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Un par de cosas que yo sé de ella

Los que busquen el París lírico y cordial tendrán que imaginarlo a solas


Las dos frases más celebradas que se han pronunciado jamás sobre la capital francesa son: "París bien vale una misa" y "Siempre nos quedará París". La primera se atribuye al rey Enrique IV, un navarro de religión calvinista dispuesto a vender su alma y convertirse al catolicismo con tal de reinar sobre los franceses. La segunda la pronuncia Humphrey Bogarth al final de la película Casablanca y es el resumen de una vida fracasada, un sacrificio inútil y haberse sacudido de encima a la mujer más interesante del norte de África.

Ambas frases se oponen del modo más absoluto, pero dan una idea rigurosa de dos modos de abordar la ciudad. La primera, de un cinismo descomunal, sabe cuánta es la riqueza que contiene la urbe y es la frase de un conquistador. La segunda, resignada y melancólica, se recrea en un París que solo es admirable en el recuerdo. Es una frase nacida bajo Saturno.

Referente mundial

Uno puede encarar el viaje parisino, sea desde la impostación del alma de Enrique IV o la de Bogarth, pero no de ambas. Es ineludible elegir entre el desalmado vencedor y el resabiado perdedor, si uno desea obtener una visión coherente de la que fue capital del orbe durante el siglo XIX, pero que sigue siendo, junto con Londres y Nueva York, la referencia mundial de la civilización. Es mejor no engañarse: ya pueden otras metrópolis hacer toda clase de contorsiones por alcanzar ese lugar olímpico, ya pueden Los Ángeles, San Francisco, Berlín o Tokio presentarse como modernos centros internacionales. Comparadas con las tres verdaderas capitales del mundo, son monos disfrazados de botones de hotel.

El París de Enrique IV es el de Balzac, el de Alejandro Dumas, el de Victor Hugo, un lugar de alma gótica y tenebrosa, con catacumbas tapizadas de huesos humanos y cloacas por las que escapan los condenados a muerte. El centro neurálgico de este París guerrero y nigromante es el laberinto de callejas de la Isla de San Luis, los muelles próximos al palacio de justicia, las tétricas naves de Notre Dame, el enjambre popular del Barrio Latino. Tiene una exposición nobilísima en el Museo de Cluny, antiguo palacio de un rico comerciante en cuyo interior se guardan las figuras del París romántico y lúgubre. Por el lado romántico, el maravilloso tapiz de la Dama y el Unicornio. Por el lado lúgubre, los calvarios policromados.

La visita de este París denso, augusto, es cada día más difícil, hasta hacerlo impracticable, pues es donde se concentra el mayor número de visitantes. El trayecto de la Plaza de los Vosgos, antiguo palacio de la corona, hasta el Louvre, que es el palacio moderno aunque hoy sea tenido por un museo, es casi insoportable debido al tsunami humano y la muralla de autocares. Su complemento, el trayecto desde Notre Dame hasta la iglesia de Ste-Etienne, en las proximidades del Panteón, terreno eclesiástico dominado por los obispos de horca y cuchillo (siempre asistidos por los teólogos de la Sorbona), no lo es menos. No obstante, nada se puede entender de la ciudad sin este esbozo geográfico de un París nuclear unido por un río que facilita la fluidez de ambas orillas, la eclesiástica y universitaria con la militar y cortesana. El turista animoso, el vencedor que se imposte en la aguerrida figura de Enrique IV, puede intentarlo.

La ciudad poética

El melancólico, aquel que se sienta inclinado a prescindir de lo más deseado, renunciar a la riqueza y el éxito con tal de que le dejen en paz, ese debe escapar del núcleo guerrero y episcopal. Ese debe internarse en el París poético y fantástico de los rincones dispersos, de los fragmentos e iluminaciones. A la manera de los surrealistas, deberá construirse un París propio en la medida de su fantasía, aunque también tan extenso como su corazón.

Si los surrealistas encontraron el cuerpo de París descuartizado en los mercados de viejo, en los traperos, en las librerías de lance, en los mercadillos y chamizos, en los bouquinistes del Sena, también el viajero saturniano deberá buscarlo, miembro a miembro, en sus cuevas íntimas.

