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I. PERSONAJES DE NOVELA

La historia tiene una extravagante tendencia de parir personajes hechos a la medida de la novela; y siendo hermanas de leche las dos, historia y novela, no deja de parecer esto un asunto de favor entre quienes, más allá de su vínculo consanguíneo, se aman a veces, y otras se repelen, como ocurre tantas veces entre mujeres apasionadas. Cuando la historia, que se mueve sobre el piso de la realidad terrena da a luz a una de estas criaturas, los mortales, que padecemos de la debilidad de la admiración por lo singular, o por lo anormal, solemos siempre decir que esa criatura parece “un personaje de novela”.

De estas criaturas nacidas de la historia para reinar en la novela, y que son a veces verdaderos fenómenos, como los terneros de dos cabezas, o los potrillos de seis patas, y que causan nuestra admiración, hemos tenido muchas en América Latina, y nos gusta asociar su aparición con el subdesarrollo, como si la pobreza y el atraso fueran su mejor caldo de cultivo.

Llegar a ser personaje a los ojos de estas dos hermanas, la historia y la novela, supone una metamorfosis. ¿Cómo es que una persona se transforma en personaje? ¿Cómo es que aparta sus vestiduras comunes y se reviste con el extraño ropaje de la celebridad, por triste que ésta sea? Complejo misterio. Por el momento, digamos que la lista de personajes alumbrados de esta manera viene a ser larga, y sólo voy a entresacar algunos ejemplos de los más recientes. Mañana.

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18 de julio de 2007
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HISTORIA LITERARIA SEGÚN PIGLIA

Releer Respiración artificial, novela que Ricardo Piglia publica en 1980, es una experiencia que tiene mucho que ver con la de leer su ensayo El último lector, que salió en 2005. Piglia es un cuentista, un novelista, un ensayista pero antes de todo es un lector, un gran lector. El chileno Alberto Fuguet dedicó una crónica a Piglia como lector y creo que son crónicas como ésta que nos acercan a la verdad de Piglia.

Respiración artificial consiguió, en su época, la recepción de una obra vanguardista. La releo y veo todo el contrario. La lista de autores (93) que figuran en la novela es de un escritor que se somete a la historia literaria universal, que pasa por ella, para llegar a su tema: la identidad de Argentina. Además, una frase como “un poeta sin memoria es un oxímoron” o aun más “¿Qué es en definitiva la biografía de un escritor sino la historia de las transformaciones de su estilo?” son testimonios de la voluntad de recorrer la historia literaria.

No es difícil encontrar también en el libro algo que huele a postmodernismo y desaparición de lo real. “Ya no hay experiencias sólo hay ilusiones” escribe Piglia al principio de su novela. “Ya no hay aventuras… sólo parodias” añade a mitad de su libro. Pero al final, en las últimas páginas reconoce a la literatura la potencia suficiente para “decir lo indecible” antes de que sea realidad, prueba de esto es el mundo imaginado por Kafka como profecía del mundo realizado por Hitler.

Tal como lo recordaba, hay en la novela un doble mano-a-mano. Éste de Kafka y de Hitler y, antes, el de Descartes con Hitler, autores de dos monólogos (El discurso del método y Mi lucha) que pretenden establecer un sistema de ideas imbatible –el futuro líder nazi basándose en la pérdida completa del sentido común y en el odio cuando el pensador francés se hace esclavo de la razón.

Pero como buen argentino, Piglia no ignora su deporte nacional, que no es tanto el fútbol sino el chiste anti-argentino. “… La literatura argentina se inicia con una frase escrita en francés, que es una cita falsa, equivocada”, dice Renzi, su personaje favorecido. Es una referencia a la citación de Fourtol “On ne tue point les idées” (las ideas no se matan) que figura en la primera página de Facundo de Sarmiento. La frase, dice Renzi, es de otro francés, el conde Constantin de Volney. Siguen ataques ineludibles sobre Argentina y su cultura de “segunda mano” obsesionada por Europa.

