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La dictadura voluntaria

Por 25 de junio de 2007 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

El paisaje de la estepa de Asia Central es imponente: una planicie sin límites, cubierta en el invierno por la sábana infinita de la nieve. La nueva capital del país, Astana, también es interesante: una ciudad aún en construcción que combina mezquitas, rascacielos ultramodernos y antiguos edificios de la era soviética. Pero sin duda, la principal atracción turística de Kazajistán es su presidente, Nursultan Nazarbayev. 

Nazarbayev, siempre impecablemente vestido, está en todas partes, como Dios. Fotografías suyas acompañado de niños de las diversas etnias kazajas cubren innumerables paredes de la ciudad. En el Baiterek, símbolo de Astana, el visitante puede posar su mano sobre el bajorrelieve en bronce de la mano del presidente. La silueta de esa mano aparece en los billetes de todas las denominaciones. En la facultad de relaciones internacionales de la universidad, la figura del presidente ocupa el centro de un óleo que resume la historia y los personajes notables de Kazajistán. Nazarbayev está montado épicamente en un caballo blanco, pero lleva el traje y la corbata de las fotos oficiales.

En 1989, Nazarbayev fue nombrado secretario general del partido comunista. Tras la caída de la Unión Soviética, sencillamente se quedó ahí. Proclamó la independencia de Kazajistán y convocó a unas elecciones que ganó con el 95% de los votos. Sin duda, la ausencia de contendientes fue una ventaja. Los siguientes comicios han transcurrido en similares condiciones. El pasado mes de mayo, tras los primeros diecinueve años del presidente en el poder, el parlamento kazajo aprobó la reelección indefinida.       

Mirado desde el exterior, el Primer Presidente de la Democracia, como se hace llamar Nazarbayev, cumple con todos los requisitos de un dictador. Existe una oposición pero es testimonial y prácticamente carece de acceso a los medios de comunicación, casi todos en manos de socios o familiares del presidente. Según informa la cadena Al Jazeera, uno de los líderes opositores, Altynbek Sarsenbaiuly, denunció un fraude en las elecciones de 2005. Posteriormente fue hallado muerto a tiros en su coche junto a su chofer y su guardaespaldas. El autor de un blog –peligrosa fuente de información libre– afirmó que Nazarbayev estaba “en cierto sentido” detrás del crimen. El bloguero fue condenado en enero a dos años de prisión por libelo.

Y sin embargo, si uno consulta a los ciudadanos de Astana, sólo encuentra expresiones de afecto a Nazarbayev. La población –o al menos todos los que conozco– agradece al presidente haberlos sacado del difícil periodo postsoviético. Además, al compararse con sus vecinos de Medio Oriente, aprecian especialmente la paz y tolerancia con que conviven las distintas etnias de su país, incluso judíos y musulmanes. Todos destacan que en Kazajistán no hay terrorismo.

Nazarbayev también ha creado grandes expectativas. Los ciudadanos perciben la progresiva prosperidad de la mano de sus enormes reservas de petróleo, gas y uranio. Y Kazajistán usa con habilidad su posición geopolítica. Le ha ganado a Europa varios contratos energéticos con Rusia, y provee también a China. Por su parte, Occidente necesita a Kazajistán para su estrategia en Medio Oriente, desde la logística militar para Afganistán hasta la presión política a Irán. Esa ubicación estratégica le ha valido a Nazarbayev una entrevista personal con Bush. Y es el único líder que proclama su herencia musulmana y mantiene excelentes –y muy rentables– relaciones con Israel.

Los líderes internacionales no están preocupados por las sospechas de dictadura que recaen sobre su amigo, ya que Kazajistán está completamente fuera de la opinión pública. Carece de corresponsales extranjeros, y lo poco que se sabe de él tiene que ver con la película del personaje Borat, que por cierto, nunca visitó Kazajistán.

Ese muro aislante también proyecta su sombra sobre la cultura política de los kazajos que conozco durante mi viaje. Una estudiante a la que el estado le ha expropiado su casa considera que eso es natural, que no tiene derecho a exigir nada de las políticas públicas. Incluso un joven ingeniero que es crítico con la situación evita dirigir sus quejas al presidente. Al contrario, él está indignado con la oposición, a la que considera “demasiado débil y pusilánime”. Según afirma, él nunca ha tenido miedo de expresar sus opiniones en público, ni cree que los opositores sean maltratados en su país.   

La gente con que hablo no es ciega ni incondicional. Sospechan que el presidente deriva recursos del estado a cuentas personales, y muchos afirman que incluso los opositores forman parte del sistema, y sólo fingen oponerse para legitimar al presidente. Pero consideran que es un precio razonable a pagar por el bienestar del que disfrutan. Muchos de ellos están de acuerdo en que es imposible que Nazarbayev gane las elecciones con más de un noventa por ciento de los votos, pero no dudan que le respalde el setenta u ochenta por ciento de los kazajos. La mayoría de ellos me recuerdan a muchos votantes latinoamericanos de Fujimori, Uribe o Chávez: básicamente, ciudadanos que no creen que una democracia formal sirva para resolver sus problemas, y votan democráticamente por gobernantes autoritarios.
El peculiar sistema político de Kazajistán encarna una situación que se ha globalizado después de la Guerra Fría. Hoy en día, los países con grandes problemas de pobreza o inseguridad ya no expresan su descontento situándose en un lado o el otro del espectro ideológico. Las reglas del juego han cambiado, y los límites del campo están trazados con la delgada línea roja que separa la dictadura de la democracia.

Artículo publicado en: El País el 19 de junio. 

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