Tanto era el desprecio de los surrealistas por el París de los vencedores que escribieron una guía de la ciudad que permitía recorrerla de arriba abajo sin toparse con un solo monumento artístico o edificio histórico. A veces el paseante debía hacer cosas raras, como meterse por la boca de un metro y salir por el lado contrario, o caminar una calle con la espalda pegada a la pared para no pillar una posible riqueza cultural. Así también deberá actuar el viajero melancólico, pero con tino. Véase el fracaso de uno de ellos, el imprudente Walter Benjamín. Este filósofo alemán se entusiasmó con los Pasajes, galerías construidas a mediados del siglo XIX para que los comercios de lujo expusieran sus productos. Cuando él los descubrió eran lugares perfectamente ruinosos solo frecuentados por rameras y navajeros.

Por desdicha, tras el éxito de Benjamín entre los universitarios (lo que atrae de inmediato a los periodistas y luego de ellos a los comerciantes), los pasajes han sido restaurados y hoy forman parte del París triunfante y guerrero, o sea, masivo.

Como ya dije al principio, aquellos que busquen el París lírico y cordial, tendrán que imaginarlo a solas y no compartirlo con nadie. Para lo cual es innecesario que viajen a París.

Artículo publicado en: El Periódico, 22 de julio de 2007.

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25 de julio de 2007
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Alta Gracia

Adolfo Barrera tiene su librería en una ciudad cuyo mero nombre exalta: Alta Gracia, a cuarenta y pocos kilómetros de la capital cordobesa. La ciudad es pequeña y preciosa y está flanqueada por sierras que recuerdan a propios y extraños que el sitio tiene vocación de eternidad. El aire es tan claro y seco que durante siglos la gente peregrinó hasta aquí para darle respiro a sus pulmones. Manuel de Falla vivió sus últimos tiempos en esta tierra. Ernesto Guevara pasó once años en Alta Gracia, todo un récord tratándose de un alma nómade; una de las siete casas que habitó se ha convertido en el Museo del Che. (Todavía pervive el alboroto de la reciente visita de Fidel, que en uno de sus viajes a la Argentina se tomó el trabajo de rodar hasta aquí para honrar su memoria.)

Vuelvo a Adolfo. Tal como dije, es dueño de una librería. Como también suele ocurrir en las grandes ciudades, lo que asegura la subsistencia del librero son las ventas de la temporada escolar, eso es lo que le permite respirar. (Además del aire claro y seco, por supuesto.) Pero Adolfo se metió en el baile porque buscaba algo más. Del mismo modo en que el guerrero relata sus batallas y enseña cicatrices, Adolfo cuenta una anécdota que lo define. Dice que la gente le pide que le recomiende libros, lo que convierte cada una de sus lecturas no sólo en placer, sino además en algo parecido a una responsabilidad. En una de esas ocasiones respondió al desafío con una recomendación puntual. (El título del libro no viene a cuento, al menos en esta ocasión.) Su cliente todavía sentía escepticismo, pero finalmente le hizo caso. Corte. Equis tiempo después: semanas, meses, es igual. La mujer regresa a la librería, y en vez del buenas tardes de rigor se abalanza sobre Adolfo y lo abraza. Cualquiera de nosotros, que hemos tenido la fortuna de cruzarnos con esos libros que iluminan la vida, entendemos la reacción sin necesidad de más explicaciones. Hay libros que además de pesar lo que pesan y costar lo que cuestan, son un regalo para el alma a quien nadie podría atribuirle precio.

Desde hace tres años Adolfo organiza a pulmón la Feria del Libro de Alta Gracia. Quiero decir que la piensa toda, que la sueña de pe a pa y con el paquete atado empieza a buscar auspicios. Ha tenido la fortuna de encontrar eco cada vez, haciendo que la Feria crezca año tras año. Con el apoyo de la Municipalidad local, de empresas y de particulares, se instala en el casco histórico de la ciudad y además de los obvios stands llenos de libros organiza actividades que permiten a la gente acercarse a los artistas. El viernes por la noche estaba lleno de gente escuchando a la escritora cordobesa Cristina Bajo, por ejemplo. El sábado por la mañana llegó uno de los periodistas y escritores más interesantes de la Argentina, Cristian Alarcón, autor de Cuando me muera quiero que me toquen cumbia. (Con quien sigo cruzándome en todas partes sin poder llegar a conocerlo.) Cuando yo me fui, el sábado al mediodía, estaban por llegar Juan Sasturain y Liliana Escliar. Poco después llegaría Guillermo Martínez, el autor de Crímenes imperceptibles, uno de los mejores escritores de este país. Y además estaban Los Musiqueros y Juan Terranova y Angela Pradelli y Cristina Loza.