La novela es excelente, pero como francés no sé nada de Fourtol y no encontré nada en Volney. ¿El autor de la frase no sería más bien Hyppolite Fortoul, un escritor que fue ministro de Napoleón el tercero y como especialista de la historia de Sieyes y de la convención citaba declaraciones definitivas sobre la libertad de expresar ideas nuevas? Mi pregunta no quita nada a mi admiración a Piglia. Más bien espero que haya hecho un juego supremo: denunciar un error sin limpiar el terreno por completo. De ser así, la novela sería aun más rica, con la ironía de burlarse de los hechos al denunciar un préstamo equivocado de la cultura francesa, pero actuando como los franceses que lo dan todo (incluida la certeza de los hechos) para una teoría.

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18 de julio de 2007
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EL BESO

Guardé plasmada en la mejilla la presión de su cara o, mejor, guardé en mi piel la densidad de su mejilla como si su beso fuera un cuenco dócil y dulce. Este recuerdo táctil permaneció nítido durante todo el día y aunque no me concentrara en él estaba difundiendo vivacidad por mi interior. Pensé en un momento que la presión de su rostro sobre el mío o del mío sobre el suyo había desencadenado una suerte de psicofármaco que perduraba como fuente de placer. Al cabo era más convincente esta explicación de orden inmediato que la tradicional por la que atribuiría a mi pensamiento las secreciones de mi alegría. En realidad, sin necesidad de rememorar obtenía placer, un placer sin nombre concreto que, al identificarlo, se denominaba.

Y siendo así, tratándose de un fenómeno fisiológico independiente de la meditación, ¿podría suponer que estaba registrándose también en ella? Cuesta mucho aceptar cuando nos enamoramos de una persona que esa persona no responda con un parecido sentimiento. La desesperación de la no correspondencia procede menos del orgullo como de la incomprensión de la asimetría. Porque ¿cómo aceptar que ese ser que tanto nos conturba sea indiferente al contagio de nuestra conturbación? Puesto a responder con franqueza yo habría declarado que mi chica favorita también se hallaría afectada por ese beso pero la realidad es del todo inaccesible. ¿Cuál es la realidad, además, en el sentir de esa mujer que nos importa? ¿Qué otros circuitos deciden la concreción de sus deseos? Y, en este caso, ¿cómo concretar su posible emoción hacia mí si ella era una joven y yo un señor?

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18 de julio de 2007
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Una familia que es una joya

¿No les ocurre a ustedes eso de quedarse enganchados con una película cada vez que la pescan por la TV, aunque ya la hayan visto mil veces? A mí me pasa con muchas, por supuesto incluyendo unas cuantas que distan de haber sido consagradas como obras de arte. El otro día, sin ir más lejos, volví a caer con The Family Stone, una película escrita y dirigida por Thomas Bezucha, que aquí en la Argentina –y también en la TV- se exhibió con el título de La joya de la familia. Sí, ya sé, se trata de la típica comedia de Hollywood sobre instituciones sanguíneas disfuncionales. (Aunque esta familia es bastante más funcional que la de muchos, vale decir.) En su favor puedo decir que tiene un cast más que interesante, con Diane Keaton como la madre de los jóvenes Stone, Sarah Jessica Parker como la novia del hijo mayor –una chica tan estreñida que de usar un carbón como supositorio produciría un diamante- y Claire Danes como su hermana. (También trabajan Rachel McAdams, Luke Wilson y Craig T. Nelson, siempre competentes.) Más allá de cualquier otra racionalización, lo cierto es que la película me puede. Cada vez que la veo termino lagrimeando como un idiota, y preguntándome si mis hijas se habrán dado cuenta de que su padre sigue siendo un sentimental sin remedio.

Lo que me conmueve de la película es que, sin perder jamás la agudeza y el sentido del humor, logra pintar una familia que vale la pena, esa familia a la que todas –incluyendo la mía- querrían parecerse. Ojalá obtenga algún día la tranquilidad de saber que logré construir un puerto semejante para mis hijas y para su gente, donde vivir vale la pena y en el que se puede atracar siempre que haya tormenta. Ya sé que voy a contrapelo de los tiempos, han sido demasiados siglos insistiendo en el valor sacrosanto de la institución cuando a todos nos consta que existen familias, o por lo menos integrantes notables del ensemble, que ejercen cotidianamente su potestad de arruinarnos la vida. En todo caso, no se me escapa que el mundo exterior espera ansiosamente su oportunidad de arruinárnosla también. A menudo aquellos que sobrevivieron a padres o madres de pesadilla se desempeñan como pez en el agua en este mundo que no perdona a nadie; en estos casos, la familia disfuncional opera como una excelente, aunque durísima, maestra de vida. (También conozco gente que ha padecido cosas similares y que no aprendió nada. A estos no les va nada bien, como resulta inevitable.)

