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Blogjob

Dice el viejo proverbio que un amigo es quien te ayuda a cargar con la mudanza, y un verdadero amigo es aquél que te ayuda a cargar con los cuerpos. En el caso de un novelista, la carencia de amigos verdaderos es lamentablemente reglamentaria. Tiene uno que arrastrar a solas el cadáver, cavar la zanja, depositarlo dentro, darle algunos palazos para estar bien seguro, y al fin echar encima tanta tierra como urgencia se sienta de olvidarlo. No es deseable empezar otra novela sin haber enterrado a los protagonistas de la anterior, ni darse a comenzar un nuevo proyecto sin abrirle un espacio entre los vivos, ni dejar insepultos a los nuevos fiambres. Tal vez por su naturaleza embrionaria, los personajes de una novela en proceso tienden a ser voraces, díscolos y celosos. No puede uno llegarles de la noche a la mañana con la noticia exótica de que va a comenzar con un blog y de hoy en adelante habrá que alimentarlo de lunes a viernes, pero eso no lo supe hasta que descubrí a la impulsiva I. —no me es dado nombrarla, so pena de perderla— haciendo la maleta.

¿Qué iba yo a hacer? ¿Rogarle? Inspira cierta lástima un autor sojuzgado por sus personajes, pero peor es el caso contrario, donde el que escribe ejerce tal tiranía que nadie sino él logrará entretenerse. Cuando salí tras ella, I. ya volaba abordo de un taxi —"Sáqueme de esta historia", le habrá dicho al chofer—. Luego de perseguirla de ida y vuelta por toda la avenida de los Insurgentes —que equivale, en tiempo y distancia, a correr dos maratones completos— aceptó regresar, aunque a regañadientes. ¿Qué argumentaba ella, tanto como otros personajes centrales, el narrador entre ellos, furiosos contra el nuevo proyecto? Que la novela acabaría yéndose por el blog. Que ambos bretes no encajan en un mismo cacumen. Que a eso se le llama promiscuidad literaria.   

—He dicho "literal", no "literaria" —corrigió todavía I., que seguía temblando del berrinche y aún dudaba en deshacer su equipaje.

—Me da vergüenza —súbitamente argüí, con malicia de chantajista aventajado— verme en el espejo y encontrar que pretendo traer al mundo a un hatajo de pusilánimes, y todavía me atrevo a llamarlos "personajes".

Se hizo un silencio espeso, similar al que se arma en las cantinas mexicanas cuando parece que alguien quiere pelea. Algo que fácilmente se creen los gringos, pero muy rara vez alcanza a suceder, pues resulta que aquí nos gusta declarar la guerra con el sano propósito de evitarla. No queremos pelear, estamos negociando. ¿Iba yo a desvelar la historia en ciernes en ese tal El Boomeran(g)? Les prometí que no, y hasta les expliqué la mística supersticiosa según la cual primero me dejo despellejar antes que revelar tan íntimos secretos. Acto seguido desaparecí, sólo para volver con la pala en la mano. ¿Quién quería ser el próximo cadáver?   

A Clint Eastwood solían funcionarle esos trucos, aún en las cantinas mexicanas. Sin más qué negociar, abrí la MacBook como quien desenfunda una Magnum y recordé el proverbio que hablaba de mudanzas, cuerpos y amigos verdaderos. Era hora de agarrar a El Boomeran(g) en el aire y empezar de una vez con el trabajo, al tiempo que entre dientes mascullaba una breve frase de rigor...   

Gracias, Clint

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6 de julio de 2007
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II. IMAGINAR AL OTRO

Antes del premio Príncipe de Asturias, Amos Oz había obtenido ya el Premio Goethe, y al recibirlo en Francfort recordó en su discurso que un día se había jurado nunca poner un pie en Alemania. Agravios, de esos que uno arrastra como si se tratara de una caudal de piedras, tenía suficientes. Y en el discurso al recibir el premio Goethe dijo algo que me parece hoy más clave que nunca. Dijo que imaginar al otro es un antídoto poderoso contra el fanatismo y el odio. No simplemente ser tolerante con los otros, sino meterse dentro de sus cabezas, de sus pensamientos, de sus ansiedades, de sus sueños, y aún de sus propios odios, por irracionales que parezcan, para tratar de entenderlos.