Imagino que toda esta gente irá a Alta Gracia por la misma razón que yo, pero como sería injusto arrogarme semejante representación me limito a expresar mi propio motivo: uno va a la Feria de Alta Gracia porque nunca podrá agradecer lo suficiente la existencia de gente como Adolfo, uno de esos tipos que ama tanto la literatura que se toma el asunto –y por ende cada una de sus recomendaciones- como un sacerdocio. Gente que contagia su entusiasmo por los buenos libros, encendiéndolo todo a su paso. Ojalá se multipliquen los Adolfos en todas partes, custodios de la flama. Aprovecho estas líneas para agradecerle su invitación. De paso le agradezco también a Carina Chiuchich, Directora de Turismo. Y a Desirée y a Anita. Y a toda la gente que me hizo sentir su calor durante la charla pública junto a Adolfo. Y a Emanuel Rodríguez, de La Voz del Interior. (Con quien también sigo jugando a las escondidas.) Y a Virginia Barrera, a quien le debo una cena. Todos ellos se conjuraron para que una vez más la ciudad de Alta Gracia hiciese honor a su nombre.

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24 de julio de 2007
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HEY JUDE

Esa era una canción de los Beatles. Una vieja canción que hace bastantes años usamos, sobre todo usaba Manuel Ferreras que era el director, conductor y cuerpo y alma de un programa de radio, uno más de aquellos tan recordados de los años 80. El programa se llamaba En días cómo éste y no contaré mucho porque hace tiempo que la nostalgia no es lo que fue. Sí recordaré que había una sintonía que parecía provocadora de Vinicius de Moraes porque con su voz tranquila, casi religiosa, hablaba de alegrías. Y entre otras secciones estaba la de un juez, antes de los jueces estrella, hablábamos con un juez progresista. Una suerte de pedagogía para demandar mejores jueces, mejor justicia. Para ir reclamando unos jueces que se desprendieran del franquismo legal y del sociológico, del franquismo mental. Eran los años 80.

Ahora he vuelto a recordar aquella canción de Beatles. No para cantársela al juez Del Olmo, ni ese juez murciano del que no quiero ni mencionar el nombre, nada más para recordar que los jueces no pueden imponernos moralidades que no deseamos. Que no pueden decidir sobre nuestra sexualidad. Que no deben restar nuestra libertad de expresión. Y que si todavía lo pueden hacer, si alguno lo hace, si alguno tiene la legalidad de su parte, es que algo funciona mal. Algo sigue enfermo en nuestras leyes, en quienes las aplican y en quienes tienen, tenemos que someternos a ellas. Ha sido demasiado largo y tortuoso el camino como andar con éstos retrocesos. Otra vez tener que soportarles. Una cosa es volver a cantar “hey jude” y otra bien diferente sería la canción de despedida que me gustaría cantarles.

Que vuelvan las oscuras golondrinas, las madreselvas o los nenúfares, que vuelvan los cursis, los horteras, el hombre o la minifalda, que vuelvan los Beatles…pero por favor, que no vuelvan aquellos jueces. Que no vuelvan aquellos tiempos. Nunca El Jueves ha sido mi revista, pero me pelearé para vivir en un país dónde existan revistas como esa. Lo del juez de Murcia y la madre lesbiana, eso es otra cosa. Eso es de juzgado de guardia para el juzgador.

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24 de julio de 2007
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V. LA ENGAÑOSA Y CAPRICHOSA PUERTA DE LOS VOTOS…

Los hermanitos polacos, con mansedumbre de graciosos osos de peluche, han reclamado el restablecimiento de la pena de muerte en toda Europa, y han puesto bajo investigación el programa de televisión Teletubbies bajo el cargo de que estimula la homosexualidad. Alientan un discurso antisemita, en un país donde el antisemitismo costó millones de vidas, y han intentado prohibir el estudio de Kakfa, Flaubert y Dostoievski en los colegios, para sustituirlos por “autores polacos nacionalistas y patriotas” (entre los que no estaría seguramente Conrad). Hicieron pasar en el parlamento una ley mediante la que se obliga a más de 600.000 ciudadanos a entregar una declaración sobre sus actos políticos en tiempos del régimen comunista, un streap-tease obligado de sus vidas de veinte años atrás, los buenos separados de los malos, como en el juicio final.