Yo creo que todos necesitamos una familia. Lo bueno de estos tiempos es que se han relajado las condiciones para inscribirse en el club, otrora tan elitista. La gente que no cuenta del todo con su familia de sangre busca hoy armarse su propio equipo, no sólo con amores e hijos sino también con amigos: gente en la que uno confía pase lo que pase, aunque no se comuniquen ni se vean a diario. En uno de los momentos de crisis, Meredith (Sarah Jessica Parker) le espeta a la matriarca de los Stone: “¡Ustedes no son mejores que yo!” A lo que Sybil (Keaton) responde: “¡Claro que no! Lo único bueno es que nos tenemos los unos a los otros”. Esa es la función irreemplazable de la familia, sea de la clase que sea: constituir ese núcleo tibio en el que siempre nos sentiremos acogidos. No importa que nuestros familiares sean más o menos educados, o solventes, o elegantes. Pueden ser francamente impresentables y aun así cumplir con su parte. Lo que importa es que sepamos que siempre podemos contar con ellos –del mismo modo, esto es insoslayable, en que cuentan con nosotros de manera incondicional.

………………………………………

No quería dejar de decir que me encantó el texto que Verdú colgó ayer, aquel sobre el pensamiento negativo. Como cualquiera de los que nos sentimos amenazados por su patología, valoro locamente todo lo que me ayuda a resistirme a semejante peligro.

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18 de julio de 2007
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Simpatía por el doble

Hoy desperté creyendo que Afrodita del Carmen al fin iba aflojando ese prurito defensivo que persistentemente la separa de mí. Me había dicho ayer, con una sonrisilla desbordante de simpatía, que yo era el hombre más civilizado que conocía. Una afirmación algo temeraria, por no decir flagrantemente inverosímil, pero quise atribuirle buenas intenciones. Como que esos detalles le dan a uno emoción.

  —¿Sabe usted lo que son los falsos amigos, colega? Esas palabras que suenan o se escriben igual en dos idiomas distintos, y uno cree por error que significan la misma cosa. Es el caso de "simpatía" y "sympathy", hay millones de tiernos que todavía se identifican con Mick Jagger por aquello de Sympathy for the Devil. Pero no es simpatía, es piedad. O sea que yo a usted no le sonreí desbordando simpatía, sino sympathy. Me dio penita verlo tan contento, yo nunca dije que usted fuera civilizado.

  —Lo dijiste, Afrodita —me defendí, vehemente, como haría un falso amante despechado.

  —Es la tercera vez que se lo explico, la palabra "civilizado" es un falso amigo de "sybilizado", que es lo que creo que le pasa a usted. Entre más lo conozco, mejor voy conociendo a sus dobles. No me diga que nunca leyó Sybil...

  —¿El de la chica de las dieciséis personalidades? ¿Tengo cara de haberlo leído?

  —Dígame la verdad, ¿lo compró o se lo regalaron?

  —No sé. No lo recuerdo. Me lo robé, tal vez.

  —No me mienta, colega. ¿A qué edad lo leyó?

  —Tendría quince años, dieciséis.

  —¿Se lo recomendó alguien? ¿Cuánta la gente le dijo "tú deberías leer ese libro"? Un hombre tan sybilizado como usted no va a olvidar así como así cómo fue que llegó a sus manos tamaño espejo de cuerpo entero.

  —Era muy malo. Yo lo leí esperando dieciséis protagonistas, y al fin la mayoría no llegaba ni a personajes secundarios. ¿Por qué cada paquete de un litro de leche trae un litro de leche, el de un kilo de arroz un kilo de arroz, y al libro de las dieciséis personalidades le falta cuando menos la mitad? Hay gente que se va a la cárcel por eso.

  —Otros todavía se quejan porque Pregúntale a Alicia no traía un apéndice con direcciones y teléfonos de proveedores. En fin, colega, el hecho es que a usted le regalaron el libro, específicamente ese libro, o cuando menos se lo recomendaron mucho, precisamente a usted. ¿Por qué? Pues por sybilizado. Por eso ahora ejerce una profesión sybilizada y vive en una ciudad sybilizada.