Si la buscamos, siempre hallaremos una salida al círculo vicioso de los rencores y las inquinas que se abren como llagas purulentas en la piel de aquellos que se sienten tan distintos de otros como para creerse contrarios de esos otros, adversarios, y por fin enemigos. Ser nada más tolerantes, se queda en una actitud condescendiente, como la de quienes habitan en una misma ciudad, pero en barrios separados, y aún cuando hablen la misma lengua, viven en una babel del espíritu, porque no quieren oírse, ni les interesa oírse.

No ha dejado Amos Oz de hablar un solo día sobre la necesidad de la paz y la concordia entre palestinos y judíos, por lo que también ha sido acusado de traidor por sus propios compatriotas, mientras, a su vez, hay palestinos que no terminan de tolerarlo.

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6 de julio de 2007
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A un par de pasos del cielo

Como habrán notado, pasé un par de días en Rosario. La razón fue concreta: presentar mi libro Gus Weller rompe el molde en algunas escuelas de la ciudad. (Fueron siete en dos días, para ser preciso: un frenesí digno de gira de rock and roll.) Terminé afónico y agotado, pero ante todo feliz. Yo no sé a ustedes, pero a mí pasar el tiempo en semejante compañía me llena de alegría. Los chicos son el mejor público del mundo: curioso, vivaz, ocurrente, siempre de buen humor –y para nada hipócrita. Si les gustás te lo dicen, y si olés mal, también. Si te ganás su respeto te escuchan, de lo contrario te pasan por encima como un tren. Ahora que estoy de regreso, y mientras mi garganta se desinflama, los recuerdos y las emociones de esas horas me hacen sentir que, al menos dentro de mi casa, el invierno renunció antes de tiempo para dar paso a la primavera.

Algunos recuerdos son físicos. Los chicos del Colegio Español dibujaron historietas sobre Gus y compañía, que compilaron en una carpeta que me obsequiaron y que tengo aquí a mi lado. Me gustan porque los dibujos están buenísimos, porque me revelan qué cosas los movilizaron más –lo cual me ayuda a mejorar en lo mío- y porque demuestran que no se limitaron a reproducir la historia, sino que la recrearon a su gusto. Uno dibujó a Gus produciendo una fórmula para enamorar a una chica nueva, con resultados un tanto indeseados. (Se convierte en flor y empieza a cuestionarse cómo hará para moverse de allí.) Otra niña le inventó una amiga nueva, llamada Sara, que me viene bien para el próximo libro, en el que Gus viaja a Londres.

Los chicos del San José de Calasanz escribieron mensajes que me entregaron dentro de una bolsita. Todos me agradecen la visita, y algunos agregan elogios que me harían ponerme colorado si yo no fuese más bien negro. Lo que importa no es la justicia del elogio, sino el hecho de que uno sabe que fue dicho de todo corazón.

Pero la mayor parte de los recuerdos no son físicos, lo cual significa que durarán tanto como yo dure, y quizás un poco más. En primer lugar, el afecto. Los chicos me trataron como si yo fuese una improbable mezcla de Harry Potter, la Pulga Messi y el cast completo de High School Musical: un calor inmerecido, sin duda alguna, pero que de cualquier manera disfruté como loco. Alguno me obsequió un caramelo, lo cual supone haber compartido conmigo sus tesoros. (Esto fue en el Normal 2.) Otro me hizo reír mucho, en el Cristo Rey. Tosía todo el tiempo, y como yo le dije que se cuidara, al final se acercó y me dijo: “No te preocupes, ¡si total mi papá es médico!,” convencido de que el saber paterno lo protegía de todos los males de este mundo. En el Integral de Fisherton, uno me preguntó muy suelto de cuerpo si yo era peronista, lo cual motivó una larga respuesta que por supuesto no reproduciré, pero que me sugirió lo siguiente: ser adulto es, en buena medida, haber perdido la capacidad de encontrar respuestas claras y sencillas a las cuestiones más difíciles. Y en el Victor Mercante me mimaron tanto que casi pierdo el ómnibus de regreso. Uno de los chicos me contó toda la historia de Gus Weller, como si yo no la supiese. Por cierto, sonaba mucho más convincente en su voz que en mi libro.

