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TAUROMAQUIA

Al final de la Segunda Guerra Mundial un crítico de arte, antropólogo y filólogo francés, Michel Leiris escribió un peculiar, desmesurado, inteligente y arriesgado texto: La literatura  considerada como una tauromaquia. Creo que el texto todavía tiene la fuerza, la vigencia y el sitio que para mí lo tuvo en aquellos años 70, mediados, en los que leí ese texto. Todavía conservo el ejemplar de aquellos recordados “Cuadernos ínfimos” de la editorial Tusquets. Lo volveré a leer esta misma tarde. Y lo hago porque ayer tuve una discusión, una de esas discusiones de callejón sin salida, con un amigo querido y admirado. Hablábamos de ritos, mitos y diversiones. Hablábamos de poesía y de prosa. El invitado a la improvisada cena era el poeta Juan Gelman. Y mi amigo, uno de los anfitriones, era otro poeta, Luis García Montero. A una de la noche, pasados unos vinos, estuvimos hablando de toros y tauromaquia. Alguna vez he contado de mi afición a esa extraña, cruel y hermosa fiesta… o lo que se quiera decir de ese ritual, festejo, sacrificio, arte o lo que se quiera considerar que es el toreo. Al menos el toreo que uno desea. El que alguna vez presenció. El que alguna vez, bastantes, consiguió emocionar, conturbar y hacer feliz a este aficionado español.

Mi amigo Luis, y otros muchos admirados intelectuales o no, desprecian y no comprenden cuáles pueden ser las razones de que a gentes más o menos cercanas a su ética y a su estética -dicho esto sin tener que comulgar juntos en tantas cosas- podemos ser aficionados a ese resto de barbarie que queda como fiesta “nacional” que, según muchos desean, está condenada a extinguirse y desaparecer. La discusión era una faena tediosa, interminable, repetida, cuasi eterna lucha sin resolver entre taurinos y antitaurinos. Y naturalmente  sin trofeos. Y  sin ovación, sin vuelta al ruedo…pero, eso sí, sin sangre. Este año tampoco he leído el artículo de Manuel Vicent a la contra. Y sin embargo estoy deseando volver a leer el texto de Leiris, aquél texto que escribió después de salir horrorizado de su primera experiencia con la realidad de este sangriento arte. Mañana, espero, hablaré de más libros y más toros. Ahora, como todavía no hay toros, me voy a un concierto. A escuchar una de las grandes partituras del siglo XX. ¿Estará eso peleado con mi afición a los toros?

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9 de mayo de 2007
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Esas pequeñas voces en mi cabeza

Todos los meses me encuentro para tomar una cerveza con mi amigo Saúl, que es psiquiatra. Me entretiene escuchar sus casos clínicos. Y él disfruta contándolos. Una vez, tuvo que tratar a una mujer que se creía hombre. Otra, a un hombre que se creía montaña rusa.

Por lo general, en vez de años de psicoanálisis, Saúl recomienda frascos de pastillas para equilibrar el cerebro químicamente. Asegura que funciona. Como un cocinero de las emociones, conoce perfectamente el equilibrio necesario entre el litio y el prozac, entre el estimulante y el antidepresivo: la receta para la normalidad. Pero hace un par de días, me contó un caso nuevo, de una naturaleza inesperada, con el que no sabe qué hacer.

Se trata de un esquizofrénico. La esquizofrenia es un trastorno muy complejo, y su tratamiento puede ser extraordinariamente largo, pero este paciente presentaba rápidos avances. La primera vez que entró al consultorio, acababa de abandonar el trabajo con una baja clínica. Pero un trimestre y decenas de frascos de pastillas después, ya estaba reintegrándose en la sociedad. Consiguió un nuevo empleo y empezó a relacionarse con su entorno con libertad y naturalidad. Se volvió capaz de articular discursos con coherencia, incluso con sentido del humor. Nadie que no conociese su historia sospecharía que tenía un pasado disfuncional.

Saúl consideraba a este paciente uno de sus grandes éxitos profesionales y en alguna de nuestras esporádicas reuniones me había hablado de él con entusiasmo. Sin embargo, este lunes estaba desolado. Acababa de tener una cita con el paciente, y para su amarga sorpresa, la enfermedad había dado un inesperado giro.

