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III. EL DECIR UNIVERSAL

No he leído ninguna de las diez novelas elegidas por el público de Inglaterra como las mejores, porque tengo un prejuicio muy asentado en contra de los best-sellers. A veces me pregunto: ¿por qué nunca he leído a John Le Carré? Y la respuesta me la he dado al ver alguna de sus novelas puesta en el cine, El sastre de Panamá, por ejemplo (el desastre de Panamá), y me he dicho: has hecho bien, no es más que un refrito menguado de las novelas de Graham Greene.

Y tampoco se me ha ocurrido leer nunca El código da Vinci, y me he conformado con oír contar el argumento en el que dicen que figuran los amores de Jesús y María Magdalena, y también sus herederos. Sólo eso me ha dado grima, y no por amor al Opus Dei.  De modo que tampoco he ido a ver la película, conformándome con el decir universal de que ambas, novela y película, son pésimas.

¡Decir universal! Basta de arrogancia. El decir universal sostiene absolutamente lo contrario, desde luego que se trata del libro más vendido de los últimos tiempos. En la mejor época del furor por El código da Vinci, conté a siete pasajeros entretenidos y felices, leyendo el libro en la cabina de un avión.

Y tampoco he leído nunca ninguno de los tomos de la zaga de Harry Poter, aunque no he dejado de admirarme de la magia que induce a mis nietos a leérselos en un par de sentadas, a pesar de sus 800 páginas, con lo que se demuestra que un ladrillo semejante le puede ganar la partida a los video-juegos y a la televisión.

Pero díganme ustedes: ¿han leído alguna de esas diez?

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24 de mayo de 2007
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El ‘coach’

Por recomendación de Alicia, colaboradora de este blog, he decidido buscar un Life Coach, es decir, un psicólogo menos freudiano y más práctico. El propósito del coach no es resolver tus traumas sino ayudarte a vivir con ellos de un modo más o menos funcional. Exactamente lo que necesito.

En nuestra primera cita, le explico:

-Tengo la imaginación inflamada. Exagero compulsivamente y me invento cosas. Mis amigos están cansados de mis mentiras, y en el trabajo ya no me creen nada. Eso es especialmente grave porque soy periodista. 

-Normal –sugiere él-. Usted muestra un cuadro típico de negación de la realidad. No le gusta su vida, de modo que lo disfraza constantemente. Emplearemos una terapia de extrañamiento de su mundo. Lo apartaremos de su vida cotidiana, de modo que la idealizará y la echará de menos. Al final de la terapia, usted volverá a su realidad apreciándola más y dejará de negarla.

Como primer paso de la terapia, el coach me hizo cambiar de empleo. Me colocó como portero de su edificio. Y para colaborar a que yo apreciase mi vida real, me contrató sin sueldo. La verdad, tuvo resultados. Realmente, empecé a apreciar mi vida cotidiana. Estaba tan agradecido con el coach que me identificaba con él: a veces, al verlo por la mañana, me parecía que iba vestido como yo, o contaba chistes que se me habían ocurrido a mí.

-Su terapia es un éxito –me dijo un día-. Avanza usted muy rápidamente. Creo que está listo para el siguiente paso: la mudanza.

La mudanza era sólo temporal, pero debía realizarse sin aviso previo. La idea era que yo desapareciese sin dejar rastro por una temporada, para que nadie pudiese siquiera visitarme. Partí de casa una madrugada. Le dejé un beso a mi esposa y un recuerdo a mis vecinos, y me instalé en la portería del edificio del coach.

En efecto, como él había previsto, me inundó la más profunda nostalgia de mi vida interior. De hecho, ya no imaginaba nada, porque mi cabeza se pasaba el día recordando lo bien que me iba antes. Pensé que la terapia terminaría ahí, pero aún faltaba un paso: el extrañamiento total. Me dejé barba y engordé seis kilos. Me cambié el corte de pelo y me lo teñí de rubio. Incluso empecé a hablar como si fuera un portero ruso.

Una mañana, cuando ya odiaba profundamente mi nueva vida, decidí que volvería a ser yo sin importar lo que me dijese el coach. Pero cuando subí a decírselo, no estaba. De hecho, de su puerta colgaba el cartel de un consultorio odontológico. Pensé que me había equivocado de piso, pero no.