A riesgo de alienar a los habituales lectores de estos textos, quiero dedicar el de hoy a todos esos chicos, que me hicieron sentir tanto mejor de lo que soy. En medio del berenjenal en que me metí cuando trataba de explicar este asunto del peronismo, me vino a la mente aquella frase evangélica, según la cual Jesús dijo alguna vez: ‘Dejad que los niños vengan a mí’. Me pareció entenderla entonces de una manera nueva. Supongo que Jesús habrá entrevisto que cualquiera que se rodee de niños no perderá nunca la frescura, ni los buenos sentimientos, ni la alegría de vivir, lo cual lo dejará a un par de pasos del Cielo. Allí es donde me dejaron a mí, al menos. La distancia que me falta cubrir es responsabilidad mía y de nadie más.

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6 de julio de 2007
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I. LA PANTERA EN EL SÓTANO

El escritor israelita Amos Oz ha recibido el premio Príncipe de Asturias, y me alegro tanto por su calidad de escritor, como por su calidad humana. Para empezar a hablar de él, quiero recomendar a ustedes su novela La pantera en el sótano, publicada en 1988, en la que narra sus años de infancia en Jerusalén, entonces bajo el dominio británico. Sus padres habían llegado a Israel con la ola de judíos de Europa Oriental que huían de la persecución nazi, y no pocos de sus familiares, a los que nunca conoció, perecieron en los campos de concentración.

En Jerusalén vivían entonces, en barrios separados, sin violencia manifiesta entre ellos, judíos, árabes, palestinos, armenios, libaneses, alemanes y griegos, una verdadera babel de lenguas, y si podemos llevar este término más allá de las lenguas, una babel de costumbres, y de religiones. Vivían en tensión, pero en paz. Es decir, siendo tan diferentes se toleraban unos a otros.

La pantera en el sótano cuenta la historia de Tolfi, el propio Amos Oz, un niño que se convierte, en secreto, en profesor de hebreo de un sargento de las tropas de ocupación inglesas. La novela provocó reacciones encontradas; ganó con ella el Premio Nacional de Literatura de Israel, y al mismo tiempo la extrema derecha acusó de traidor a Oz ante el Tribunal Superior de Justicia. Traidor, como había sido el caso de su personaje infantil, Tolfi, por enseñar hebreo al enemigo.

Una vida para la paz, y para la literatura.

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5 de julio de 2007
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LEOPOLDO MARÍA PANERO, PREMIO CERVANTES

“Salí a la calle y no vi a nadie, / salí a la calle y no vi a nadie, / ¡oh, Señor!, desciende por fin / porque en el Infierno ya no hay nadie.”

Ese es un poema de los últimos años 70. Leopoldo ya estaba en manicomios, aunque todavía tenía bastantes posibilidades de escaparse, de hacer una vida bastante enloquecida pero sin tener la frontera de aquellas paredes.

Lo había conocido años antes. En las tabernas madrileñas. En algunas noches de alcoholes, mujeres y alguna poesía. Lo volví a ver en París, sería el año 74. Estábamos por allí felizmente ácratas, descreídos, noctámbulos, cantarines, escuchadores de García Calvo y bebedores de vino no muy caro en aquel bar de Saint Germain des Pres. Alguno vino con la noticia de que los “flics” habían detenido a Leopoldo Panero. Parece que lo habían pillado hurgando en alguna basura y le confundieron con un clochard. Cuando comprobaron que era algo pero, que era un alucinado poeta, la cosa se puso más complicada. Ya estaba en un camino muy peligroso para vivir entre las leyes de los otros locos, los del orden exterior, los que no están en los manicomios.

