Vicente Verdú
Uno mismo nunca es uno mismo. De acuerdo, nos resulta familiar ese señor del espejo pero de eso a ser él mismo media un abismo. En el vídeo, en las fotografías uno se alegra o se decepciona ante la imagen que se ha plasmado pero, en todo caso, se sobreentiende que la sensación satisfactoria o insatisfactoria se refiere no al mismo yo sino a esa proyección para las fotos o las cámaras que siempre se proyecta aberradamente.
El verdadero yo es inasible y se identifica precisamente con no ser nada. No existir, no aparecer, no poder ser juzgado ni aprendido, ni entendido ni amado certeramente. El yo elude cualquier descripción y mucho menos una documentación visible. Por definición nosotros no existimos -tal como eso se entienden en esta vida- en el trato con los demás, en el ejercicio del trabajo, en la relación de amor. Pero en verdad, existimos, en todos los supuestos, algo más atrás, escondidos de la investigación, sustraídos a la verdadera exploración, retirados o protegidos o condenados contra el conocimiento auténtico.
Todo lo que los demás conocen, odian o aman de cada uno de nosotros, no son sino versiones de lo que realmente es. Traducciones de una identidad que permanece siempre exenta, eximida, ausente de las consideraciones. De hecho cuanto se dice que somos se compone de los fragmentos más o menos unidos que han obtenido los demás como son -medio reales, medio inventadas- las restauraciones arqueológicas formadas por la insuficiencia o la deducción. El yo se va deshaciendo en la desesperación de no ser nunca dicho.