole: no esperar a un milagro para después de la muerte de un genio.

La idea viene de lejos: se puso en camino hace 11 años con la extravagante provocación de la joven revista Granta celebrando una lista de 20 autores como el futuro para la literatura. Vale la pena releer la lista hoy. Jonathan Franzen consiguió fama y respeto entre los elegidos. Para los otros, aparecer en la lista fue más o menos un beso de la muerte. Como el acceso prematuro al equipo de Liga 1 para un joven futbolista. Creo que Granta ha entendido su error al repetir la operación hace poco. Su nueva lista, de 21 novelistas es un ejercicio de equilibrio. Hay autores que ya tienen una fama internacional y ventas de libros muy fuertes como Nicole Krauss y Jonathan Safran Foer. Y autores que ni publicaron una novela. Pero todos tienen ya un relativo éxito comercial, al vender sus creaciones o publicaciones. Es decir: esta vez los autores elegidos por Granta tienen un futuro pues muchos de ellos ya tienen un presente.

Haré mi trabajo, voy a mandar mis recomendaciones para Bogota39, pero creo que hay que aprovechar la lección de Granta: no dar el beso de la muerte a desconocidos y elegir para el viaje a Bogotá a autores que van caminando.

(Un detalle sobre la segunda lista de los autores de Granta: un tercio nacieron afuera y/o crecieron hablando un idioma distinto al inglés, incluyendo al peruano-americano Daniel Alarcón. La literatura norteamericana recibe inyecciones de sangre nueva).

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6 de marzo de 2007
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DÍAS FELICES

En el Instituto Francés de Madrid se representa ayer y hoy Los días felices de Samuel Becket. Mi periódico resalta un pasaje de la obra donde se dice: “Nada es más divertido que la infelicidad, te lo aseguro. Sí, sí, es la cosa más cómica del mundo”.

Enseguida uno piensa: Lo más cómico del mundo será, acaso, la felicidad. La idea o la sensación de felicidad y sus ridículos momentos en que se extravía la compostura, el sexo y el sentido.

Todo lo que mueve a la felicidad tiene que ver con la desaparición de la realidad y, en su extremo, con la evanescencia de la vida humana, con la emocionada ceguera. ¿No será ridículo creer que el fenómeno llega a producirse? ¿No será cómico y también lamentable asistir a ese trance?

La infelicidad mueve a la compasión pero la felicidad incluso más. Ambas tienen su efecto por una previa y cándida sobrevaloración de la existencia. Experimentar la intensidad de una u otra experiencia requiere una desproporcionada consideración de nuestras vidas, una exagerada y hasta grotesca apreciación del yo, puesto que no hay grandeza sin su pedestal ni importantes noticias sin una objetiva excepcionalidad del suceso. Pero la felicidad y la infelicidad humanas son tan sólo los pasajes manidos de un argumento demasiado viejo.

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6 de marzo de 2007
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ELOGIO DEL DESORDEN

El otro día, en París y sin aguacero, me compré por pocos euros un delicioso panfleto/libro de una colección de los años veinte de la editorial Hachette. El que yo compré se llama Éloge du désordre, por Gérard Bauer. Un libro que se llamara Elogio del desorden me parecía destinado, me estaba esperando hace tiempo. Al regresar a casa, a Madrid, lo quise leer enseguida pero lo traspapelé entre mi desordenada mesa de trabajo, y como el pobre no es muy voluminoso, estaba perdido entre papeles, libros, invitaciones y otros objetos de mi más o menos controlado desorden de cada día. Ayer apareció. Lo abrí con cariño, como el que se introduce en una casa conocida, en una habitación amiga, en una cama de amante, en fin, en uno de esos lugares donde suponemos que vamos a estar cómodos. Lo primero que leí fue la apetecible colección de la que este “elogio” es el primero. Otros son elogios de la frivolidad, la ignorancia, el esnobismo, la coquetería, la curiosidad, la murmuración, la tontería, la pereza -no el muy querido libro de Paul Lafargue, el muy interesante y vago revolucionario y yerno de Marx- , la fealdad, la mentira, el egoísmo o la golosina. Todos asuntos cercanos, conocidos, admirados o muy atractivos.

Tengo que hablar con alguno de esos amigos editores de libros pequeños, raros e interesantes. No sé si existen traducciones de esta colección. Pero el asunto vale para proponer traducciones, rescates de estos textos leves y provocadores de los libres años veinte o para proponer una nueva edición. Me encantaría dirigir esa colección. Ya estoy pensando algunos nombres adecuados para cada tema de elogio. También se podían añadir unos cuantos elogios que se me están ocurriendo. No sigo para que no me roben la idea. Mi idea robada. Tampoco estaría mal un elogio al robo.

Hace tiempo que sabemos de la vulgaridad y el aburrimiento del orden. Menos mal que nunca lo conseguimos del todo. Por ejemplo, cuando creemos haber puesto un poco de orden en nuestra biblioteca, llegan nuevos habitantes para hacerse un espacio, para desordenar el orden… y así con casi todo.

