Sergio Ramírez
Bergman, el artista que un día sería capaz de meter el puño en sus entrañas para diseccionar su propio terror, su fragilidad y su indefensión, había pagado a su hermano cuando niño cien soldaditos de plomo por una linterna mágica, el instrumento de sus obsesiones. Así mismo tituló sus memorias, La linterna mágica. Y el adulto que recuerda como niño y traspone sus recuerdos a la pantalla de cine, se sabe dotado de esa rara cualidad, que es una anormalidad, de separar sin dolor los recuerdos de los sentimientos. Anestesiarse. “Me acuerdo de todo y cada cosa por separado, pero no hay ningún tipo de sentimiento unido a las impresiones sensoriales”, dice. “Las cosas que pasaban en mi entorno me resultan como trozos de película deshilvanados, en parte incomprensibles y en parte fastidiosos”.
A esta facultad la llama “su propia puesta en escena”, y no deja de ser monstruosa, pero imprescindible. “Todo me parecía interesante pero irreal. Mis sentimientos habitaban en un lugar cerrado y me servía de ellos cuando quería pero jamás impremeditadamente”. El desapego al extremo de contemplarse a sí mismo sobre la mesa de disección, que es el escenario, donde quedan expuestos los afectos, los odios y las pasiones, el cirujano ajeno a sus propios sentimientos. La posición perfecta del director de escena que vive una realidad escindida. Una deformación profesional que se convierte en un don y en un castigo.