Según Saúl, desde que el paciente entró en el consultorio notó que estaba trastornado. Se veía claramente desanimado y pálido. Cuando se sentó, fue como si se ofreciese en sacrificio.

-Doctor –dijo- ¿Recuerda que antes escuchaba voces en mi cabeza?

-Claro –contestó Saúl-, eran producto de la enfermedad ¿Has vuelto a oírlas?

-No, nunca más en los últimos meses.

-Excelente, estás haciendo rápidos progresos.

-Usted no entiende, doctor. Yo he venido a que me las devuelva.

-¿Perdón?

-Echo de menos a mis voces. Ellas al menos me hacían compañía. En cambio, la gente de verdad es muy difícil. Exige demasiado. Desde que no oigo mis voces, me siento muy solo. ¿Me las puede devolver, por favor?

-Bueno, no sé…

-Si no todas, al menos una. Quiero esa voz que decía: “tú no eres inferior, sólo eres especial”. Llevaba meses queriendo escuchar eso, y cada día lo necesito más. Afuera de mi cabeza, nadie me lo ha dicho nunca ¿Puedo recuperar esa voz, doctor?

Saúl no supo qué decirle. Hay recetas para estar sano, pero no para estar enfermo. Después de meses de orgullo, el mayor éxito psiquiátrico de mi amigo parece haberse convertido en su más rotundo fracaso.

Hoy he vuelto a llamar a Saúl, y aún no encuentra una solución.

¿Alguien tiene alguna sugerencia? 

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9 de mayo de 2007
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Encuentros cercanos

El lunes terminó la Feria del Libro de Buenos Aires, batiendo récords de convocatoria y de ventas. La feria nunca deja de ser lo que los argentinos llamamos un cambalache: mezcla de mercado y de templo consagrado a la poesía, de tribuna en que se defiende el valor del objeto libro y de vidriera para la exhibición de vanidades. Horacio González contó en Página 12 que mientras Arturo Carrera homenajeaba a Oliverio Girondo ante 20 personas, una multitud se agolpaba para ver a una de las participantes de Gran Hermano. Sin embargo los que amamos los libros perdonamos a la feria año tras año: la ilusión de que alguien pueda encontrar allí un relato que le cambie la vida (¿acaso no fuimos nosotros ese niño algunos años atrás, algunas ferias atrás?), hace que le renovemos el crédito cada vez.

Más allá de la frivolidad (a la frase cualquiera escribe un libro habría que agregarle una partícula que le otorgue precisión: cualquiera que aparece en TV escribe un libro), siempre ocurren cosas que valen la pena. El mismo lunes hubo un panel que logró llenar la Sala Lugones, aun en ausencia de los participantes de Gran Hermano. Roxana Morduchowicz, del Ministerio de Educación de la Nación, difundió allí los resultados de una encuesta realizada durante el 2006 entre los niños y adolescentes que participaron del programa Escuela y medios, que creó y dirigió. Para hablar del asunto convocó a Juan José Campanella, director de El hijo de la novia y de la miniserie Vientos de agua, y a Tristán Bauer, director de Iluminados por el fuego y responsable de la señal televisiva del Ministerio de Educación, un canal de cable llamado Encuentros.

Entre otros resultados, la encuesta mostró que los chicos viven pegados a la TV, aun cuando -¡paradójicamente!- no tienen programas favoritos: la dejan de fondo durante un promedio de tres horas diarias, seguramente a modo de ruido o de arrullo. Campanella señaló que el prime time se especializa hoy en el tipo de programas que tornan innecesario que el espectador se concentre: tanto Gran Hermano como Bailando por un sueño –que de lunes a viernes se reparten la mayoría del rating- le permiten a uno desarrollar infinidad de tareas paralelas, regresando a la pantalla sólo de tanto en tanto, cuando ocurre algo que al fin reclama su atención. (El lunes en la noche, por ejemplo, Marcelo Tinelli efectuó un paréntesis en Bailando para conversar con un Maradona recién salido de la clínica neuropsiquiátrica.) Al mismo tiempo, los encuestados confesaron su predilección por el cine y su prescindencia respecto de las películas nacionales. He aquí otra paradoja, que también destacó Campanella: la mayor parte de los filmes nacionales son dirigidos y actuados por gente joven, y sin embargo su narrativa resulta vieja, al apelar a una sensibilidad que podríamos definir como de festival internacional. Abandonados por quienes deberían ser sus voceros, o por lo menos sus referentes naturales, los jóvenes no tienen más remedio que consumir las ubicuas Narnias y Harry Potters de turno.