  —No sé si sobreviviría en otra. En mi experiencia, es la más libre del mundo. La única que está teniendo éxito en la implementación del programa Tolerancia 1000. La única donde todos los reglamentos son rigurosamente opcionales. La única que soporta a los chilangos.

  —¿La única o las únicas? ¿Cuántas ciudades son, colega? Y usted está aceptando que no puede vivir lejos de aquí. Quiero decir, ustedes están aceptando. A los sybilizados se les habla en plural, pa' que se ubiquen.

  —¿Tú no eres de aquí, Afrodita?

  —Mi origen es mimético y configurable, colega. Ahora que si me orienta, puede que en un futuro lo entienda mejor. Por su bien, claro está, aunque no me comparta sus regalías.

  —¿O sea que según tú necesito explicarte la sutil diferencia que separa a sybilización de barbarie?

  —Explíquesela usted, colega. Quiero decir, ustedes. Yo soy sólo una musa de temple ecuatorial trabajando en una ciudad multipolar. Ya me dirá mañana cuántos vamos a ser.

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18 de julio de 2007
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El arte de saber estar en el mundo

El ensayista, filósofo y director de la revista Critical Inquiry, Arnold I. Davidson, es presentado en La Vanguardia como la antiimagen del filósofo engolado. La entrevista que le hacen en París los enviados del periódico catalán lleva su fotografía: un rapero con barba, el cráneo rapado, sonriente y contemplativo.

La entrevista podría haber discurrido por cualquier derrotero –tan amplias son las referencias literarias, cinematográficas y musicales manejadas por el autor- pero en cualquier caso nos habría conducido a la misma proposición: la filosofía es una actividad académica sólo en la medida en que ha perdido su razón de ser.

En el sofisticado alarde conceptual de los actuales maestros de filosofía debemos identificar, además, algo que se parece mucho a la traición. Como si el prestigio administrado por el gremio profesoral de generación en generación no fuera más que un intento por ocultar el verdadero origen y sentido del pensar.

Davidson quiere subrayar el vínculo existencial que acuñó la actividad filosófica: no una opción intelectual separada de la vida, no una institución cultural del Estado, no el inventario histórico de la biblioteca universal. Se trata más bien de un infatigable diálogo entre el individuo y la palpitante y huidiza experiencia de sí mismo.

Dice Davidson que la filosofía es un ejercicio espiritual, una práctica tan recomendable, urgente y necesaria como lo fue hace 2.500 años. Que probablemente resulte hoy en día extraño el comportamiento de un filósofo dispuesto a forjar un estilo de vida y un arte personal, un íntimo y quizá secreto modo de entender el mundo, pero que ningún otro anhelo puede considerarse “amor a la sabiduría”.

Para distanciarse de los ejercicios de ampulosa erudición ensalzados por la tradición institucional europea, Davidson comenta dos ejemplos cercanos a la figura del verdadero filósofo: Francisco de Asís, con su sandalia gastada, rascándose la barba y frecuentando la compañía de los desgraciados y los perros, y John Coltrane, el músico de jazz que nos enseñó a improvisar con virtuosismo inspirado.

Los personajes citados por Davidson ayudan a imaginar cómo se puede sostener a salvo de tanta inclemencia social la sutilísima conciencia de un yo silente, un sí mismo que conoce pero no atrapa, sabe pero no asegura, sospecha pero no teme. Desde este punto de vista, estos dos hombres -el místico de este mundo y el jazzman del otro- son indicios de una habilidad posible.

La acertada expresión arte de vivir -pues no parece quedar en pie ninguna respuesta doctrinal a nuestras preocupaciones- alude a ese vivir  con destreza, sorteando las trampas tendidas, practicado por los filósofos que, pese a todo, como dijo al final Wittgenstein, dicen poco y muestran mucho.

Davidson nos propone una filosofía entendida como un saber estar en el mundo, una ética atenta a los imperceptibles instantes que conforman la totalidad del ser, una estética de la nobleza, una cínica y muy aguda simpleza.

No sé dónde leí la sentencia pero se corresponde bien con lo que propone Davidson. Una norma sencilla a modo de manual de instrucciones sobre la vida y el mundo: estate atento, recuerda quién eres y sé agradecido.