Desconcertado, volví a casa. Pero mi vieja llave no abría la puerta. Esperé a mi señora durante horas. Ya era de noche cuando apareció del brazo del coach.

Salí a su paso y le dije:

-¡Cariño! ¿Qué haces con él?

Ella me miró sorprendida y le dijo al coach:

-Llama a la policía. Hay un borracho en la puerta.

-No será necesario –contestó él-, parece inofensivo.

Y entraron en mi casa. O bueno, en su casa.

He seguido al coach a todas partes desde entonces. Lo he visto tomar cervezas con mis amigos de toda la vida, trabajar en mi estudio y publicar artículos con mi nombre en el periódico. Incluso ha abierto un blog de humor surrealista en el portal El Boomeran(g).

Al principio, todo eso me molestaba profundamente. Pero la verdad, el trabajo de la portería es apacible y fijo. No me puedo quejar y no tiene sentido pensar en tonterías. Es verdad que a veces me gustaría tener una vida diferente y menos solitaria. Por otro lado, buena parte del día me lo paso sentado, y dejo que mi mente divague un poco y se invente cosas. La imaginación, después de todo, siempre ha sido mi mejor consuelo.   

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23 de mayo de 2007
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El 'coach'

Por recomendación de Alicia, colaboradora de este blog, he decidido buscar un Life Coach, es decir, un psicólogo menos freudiano y más práctico. El propósito del coach no es resolver tus traumas sino ayudarte a vivir con ellos de un modo más o menos funcional. Exactamente lo que necesito.

En nuestra primera cita, le explico:

-Tengo la imaginación inflamada. Exagero compulsivamente y me invento cosas. Mis amigos están cansados de mis mentiras, y en el trabajo ya no me creen nada. Eso es especialmente grave porque soy periodista. 

-Normal –sugiere él-. Usted muestra un cuadro típico de negación de la realidad. No le gusta su vida, de modo que lo disfraza constantemente. Emplearemos una terapia de extrañamiento de su mundo. Lo apartaremos de su vida cotidiana, de modo que la idealizará y la echará de menos. Al final de la terapia, usted volverá a su realidad apreciándola más y dejará de negarla.

Como primer paso de la terapia, el coach me hizo cambiar de empleo. Me colocó como portero de su edificio. Y para colaborar a que yo apreciase mi vida real, me contrató sin sueldo. La verdad, tuvo resultados. Realmente, empecé a apreciar mi vida cotidiana. Estaba tan agradecido con el coach que me identificaba con él: a veces, al verlo por la mañana, me parecía que iba vestido como yo, o contaba chistes que se me habían ocurrido a mí.

-Su terapia es un éxito –me dijo un día-. Avanza usted muy rápidamente. Creo que está listo para el siguiente paso: la mudanza.

La mudanza era sólo temporal, pero debía realizarse sin aviso previo. La idea era que yo desapareciese sin dejar rastro por una temporada, para que nadie pudiese siquiera visitarme. Partí de casa una madrugada. Le dejé un beso a mi esposa y un recuerdo a mis vecinos, y me instalé en la portería del edificio del coach.

En efecto, como él había previsto, me inundó la más profunda nostalgia de mi vida interior. De hecho, ya no imaginaba nada, porque mi cabeza se pasaba el día recordando lo bien que me iba antes. Pensé que la terapia terminaría ahí, pero aún faltaba un paso: el extrañamiento total. Me dejé barba y engordé seis kilos. Me cambié el corte de pelo y me lo teñí de rubio. Incluso empecé a hablar como si fuera un portero ruso.

Una mañana, cuando ya odiaba profundamente mi nueva vida, decidí que volvería a ser yo sin importar lo que me dijese el coach. Pero cuando subí a decírselo, no estaba. De hecho, de su puerta colgaba el cartel de un consultorio odontológico. Pensé que me había equivocado de piso, pero no.

Desconcertado, volví a casa. Pero mi vieja llave no abría la puerta. Esperé a mi señora durante horas. Ya era de noche cuando apareció del brazo del coach.

Salí a su paso y le dije:

-¡Cariño! ¿Qué haces con él?

Ella me miró sorprendida y le dijo al coach:

-Llama a la policía. Hay un borracho en la puerta.

-No será necesario –contestó él-, parece inofensivo.

Y entraron en mi casa. O bueno, en su casa.