Como en tantas otras áreas de la vida, aquí también se impone la dinámica del negocio. La compulsión de maximizar las ganancias hace que la TV abierta apele al mínimo común denominador, potenciando el circo y retaceando el pan. Para la gente que no se atreve a apagar la TV ni tiene la opción del cable, la programación del horario central equivale a la ordalía del documental Super Size Me: es como vivir con una dieta excluyente a base de Coca Cola y hamburguesas de McDonald’s, llena la panza mientras destruye la salud. Sería imprescindible diversificar la dieta, pero en este presente de competencia salvaje, ¿quién puede convencer a los programadores de correr el riesgo de perder dinero, poniendo en peligro su puesto de trabajo?

Habrá que confiar en la difusión del cable. Yo no me había enterado siquiera de la existencia del canal Encuentros hasta que una de mis hijas, que por cierto no tiene nada de ratón de biblioteca, me habló de él en términos elogiosísimos.

Tal como se ve, no todo está perdido.

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9 de mayo de 2007
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IV. TIEMPO, ¿DÓNDE ESTAMOS TÚ Y YO?

A la idea de que mi vida se encuentra dominada por resonancias magnéticas que entran no sólo en mi cuerpo, sino también en mi pensamiento para trastornarlo todo, prefiero la convicción de que si el tiempo corre de prisa en mi cabeza es porque, con el paso de los años, el futuro se reduce de tamaño, mientras el pasado se ensancha como un abismo insondable, e insaciable. Eso hace que el presente se vuelva cada vez algo más precario, un espacio en el que apenas puedo detenerme a reflexionar. Son las viejas, pero no por eso tranquilas, razones de la edad.

Quienes me leen son los únicos que me pueden decir si, jóvenes como son, el tiempo les parece eterno, que nada les corre prisa, que hay días que no terminan nunca, que cinco años les parecen 50,  Y así, viéndome en su espejo que fue el mío, nos quedamos todos en paz.

Mientras tanto, quiero citar al gran poeta nicaragüense Alfonso Cortés, que pasó la mitad de su vida en un manicomio, autor de estos versos:

La tierra no conoce los caminos
por donde a diario anda —y
más bien esos caminos son la
conciencia de la tierra... —Pero si
no es así, permítaseme hacer una
pregunta: —Tiempo, ¿dónde estamos
tú y yo, yo que vivo en ti y
tú que no existes?

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9 de mayo de 2007
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¿LA IDENTIDAD?

Puede creerse, por influjo de la literatura política,  que hablar manifestándose rotundamente contribuye a afirmar el carácter, la idea o la identidad. La identidad, sin embargo, es un bien demasiado inaprensible y cuanto más se la persigue deliberadamente, forzadamente, más se fuga de nuestro alcance o vira hacia una caricatura difícil de aguantar.

Ocurre así con los nacionalismos que empeñados en lo identitario terminan siendo tan grotescos en sus misiones como en sus himnos o declaraciones. Las peroratas sobre el uno mismo, la obsesión por asentar el ego ante los demás, la monomanía de la diferencia y de hacerse  diferente exaltando la distinción conducen al más necio de los abismos. Sea en lo político o en lo personal, afincarse cerrilmente en lo diferencial no sólo acerca al tóxico de la mismidad sino a la peor extranjería.

En la vida colectiva lo peculiar, si de verdad existe, se hará presente por  ósmosis, cruces, coaliciones. En la vida individual, el recato inteligente,  la prudencia y hasta el silencio son de los mejores linimentos para entonar  la convivencia y en su extremo para estimular la participación feliz. Siendo toda clase de buena como un jugo luminoso que no se obtiene de estrujar o exprimir el orgullo personal sino de la influencia que cada uno destila libremente y que la cercanía lleva a mezclar.