La historia, madre sin sentimientos, y llena de sorda ironía, cuando entromete el vínculo familiar y da el poder a hermanos gemelos, a padres e hijos, a esposos y esposas, crea el ridículo con todos sus acentos de risa, y también la tragedia, con todos sus acentos de llanto.

Pero se arrepiente a veces de sus desaciertos, y arrebata a la novela la carne del asador. Porque los hermanos Kaczynski no tardarán en salir por donde entraron, la engañosa y caprichosa puerta de los votos. Tras una denuncia de corrupción han perdido la mayoría parlamentaria, y las encuestas los reducen ahora, de cara a las elecciones anticipadas que ya han sido convocadas, a su mínima expresión.

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24 de julio de 2007
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FUMAR Y NO FUMAR

Un importante doctor me auguró hace veinte años que contraería un enfisema y me fatigaría con el sólo esfuerzo de anudarme los zapatos si no dejaba de fumar. Esta sentencia me impresionó de una manera muy particular y precisamente por su desmesura. Por lo disparatada que me parecía le atribuí un superior e inesperado valor profético, tal como si la proclamara una mente visionaria dotada para redecir lo que sin remedio me sobrevendría. La tuve, pues en cuenta y apenas quince días después, aprovechando un momento favorable, dejé de fumar. Con esta decisión que no había tomado antes me propuse no sólo sortear el oscuro pronóstico del enfisema y procurarme mejor salud futura sino ensayar con la nueva personalidad de no fumador, otra manera de ser. Creía tan sinceramente que iba a trasfigurarme en otra persona que enseguida comencé un libro –Días sin fumar- para ir dando cuenta de mi transfiguración que no preveía a qué podría conducirme.

Hay dos momentos especialmente idóneos para dejar de fumar. Uno se concreta cuando el fumador decepcionado de sí mismo por la marcha de las cosas determina privarse de fumar a modo de castigo. La abstinencia del tabaco le cargará de un malestar adicional pero la nueva penitencia se soporta mejor si uno se cree miserable que si se estima y cree digno de compasión. De ahí que lo que más empuja a las recaídas es la lástima que uno se inspira torturado por la abstinencia, estrangulado por el “mono”. Pero, también, para aminorar esta autocompasión no hay nada mejor que atravesar una circunstancia de poco amor propio. A menor autoestima menor autocompasión, mejor aceptación del dolor, de la punición o la sevicia.

Pero también, contrariamente, la otra ocasión más favorable para dejar de fumar ocurre cuando la autoestima está en un punto alto y, sea por lo que fuera, a un nivel excepcional. En ese encumbramiento el sujeto se considera capaz de afrontar desafíos ante cuyo tamaño antes se había arredrado. Ahora, en cambio, sazonado de sí, puede aplicar su  fortaleza a la dificultad de no fumar.

En síntesis, la baja autoestima convierte la tortura de no fumar en un dolor consecuente con las asumidas incompetencias y, por lo tanto, fácil de entender. Pero también, una autoestima boyante convierte el ataque del tabaco en un reto propicio para medir nuestro mayor vigor y traducir la abstención en un heroísmo que seguirá acrecentando nuestra talla.

Cuando dejé de fumar lo hice impulsado por la primera circunstancia. Que era la de más ordinaria vigencia. 

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24 de julio de 2007
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¿Te importa si me persigno?

Hace gracia pensar que aún hace veinte años había quienes realmente creían que ciertos discos de larga duración tocados en reversa reproducían mensajes diabólicos. Hoy, cuando aquella complicada operación puede hacerse impecablemente en cualquier editor digital de sonido, no se sabe de un solo hallazgo al respecto. Ahora bien, veinte años no pasan en balde; especialmente para el demonio, que no por ser más diablo es menos vulnerable al efecto del tiempo. Cada vez que aparece en la televisión uno de aquellos grupos de rock de la era del demoniaco disco de vinil, hay un hedor a azufre que satura el ambiente, como en esas historias de pactos con el diablo donde el protagonista sin querer lo invocaba y él se le aparecía en medio de una nube amarillenta, generalmente con un contrato en la mano.

  —¿Me llamaba, colega? —una de las ventajas de trabajar de musa es saberse invocada a todas horas, como la buena suerte y el amor. No acostumbran quedarse mucho tiempo, y si lo hacen nos dejan deudas estratosféricas, pero su compañía es tan deliciosa que mientras dura nos hace creer invencibles. Según Afrodita, es ella quien me dicta los renglones; según yo, son sus ojos estupefacientes los que me orientan entre la negrura.

