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CORBATAS

Las corbatas son más que un complemento. Se presentan como un vistoso heraldo y tienden a reflejar la esencia.

No basta declarar desinterés por las corbatas o simple confusión para elegirlas con acierto: estas dos condiciones desacreditan radicalmente al personaje que las asume.

La corbata se encuentra plantificada en el lugar del esternón, como el desafío de una columna o un vástago. Ella nos dice verticalmente, de la cabeza a los pies. Existe ante pegada a nuestra barbilla  como si se trata de un micrófono insorteable, un micro donde hay que pronunciar de forma inexorable las declaraciones referentes a nuestro ser. La corbata constituye así una auténtica declaración, un fenómeno intensamente elocuente que mejor será controlar, aprender y atender, en lugar de desestimarlo o  conformarse con el azar que determina el tendero o la señora.

La corbata nos eleva, nos corona o nos ahorca. Es el estilo que nos exalta o nos hunde. Decenas de políticos pierden toda posible autoridad con la elección de una corbata color naranja; cientos de pintores o escultores condenan su obra mediante el desatino de una prenda eminentemente estética y publicitaria.

¿Es este el gusto del sujeto? La corbata responde con violencia a esta cuestión: el buen o mal gusto estalla como un lábaro eminente a través de la corbata. ¿Un complemento? Las corbatas son lo sustantivo y no al revés. Son las corbatas quienes nos juzgan, son ellas quienes nos anuncian y nos definen. ¿Mejor no llevar corbata? Todos aquellos que en las solemnidades acuden sin corbata muestran claramente su insuficiencia o su cobardía bajo el pretexto de la informalidad. Flojos, indeterminados, vacilantes, su informalidad es aquí la marca de una fuga. La ausencia de la corbata coincide con la ausencia de determinación y personalidad. Exactamente una claudicación del gusto y una pública confesión de que tras esa falta pueden aparecer muchas faltas importantes más.

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19 de junio de 2007
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I. GOYTISOLO: NOVEDAD Y MODERNIDAD

La segunda sesión del encuentro “Lecciones y Maestros” de Santillana del Mar, es dedicada a Juan Goytisolo. Es difícil sentar en el escenario a este personaje hierático, con cara de enigmática esfinge que sabe las respuestas a todos los enigmas, para hablar de sí mismo y oír hablar de sí mismo. Pero ése es su oficio del día, y su boca de piedra va a responder a las adivinanzas, por inoportunas que sean. Cuando alguien le dice que no es cierto que siga siendo un proscrito, que en los colegios y universidades de España se le lee y estudia, y hasta figuran sus libros como lecturas obligatorias, la esfinge responde con humor melancólico: “no me normalicen  demasiado”.

Después le oiré decir que de alguna manera hay que hacerse cargo de la defensa de la obra ajena, y de la crítica de la obra propia, lo cual viola toda las reglas de las grescas literarias, cuchillo en mano, como tanto se suele ver. Habla también de la diferencia abismal que hay entre la novedad (tan efímera y perecedera) y de la modernidad (lo que nunca pasará de moda y se sostendrá a través del tiempo). De las similitudes entre la censura política y la censura comercial en lo que hace a los libros (lo que se prohíbe leer de parte de los censores, y lo que el mercado prohíbe leer también).

Y punto y aparte, habla de las fantasmagorías de la hipocresía, para lo que basta el ejemplo de las cumbre del grupo de los 8 (los ocho países más ricos y prósperos países del mundo). Al día siguiente José Saramago propondrá una cumbre paralela de los ocho países más pobres del mundo.

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18 de junio de 2007
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(Sin título)

Esto no es lo que yo iba a escribir. Pero abrí el correo antes de abocarme a la tarea y me encontré con un mensaje inesperado. Quizás no debería hablar del asunto porque no me ocurrió a mí, seguramente es un error meterme con un dolor ajeno. En ese caso pido disculpas por anticipado, dado que lo haré de todas formas, y por la más egoísta de las razones: me partió el alma en mil pedazos, y desde entonces no puedo pensar en otra cosa.