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17 de julio de 2007
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Abracadabra

Josep Maria tenía ocho años y un problema óptico. Pero a pesar de ello, leyó con claridad el nombre de la tienda, que parecía salida de un cuento de hadas, y auguraba misterios y secretos: EL REY DE LA MAGIA. Cuando empujó la puerta, sonaron unas campanillas, y de la trastienda emergió un caballero vestido con traje gris, corbata y sombrero.

-¿Puedo comprar algo? –dijo el pequeño con los ojos como dos platos detrás de las gafas.

-No.

El niño miró a su alrededor. Los escaparates rebosaban de varitas mágicas, chisteras y cartas marcadas. El hombre continuó, sin inmutarse:

-Tengo que atender a un cliente muy importante. No puedes estar aquí.

Nadie entró a la tienda. Pero el niño se tuvo que ir.

No se dio por vencido, y continuó visitando el local. Su primera compra fue un gran dado que cambiaba de cara en el interior de una caja, y no sería la última. Empezó a asistir a los espectáculos de ilusionistas que pasaban por Barcelona. A los quince años, sabía que su futuro tendría que ver con el arte del engaño. Se ofreció para trabajar en El Rey de la Magia, pero el propietario lo rechazó de nuevo. Dijo que ya tenía suficiente personal. Josep Maria nunca había visto a nadie en ese lugar. Sólo escuchaba el sonido de la gente trabajando en la trastienda, como si fuesen duendes o fantasmas. 

Hoy en día, Josep Maria Martinez y su esposa Rosa son magos y dueños de la tienda, situada en el 11 de la calle Princesa. Fuera de eso, poco ha cambiado en ella. Aún hay que abrir la puerta de campanillas para entrar. A las maravillas de los escaparates se han sumado algunas bromas más modernas (sangre falsa, dedos amputados, mocos y cacas). Y el antiguo propietario, Carles Bucheli i Sabater, sigue presente, en las fotos que cuelgan de las paredes negras. Sólo que ya no lleva su traje gris, sino un turbante, un traje de prestidigitador hindú y un nombre artístico: Carlston. 

Cerca de ahí, atravesando las enrevesadas callejuelas del Born, en un rincón oscuro de la calle de l’Oli, Josep Maria y Rosa mantienen un pequeño museo con libros, trucos, trajes y fotos que retratan los más de cien años de historia del Rey de la Magia.

El museo rinde homenaje al prócer Fructuoso Canonge, un lustrabotas de la plaza Real que consiguió fama internacional con su talento de ilusionista. Hasta la primera mitad del XIX, la magia era cosa de charlatanes y estafadores de baja estofa que actuaban en los mercados y ofrecían curas milagrosas. De hecho, hasta la abolición del Santo Oficio en 1834, estaba penada por ley. Pero a partir de entonces, algunos prestidigitadores comenzaron a sacarla de esa tiniebla para colocarla bajo los reflectores del espectáculo y llevarla a los grandes teatros. Canonge hizo giras por Europa y América, y fue el único mago que actuó en el Liceu.

En los afiches de esos años, los ilusionistas son elegantes caballeros de frac recién llegados del infierno. Uno de ellos, Raymond, aparece sonriente brindando con el demonio. La botella de champán la han abierto dos diablillos. Murciélagos sobrevuelan la escena y monstruos se arrastran por el suelo. Otro de esos magos, Von Arx, presenta el espectáculo El trono del misterio: sentaba a una mujer en ese trono y la desaparecía. En la publicidad, el asiento está decorado con huesos humanos y custodiado por dos esqueletos. Alrededor del mago –que como siempre va de frac- varios diablos le rinden pleitesía. 

Todas esas figuras inspiraron a Joaquim Partagàs y Jaquet, que a finales del siglo fundó la tienda y escribió un libro: El prestidigitador optimus o magia espectral (secretos de ciencias ocultas). Entre los números de su salón mágico, junto a la mujer araña y la momia, se contaban las sombras chinescas o los dioramas. El ámbito de acción del diablo aún no se diferenciaba del espectáculo visual.

El heredero de Partagàs en la tienda fue Carlston, el del turbante. Y para entonces, la magia venía de Oriente. El mago chino Fu Man Chu –que en realidad era inglés- había combinado con éxito magia y exotismo, y sus visitas a España crearon escuela. Li Chang, “el demonio amarillo”, montó todo un espectáculo de variedades con bailarinas en minifalda, enmascarados y números dramáticos, y luego dirigió su propio circo. Carlston, por su parte, creó una variante arábigo-hindú. Sus decorados incluían imágenes de Shiva y asistentes vestidos como Aladino.         