El rock es como el diablo que te ofrece un contrato por cierto número de años en los que gozarás de su milagrosa y divertidísima protección, y pasado ese tiempo regresa para cobrarse con tu alma. No es extraño que numerosos rock stars busquen la compañía de las porn queens, si unos y otras brillan con la fecha de caducidad impresa en la etiqueta. Quiero decir que estoy aquí pasmado delante de un concierto de los New York Dolls y observo que la sola estampa de David Johansen bastaría para lanzar una edificante campaña Ahmadineyad-made, en pro de la moderación y el recogimiento. ¿Qué hace el mundo con sus rockeros caducados, auténticos desechos nucleares de sí mismos? ¿Dónde meter a quienes lo apostaron todo por el presente, al extremo de envanecerse desterrando al pasado y repitiendo que no había futuro? ¿De verdad es mejor arder que desvanecerse? ¿Quién echa el primer leño sobre Iggy Pop?

  —La fotogenia es privilegio de muertos puntuales, colega. A ver, ¿cuándo le ha visto una arruga a Jim Morrison? Con todos mis respetos para el señor de allá abajo, no me parece pulcro que se lleve las almas y deje aquí los cuerpos apestando a azufre. Ahora que, si hemos de ponernos sinceros, a usted no le preocupan los New York Dolls. Lo que realmente le horroriza es toparse con un reloj tan riguroso. Si hubiera que atenerse al estándar vetusto de los Sex Pistols, todo rockero mayor de 25 años sería técnicamente un anciano, y por supuesto ya no un rockero.

Los mensajes diabólicos del rock no están ocultos. Basta con asomarse al semblante vacío de una estrella descontinuada para entender que el del trinche y los cuernos es hombre de palabra y a la letra cumple con sus contratos. No sería del todo descabellado aventurar que gente como Kurt Cobain, Janis Joplin y Sid Vicious no hicieron sino romper con el contrato que a tantos en su gremio ha condenado a vivir como zombis memoriosos.

  —¿Ha visto a Chrissie Hynde recientemente, colega?

  —La vi ayer, en la tele. Una muñeca de 56 con el cuerpo de una viejecilla de 27. Lo que yo llamaría haber firmado un buen contrato.

  —Es lo bueno de ser mujer, traen la musa integrada. No necesitan de esa visión femenina sin la cual, por ejemplo, usted mismo estaría invocando al diablo en este momento. ¿Sabe por qué los escritores viven más años que los rockeros? Yo sé lo que le digo: las musas somos dramáticamente más saludables que los demonios. De hecho, no sé si se haya dado cuenta que hace tiempo soy yo quien lidia con ellos...

  —Creí que tu presencia los había ahuyentado...

  —Soy su musa, colega, no su hada madrina. Los soborno, pero no los domino. Así que no me eche la culpa si cualquier día de estos se acuesta con el cutis de Brian Jones y se levanta con el de Keith Richard, ya ve que a los del trinche les gustan esas bromas.

  —Si yo fuera tu padre, te obligaría a hacer buches de agua bendita

  —¿Lo dice usted, o está citando a Cat Stevens?

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24 de julio de 2007
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POLANCO

Cuando entramos en esa ciudad más o menos silenciosa, en el cementerio de La Almudena, pensé que deberíamos habernos escapado al otro cementerio cercano, al Cementerio Civil. Ese discreto cementerio, un vecino silencioso, un espacio razonablemente ordenado. Y esos sí, demasiado pequeño para haber sido el refugio de la España laica. Un lugar demasiado estrecho para que allí se den cita los que quieran hacer  un paseo por las varias españas. Por algunos de los mejores ejemplos de nuestras  disidencias. Sin olvidarnos del liberalismo, el progresismo o las utopías. Que todo eso y mucho más estaba mal visto por la España “oficial” que también se encargaba de administrar la entrada en los cementerios.

En el Cementerio Civil están los mundos no fundamentalistas y pero también tienen allí asiento algunos fundamentalismos de otras religiones no católicas. No sé bien porqué, en el entierro de Jesús de Polanco, me dio por pensar en  ese lugar civil, civilizado, laico y español. Y por lo  tanto, en un espacio sentimental en el que muy bien, muy cómodo y muy bien rodeado se hubiera encontrado el Jesús de Polanco que yo recuerdo.