Después le volví a ver algunas veces. Nunca, casi nunca me reconoce. Una vez, hace ya bastantes años, conseguí un permiso para sacarlo durante dos días de Mondragón. La excusa era una entrevista con Lola Flores en Antena-3. Entonces España y la televisión eran así de surrealistas. Cuando Lola vio al poeta de cara alucinada, de ojos perdidos y palabras ininteligibles -pero tantas veces tan lúcidas, demasiado lúcidas- se negó a cualquier entrevista con aquél que le parecía un enviado del diablo. Lo mismo le había ocurrido con Albert Plá, ¿lo recuerdas Plá? En el caso de Panero fue su hija Lolita la que se atrevió a preguntar algunas cosas a ese poeta al que no entendió nada. Me encantaría rescatar aquellas imágenes. Acabamos un poco hartos del ritmo de coca colas y cigarrillos de Leopoldo. Tampoco era fácil seguir sus palabras, llenas de risas y de iluminaciones.

Siempre he seguido su poesía. No es el poeta que prefiero pero desde aquel camino primero de Swan y un poco después por las calles de Carnaby Street hasta nuestros días, sigo siendo un lector de ese poeta lleno de hallazgos. De luces, de demonios, de infiernos y de ángeles derrotados. Me pondría a la cabeza de un premio significativo para Leopoldo. Y no es el poeta que más me gusta, ni siquiera estoy seguro de que sea el Panero que prefiero, pero si de poetas españoles -y contra España- hablamos, pocos encuentro con más justicia para ser premiado. No será fácil convencer a esa gente. No hay nada más que ver cómo, quiénes y de qué corrientes poéticas son los jurados de los grandes premios. No sucederá el milagro, pero no me parece mal comenzar la campaña. Yo, al querido Leopoldo y a sus seguidores, les prometo que comenzaré la campaña. La próxima semana tendré la oportunidad de proponérselo a la ministra. Ya les contaré. Por ti brindo Leopoldo. Aunque sea un brindis al sol. Un brindis desde las cavernas iluminadas de alguno de tus infiernos.

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5 de julio de 2007
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EL DETALLE

No hay camino más desesperado que el que conduce a la perfección. Una perfección inalcanzable puesto que su meta se encuentra no en el conjunto de la obra sino en la exactitud de los detalles. El conjunto puede lograr un efecto impresionante pero donde en realidad habita la excepcionalidad de la obra es en donde su efecto no se ve. Ni siquiera se advierte, ni siquiera presta un servicio decisivo al espectador común. El detalle se dirige al ojo definitivo del gusto y en esta exigencia el detalle se expone ante el requerimiento atento de un juez o un carcelero. El artista es así el vulnerable reo o el potencial prisionero de los detalles. El conjunto puede  coronarlo ante el público pero el detalle lo absuelve o lo condena ante la Historia. De esa sentencia, que podría parecer menor, se obtiene de manera absoluta la grandeza del artista. La categoría superior procede de lo, en apariencia, subsidiario. Este es el complejo sortilegio de la Gran Obra. La gran talla del artista deriva finalmente del detalle.

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5 de julio de 2007
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De mi primera visita a El Cairo

Vaya a saber uno cómo fue el bar El Cairo en su hora de gloria. Ahora está refaccionado a nuevo, en la misma esquina de Sarmiento y Santa Fe, a metros del cine El Cairo y por ende en pleno centro de Rosario. Pero mentiría si dijese que a pesar de su modernidad no me emocionó estar allí, acodado sobre una mesa y haciendo lo inevitable: esto es, escribiendo. Supe de El Cairo por Fontanarrosa, pero si no me equivoco la primera vez que oí de él fue por culpa de la escritora rosarina Angélica Gorodischer. Creo que uno de los personajes más entrañables de Angélica, el viajante de comercio intergaláctico Trafalgar Medrano, recalaba allí cada vez que paraba en Rosario, en merecido descanso de sus travesías interestelares. Bebiendo el café negro de rigor, me pregunté mientras miraba para todas partes –me faltaba el cartel de turista colgando del cuello- cuál será la razón por la que me gustan los bares “de escritores”.

En Venecia no resistí la tentación de beber algo en el Caffe Florian, que da a la piazza San Marco, a conciencia de que Charles Dickens disfrutó del lugar durante su estadía. Sentarse a una de sus mesas es igual a viajar en la máquina del tiempo. También quise disfrutar de un martini en el Harry’s Bar, pero di vueltas en vano y no lo encontré, lo cual sintetiza la relación que tengo con la literatura de su cliente más legendario, el siempre excesivo Ernest Hemingway.