Como se dice en el libro, de todo eso que solemos llamar defectos, el desorden es el más ligado a nuestro temperamento. Al menos al temperamento más libre, menos domesticado. Amamos instintivamente el desorden. Y eso indica generosidad de corazón y de espíritu. Es preferir el riesgo a las mezquinas certidumbres. El orden es imperioso, estrecho, cruel. Recuerdo que la gente de orden eran aquellos de los que siempre quise huir. Esos, los antepasados morales, inmorales, de esa “gente de orden” que ahora confunde el orden con las llamadas a las manifestaciones para imponer otra vez su viejo “orden nuevo”. Qué miedo me dan estos falsos desordenados. Estos ordenados de toda la vida.

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6 de marzo de 2007
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Polémicas vigentes, polémicas pendientes

Durante el último mes el suplemento de cultura de Página 12, Radar, se vio animado por una polémica en torno de la figura de Osvaldo Soriano. La chispa saltó con el número dedicado al aniversario de la muerte del escritor, a quien considero el último gran narrador popular de la Argentina. (Para mí Fontanarrosa sigue siendo ante todo un hombre de la historieta porque fue mediante ese género, al que no considero nada menor, donde reveló su talento.) En aquella edición de Radar, alguien –ya no recuerdo si fue Guillermo Saccomanno u Osvaldo Bayer- recordó que en alguna ocasión Soriano había sido invitado a la Facultad de Letras a conversar con los estudiantes, y que se había sentido agredido y humillado durante la velada. En todo caso, tanto Saccomanno como Bayer defendieron el valor de Soriano como artista, en plena consciencia de que el Gordo ni siquiera terminó la escuela secundaria, y le pasaron el fardo de aquel dolor que se llevó a la tumba a la titular de una de las cátedras de la Facultad, Beatriz Sarlo, reputada intelectual y columnista de la revista Viva del diario Clarín. La cuestión es que Sarlo respondió el domingo siguiente que ella no había organizado el encuentro y devolvió mandobles a diestra y siniestra, lo que motivó que al otro domingo Saccomanno y Bayer volviesen a la carga, y después Sarlo otra vez, y María Moreno tratando de separar la paja del trigo con tan mala fortuna que Bayer la eligió el domingo siguiente como blanco de una andanada… y así hasta este domingo, que nadie puede garantizar que sea el último.

La polémica en sí misma es bienvenida. La vida literaria de la Argentina suele transcurrir en una falsa placidez que apenas oculta que las distintas tribus –que las hay- tratan de vivir como si las otras no existiesen; es una cultura de la negación del otro, que lamentablemente tiene profundas raíces en la historia nacional. Lo cierto es que a esta altura ya no se sabe bien qué están discutiendo; los argumentos han cedido paso a los pases de factura alentados por viejos enconos. Este domingo una columna de Germán Ferrari trajo algo de sensatez al asunto. Ferrari se limitó a buscar evidencias. Encontró varios reportajes que Soriano dio antes de morir en los que hacía referencia a la mítica velada en Letras. “La Facultad de Letras forma gente para entender la literatura de una manera, no de varias. Ciertos sectores que allí se formaron son lo menos pluralista que yo conozco”, le dijo a la revista La Maga en mayo del 92. (Un diagnóstico con el que concuerdo, en términos generales.) Un artículo previo, de diciembre del 91, daba cuenta en el suplemento cultural de Clarín que Soriano había asistido a un ciclo de charlas de la Facultad de Letras, “animándose como visitante y resistiendo firme”. A esta altura queda claro que el ciclo existió; sólo resta determinar quién organizó aquel ciclo universitario, si fue Sarlo como algunos pretenden… o si fue tan sólo alguien que trabajaba bajo su égida.

Lo que queda claro es que existen al menos dos grandes bandos en este asunto: los que reivindican la literatura como una parte importantísima de la cultura popular, con un valor tanto testimonial como transformador de la historia, y los que se contentan con que sea una tarea de iluminados, debatida y disfrutada tan sólo dentro de un cenáculo. (Esta es una clasificación interesada, por supuesto: ¡no imaginarán que yo me pongo al margen de esta dicotomía!) Y también resulta evidente que más allá de esta polémica puntual, existen muchas otras que tenemos pendientes con carácter de urgencia: por ejemplo, cómo hacer para que la literatura, y muy especialmente la literatura que se hace aquí, vuelva a ser un bien masivo en un tiempo de crisis económica, concentración editorial y páramo creativo. (Claro, esta es una discusión que sólo le interesa a uno de los bandos, dado que el otro está contento con las cosas como están. ¡Pero eso no es excusa para que los que estamos de este lado no nos arremanguemos para intentar resolver la cuestión!) Por lo demás, puedo decir que me gustan los libros de Soriano, y que conozco a Saccomanno desde que escribía guiones de historietas, y que admiro al Bayer de Los vengadores de la Patagonia trágica y Severino Di Giovanni, pero soy incapaz de mencionar el título de un solo libro de Beatriz Sarlo. (Para columnista dominical, me quedo con Rosa Montero.) Ya sé que en este caso se trata de una falta mía, de un agujero en el tejido de la información de que dispongo, pero las pocas cosas que sé sobre esta autora –ayer leía que según Horacio Verbitsky, Sarlo dice que Rodolfo Walsh cultivaba “una estética de la muerte”, con lo que sinceramente disiento- me quitan todas las ganas de intentar conocerla. ¡Uno no puede leerlo todo!

Yo soy de los que creen que hay que vivir para poder escribir, en vez de escribir por temor a vivir.

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6 de marzo de 2007
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El Boomeran(g)
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