Vicente Verdú
Los animales tampoco lloran. Para llorar tendrían que compadecerse de sí mismos y lo característico de su condición es que carecen de reflexión y en consecuencia de cualquier recreación voluptuosa desde las propias desdichas.
Todo ello en el improbable caso de que los animales estuvieran capacitados para elaborar alguna idea de desdicha.
La contrariedad en la vida animal forma parte de la vida natural mientras entre los seres humanos el anhelo de estar bien, la ambición de ser felices, comporta que casi cualquier contrariedad sea pesadumbre.
No habrá sentimiento de tristeza donde no es posible la autocontemplación porque lo que nos impulsa fundamentalmente a entristecernos procede de lo mal que somos capaces de vernos. No lloramos por los demás y ni siquiera por el desastre del mundo que nos rodea sino, como tantas veces se dice, por la piedad que nos inspiramos.
La muerte del ser querido rebota en su cuerpo inerte para llegar a nosotros en forma de dolorosa metralla, lágrimas que indican la lamentación por nuestro estado de desconsuelo.
El muerto viaja hacia un destino desconocido y nos abandona. El que muere nos deja, se va, y de esa abrupta desafección que sufrimos nos autocompadecemos. Los animales son tales animales porque no les aflige ningún daño mental propiamente dicho y porque, además, nunca en su formación originaria han pasado por el psicoanálisis de su identificación, su desarraigo y su autocastigo.