En Madrid me gusta el Café Gijón, que está lleno de historia y donde alguna vez bebí algo con Rafael Azcona, José Luis Cuerda y Juan Cruz. Pero frecuento más el café del Círculo de Bellas Artes. Siento debilidad por sus ventanales con vista a la Gran Vía, por sus estatuas, por su aire que es digno sin pecar de majestuoso. Cuando estoy allí me dan ganas de escribir. Lo hice muchas veces, sacar mi libreta Moleskine en reverencia ante los maestros y ponerme a garabatear sin más, con la excusa que fuere. Está claro que ahora uno puede ir a un bar con su laptop y darle al teclado como en casa, pero aunque práctico, les juro que no es lo mismo.

Lo disparatado es que no tenga un bar favorito en Buenos Aires. Son las cosas que pasan en el sitio donde uno juega de local. El Café Tortoni posee su gracia, por cierto, pero es demasiado ruidoso y suele estar lleno de turistas, que me molestan del mismo modo en que yo molesto a los clientes del Círculo. (Esto se llama justicia poética.) Quizás se deba al hecho de que en mi ciudad tengo un refugio claro para escribir: mi propia casa, que es como el barco en que navego a diario; donde estoy a gusto, donde nadie me perturba. Cuando uno se vuelve extranjero, la casa que ocupamos fugazmente, o la habitación del hotel, no logra convertirse nunca en un hogar. Para eso están los bares. Allí me siento cómodo, allí me entran ganas de escribir, en la esperanza de que su aire conserve alguno de los átomos que los grandes exhalaron durante su paso y así pueda participar, aunque más no sea de forma vicaria, de un genio del que carezco.

Al menos ahora cuento con El Cairo, que no me queda tan lejos. La frase suena bien, parafraseando a los amantes de Casablanca: “Siempre tendremos El Cairo”.

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5 de julio de 2007
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LIBRERO

Empiezo con un secreto: el blog Design Observer. Es excelente: habla de manera abierta de grafismo y de tipografía. El punto de vista es el clasicismo pero sabe mucho sobre el mundo digital. Es el blog de varias personas, lo que le da una riqueza sorprendente como hoy con un texto de William Drenttel sobre Jack Stauffacher.

No hay que perderse en estos nombres: son grafistas norteamericanos y más, bien, en el caso de Stauffacher se trata de una leyenda: el hombre que hizo Grenwood Press en San Francisco, una casa editorial que combina textos clásicos con encuadernación y grafismo  de alta calidad. Lo que dice el texto no es excepcional. Información sobre Stauffacher hay en todas partes. Pero se utiliza una idea que me encanta: el retrato de un hombre a través del librero de su taller. Para dar una visión completa hay en el blog una fotogalería de 60 fotografías con todos los libros que rodean Stauffacher, estantería por estantería. Me gustaría descubrir lo mismo con escritores: saber cuáles son los libros que les rodean en el momento de crear.

“Un escritor vive donde están sus libros” contesta Gabriel García Márquez cuando alguien le pregunta sobre sus varias casas (en su caso, los libros están en México). En el librero de Stauffacher hay una edición de Moby Dick que tengo, tanto como una enciclopedia de la tipografía que abro por lo menos una vez a la semana. Verlos es como compartir enlaces en Internet a través de del.icio.us, es descubrir que comparto algo con el viejo genio de San Francisco.

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4 de julio de 2007
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LA BANALIDAD

En la banalidad está la magia. Nada comparable a lo grave, serio o profundo que son cuestiones apegadas a lo más graso y sórdido de la especie humana. La trivialidad es cosa de los ángeles proscritos.