He seguido al coach a todas partes desde entonces. Lo he visto tomar cervezas con mis amigos de toda la vida, trabajar en mi estudio y publicar artículos con mi nombre en el periódico. Incluso ha abierto un blog de humor surrealista en el portal El Boomeran(g).

Al principio, todo eso me molestaba profundamente. Pero la verdad, el trabajo de la portería es apacible y fijo. No me puedo quejar y no tiene sentido pensar en tonterías. Es verdad que a veces me gustaría tener una vida diferente y menos solitaria. Por otro lado, buena parte del día me lo paso sentado, y dejo que mi mente divague un poco y se invente cosas. La imaginación, después de todo, siempre ha sido mi mejor consuelo.   

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23 de mayo de 2007
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II. CONFESIÓN DE IGNORANCIA

Por tanto, como sigue diciendo el bolero cantado por Daniel Santos, “de tu amor y de mi amor, no está quedando nada”, refiriéndonos a la identidad entre lectores y críticos. O entre lectores corrientes y lectores literarios, y al hacer esta diferencia no quiero ser de ninguna manera arrogante, y trato de fijar solamente un hecho ingrato, pues qué buenas cuentas  sacaríamos si aquellos juzgados como buenos libros, fueran siempre los best-sellers.

Porque de acuerdo a la encuesta de las librerías Waterstone que mencionamos, las preferencias del público a quienes confirman es a los best-sellers, aquellos que aparecen de primeros en los índices de venta, y que pasan, algunos, la cifra del millón de ejemplares vendidos.

Estos son, según los lectores, sus mejores diez: 1. Harry Potter y la piedra filosofal de J.K. Rowlins, 2. La mujer del viajero en el tiempo, de Autrey Niffenegger. 3. Luces del norte de Philip Pullman. 4.  Birdsong de Sebastián Faulks. 5. El Código da Vinci de Dan Brown. 6. La sombra del viento de Carlos Ruiz Safón. 7. Memorias de una Geisha de Arthur Golden. 8. La historia secreta de Donna Tartt. 9. La mandolina del capitán Corelli de Louis Cernieres. 10. El curioso incidente del perro a medianoche de Mark Haddon.

Confieso, no sin cierta vergüenza, que no he leído ninguno de ellos. Mañana les digo por qué.

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23 de mayo de 2007
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EL PERDÓN

Resulta fácil perdonar cuando se entienden bien las excusas del otro pero si esas explicaciones no se reciben o parecen falsas, la ofensa queda exenta de razón, colgando como una pedrada que puede volver a herirnos sin sentido y sin previsión. ¿Perdonar bajo estas condiciones será pues una temeridad? ¿No convendría en estos casos situarse lo más lejos posible de la amenaza de aquél?

Muchas rupturas para siempre se basan tanto en un gran rencor como en un gran pavor. El otro se trasmuta en un temible desconocido y, simultáneamente, en un enemigo, pero un enemigo monstruoso. Un mal fatal, sin cabeza ni proporción. ¿Cómo perdonar entonces a este monstruo descabezado?

Al necio puede ofrecérsele cualquier grado de compasión pero el perdón requiere que quien lo reciba sea en algo consciente de nuestro obsequio. El que perdona, al cabo, tras el esfuerzo de ahogar su orgullo, espera una inteligencia, aún parcial, de su gesto y su valor.

En el extremo, el perdón no valdría nada si la inteligencia del otro sobre nuestro esfuerzo fuera tan exacta que igualara virtuosamente nuestra generosidad. Siempre se necesita para que el perdón tenga lugar en cuanto obsequio, que se realice como donación. Una donación sin total contraprestación. Puede ser que la donación de perdón siembre una deuda para el futuro pero el acto de perdonar sólo se cumple con un déficit de recompensa.

La recompensa al esfuerzo de negar parte del yo sólo se obtiene, paradójicamente, del propio yo. El yo se resarcirá del daño recibido mediante un procedimiento de regeneración semejante al de los órganos que recrecen autónomamente. El yo se reconstituye a partir de su misma mutilación. O bien, el orgullo menoscabado por la ofensa se recupera mediante el orgullo procedente del  pedestal del perdón, puesto que el perdón es una facultad que nos iguala a los dioses. Quien puede perdonar posee poder. El perdón engrandece a su protagonista porque pudiendo redimir al otro de su culpa opera como un Salvador. Todo el esfuerzo que requiere perdonar indica notoriamente que se está ascendiendo.

