Xavier Velasco
No tuve tiempo de lamentar su muerte. Ya no vivía cuando la conocí, pero antes de ella nadie me dio toda esa dosis de certidumbre en torno al tema de la resurrección de la carne. No se piensa en la muerte, y quizás ni siquiera se la ve posible, cuando se flota dentro de esa voz honda como la medianoche del alma y un instante después alta e ingrávida, toda ella pirotecnia ganosa de infinito. A veces, cuando digo que una mujer puede hacer lo que quiera con su voz, quiero decir que puede hacer lo que quiera conmigo. Privilegio de diva, derecho del devoto. ¿Para qué diablos darse al místico deleite de viajar hacia dentro abordo de la voz de Sarah Vaughan, si no esperando que lo revuelque a uno como, cuando y cuanto se le dilate Su Real Gana?
—Invítame a pecar, hazme que olvide penas. No me importa el lugar, llévame a donde quieras —entre sus muy diversos pasatiempos, Afrodita cultiva el de memorizar éxitos de Paquita la del Barrio, que después usa como citas cultas.
No acaba de estar claro qué es la clase, entre otras cosas porque nadie acepta tenerla menos que su plebeyo prójimo, pero a Sarah se le transparenta desde los jadeos. Uno advierte que está frente a una diva cuando asiste a esa rara confluencia de estilo y sinceridad que hace de carne humana piel de gallina. Y si las divas suelen medirse interpretando estándares, Sarah es su propio e inalcanzable estándar. Nadie canta ni cantará como ella Summertime.
—La clase dura apenas lo que tarda su dueño en enterarse. Ahí se rompe el hechizo y el antes refinado se vuelve un palurdazo. Yo diría que la Vaughan jamás lo supo.
Cierta vez, durante el Festival de Montreux, Elis Regina se quedó sin aliento. Fue un titubeo apenas, pero al fin suficiente para hacerla trastabillar a medio concierto. "¿Qué estoy haciendo aquí, yo que soy hija de una lavandera?", se preguntó de pronto y eso la trabó, según confesaría más tarde. ¿Qué de extraño realmente pudo haber en que poco después la reina recobrara inspiración y arrasara literalmente con la noche, si al cabo su misión consistía nada menos que en inventar el chic, con o sin pedigree de princesa? Pero claro, eso ella lo ignoraba monárquicamente.
—¿Elis Regina chic? Sólo que fuera contra toda su voluntad. Caetano decía que era tan talentosa como cursi.
—Según Octavio Paz, el buen gusto es la muerte del arte.
—Octavio Paz no cantaba Corcovado con los brazos girando como hélice, colega —hay días en que Afrodita detesta perder. Ha de ser muy incómodo reconocerse musa y tener que cuadrarse ante una diosa. Peor todavía, ante dos.
Una diva de veras no puede preguntarse qué diablos es la clase, el chic o el estilo, pues ella es las tres cosas a un mismo tiempo. Ella es la voz del tiempo y el llanto de la memoria, la que arde con dulzura y duele delicioso cada vez que sus labios acometen My Funny Valentine, como quien sube al bosque en busca de fantasmas.
—¿Que no esa es la versión de Nico, perdón?
—No todos los fantasmas son necesariamente fantasmagóricos. Los de Sarah Vaughan suelen ser más amigables con el usuario. Pero sí, la versión de Nico lo hace a uno cortarse las venas con Pan Bimbo. Algo así como un éxtasis en los Cárpatos.
—Qué frío, colega. ¿Le importa si ponemos a Sarah Vaughan?
—¿Brazilian Romance, Copacabana o I Love Brazil?
—Yo ya elegí a la diosa, escoja usted el rezo.
—Amén.
Inventario de diosas:
Nico.