Digamos que alguien a quien conozco me contó hace tiempo lo que estaban tratando de hacer dos personas a quienes no conozco: adoptar legalmente a una pequeña niña africana. Sé apenas que llevaban muchos meses empeñados en el asunto, y que venían tolerando cada dilación y cada nuevo trámite con paciencia de santos. Sé también el nombre de la niña, cuya madre había muerto al ayudarla a nacer, pero me lo reservo por razones obvias; básteme decir que era un nombre exótico y musical y dulce –lo que yo llamaría un nombre perfecto.

Iban a viajar rumbo al África este sábado que pasó, para buscarla al fin después de tanto papelerío, de tanta demora inhumana. Estaba convencido de que ya estarían allí, pero en cambio recibí el mail que me decía que no, que nunca habían llegado a viajar, que horas antes de partir les dijeron que la niña había muerto súbitamente, con la misma ligereza con la que pasó por este mundo. Nunca supe de ella más que su nombre, pero me puse a llorar. Por la esperanza frustrada, por la vida que pudo ser preciosa y tan sólo lo fue brevemente, por tanto amor desperdiciado, ese dolor de pecho hinchado de leche sin boca que lo reclame.

El mail me hablaba de la huella que la niña dejó en todos ellos, a pesar de la brevedad de los instantes compartidos. Estoy seguro de que no exageran. Si la muerte de una niña que no conocí puede trastornarme de semejante manera, ¿cómo no creer que iluminó a los que sí la conocieron, a los que son capaces de recordar su carita, su voz o la tibieza que emanaba al simple contacto con su piel?

Me consuela saber que todo lo que estuvo vivo sigue actuando en el universo, aun cuando se lo pretenda enterrado. (A veces creo que el universo es en esencia un alfabeto, que el fenómeno de la vida utiliza para escribir la poesía original: nadie está más capacitado para comprender profundamente la poesía que un biólogo, un físico o un químico.) Los átomos que nos constituyen no desaparecen con nosotros, siguen existiendo y con el correr de las décadas se integran a otra materia. Cada uno de ellos formó antes parte de estrellas y de múltiples organismos para integrarse al fin, de manera siempre transitoria, al cuerpo que es nuestro soporte. Por eso mismo dentro de algún tiempo serán muchos los seres que participarán, aunque más no sea en proporción ínfima, de lo que la niña supo ser durante su existencia; y es maravilloso que así sea.

Los que seguimos andando no tendremos ese privilegio, pero nos quedan otros. Para aquellos que la conocieron, el del sentimiento siempre vivo. El amor se parece al fenómeno de la vida porque una vez que nace nunca muere del todo, se ve obligado a transformarse, a adoptar nuevas formas, a encarnarse en nuevos rostros: los que perdimos seres amados entendimos al día siguiente que amábamos más que ayer, y que una vez producido el sortilegio no podíamos más que actuar en consecuencia. Un segundo mail me contó el domingo que después de la oscuridad de este sábado funesto, la familia empezaba a emerger con la sensación de amarse más y mejor: vaya poder el de la niña indefensa, que transformó todo lo que tocó sin siquiera esforzarse.

Para los demás, aquellos que apenas supimos de ella, nos queda la emoción. Cada vez que oiga su nombre o una música que lo conjure, recordaré el dolor de este sábado y después la alegría que me hizo sentir al probarme que la belleza de una existencia, por breve que haya sido, se multiplica en el corazón de todos aquellos a los que llegó de un modo u otro, aunque más no sea como parte de una historia o el asunto de un mail.

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18 de junio de 2007
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Pero volver, volver, volver

De nuevo zambullido en un país que se supone es el mío, recuento cosas que voy a echar de menos. La biblioteca municipal del barrio: hay una en cada quartier con todo lo que un ser humano puede desear. El silencio urbano: ni siquiera en parques repletos de niños se oyen gritos. Muros sin arte callejero o guay. El respeto mutuo, invento supremo de la República: el vecino se excusa al cruzarse contigo por la escalera. El pan: en un radio de 200 metros hay ocho panaderías, y cada una ofrece hasta 20 ingenios. Tanto en la prensa como en la tele muchos periodistas se toman en serio su trabajo y si deben incomodar a un ministro, lo hacen también en la cadena del ministro. La presencia de la literatura en la vida cotidiana, en la política, en las preguntas de los concursos. Los camareros con mandilón. Una arquitectura que no despelleja al paseante. Tampoco la circulación de autos y motos le agrede de muerte. Los benditos castaños. El río y sus puentes. Las librerías abiertas en domingo. Los informativos que no dan deportes. La ausencia de pornochismorreo. La igualdad robusta. Las piedras que han soportado diez revoluciones y cien guerras.