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23 de mayo de 2007
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Aprendizaje (III)

He pasado estos días tratando de entender qué cosas de verdadero valor aprendí en la vida. De mi padre, tal como ya dije, aprendí la alegría del hacer. De mi madre aprendí el disfrute del arte: la literatura, el cine, la música. (Art wins in the end!) De mi abuelo aprendí a llorar y a reír al mismo tiempo. (Cuando algo me emociona profundamente me ocurren las dos cosas en simultáneo.) De mi abuela, de mi madrina y de mis tías gordas aprendí el amor incondicional. Algo que no tuve más remedio que practicar cuando vinieron al mundo mis hermanos: sin que ellos lo supiesen, me enseñaron que los más pequeños necesitan afecto y cuidados constantes –parte de nuestra función es preservar a los más débiles, hasta que ellos mismos estén en condiciones de cuidar a otros.

A mis maestras les debo algunas cosas que quizás parezcan menores –los números, el descubrimiento de Cortázar, aquel viejo libro de mitos griegos- y una fundamental: el entusiasmo que produce transmitir, cuando le pasamos a otro la antorcha de algo bello. De mis amigos y amigas aprendí el goce de compartir, y también la fidelidad. De los narradores aprendí casi todo lo otro de que puedo dar cuenta. Pero aprendí además cosas negativas, por cierto. De algún modo aprendí a ser egoísta. Algunas circunstancias y ciertas personas deben haber servido a mi aprendizaje de la violencia, de la intolerancia; de cualquier modo me parece justo no endilgarle a nadie que no sea yo mismo el copyright de mis defectos. También aprendí a ser inseguro y a lastimar. (El hecho de que exista gente que agrede porque sí, tan sólo porque necesita exteriorizar su propia inseguridad, me resulta devastador; tal vez por lo que supone como espejo.) Aprendí a sentir envidia, a ser ansioso, a ahogarme en un vaso de agua. Por eso el proceso funciona en sentido doble: tan importante como aprender es saber desaprender.

Me gustaría desaprender mi individualismo. Me gustaría desaprender mi dificultad para reírme de mí mismo y mi tendencia a tomármelo todo a la tremenda. Me gustaría desaprender mi impaciencia y mi miedo a la muerte.

A pesar de que la historia de la humanidad sugiere lo contrario, o cuanto menos el beneficio de la duda, yo creo que además de los conocimientos obvios y funcionales podemos aprender cosas de otro valor, quizás más profundo. Diría más: creo que necesitamos aprender otras cosas, a riesgo de seguir pasando por este escenario de la misma manera agitada y agresiva que viene constituyendo la norma. El problema es que esta área está más bien carente de maestros: no existen cátedras que nos enseñen a vivir mejor. En todo caso, la ventaja de esta circunstancia (alguien debe haberme enseñado a ser optimista, eso está claro) es que nos obliga a ser creativos. Todo lo fundamental que debemos aprender está allí en alguna parte, existe ya. Encarnado por ciertas personas, encerrado dentro de ciertos libros, implícito en las leyes que gobiernan nuestro universo físico y químico. Quiero creer que podré leer esta entrelínea del texto de la vida, porque aspiro a comunicársela a mis hijas de alguna manera; me gustaría que fuesen más sabias que yo, lo cual equivale a decir más felices.

Lo bueno de la condición humana es que nos permite aprender algo nuevo cada día. El domingo, gracias al artículo de Vargas Llosa en El País, descubrí que existe una poeta llamada Blanca Varela y me dije: cualquiera que sea capaz de escribir un verso como ese que dice donde todo termina abre las alas, seguramente tiene algo que enseñarme.

Aprendemos. Duramente, y con lentitud que abochornaría a un caracol, pero aprendemos.

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23 de mayo de 2007
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El miedo al pasado

Günter Grass adopta una distinción sin la que no podría atreverse a pelar la cebolla de su larga vida, pues entre el recuerdo y la memoria finalmente cumplida media la voluntad de ser, la terca y orgullosa voluntad de saber qué fue, pese a todo, lo que ocurrió mientras vivimos. No a nuestro alrededor, tan solo, sino en uno mismo. Estancia a veces tan velada.

No en balde la escritura es el más decidido acto de la conciencia y ésta noble actividad de la mente, la única fuente de certeza razonable sobre el enigma del yo en el vasto océano del tiempo pasado.