Tampoco hubiera estado mal allí, en el Cementerio Civil, su amigo el cura, el jesuita amigo que decía las últimas palabras para Polanco. Era su amigo, el mismo que acuñó aquello de “Jesús del Gran Poder”, ese tan peculiar tan sacerdote que es Martín Patino- no es casualidad que sea hermano de Basilio, o que Basilio sea hermano suyo- sabe que el Cementerio Civil es una tierra amable para los que tengan más o menos fe, para los capaces de ir con los socialdemócratas hasta la muerte- ¡pero ni un paso más!-,  para los que sean sentimentales y para  españoles en general, que  no tengan el estilo Rouco en materia de fe. Creo que la mayoría de los que estuvimos en el entierro de Polanco seríamos bienvenidos en el otro cementerio de al lado.

No estaría mal ir pensando en hacer ese espacio más grande, más cómodo, menos olvidado Desde luego me imagino muy bien a Polanco, discutiendo, discrepando, divirtiéndose y haciendo fácil el trabajo de algunos talentos que por allí descansan, que allí han ido de perpetuas vacaciones, de largo reposo. Ya sabría él llevarse la plusvalía. Y, eso sí, todos estarían más contentos. Habría llegado a sus aburridas vidas, o muertes,  alguien capaz de activar sus inteligencias. Alguien que les invitaría a dar rienda suelta a su libertad de expresión. Se reconocerían en éste empresario tan fundamental en nuestras vidas.

Así ha sido en las vidas, las cosas, las letras y las libertades de los que hemos tenido la fortuna de trabajar en ese grupo que creció por su impulso, por el impulso de muchos en los que confió, en los que supo delegar sus firmes creencias en un país mejor, más libre y con menos fundamentalismos.
Cuando pensaba eso, también recordaba un lugar dónde se veía a Polanco en una suerte de soledad en compañía. Dónde más veces le vi., en los conciertos, en el Teatro Real o en el Auditorio. Allí, después de mil batallas, se podía ver a un hombre disfrutando de esa soledad sonora. De ese estar en lugares tan verdaderos como los de la música.

Ayer, desde el entierro, pensando en otro lugar para su entierro, le recordé escuchando ensimismado una música que sigue siendo el refugio de algunos que no podían ser solitarios.

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23 de julio de 2007
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IV. LOS SOBRINOS DEL PATO DONALD

La historia, que pare mientras inventa, trabaja en cualquier latitud. Lejos de América Latina, en Polonia, se ha sacado del vientre a unos personajes que son hermanos gemelos, tan idénticos que parecen juguetes de cuerda producidos por un mismo molde: los hermanos Kaczynski, el uno presidente de la república, Jaroslaw, y el otro primer ministro, Lech. Gorditos y sonrosados, e iguales en voz y ademanes, parecen  gnomos de un cuento de hadas tenebroso que se copian a sí mismos. O nos recuerdan a los sobrinos del Pato Donald, iguales en físico y pensamiento, al punto que la frase iniciada por uno es siempre terminada por otro.

Si la novela necesita de personajes salidos de las cavernas más oscuras, aquí están estos hermanos que le entrega la historia a ritmo de polca circense, aún chorreando sombras. Los Kaczynski fueron electos gracias a una alianza de la extrema derecha que incluye a su propio partido, Ley y Justicia, a la Liga de las Familias Polacas, y a la Autodefensa de la República de Polonia, oigan sino resuenen en esos nombres ecos del viejo fascismo que siempre está levantando la tapa del sepulcro. Personajes que recorren la pista con sus volantines y cabriolas, pálidos frente a ellos los presidentes que saltan en la cuerda, las gobernantas cabareteras, los brujos consejeros, los jefes de la policía secreta con sus mazos de billetes en la mano.

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23 de julio de 2007
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LA MUJER QUE SUEÑO

Sueño –literalmente sueño- con una mujer segura de sí, independiente y vivamente ilusionada con su profesión. La veo en sueños como una mujer de unos cuarenta años, vestida con unas ropas claras y cuya independencia se fundamenta en su vehemente originalidad para vivir, hablar o trabajar. Una mujer tan irresistible que hace olvidar, por momentos, su sexo, pero que cuando su condición femenina aflora multiplica por cientos de miles su valor y su atracción para mí.