Hay muchas singularidades benéficas. Las hay también maléficas. Los bancos son arcaicos, en algunos ni te cambian si no eres cliente. Los trenes llevan la mitad de los asientos en dirección contraria a la marcha. Los lunes se dedican a la desolación. La autocomplacencia chovinista. El tonillo maullante de ciertas hembras sin embargo adultas. La inexistente separación entre las mesas del restaurante. L'amour. El fariseísmo melifluo a veces baboso. Johnny Hallyday.

Y lo peor es la puerilidad con la que infectan el francés. Copio unas frases de la prensa: "Les socialistes sont en crise de 'leadership'". "Je prends cette candidature comme un 'challenge' ". "Le 'turnover' dans les écoles est tel que...". "Un souffle de vent dérange son 'brushing'". Todas ellas han sido dichas o escritas por gente con carrera universitaria y editadas en los diarios más distinguidos de París.

Artículo publicado en: El Periódico, 16 de junio de 2207.

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18 de junio de 2007
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ADRIANO

Recurrí a la lectura en sustitución de la escritura para sentir que no despilfarraba las horas y, en Memorias de Adriano, leí: "Hermógenes es sabio, y tiene también la sabiduría de la prudencia; su probidad excede con mucho a las de un vulgar médico de palacio. Tendré la suerte de ser el mejor atendido de los enfermos. Pero nada puede exceder de los límites prescritos; mis piernas hinchadas ya no me sostienen durante las largas ceremonias romanas; me sofoco, y tengo sesenta años... He llegado a  la edad en que la vida, para cualquier hombre, es una derrota aceptada. Decir que mis días están contados no tiene sentido; así fue siempre; y así es para todos. Pero la incertidumbre del lugar, de la hora y del modo, que nos impide distinguir con claridad ese fin hacia el cual avanzamos sin tregua, disminuye para mí a medida que la enfermedad mortal progresa". (Luego hablará de sus limitaciones físicas. Recordará su exultación al montar a caballo, su alegría practicando atletismo. Dice que se consuela, no obstante, recordando aquellas experiencias que disfrutó).

Dice: "La carrera, aún la más breve, me sería hoy imposible como a una estatua, a un César de piedra, pero recuerdo mis carreras de niño en las resecas colinas españolas, el juego que se juega con uno mismo y en el cual se llega al límite del agotamiento, seguro de que el perfecto corazón y los intactos pulmones restablezcan el equilibrio; de cualquier atleta del estadio alcanzo una comprensión que la inteligencia sola no me daría". Quien haya practicado algún deporte sabrá entender. Quien lo entienda intuirá el otro aspecto transparente de la dicha.

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18 de junio de 2007
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MÁRAI

Leyendo Hermana (editorial Salamandra) de Sándor Márai recuerdo la declaración de Marcel Duchamp: “No creo en el arte. Creo en los artistas”. En este caso, el artista es un pianista, Z., que un narrador encuentra en un hotelito de montaña durante la Segunda Guerra Mundial. Z. es un artista, es decir, la “única persona capacitada para implementar un orden provisional en el caos del rebaño humano.” En lugar de tocar el piano, Z. implementa el orden, en esta novela del maestro húngaro –que escribe un texto que cuenta como una enfermedad- le aparto de su arte al paralizar dos de sus dedos.

Qué más voy a decir de Márai: ya hablé del impacto que me provoca la lectura de sus libros. Nunca me decepciona: otra novela traducida al castellano, otro fin de semana fenomenal. Con Márai, lo que deslumbra, es una manera ineludible de imponerse a su lector. Su arte, tiene una forma clásica: narración psicológica. Su entorno es Europa central antes de los años 50 (el continente de Roth, Musil, Schnitzler, etc.): un mundo en el atardecer. Su talento es la manera discreta de mantenerse fuera de lo que escribe: Márai es un novelista que deja a sus personajes en libertad. “Escritor, a ver si aprendes a ser humilde, profundamente humilde”, dice el narrador en un especie de entrega del secreto último del arte de Márai.

