Vicente Verdú
En el Instituto Francés de Madrid se representa ayer y hoy Los días felices de Samuel Becket. Mi periódico resalta un pasaje de la obra donde se dice: “Nada es más divertido que la infelicidad, te lo aseguro. Sí, sí, es la cosa más cómica del mundo”.
Enseguida uno piensa: Lo más cómico del mundo será, acaso, la felicidad. La idea o la sensación de felicidad y sus ridículos momentos en que se extravía la compostura, el sexo y el sentido.
Todo lo que mueve a la felicidad tiene que ver con la desaparición de la realidad y, en su extremo, con la evanescencia de la vida humana, con la emocionada ceguera. ¿No será ridículo creer que el fenómeno llega a producirse? ¿No será cómico y también lamentable asistir a ese trance?
La infelicidad mueve a la compasión pero la felicidad incluso más. Ambas tienen su efecto por una previa y cándida sobrevaloración de la existencia. Experimentar la intensidad de una u otra experiencia requiere una desproporcionada consideración de nuestras vidas, una exagerada y hasta grotesca apreciación del yo, puesto que no hay grandeza sin su pedestal ni importantes noticias sin una objetiva excepcionalidad del suceso. Pero la felicidad y la infelicidad humanas son tan sólo los pasajes manidos de un argumento demasiado viejo.