Ser un severo observador de sí mismo y prestar a tu país la oportunidad de contemplarse a través de un ciudadano audaz, atrevido, inmisericorde.

Simultáneamente, mientras Grass presenta en Madrid su autobiografía, Pelando la cebolla (Alfaguara), la editorial Taurus publica las memorias de Joachim Fest, Yo no. El testimonio de la resistencia de su familia ante el acoso de los jerarcas nazis.

El historiador y periodista alemán, fallecido el año pasado, autor de la más completa biografía de Hitler, comienza su relato declarando “me he propuesto recordar”. Un nuevo gesto de la ejemplar voluntad desplegada por ilustres alemanes capaces de enfrentarse al vergonzoso pasado de su país.

Los dos libros, el de Grass y el de Fest, contrastan con la tacaña y miope cobardía española, tan reacia a juzgarse como a comprenderse. Escondida aún tras los supuestos logros de la glorificada Transición política. Un pacto que poco a poco, sobre todo desde la renovada y flagrante negativa de amplios sectores de la población a exhumar los cuerpos de los fusilados y enterrados furtivamente ¡en 1936!, se revela como un vulgar juramento de castas empeñadas en poner a buen recaudo sus propios secretos familiares.

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22 de mayo de 2007
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DESCUBRIMIENTO DE UN ESCRITOR

Deberíamos celebrar el descubrimiento de un nuevo escritor. Deberían ocupar primeras páginas en los periódicos. Se debería hablar de ellos en los bares, en el trabajo, compartirlos en el metro, comentarlo al taxista, regalarlo a tus amigas… todo eso, y algunas propuestas más, se me ocurren para la feliz celebración de tener un nuevo amigo. Una nueva mirada. Una compañía que nos hará pasar buenos ratos. También nos hará pensar, dudar, discrepar o compartir. Un escritor nace así, de repente, no como una nación. Nace como una explosión, como un volcán, como un trueno. También así de rápido se puede escapar. Un escritor ha podido estar toda la vida en silencio, en anonimato, en el cuarto oscuro y de repente, un día, nos llega en forma de novedad. Una editorial se fijó en él, Y el escritor tiene un libro en la calle. Un súbito nacimiento para nosotros, un largo parto para el escritor.

Así, de repente, con el aval de las editoriales españolas que le acompañan en su desembarco entre nosotros, con las palabras que sobre él, había dicho y escrito un lector tan fiable como Enrique Vila Matas, llega a nuestras novedades uno de los más sólidos prestigios literarios portugueses, Gonzalo M. Tavares. Todo un suceso en la literatura portuguesa y hasta hace dos días un perfecto desconocido entre nosotros. Es joven, pero ya su obra es amplia en novela, teatro, ficciones o poesía. Es original. Y es un voraz lector. Es un hombre con una biblioteca en su cabeza. Se puede empezar por otros de los libros que aquí están publicados, yo lo hice por un libro de libros, por un libro de escritores, sobre escritores de la pequeña, y muy notable editorial aragonesa, Xordica. El libro de Tavares se llama biblioteca. Por orden alfabético pasea por sus queridos o malqueridos escritores. Un ejemplo, la voz James Joyce: “James joyce bajó de un autobús en Berlín y dijo: esta no es mi ciudad. No veo a Bloom.

Hay escritores que viven en personajes como hay putas que viven en esquinas. James Joyce era un hombre que vivía en Bloom.

Además, había un amigo de todos que era el hombre más lento del mundo: tardaba más de seiscientas páginas en recorrer un día.

Hombre medio inteligente medio idiota, pero que sólo actuaba con la mitad de sí mismo”

Yo creo que seremos cómplices durante muchos años de este escritor que nos llegó con un viento del oeste. Viva Tavares, además tiene nombre de restaurante antiguo y señorial, y algo decadente, del Barrio Alto de Lisboa

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22 de mayo de 2007
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MI AMIGO PEPE CANO

Acaba de morir un amigo periodista, Pepe González Cano, que no me deja hablar de otra cosa que de él. Ganó una importante y merecida fama como entrevistador porque poseía –y no sólo profesionalmente- un don muy difícil de adquirir.

Escuchaba de manera tan atenta e interesada los relatos de los demás que lograba crear una verdadera adicción a su oído. Llegando Pepe a una reunión se podía estar seguro que en un aparte, en una cita convenida para otro día, se hallaría el curativo humano que se estaba buscando. Más que un periodista se movía como un suave chamán entre los amigos.