Pero en el museo también se exhibe el lado oscuro de la magia. Hay un afiche de los Hermanos Roca, magos itinerantes que montaron una casa del terror durante la primera mitad del siglo XX. Los Roca se presentaban en las ferias de los pueblos exhibiendo como atracciones a autómatas y fenómenos. Era famosa su mujer serpiente.

Quizá ese tipo de espectáculos desacreditó a los magos. Quizá el mundo se volvió más escéptico. O quizá, como opina Josep Maria, la administración comenzó a ocuparse de la cultura, y siempre despreció la magia como superchería. El caso es que, a partir de los años 60, los magos empezaron a desaparecer de los grandes teatros. Y sin embargo, aún son muchos. En un día, entran en el local de Princesa grandes y pequeños, hombres y mujeres, en diferentes grados de instrucción mágica.

La tarde que visito la tienda, un pequeño de ocho años con gafas entra y pide que le enseñen un truco. Josep Maria saca de una gaveta un pañuelo negro y murmura unas palabras mágicas. Yo me distraigo contemplando a Carlston, su severo maestro, que me observa desde la pared con aire de reprobación. Me parece que es sólo un instante.

Cuando vuelvo la vista, el niño ya no está.   

Artículo publicado en: El País (edición Cataluña), 17 de julio de 2007.

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17 de julio de 2007
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AUTORES DE PIGLIA I

¿Cuántos escritores cita Ricardo Piglia en su novela Respiración artificial? La repuesta es el título de una novela de Víctor Hugo: “Noventa y tres”. Releyendo el libro me dediqué a hacer lo que nunca había hecho: apuntar los apellidos de autores utilizado por el autor argentino. La presencia de Hitler no es una sorpresa pues Piglia lo utiliza como un verdadero autor, oponiéndole a nada menos que Descartes.

Unos nombres aparecen en cursiva en la lista: son autores cuya obra está presente a través del título de obras suyas sin que su apellido esté presente. Pero me pareció que hablar de Bouvard y Pecuchet era como nombrar a Flaubert.

Respiración artificial es una gran obra a pesar de cometer un crimen: es una novela que entrega una (y quizás dos) ideas mayores sobre la literatura. Claro que la abundancia de autores es un caso clásico de inversión de una regla: no hay que construir una novela sobre la erudición al menos que se utilice tanto la erudición que la ley pre-citada no valga más.

Alberdi Juan Bautista
Andréiev Leonid
Angelis Pedro de
Artl Roberto

Baudelaire Charles
Barthelme Donald
Bellow Saül
Bioy Casares Adolfo
Borges Jorge Luis
Benjamin Walter
Brecht Bertold
Brod Max

Cané Miguel
Coleridge Samuel Taylor
Chejov Anton
Cortazar Julio

Christie Agatha

Dante Aligheri
Defoe Daniel
Descartes René
Destutt de Tracy, Antoine Louis
Dick Philip
Dickens Charles
Diderot Denis
Dostoievski Feodor

Echeverria Esteban

Faulkner William
Fitzgerald Scott
Flaubert Gustave
Fourtol
Freud Sigmund

Gombrowicz Witold
Groussac Paul
Guiraldes Ricardo

Hawthorne Nathaniel
Hegel Friedrich
Heidegger Martin
Hemingway Ernest
Hippias
Hitler Adolf
Heraclita
Hernandez Jose
Homero
Hudson Guillermo Enrique
Huxley Aldous

Jakobson Roman
Joyce James

Kafka Frantz
Kant Emmanuel
Keats John
Keyserling Hermann
Kluge Joachim

Laclos Pierre Choderlos de
Larreta Enrique
Le Roy Ladurie Emmanuel
Lukacs George
Lugones Leopoldo
Lutero

Mann Thomas
Martinez Estrada Ezequiel
Melville Herman
Mercier Louis Sebastien
Michelet Jules
Mujica Lainez Manuel

Montesquieu Charles Louis

Nietzsche Friedrich

Ortega y Gasset José

Pascal Blaise
Paley Grace
Parmenides
Platon
Pushkhin Alexander

Rimbaud Arthur
Russell Bertrand

Sade François de
Sarmiento Domingo Faustino
Schopenhauer Arthur
Shakespeare William
Soussens Charles de
Stein Gertrude
Sterne Laurence
Swift Jonathan