“Nada hay más atractivo que una mujer segura” decía el anuncio de las medias Berkshide en los Estados Unidos de los años ochenta. Nunca lo olvidado puesto que su impacto repetido ocurría a menos de cien metros de mi residencia en Harvard.

Una mujer segura sabe que desea para sí y no en la retórica y enrevesada función de las conveniencias sociales. Sabe y quiere saber sobre la vida neta y es consciente de que no se vive para siempre o, desde luego, no se vive siempre en la misma circunstancia ni en la misma edad.

Esa mujer traza su destino, se quiere a sí misma tanto que es imposible no quererla hasta la extenuación. No se ampara en prejuicios ni en obligaciones convencionales del vecindario sino que trata, convencida de su vida efímera y humana, de ser una persona y no una figurante social. De ser una mujer y una auténtica madre sin ser una esposa ni una asistenta o un guardián de quita y pon.

¿Esa mujer existe? Yo la sueño estos días, de pie entre una reunión de amigos, y temo que alguien pueda conseguir, antes que yo, hacerla su pareja sensacional.

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23 de julio de 2007
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La luz del Negro

No puedo verter más loas sobre el Negro Fontanarrosa de las que ya difundieron los medios internacionales en estos días, a pesar de que ni siquiera esa avalancha le hace justicia. Me gustaría sin embargo comentar dos pequeñas cuestiones. En primer lugar, la admiración que me despiertan los lazos que supo generar con su público. Su popularidad indiscutible y la sencillez que destilaba en persona no deberían ocultar el hecho de que el Negro fue lo que yo considero un tipo muy culto: sólo puede recrear lenguajes y modalidades narrativas aquel que los conoce muy bien, y Fontanarrosa parodió y subvirtió desde adentro el policial, la gauchesca y tantos otros géneros y subgéneros precisamente porque se los sabía al derecho y al revés. Quiero decir: pudiendo haber aprovechado su sapiencia para dibujar y escribir algo pretencioso –cosa que estaba a su alcance, insisto-, Fontanarrosa no hizo nunca nada que no estuviese próximo a su corazón. Las personas que tienen una noción tan clara de sí mismas me resultan sanamente envidiables. Y los artistas que saben emplear su talento de una forma tan sabia me parecen una gloria. Fontanarrosa era ambas cosas. Me saco el sombrero ante su dimensión, que hace algunos meses describí en esta columna como genial, y punto.

La segunda cuestión está muy vinculada a la primera. Más allá de la tristeza que implica su muerte temprana, no pierdo el registro de que en los últimos tiempos Fontanarrosa recibió el premio más grande a que puede aspirar artista alguno: el calor y el afecto de miles de personas que con la palabra, la sonrisa y el abrazo le demostraron a diario su agradecimiento por todo lo que había hecho en vida. Al menos en mi opinión, no hay galardón académico ni económico ni mejor distinción que el amor de la gente, y eso Fontanarrosa lo recibió a manos llenas. No existe nadie a quien le ocurra algo similar de manera inmerecida, y el Negro estuvo muy lejos de ser la excepción: nos hizo reír y pensar y gozar tanto, que se merecía todos los mimos del mundo.

Cuando las noticias de la muerte de Dickens llegaron a América, Longfellow escribió: “Nunca supe del deceso de un autor que causase un dolor tan generalizado. No es exagerado decir que el país entero ha sido golpeado por la pena”. Durante los dos días que siguieron a su entierro en la abadía de Westminster, la gente hizo cola para saludar su tumba y dejar ofrendas florales que, según su hijo describió, muchas veces estaban atadas por jirones de tela que parecían arrancados de los ropajes de los penitentes. A nadie le sorprendió el detalle: con su arte Dickens había logrado conmover hasta a la gente que habitualmente no tenía acceso a la cultura que se pretende escrita con mayúsculas. Sin intención de comparar sus obras, puedo decir que Fontanarrosa pulverizó igualmente las barreras que tantas veces separan al arte de la gente, barreras que siempre consideré artificiales y reaccionarias: a nadie debería privárselo de la posibilidad de disfrutar de la belleza en cualquiera de sus encarnaciones, por más que no le alcance el dinero para comprar un libro –o incluso un diario.

Mis respetos para el maestro. En medio del dolor, no puedo dejar de alegrarme ante la cosecha de amor que recibió en buena hora.

……………………………………….

Vaya además mi sentimiento para la familia Polanco, a través del océano que nos separa. 

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23 de julio de 2007
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