Nos prestaba interés no ya porque fuera un tipo bueno sino en cuanto le interesaba periodísticamente la noticia que había detrás. Ni siquiera, por tanto, podría decirse de él que fuera sobre todo generoso, caritativo o filantrópico. Se inclinaba a escucharnos debido a que, por sus tendencias  instintivas, había detectado un infinito caudal de información y disfrute en las confidencias. Efectivamente guardaba bien los secretos. Los dejaba para sí, muy cerrados y protegidos, como el buen profesional que calibra la importancia de la mercancía y conoce que el provenir de su oficio se decide en la confianza que inspira a los parroquianos.

Tan bien conservaba las intimidades que se hizo sobre sí mismo muy reservado y lo cierto es que mientras nosotros habíamos desovillado nuestro interior en sus oídos durante horas él apenas desgranaba dos o tres noticias escuetas respecto a su  ánimo o sus últimos percances médicos. Varios percances médicos, de golpe y precozmente, que le afectaron las piernas con problemas de circulación, flebitis temibles y dolores de los que apenas había quejas. Sólo nos hacía ver que aún podía seguir andando y, en consecuencia, no había nada que lamentar. Refreía, sin embargo, durante un tiempo sus visitas a la familia murciana y, sin quererlo, trasmitía un amor por Murcia que olía, sabía y dejaba incontenibles deseos de vivir aquel lugar. Yo sabía bien a lo que se refería porque conozco la zona pero él, en cuanto autóctono, reinaba incuestionablemente sobre el sentido de los guisos y sus ingredientes, sobre el aroma de los campos según los meses y sobre el panocho que es habla particular de la región.

Siendo yo de Elche me sentía primo hermano de ese mundo pero siempre en una versión rebajada de lo murciano en cuya tierra de Caravaca había nacido mi padre y sin duda por ello le prestaba una mezcla de amor y alta consideración.  Esa tierra era sagrada. Y sus hermanos, sus cuñados, se presentaban como una coreografía que se iluminaba por fragmentos y  según el entusiasmo colectado de sus visitas. Sobre sí, en cambio, no había nada que hablar. No había narración donde el protagonista fuera él. Pasaba el tiempo completo de la charla y el hablador era el otro. El otro era el entrevistado y él el entrevistador. Siempre he tenido en cuenta este bienestar que Pepe nos procuraba con su atención siempre disponible y de primera clase. Una atención perfecta que le permitía enhebrar las novedades con el pasado y seguir nuestro curso como si efectivamente fuéramos seres importantes que despertábamos de verdad su máxima curiosidad. Ningún amigo quiso irse de su lado mientras se sintió necesitado de confortación. Y nadie, creo yo, podrá sentirse en la seguridad de que respondió equitativamente a su entrega. Prácticamente todos nos hallamos en deuda con él pero encima no es posible culparse por ello. Pepe gozaba con saber de los demás, introducirse en nuestros  entresijos y muy a menudo extraernos el óxido o la astilla que, sin que nosotros mismos hubiéramos reparado, nos hacía penar o llorar. Ahora lloramos por su desaparición y también por el caudal de nuestra vida tan bien conservado que se deshace con él.   

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22 de mayo de 2007
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La sombra de Dios es contrahecha

Algunos de los vicios que alejaron del comunismo a Koestler o Gide se mantienen en la política actual

Revolviendo en los libreros de viejo encontré hace poco una pieza estimable: The God that failed, volumen editado por Richard Crossman en 1950 que contiene seis historias: las de seis conversos al comunismo que acabaron abominando del mismo. ¡Pero vaya conversos! Arthur Koestler, Stephen Spender, Louis Fischer, Richard Wright, André Gide e Ignazio Silone cuentan cómo entraron en el Partido y por qué lo abandonaron. El año de edición, en los comienzos de la guerra fría, lo determinó como "panfleto de la CIA" entre los progres, de modo que solo ahora he podido leerlo sin gafas negras. Es fascinante.

Puede parecer literatura arcaica y en cierto modo lo es, aunque en algunos países se mantenga vivo el comunismo más vetusto, como en Cuba o Corea del Norte. Sin embargo, es una lectura instructiva porque muestra la permanencia de un sistema manipulador y represivo, adaptado al medio actual en partidos como Batasuna y similares. Hay, además, una herencia de totalitarismo inconsciente que permanece intacta en España y Latinoamérica.