Tolstoï Leon
Tretiakov Sergio,
Twain Mark

Vazick Oscar
Vico Giambattista
Valery Paul
Verlaine Paul
Volney Constantin de
Voltaire François Marie

Wast Hugo
Wittgenstein Ludwig

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17 de julio de 2007
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Descalzos hasta el cuello

No todos los chilangos toleran de buen grado que los llamen así, acaso porque el término suele ser pronunciado con el desprecio de quien escupe un improperio. Basta, de hecho, con cambiarle dos letras de lugar y plantarle un acento esdrújulo para que diga chíngalo. O sea jódelo, fastídialo, hazle pagar el karma que le acompaña. ¿Por qué? Pues por chilango. Lo que ya deberían saber nuestros malquerientes automáticos es que los habitantes de la ciudad de México somos totalmente autosuficientes en el cotidiano deber de jodernos la vida, y es gracias a ese estado de beligerancia pasiva, si bien nunca paciente, que ya muy pocas cosas nos sorprenden. De noche, por ejemplo, si venimos por Insurgentes Sur y en el camino vemos a un par de chicas malas junto a un poste de luz con los senos completamente al aire, nos sorprendería mucho que fueran mujeres.

  —¿No le saldría algo caro averiguarlo, colega? —Afrodita del Carmen vino al mundo justo esa vena chingativa que hace de los chilangos candidatos naturales al pogromo.

Casi nadie averigua nada en México, D.F., empezando por la policía. Traemos prisa, siempre, aunque ni eso nos sirve para ser puntuales. Va uno rebasando a quien se deja —el deporte local de aventar lámina— mientras rehace la cuenta de los minutos que llegará tarde. Diez, por ejemplo, son equivalentes a estar a tiempo; veinte se dejan disculpar con una excusa estándar; treinta o más suelen justificarse con una manifestación, al cabo que las hay día tras día, en horarios cómodamente escalonados. Encerrado en esos y otros urgentes cálculos, rara vez le queda a uno el tiempo para averiguar quién se manifestaba, qué quería y a dónde se dirigía. En balde los manifestantes se quiebran la cabeza por resultar vistosos, aunque igual se conforman con ser estorbosos. Y eso por cierto lapso, pues somos ya legión los chilangos que podríamos trazar nuestro propio atlas de atajos citadinos, que emprendemos quebrando cuadra tras cuadra el reglamento de tránsito. Los asaltantes lo saben de sobra: para hacer que un chilango se detenga en la calle, hay que ponerle una pistola enfrente.

Las pistolas tampoco nos sorprenden, pero nos quitan tiempo, que es lo más molesto. Al chilango le gusta derrochar el tiempo como un aristócrata, pero no que otro venga y se lo quite. Pocos placeres hay tan reconfortantes como tomarse tres horas para comer, y si me siguen molestando no voy. Eso sí, sale uno ya con prisa, listo para embestir al primer papanatas que no lo asuma. Y es entonces que vengo por Reforma, doy vuelta a la derecha en la calle de Niza, y de pronto la Zona Rosa me recibe con la figura de una mujer desnuda caminando hacia el coche, en contrasentido. No es una mujer guapa, ni esbelta, ni joven. Diríase que es radicalmente lo contrario, y a juzgar por la forma en que mira uno a uno a los automovilistas, se sabe poderosa en esa facha. Pero no es el poder de quien seduce, sino el de quien espanta.

En casos como éste, lo asombroso es que no haya un policía cerca. Avanzo al fin, dejo atrás a la mujer, que continúa avanzando hacia Reforma, y advierto que los policías están ya demasiado entretenidos cuidando a las decenas, tal vez un centenar de campesinos totalmente desnudos que bailan en la esquina de Niza y Hamburgo cada vez que el semáforo se los permite. ¿Qué es lo que nos sorprende, finalmente? Que nos dejen pasar con la luz verde. Lo común es que se queden ahí por horas —o semanas, o meses, no hay cómo predecirlo— con sus pancartas en alto, aunque nadie se tome el tiempo de leerlas.

