Sergio Ramírez
El cine mexicano hace entrar al cine latinoamericano por la puerta hacia lo universal, no porque sus tres jóvenes y grandes realizadores, Alejandro González Iñárritu (Babel), Guillermo del Toro (El Laberinto del Fauno) y Alfonso Cuarón (Niños del Hombre), hayan recibido tantas postulaciones a los Premios Oscar, que ya se sabe tienen mucho de fanfarria comercial y se gobiernan no pocas veces por ajustes y conveniencias. Es porque se han vuelto imprescindibles a la hora de señalar el gran cine, en los festivales europeos de firme prestigio, Cannes, San Sebastián o Venecia, en los Globos de Oro, concedidos por los corresponsales de prensa extranjeros en Hollywood, (y mejor calificados que el Oscar), e imprescindibles para la crítica, y para las compañías distribuidoras pero, sobre todo, atractivos para el público de cualquier parte y en cualquier idioma.
Es un cine de autor que se vuelve cine de masas, y si se vale de la tecnología de punta, como en El Laberinto del Fauno, se sostiene de manera firme en el arte, empezando por la calidad de los guiones, y de allí hasta el logro de las imágenes. Y explora, sobre todo, los grandes temas contemporáneos, la soledad y la miseria, el temor por el futuro, y lo mismo, el recuerdo terrible de la historia. Nos enseñan cómo se hace el gran cine en estos comienzos del siglo veintiuno, no para México o para Latinoamérica vistos hacia adentro, o para mirarnos nosotros mismos el ombligo, sino para el mundo. Están haciendo escuela, que es lo que hacen los grandes directores siempre, y, dichosamente, están empezando.