Las seis historias son apasionantes. El húngaro apátrida, el señorito anglosajón, el periodista americano, el negro del Misisipí, la máxima celebridad literaria europea (entonces) y uno de los fundadores del Partido Comunista italiano no pueden ser más distintos y, sin embargo, la melodía de su canción es la misma. Aquello que les llevó al Partido fue un acto de generosidad y entrega, el dolor de una injusticia intolerable, el abuso depredador de los poderosos, la hipocresía y el egoísmo de los magnates, la inadmisible miseria de los desvalidos, el cinismo de los políticos, el ascenso del totalitarismo.

Asombrosamente, esos fueron también los motivos que les llevaron a abandonar el Partido y en algunos casos a luchar denodadamente contra su influencia: el cinismo de los estalinistas, la criminalidad del sistema, el totalitarismo soviético, la corrupción de los cuadros, la inmoralidad de los camaradas. Y otro elemento que a veces se olvida: la beocia absoluta del ideario y la ineficacia colosal de su aplicación.

De todos, el mejor armado para explicar la historia es Arthur Koestler, no solo por su calidad literaria (¡qué cursi queda el pobre Gide al lado del perfectamente actual Koestler!), sino sobre todo por la agudeza de su pensamiento. Koestler ha relatado luego sus años comunistas en los volúmenes autobiográficos, pero en este breve relato de apenas 50 páginas hay una frescura, una espontaneidad, admirables. Todavía estaba vivo el dolor de la ruptura, el abatimiento de la decepción. Aún vivían algunos amigos cuyo nombre no podía mencionarse porque seguían en la URSS. Todos ellos acabaron siendo asesinados.

Aunque es imposible dar cuenta de toda la información que ofrece Koestler, hay puntos relevantes para la política actual. El principal es que, como intuyó Dostoievski, no hay fuerza que induzca mayor unidad gregaria que el crimen compartido. Era precisamente el conocimiento de las monstruosidades de Stalin lo que mantenía la cohesión del grupo de cómplices. De no haber habido millones de víctimas, quizá en algún momento se habría podido proceder a la sustitución del tirano, pero los cuadros del Partido sabían que la desaparición de Stalin arrojaba una montaña de cadáveres sobre sus cabezas.

El segundo punto es la fe como estupefaciente del alma atribulada. El sentimiento religioso de los comunistas es asunto conocido. Koestler cree que el comunismo hizo estragos mayores en los países de tradición católica, habituados a la sumisión, que en los de tradición protestante, donde hay más recursos contra la arbitrariedad. No estoy seguro. En la Alemania del norte cundió el comunismo prebélico, aunque es cierto que estaba potenciado por el ascenso de los nazis. El beneficio principal de la fe es que el atribulado puede dormir en paz: hay un Ser Supremo que sabe con toda exactitud lo que debe hacerse. Y solo hay un pensamiento posible: el nuestro. Koestler habla con ironía de la distinción entre "pensamiento mecánico y pensamiento dialéctico" que usaban los jefes de célula para adormecer a los acólitos. Todo lo que proponía el Partido era dialéctico, y cualquier argumento que se apartara un milímetro era mecánico. Sobre todo cuando lo que planteaba el Partido era idéntico a lo que proponían los nazis. El pensamiento de un nazi era mecánico, pero el mismo pensamiento se convertía en dialéctico si lo decía un comunista. Lo único que aterra a quien vive sumido en una fe, dice Koestler, es perderla.

El tercero es la convicción de haber sido iluminado por una verdad oculta que convierte a quienes la ignoran en socialfascistas, pequeño burgueses sin seso, lacayos del imperialismo o cualquier otro calificativo que se le dé al hereje. La bunkerización ideológica, tan feroz entre los etarras, expulsa del grupo a cuantos tengan la pretensión de pensar por sí mismos. Es el filtro que garantiza que todos los camaradas son almas muertas sin cerebro ni voluntad.

Justificar la mentira, la deshonestidad o el crimen, compartir una fe gregaria y estar en posesión de la única verdad me parecen elementos totalitarios que no han variado ni un milímetro desde 1950. Incluso entre tanta gente que se cree demócrata.

Artículo publicado en: El Periódico, 22 de mayo de 2007

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22 de mayo de 2007
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