  —Yo podría soportar que la gente ignorara mis pancartas, pero no que menospreciaran mi desnudez. Una musa se puede suicidar por eso. Y por supuesto dejaría fluir el tráfico, iría contando los hijos de vecino que me vieron en pelota. Imagínese, coleguita, lo que iría pensando la vieja guarra ésa, porn queen for a day.

  —No alcancé a verla bien, traía prisa. Además, era como pararme a ver a un accidentado. La mayoría de los que aún lo hacen van tras de la cartera o el reloj —trato tardíamente de cambiar de tema.

  —No finja, coleguita: será usted muy chilango, pero se asombró. Qué le cuesta reconocerlo, al fin.

  —¿Me creerías que lo que me asombró fue no asombrarme? Además, ya te dije que traía prisa —me esforcé todavía por sacar del costal el cool que me quedaba disponible.

  —Pura falosofía cosmopolitoide, colega. A ver, ¿qué recuerda de la primera vez que estuvo en el ex convento del Carmen?

  —Las momias, por supuesto. Tenía once años, no dormí en dos días. Pero luego volví diez, doce veces.

  —Lo que primero asusta, luego gusta. ¿Y ya volvió a la esquina de Niza y Hamburgo?

  —Pasé ayer en la tarde. Se veía rarísima, todo el mundo completamente vestido. Y esas cosas sorprenden a cualquiera.

  —No se aflija, colega. Ya ve que depravados nunca faltan.

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17 de julio de 2007
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TINTÍN EN EL CONGO

Los británicos no han sido muy “tintinófilos”. Ellos con su propia historia, sus propias historietas, sus propios escritores se sienten autosuficientes. Cierto es que algunas de las mejores invenciones narrativas del siglo vienen de esas islas. Pero en el mundo del cómic, en el mundo contado con dibujos y textos, ahí no han llegado a la eficacia, la vigencia, la universalidad de ese amigo, ese héroe tan cercano, llamado Tintín.

Hubo otros, pero algunos crecimos como personas, como lectores con ese chico que nunca cambió. No se hizo viejo, no hizo familia y no murió. Pero tampoco conoció placeres que la vida ofrece con sus contradicciones. Ahora una comisión británica, la Comisión para la Igualdad Racial (CRE) indica que una de las historias de Tintín es inaceptable por racista, incorrecta y no apta para los lectores menores.

Ciertamente esta historia, la segunda que creó Hergé de la serie de Tintín, es de las más “colonizadas” por las ideas y la política de la época. Ser belga, más o menos conservador -aunque eso sería otra larga cuestión- y publicar en los primeros años 30 una historia africana, no te libra de todas las miserias de una de las más vergonzantes historias de la colonización africana. No es excusa. También Billy Wilder se escapó de los nazis en aquellos excesivos años. Pero, ¿prohibir ahora una historia de Tintín por no ser políticamente correcta?... Yo creo que se difunden estos míseros comportamientos, estas estrechas miradas censoras en nombre de lo políticamente correcto, para despertar en nosotros la sorpresa. O quizá sea algo mucho más sibilinamente diseñado por los mercaderes de Tintín. Se dice que el aumento de ventas de la historieta Tintín en el Congo se ha disparado desde que suenan las voces críticas, las amenazas de prohibición. Ley seca contra un Tintín, ley mojada de ventas dentro o fuera de mercado.

El caso es que yo entro al trapo de la historia, al juego de publicitar Tintín contra los censores. Quizá lo haga porque me dieron ganas de volver a leer a Tintín en el Congo. Yo lo conservo, no de mi primera lectura que fue en la querida biblioteca pública de Alcalá de Henares, sino de cuando ya veinteañero pude comprarme la serie completa de mi mayor héroe de la infancia. Los conservo como las adolescentes que conservan sus peluches al lado de los posters de Sabina o de los preservativos. Los conservo como algo que me hace volver a ese mundo convulso de la adolescencia. Y me gusta. Me hace disfrutar ya con mis años y mis lecturas. Incluso alguno más endeble como este inicial del Congo, está lleno de información del pensamiento de la época y esa es una manera de leer consciente que no hicimos de adolescentes. Es posible que se instalaran en nosotros algunas maneras de ver a los “negritos” de África. Algo que, por cierto, también hacía el “TBO” con aquel explorador que no recuerdo el nombre. O lo hacía la canción del Cola Cao, pero esa es otra música.

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17 de julio de 2007
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El Boomeran(g)
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