Vicente Verdú
El negro ha venido a ser el color de los artistas pero también, los señores y las señoras aman el negro como un paradójico recurso de belleza cuando el cuerpo no da para más. El negro confiere autoridad. No sólo adelgaza estrictamente –y falsamente- sino que con energía hace saber la determinación de hacerse vidente sin concederse una festividad visual. El negro se adhiere a la muerte en el luto pero, en la vida sin tragedia, se recicla como una seña de perdurabilidad.
Todos los colores son menos que el negro y tienden, tarde o temprano, a reposar en él. O bien: todo color representa una contingencia y el negro se identifica con la eternidad.
No se procede de la blancura infinita sino de la cerrada oscuridad.
La historia personal nace desde las tinieblas del cuerpo y la Historia se abre camino desde lo más oscuro del universo.
¿Hacia la luz? Hacia una luz que en su extremo deslumbraría hasta lograr la ceguera, allí donde el fulgor exasperado se corona en la visión última o total.
Radical, terminante, grave, el negro se trasciende como ente donde se funde el bien y el mal. De la tela inmaculada y alba se obtiene la nada, mientras en el interior de la gruta habitan todos los principios, concentrados, ahítos de su potencia, ahogados de tinta creadora que, como en la obra de Pierre Soulages, colmará balsas de cieno o vidrieras de miel.