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8 de mayo de 2007
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III. LA TIERRA SE DETENDRÁ, Y HABRÁ QUE VERLO

El profeta de esta nueva era de la Resonancia Schumann se llama Gregg Braden, quien viaja incesantemente por los Estados Unidos explicando su teoría. Jura que la Tierra, como consecuencia de todos estos trastornos, está pasando a través del “Cinturón de Fotones” y que disminuye su velocidad de rotación. “Cuando la Tierra detenga su rotación y la frecuencia de resonancia alcance los 13 ciclos, estaremos en el campo magnético del punto cero. La Tierra se detendrá y en dos o tres días comenzará a girar nuevamente en la dirección opuesta. Esto producirá una reversión en los campos magnéticos alrededor de la tierra”.

La tierra que deja de girar. El silencio sideral se apodera de nosotros. Y luego, como una vieja máquina herrumbrada, se echa a andar de nuevo en sentido contrario. Girando al revés, seremos seres diferentes. Ya estamos empezando a serlo. En un futuro no lejano, los ojos humanos se volverán como de gato para poder ajustarse a la nueva atmósfera y a la luz. Todos los niños nacidos después de 1988 tienen ya poderes telepáticos desde el nacimiento. Y mi imaginación, lo mismo que mi percepción del tiempo, también se acelera.

El Apocalipsis medido en hertzios. A lo mejor, pronto nacerá una nueva iglesia de la Resonancia Schumann, como la del Anticristo.

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8 de mayo de 2007
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La vida privada de los superhéroes

Marcelo Piñeyro se mofó de mí el jueves, al preguntarme si ya había corrido a comprar entradas para Spider-Man 3. Es que me sabe fanático de las historietas en general, y de los superhéroes en particular. Le respondí que no –vi la peli recién el domingo: es más bien floja, con algunos momentos que me dieron ganas de salir corriendo-, explicando que si bien la historieta de Stan Lee me gustaba mucho, las primeras dos adaptaciones de Sam Raimi no me habían convencido del todo. No es que estén mal, pero… Creo que uno de los motivos que me impulsó a ver la tercera fue el haber leído, en la crítica de un medio importante, que por primera vez las partes en que Spider-Man trabaja de Spider-Man parecían reales. Les informo: no es verdad. Siguen pareciendo un dibujo animado. Movimiento frenético, montaje ídem, cero verosimilitud. Para eso me quedo con los dibujitos animados de Spidey que veía cuando niño. Que por lo demás deben haber costado dos pesos, en lugar de los 800 millones de dólares que hicieron de Spider-Man 3 la peli más cara –más estúpida, más inexplicablemente cara- de la historia del cine.

Mientras me defendía de la sorna de Piñeyro, descubrí algo respecto de mi amor por los superhéroes. En realidad lo que me seduce no son tanto los poderes en sí mismos (el casi imbatible Superman, por ejemplo, me deja frío), ni el traje que adoptan, sino más bien el drama que los funda y define. Lo que me fascinaba de la historieta de Stan Lee que leía de pequeño, más aún que las habilidades de Spider-Man –que para qué negarlo, me resultan encantadoras-, eran sus dificultades para encontrar un equilibrio entre sus dos trabajos y su vida privada. El pobre Peter Parker andaba todo el tiempo tironeado entre su labor de fotógrafo free lance, su demandante tarea de superhéroe y los reclamos de su tía May –que además es cardíaca, y no está para sustos- y de su novia Mary Jane Watson. Pionero del multitasking, Peter Parker vivía al filo de matar a su tía de un infarto, de ganarse el despido de parte de su editor J. Jonah Jameson y de que Mary Jane le colgase la galleta definitivamente. Y eso, superhéroe o no, no es vida.

En otros tiempos, la vida pública estaba por completo separada de la intimidad. Los héroes no tenían nada que pudiese denominarse vida privada, más allá de algún amor imposible que tenía la funcionalidad de atizar el fuego de su romanticismo. Se debían a una causa de valor indiscutible, y por ello sus amadas se abstenían de regañarles por la ausencia del hogar. (El revisionismo de la película Robin and Marian, de Richard Lester, no hace más que confirmar la regla.) Ahora el juego cambió con la omnipresencia de los medios, que han convertido lo privado en lo público. Si Batman existiese, las cadenas de TV le ofrecerían millonadas para instalar un Gran Hermano dentro de la Baticueva.