La historia de Z. es la historia de la enfermedad del pianista, de su relación con sus médicos y cuatro hermanas que vigilan su cama en Florencia, en Italia. Desde La montaña mágica no había leído algo tan fuerte sobre el sentido secreto de la enfermedad. Pues no hay un enfermo de verdad que no llega a preguntarse: ¿Por qué me toca a mí vivir en la cama?

“Un médico únicamente sabe tratar las enfermedades. Solo Dios sabe curar”, responde el médico de Z. para explicar que no hay explicación y Márai consigue convencer a su lector que así es. Todos somos personas incurables; sobrevivimos gracias a médicos que nunca podrán tocar el fondo de nuestro dolor. En cualquier vida, la enfermedad no es nada, siempre hay algo más grave y callado.

En el caso de Z. se trata de un amor imposible, inacabado, pues la música del pianista alcanza a una mujer que él, como hombre, no sabe curar de su frigidez. Z. domina el arte cuando el público lo necesita, pero ser artista es otra cosa: es ser el artista eficiente de su propia vida.

Hace seis años, el premio Nobel J.M. Coetzee formuló grandes reservas sobre Márai en un artículo publicado por The New York Review of Books (20 diciembre de 2001 —no se consigue en Internet sin suscripción). “Sería de esperar, escribía, que los nuevos lectores ignoraran el ruido y aceptaran a Márai por lo que  —sobre la base del limitado conocimiento que de él tenemos fuera de Hungría—  parece ser: un escritor menor, con un estilo de ficción algo pasado de moda, pero un atento cronista de la década oscura de los años 40 y un  valeroso portavoz de una clase social en desaparición.”

Vemos que no se detiene el ruido y cada día hay más traducciones del novelista húngaro. No voy a discutir lo de “pasado de moda”. Márai no es un revolucionario de la prosa, pero tiene una magia humilde en el momento de entender cómo funciona el ser humano. Elije siempre el detalle significativo. Lo dice el narrador de lo que fue su última novela publicada antes de su salida de Hungría: “El arte siempre es el arte del detalle”.

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18 de junio de 2007
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TARDE DE TOROS

Dicen algunos amigos, y les creo, que ayer vivieron una de esas tardes que nunca olvidarán. Eran gente aficionada a los toros. Aficionados a esa música callada que algunas veces, pocas, sucede en las plazas de toros. Y eso se siente o no se siente, se vive o no se vive. No pude vivirlo. Y lo sentiré como aquella corrida que nunca pude ver de aquella faena de Antoñete con el famoso toro blanco, aquel toro que se llamaba “Atrevido” y que el maestro lo amó al torearlo como el que ama a una mujer. No vi aquella faena que tantas veces he soñado. Pero al maestro lo vi muchas veces, en los años 70 y, sobre todo, en sus increíbles, maduros y hondos años 80. También pude ver a algunos de los otros grandes, por recordar a dos inolvidables, volveré a Curro Romero, saliendo después por la puerta grande de Las Ventas. Y a Rafael de Paula, nunca nadie tan despacio, nunca nadie tan elegante. Y, por suerte, unas cuántas tardes, y siempre me parecieron pocas, pude ver la tranquila profundidad, el sitio y el temple de José Tomás. ¡Y ayer no estuve dónde tendría que haber estado!

Ayer, en Barcelona, volvió el torero José Tomás por donde solía. Ayer escucharon su mejor música, su silencio. También vivieron la emoción de ver al torero en la arena, tendido, a merced del toro. Ayer, no estuve en esa tarde de toros. En la misma donde un torero de mucha historia familiar, de demasiada atención mediática, dicen que también demostró ser un torero de verdad. Ayer no estuve en Barcelona, en una tarde de toros.

