Sergio Ramírez
Madrid. Me han dicho que en el Círculo de Bellas Artes se exhiben las fotografías de un artista hondureño de renombre, Andrés Serrano, y he ido a ver la exposición que se llama El dedo en la llaga. Las referencias de los vínculos de Serrano con Honduras no las he encontrado por ningún parte, y no he dado con ellas sino después. Nació en Nueva York en 1950, hijo de un marinero de la costa norte de Honduras y de una cubana a la que abandonó. La madre, sometida a crisis mentales, llevó al niño a Honduras, un viaje fracasado en mucho sentidos, pues el hombre tenía otras tres mujeres, y Serrano habría de regresar más tarde solo, otra vez en busca del padre, como si persiguiera un fantasma.
He ido primero a ver su serie de La Morgue en un sótano del edificio, aterradoras fotografías de cadáveres que representan un homenaje a la sensualidad de la muerte, cuerpos desnudos que enseñan su belleza congelada, que es a la vez su última fealdad; y luego, he recorrido el piso de la biblioteca donde se exhiben sus retratos de personajes de la cultura pop de los Estados Unidos, desde artistas del vodeville y payasos célebres a miembros encapuchados del Ku Klux Klan, y monjas, frailes, boy scouts. Un formidable artista provocador cuyo Piss Christ, la fotografía de un crucifijo metido en una bolsa de su propia orina escandalizó al establecimiento conservador de los Estados Unidos, tele predicadores y pastores de sectas fundamentalistas, al grado de haber sido amenazado de muerte.
Un outsider que registra la vida a través del lente descarnado, como lo haría un retratista de caballete, capaz de pintar santos y monstruos. Éste es el hijo del marinero hondureño, que pone el dedo en la llaga.