Pero ese es otro tema. Lo que quiero decir es que, al igual que me ocurre con los personajes de otros géneros, lo que me interesa de los superhéroes es su capacidad de asimilar contradicciones: cuanto más capaces sean de encontrar un equilibrio entre las facetas contradictorias de su naturaleza, más interesantes resultarán. ¡Cuanto más flagrante sea su talón de Aquiles, más fascinante será su historia! Aunque no poseamos poderes sobrehumanos, todos tenemos áreas de la personalidad en las que somos fuertes y otras en las que somos endebles. El drama –en el sentido de género- de nuestras vidas es, por cierto, el de determinar cómo usaremos nuestras fortalezas y cómo resistiremos a nuestras debilidades para conseguir la satisfacción de los deseos más profundos.

Mientras tanto, sigo siendo fanático de la serie Héroes.

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8 de mayo de 2007
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SARKOZY Y LA CHANCON

Más de una vez he citado uno de los poemas de Jaime Gil de Biedma que más quiero, y es un poeta del que quiero muchos poemas, se llama “Elegía y recuerdo de la canción francesa”, es de su libro Moralidades pero está en todas sus antologías. Se refiere e ese tiempo de posguerra en que Europa estaba en ruinas y en España la gente se apretaba en los cines porque no existía la calefacción y dice en su poema -que os aconsejo leer entero- dice cosas que me vinieron, otra vez, al recuerdo en la noche de la victoria de Sarkozi. Recordé aquello de “Y fue en aquél momento, justamente/ en aquellos momentos de miedo y esperanzas/-tan irreales, ay- que apareciste,/ o rosa de lo sórdido, manchada/ creación de los hombres, arisca, vil y bella/ canción francesa de mi juventud!/ Eras lo no esperado que se impone/ a la imaginación, porque así es la vida,/

Tú que cantabas la heroicidad canalla,/ el estallido de las rebeldías/ igual que llamaradas, y el miedo a dormir solo,/ la intensidad que aflige al corazón… Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos,/ aunque a veces nos guste una canción.”

Y nosotros, los de otro entonces, los que no escuchamos esas canciones francesas, los que las perseguimos después, en los tiempos en que Europa ya estaba reconstruida, televisada por eurovisión, en colores… pero es igual, algunas canciones tuvieron la capacidad de trasmitir las mismas, parecidas, emociones. Y esas canciones francesas de posguerra, aquellas de los tiempos de Jaime Gil de Biedma, nos asaltaron también a nosotros. Los de otros entonces.

Y la otra noche, ayer aunque me parezca tan lejano, con poca alegría, la verdad, recibí la noticia en directo y por televisión del triunfo de ese político tan poco simpático para mi manera de entender la política, Francia, Europa y el mundo. No me gusta que ganen los políticos que han sido, que son amigos de Aznar. No me gustan ni bebido. Ni con vino de la Ribera de Duero. Pero bueno, lo miraba, con suave desencanto, tampoco es mi problema cercano. Y, de repente, aquellas canciones francesas, aquellos cantantes que me parecieron lo peor de la canción francesa. Lo más convencional, lo más postizo. Esa olvidada, y olvidable, Mireille Mathieu, que tanto se paseaba por las televisiones del franquismo para hacernos creer que era la continuación de Edith Piaf…puaff…¡Qué cursi versión de Piaff! Todo parecía producto de un mal marketing, incluso cuando se puso a cantar “La marsellesa”, aquello parecía edulcorado, convencional, forzado y un toque hortera/ burgués. Algo parecido al mal gusto. Como ese otro cantante, también sacado del baúl de los olvidos, llamado Enrico Macías. Que ya creció soñando en que algún día sería millonario, por la vía de la lotería o así…Y el remate del rai entregado, pelotilla de Fardel. Como dice mi amigo Guillermo Altares en su crónica de El País de hoy, un poco estilo “Operación triunfo”… Sí eso, más operación, buscando en el baúl de los recuerdos… oh, oh,oh… Cualquier parecido con la canción francesa es casualidad.