Como las desgracias nunca vienen solas, ayer me tocó ver un partido de fútbol -o lo que fuera- que remató una arbitrariedad anunciada. Ganaron los más poderosos, los más ricos, los más famosos. No ganó ni el fútbol. Ni el espectáculo. Ganaron unos que están acostumbrados a ganar. Que toman las calles. Que hacen fiestas, venden camisetas, venden famosos, venden terrenos y hacen dinero. Ganaron porque el fútbol tiene una música ruidosa. Tiene el color del dinero. Un deporte, un juego, donde los que mejor juegan no tienen por qué ganar. Y sé de qué hablo. Soy de un equipo que ni juega, ni gana, ni se le espera. Pero no soporto que la calle la tomen esas estrellas del fútbol como aburrimiento.

Hoy me toca soportar una celebración que celebra la mediocridad, el poder del dinero, el aburrimiento deportivo y que, además, rematan su fortuna con una ofrenda a una virgen. Eso tiene su lógica. Tienen fe en los milagros. Y además tienen razón en tenerla.

Ayer en Barcelona hubo toros. Lo que no tengo tan claro es que en Madrid hubiera fútbol. Como la cosa madrileña siga así, yo me hago ciudadano de Barcelona.

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18 de junio de 2007
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DYLAN

¿Me alegra que Dylan sea premio Príncipe de Asturias? No lo sé. Además, como no vendrá a recoger el premio, nunca sabré si su visita, su paseo entre monárquicos, civiles y demás sociedad que se da cita en Oviedo, será tranquila, rápida, amable, antipática o no será. Lo siento por los ilusionados “dylanianos”, pero que Bob Dylan acepte recibir el premio, que resista las ceremonias, me parece más difícil, aún más que un rico entre en el reino de los cielos. ¿O ya los dejan entrar? ¿O siempre entraron y me estaban engañando? ¿O el cielo es también una parcela suya?

Me resulta simpática esa jornada, con las gaitas, el teatro tan burgués, la ciudad de provincia lanzada a la calle, el enorme culo/ escultura que saluda a los invitados, la sidra y esa colección de estatuas, bustos y cabezones que hacen que a la muy noble ciudad de Oviedo -aquella Vetusta de Clarín- la llamen la ciudad del Belén, por tantas figuritas. Eso lo dicen sus vecinos, los de Gijón, a los que los de Oviedo llaman “culo mollaos”. Cosas de provincias.

Ojalá me equivoque. Ojalá Dylan esté allí, entre Leticia, el Príncipe, los principescos, sus compañeros premiados y los guapos invitados. Pero no consigo ver esa foto. Y eso que con Dylan hemos visto fotos que nunca hubiéramos imaginado. Pero la mejor de todas, para mí, fue la del concierto genuflexión ante un Papa que se dormía con sus canciones. Era el Papa Woytila, que no se molestó demasiado en disimular su aburrimiento ante las canciones y los gestos  de nuestro “papa negro”.

Y es que nuestro judío imprevisible, el cantante que más tiempo hemos seguido en nuestra vida, ese flaco, raro e independiente que no se doblegaba ante nadie, se agachó ante el “rey de Roma”. Yo estaba en Italia, en el pueblo de Fellini. Recuerdo que en aquellos días concentramos tanta energía cabreada los seguidores de Dylan que un terremoto estuvo a punto de cargarse los frescos maravillosos de la basílica de Asís. Pensé que era un castigo de la naturaleza, una venganza de los descreídos y seguidores de Dylan. Después pensé que no podía pensar aquellas tonterías porque no soy creyente. Y también dejé de creer en Dylan. Pero volví a creer en él. Mi última peregrinación fue en el concierto de Alcalá de Henares. Hace dos años, en el Palacio Episcopal, uno de los lugares centrales de la historia de España, y del Renacimiento. Dylan no se inmutó. Comió en el comedor de los arzobispos, de los reyes, de la putrefacta corte de otros anteriores a los Borbones. No hizo caso a su entorno, Cantó, también sin saludos ni concesiones, maravillosamente al estilo dylaniano. No le importaba casi nada. Nos puso en nuestro lugar. Demostró su grandeza. También su frialdad. No le importaban reyes, ni lacayos. Ni premios, ni castigos… Ahora será Príncipe de Asturias. Que lo veamos.