Su liviandad, su ligereza, la hacen inaprehensible  y en consecuencia muestra la pertenencia a otro mundo. Lo inmaterial, lo poético, lo espiritual rozan con la banalidad pero no son legítimamente banales. La diferencia a favor de lo banal radica en que mientras lo espiritual sigue formando parte del sistema  humano, lo banal lo traspasa, lo desdeña y lo  supera. Actúa como una fuerza del mal  que nunca se deja atrapar por los códigos de la virtud o del vicio. La banalidad sobrevuela ambas cimas establecidas por el pensamiento humano. Todo ello puede ser vulgar pero no lo trivial que se preserva de clasificaciones y de antagonismos simétricos. Lo trivial no es lo contrario a lo serio ni a lo importante. La incapacidad de ambas categorías para anular lo trivial contrasta con el poder de lo trivial para arrasar con la estatura de lo importante, lo campanudo o lo severo. La trivialidad derrama su risa corrosiva sobre las grandes figuraciones y las grandes figuraciones no podrán incapacitar a la trivialidad que sale indemne de los acosos y tanto más cuanto más campanudos o aparatosos se pretendan.

Porque tampoco habrá de confundirse la ignorancia o la insuficiencia con la trivialidad que conlleva una suerte de saber y potencia decisivos. Su extrema categoría no es sólo de un orden diferente a las grandes categorías de la historia sino que en comparación con ellas posee la diferencia atemporal de lo encantador. Es así como resulta irreductible, inmensurable, y ucrónica. El arte de lo banal se parece al arte del flirt y el flirt se hace auténticamente un juego indecible cuando obtiene el jugo de lo banal. Siendo la banalidad, en fin, lo contrario de lo vano; siendo la banalidad lo opuesto a la vanidad. La vanidad se encuentra entre la serie de los artículos corrientes  mientras la banalidad se caracteriza por su esplendor. La vanidad muere en su materia, es opaca y estática,  mientras la banalidad sobrevuela lo material, es brillante y veloz. Irreductiblemente veloz y jovial puesto que su clase de alegría pertenece a un universo tan distante como  maléfico y gestiona los ánimos con un soplo tan perfecto como delicado, tan ligero como invisible. En la banalidad se halla el secreto de la seducción. En la banalidad se halla la exquisita magia de la conquista y de paso el primer indicio de un mundo alternativo donde reside lo increíblemente feliz. Siendo entonces lo feliz la banalidad misma, tan primigenia, única y genuina que ni siquiera se encuentra al alcance de Dios y sus tremendas manos de oro.

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4 de julio de 2007
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La música del desprecio

Esta historia, que escribo en el mítico bar El Cairo, me la refirió Silvina Ross, de la igualmente mítica Librería Ross de la ciudad de Rosario.

Corre 1978, y la Argentina está en vilo en plena realización del Mundial de Fútbol. La posibilidad de seguir en carrera depende de que nuestra selección golee a la peruana en Rosario. Con el tiempo circularán historias que dirán que el partido fue comprado, pero por entonces ignoramos esos tejes y manejes y nos limitamos a sufrir, en anticipación del partido fatídico.

Pero hay gente a quien le preocupa algo más que nuestro destino futbolístico. Por Rosario y sus inmediaciones circula un rumor: hay que ir al estadio, pero no para ver el partido –no sólo para eso, al menos-, sino para aprovechar la presencia de Jorge Rafael Videla, el dictador, que acudirá también con la intención de darse un baño de masas.

La escena ocurre al fin. El estadio está repleto. La voz que resuena en los parlantes anuncia la presencia de Videla, en su carácter de Presidente de facto de la República Argentina. Y en ese preciso instante, aquellos que habían participado del rumor y también aquellos que vieron aparecer la oportunidad y no dudaron, unieron sus gargantas en una única, monumental, inolvidable rechifla.

El mundo nunca se enteró, como tampoco el resto de los argentinos. Algún obsecuente habrá bajado el sonido de la transmisión oficial, privándonos del conocimiento de lo que ocurría. Aun así, casi 30 años después, al oír la historia siento regocijo. Me imagino que al menos por un instante, el cruel y engreído Videla dejó de oír las loas de genuflexos y temerosos a las que estaba habituado, para enfrentarse con el sentimiento que millones albergaban en su pecho, aun cuando no tuviesen voz: la música del desprecio debido a los genocidas.

En aquel momento, sin siquiera saberlo, fuimos todos rosarinos.

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4 de julio de 2007
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El Boomeran(g)
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