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7 de mayo de 2007
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Bienvenidos al Paradiso

Perdonen que esté más tonto de lo habitual. Es que acabo de ver Cinema Paradiso y todavía no pude bajar de la nube.

Es la primera vez que la veo, aunque pueda sonar absurdo. Padezco de un extraño mecanismo de autocensura que me aleja de cierto tipo de éxito: hablo de esos que se vuelven abrumadores, de esas obras que parecen gustarle a todo el mundo, incluidos los críticos, que por una vez ocultan las hachas con que suelen eviscerar los relatos que complacen a la gente; cuando estos éxitos ocurren, tiendo a desconfiar de las razones de sus autores y del público que los celebra y del silencio cómplice de los críticos, y me mantengo a prudente distancia (tampoco he visto El cartero, si vamos al caso) hasta que el libro o la película de marras llaman tantas veces a mi puerta que al fin me decido a espiar. Estoy seguro de que a menudo este instinto me preserva de infinidad de bodrios. Con La vida es bella no le hice caso, y mi instinto probó estar en lo correcto. En otras ocasiones, ese desplazamiento –ver o leer una obra cuando ya ha pasado de moda, cuando hablar de ella no le otorga a uno patente de inteligente o de informado, cuando incluso pocos la recuerdan- me ha deparado algunos de los mejores momentos de mi vida. Leí La insoportable levedad del ser tiempo después del boom, y la novela todavía figura en mi lista de imprescindibles. Y esta tarde de domingo, Cinema Paradiso hizo por mí lo que sólo hacen las obras imperecederas: habló en clave de mi propia vida, disipando mi angustia como el haz de luz que acaba con la tiniebla de la sala.

Para los que ya no recuerdan, o son demasiado jóvenes: Cinema Paradiso es una película italiana de 1989, que en su momento ganó infinidad de premios –incluido el Oscar al Mejor Film Extranjero. Cuenta la historia de Salvatore de Vita (nombre con sobredosis de simbolismo, por cierto), un cineasta exitoso al que un llamado telefónico que proviene de su pueblo natal, el siciliano Giancaldo, le dispara un racconto tan largo como el filme: Salvatore, a quien de niño llamaban Totó, recuerda su infancia y juventud bajo la tutela de Alfredo (Philippe Noiret), el proyeccionista del cine local, que ocupó el sitial de su padre desaparecido y le inculcó, entre otras cosas, su desaforado amor por el cine como fuente de luz y de sabiduría.

Es verdad que Cinema Paradiso parece más vieja de lo que es. Su narración es convencional, la falta de sonido directo empobrece la percepción y muchas de sus vueltas se ven venir a la legua. (Me ocurrió, por ejemplo, cuando entendí antes de tiempo quién salvaría económicamente al cine incendiado y cuál sería el contenido de la lata que Alfredo lega a Totó como herencia.) Y resulta indiscutible que el relato funciona mejor cuando Totó es niño, interpretado por el simpatiquísimo Salvatore Cascio, que cuando se vuelve adolescente. (Habría que ver en todo caso el filme original de Giuseppe Tornatore, que ha sido editado en DVD, en vez de esta versión con 40 minutos menos que se usó para su estreno internacional.) Pero aun así me llegó al corazón. Desde el comienzo mismo, cuando Totó monaguillo se duerme en plena misa y en cambio abre los ojos en el cine: la sustitución de la fe anquilosada –la de este catolicismo que se pega como una rémora al poder, con el cura que se arroga el derecho de censurar los besos de las películas- por una fe actuante y viva –la del cine, que conecta con lo sublime y nos enseña a vivir mejor-, sintetizó buena parte de mi vida en pocas escenas. Salvatore-Totó permanece fiel a la emoción que lo hizo sentir vivo desde levantaba un palmo del suelo, a pesar de las frustraciones y de los dolores que la historia le regala a manos llenas.