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15 de junio de 2007
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MAL MALO

No hay que combatir frontalmente el mal. Basta aceptar el derecho a su existencia. La adversidad no es un enemigo sino un convecino. Su existencia resulta, además, indispensable para llegar a ser feliz. Que se desee ser feliz cuanto antes y el mayor tiempo posible es un deseo bien comprensible y aceptable.  Sin embargo sin lucha, sin debate, sin tiempo de espera, sin el retraso en su llegada la felicidad no resplandece. Más aún es imposible que adquiera el suficiente poder. 

Nadie es absolutamente feliz ni nadie es absolutamente desgraciado. Lo único que puede desequilibrar la balanza entre unos y otros es la capacidad para acercarse a comprender el sentido de la desgracia. O, simplemente, para concederle un sentido. Efectivamente lo que más desdichado hace sentir al desdichado es el sinsentido. Bastaría que hallara finalidad a esa emoción negativa para amortiguarla.  Entender es empezar a convertir lo malo en menos insoportable, puesto que lo radicalmente malo del mal es su carácter absurdo o arbitrario.

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15 de junio de 2007
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Un héroe de estos tiempos

Los paradigmas pueden haber cambiado, pero mi sed de héroes sigue intacta. Muhammad Ali es el único de mi panteón que encontré en el área del deporte, un mundo al que no suelo frecuentar. Pero no lo considero un héroe por su talento sobre el ring, desde ya indiscutible, sino porque conservó su dignidad cuando su propio país –y me refiero al país más poderoso del mundo- se le puso en contra.

Siendo campeón del mundo, y además musulmán confeso, Ali se negó a combatir en Vietnam. A diferencia de Elvis, que en su momento se integró de buen grado al servicio activo (Lennon decía que Presley murió cuando aceptó vestir uniforme), Ali hizo uso de su derecho al disenso en un país democrático. Y pagó el precio que el sistema le arrancó –un precio altísimo, que Shakespeare calcularía en varias libras de carne-, sin chistar ni una sola vez. A fines de 1967 lo despojaron por decreto del título que había ganado en buena ley. Después le impidieron boxear, arrebatándole sus medios de vida. Todavía insatisfecho, el Estado le entabló juicio, condenándolo a cinco años de cárcel por desertor. Ali fue fiel a sus convicciones mientras entablaba la batalla legal, que finalmente lo eximiría de prisión. Y no cedió nunca. Durante los tres años que duró su exilio interior, fue figura resonante en los mítines más importantes en contra de aquella guerra. La Corte Suprema del Estado de New York terminó dándole la razón. La Historia lo haría un poco más tarde, al condenar de plano las razones que llevaron a los Estados Unidos a invadir Vietnam.

Confieso que cuando yo era pequeño lo detestaba. Lo vi demoler al argentino Ringo Bonavena en diciembre de 1970, en la TV blanco y negro del hotel de La Falda, Córdoba, en que mi familia vacacionaba por entonces. La inteligencia con que Ali enfrentó el combate, evitando los mamporros elementales del pobre Ringo y manejando la pelea a su antojo, me exasperó entonces. Con el tiempo supe más y mejor. Me ayudaron a entender Norman Mailer, el documental When We Were Kings y la película Ali, del talentoso Michael Mann. ¿Un negro que no se calla, negándose a jugar el juego a que lo conmina la mayoría blanca? Ali debe ser el único musulmán al que millones de sus compatriotas admiran hoy, en estos tiempos de demonización de su fe.

Los héroes de hoy no pueden hacer lo que era común a los héroes de antaño: ni matar, ni invadir, ni conquistar. Los héroes de hoy triunfan con las manos desnudas, o no triunfan. A menudo el sistema se muestra tan aplastantemente poderoso que no es mucho, o por lo menos muy ostensible, lo que se puede hacer para enfrentarlo: debido a ese contexto, el simple hecho de preservar la dignidad ha adquirido dimensiones heroicas. Cuando el sistema amenaza y tienta a la vez, los héroes de hoy, como Ali en su momento, son aquellos que parafrasean al Bartleby melvilliano y dicen, sin siquiera elevar su voz: Preferiría no hacerlo.

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15 de junio de 2007
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