Cinema Paradiso apunta, pues, a una cuestión esencial. En el curso de una vida, ocurren infinidad de cosas que justifican que nos encerremos en el capullo de nuestra peor encarnación: siendo el mundo violento y salvaje como es, es fácil convencerse de que todos andan a la caza de lo que tenemos, de lo que somos y hasta de nuestra piel, y por ende de que hace falta ser egoísta, frío y cruel para sobrevivir. En cambio hay muy pocas, poquísimas cosas que encenderían la flama de lo que podría concedernos una felicidad profunda. No nos la dará nunca el dinero, ni la adulación, ni el poder, ni la sensación de haber obtenido una engañosa seguridad. En cambio –todos, hasta los más desgraciados, hemos experimentado aunque más no sea alguna vez una cosa semejante- es posible apegarse a aquellas chispas que aunque fugaces por definición, han hecho de nosotros quienes somos. La experiencia del amor real en manos de una madre, de un padre, de unos abuelos. La generosidad de un amigo, y hasta de algún extraño en la hora de la necesidad. La iluminación que llegó en un instante clave por vía de una película, de un libro, de una canción. Y la epifanía que nos revela que, a sabiendas de que hemos experimentado al menos una de estas maravillas, no hay nada mejor que vivir para producirlas en otros. A su triste, pírrica manera (porque al llegar a adulto recordaba qué quería hacer, pero nunca porqué), Salvatore-Totó me otorgó consuelo en la tarde del domingo, cuando pensaba que no existía nada más grande ni definitivo que mi dolor, cuando creí, durante un peligroso instante, que ser fiel a las cosas maravillosas de mi vida había dejado de importarme.      

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7 de mayo de 2007
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Micrófonos

Cuando estuve en Cuba hace cuatro años conocí al escritor y cineasta Eduardo del Llano, quien me contó la historia de cuando fueron a visitarlo los agentes de Seguridad del Estado. Narraré los hechos tal y como él me los narró a mí. Habla Eduardo:

Una mañana dos agentes tocaron la puerta de mi casa. Al abrir, me mostraron una sonrisa como de vendedores de aspiradoras y me dijeron:

-Buenos días, compañero. Venimos a ponerle los micrófonos.
-¿Los qué, perdón?
-Los micrófonos. Para escucharlo cuando hable usted mal del gobierno.
-Esto debe ser una broma ¿no?
-¿Qué? ¿vamos a empezar con las quejas ya? A los clientes no hay quien los entienda. Si ponemos los micrófonos a escondidas, se quejan. Si los ponemos frente a ellos, se quejan también. ¿Acaso prefiere usted que dos desconocidos vengan a ponerlos en su ausencia?
-Bueno, visto así...
-Claro que sí. El gobierno piensa en usted y ha decidido hacer su programa de vigilancia más participativo. Ahora, cuénteme. ¿En qué parte de la casa habla usted mal del gobierno?
-Y, no sé, un poco por todas partes...
-Bueno, pues olvídelo. Vamos a necesitar que concentre sus comentarios subversivos en algún lugar de la casa.
-Oiga, pero no me puede usted pedir que...
-A ver, por favor, un poco de solidaridad, compañero. En este país hay familias de diez personas que deben conformarse con un micrófono. A usted que vive solo le estamos dedicando dos. A ver si colaboramos un poco ¿no? Es usted un privilegiado.
-Bueno, lo siento.
-Además, la acústica de esta casa es terrible. Me temo que vamos a tener que transmitir desde el baño.

El agente entró ahí y se puso a cablear y a instalar las escuchas. Yo le advertí:

-Oiga, pero yo no hablo mal del gobierno en el baño. Ahí siempre estoy solo. Hablo de estas cosas cuando tengo visitas, por lo general.
-Tráigalas al baño. Si quiere le conseguimos un minibar como los de los hoteles para que lo instale junto al water –se puso los audífonos y continuó-. A ver, voy a hacer una prueba. ¿Puede decir algo subversivo por favor? 
-¡Quiero una antena parabólica!
-Muy bien, perfecto. Vamos a dejarlo en esta frecuencia. Ah, y recuerde: limítese a hablar mal. La última vez que intervinimos sus comunicaciones, se pasó quince minutos explicando por qué no se iba de Cuba. Por favor, ahórrenos eso. Sólo nos interesan sus quejas.
-Ok. Y dígame ¿cuando hay apagón funcionan los micrófonos?
-Ahí especialmente, compañero. Los cortes de luz nos procuran siempre excelente material.

Los agentes se despidieron amablemente, pero Eduardo grabó un corto con esa historia. Si quieren verlo pinchen aquí.

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7 de mayo de 2007
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