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EL 'BLOG' DEL COMANDANTE

Un año después (será un año, día por día, mañana) de la entrega provisional del poder a su hermano Raúl, Fidel Castro tiene un nuevo oficio. Es blogger. Un blogger asiduo, que tiene algo de aburrido y convencional –sorprende poco a los internautas– pero con una producción suficiente para obligar al diario Granma nacional en línea a crear una nueva página en su sitio:“Reflexiones del Comandante en Jefe”. Figura como enlace de manera permanente en la portada del diario.

Se trata de una página extraña, fea, única en el sitio, una nueva sección que recopila los enlaces hacia todos los posts del todavía líder de la revolución cubana sobre los nuevos combustibles biológicos, la política externa de EE UU o las lesiones de los atletas en los juegos panamericanos. Y como no hay tanto para llenar una página, dos columnas, una al lado de la otra, repiten la misma oferta en un texto libre y en pequeños cuadros. Fidel “ya despliega una actividad cada vez más intensa y sumamente valiosa, como lo demuestran sus reflexiones publicadas por la prensa”, dijo su hermano Raúl en Camagüey para el aniversario 54 del asalto al Moncada.

Una declaración como ésta es peligrosa. Sería mejor eludir cualquier invitación a descubrir la obra del blogger Fidel. Lo que leemos es un autor gagá raciocinando sobre la situación de un mundo que prescinde de su presencia en el puesto de mando. Las reflexiones son pobrísimas. Para hablar del deporte, el Comandante se atrevió a copiar y pegar información de cables de la agencia alemana DPA, cosa que roza en la senilidad. Leer citaciones de una prensa “capitalista” cuya circulación es prohibida en Cuba es patético o insultante para los cubanos. Pero lo peor es la obvia dificultad del autor para enfocar un tema con potencia. Su mente va y viene entre viejas denuncias de los enemigos y evocaciones de los logros sociales de la Revolución.

Quizás un síntoma de la vergüenza que producen las reflexiones en la cúpula superior del poder cubano es la extraña ausencia de un enlace en la portada de la versión internacional de Granma hacia todos los textos del comandante. Otro síntoma: en la versión nacional hay reflexiones que no tienen su traducción a siete idiomas, como si alguien, en algún lugar de un poder hermético siente la necesidad de limitar la expresión pública de un líder disminuido. Una “reflexión sobre las reflexiones” da una cierta repuesta. Después de explicar que sus reflexiones son de dos tipos, breves y largas, y describir el proceso perfecto para su difusión, Fidel añade: “El Departamento Ideológico del Partido y el Jefe de Despacho del Consejo de Estado pueden proponer cualquier otra variante en casos concretos.” Ya sabemos quiénes son los que se dedican a curar los síntomas políticos más incómodos del valetudinario.

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30 de julio de 2007
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A oscuras y en celada permanente

Me parece estupendo que, tras el apagón barcelonés de cada verano, los medios de formación de masas locales se lancen en busca de un culpable. La categoría del culpable varía según los intereses del medio y es instructivo comparar a quién señalan unos y otros. El resultado es una radiografía del poder real en Catalunya y su jovial ¡viva mi dueño! La pregunta fantasma es: ¿quién manda aquí? Y la respuesta: nadie a la vista. El poder real vive a oscuras todo el año. Jamás lo veremos. Más vale: nos llevaríamos un susto.

Antes era más fácil. El patriota Juan March exprimió a la región catalano-balear hasta dejarla exangüe. Su trompa de pulgón era una eléctrica. En cada cuadrante de la Península, Franco había impuesto un cacique armado de una eléctrica a modo de trabuco. A los gallegos, Fenosa. A los del centro, la familia Oriol. Todo en buenas manos. ¿Creen ustedes que ha cambiado algo? No se hagan ilusiones: Franco sigue vivo. Está escondido en las eléctricas, en las telefónicas, en Renfe, en Iberia, en el gang de banqueros, allí en donde siempre estuvo. Con leves matices sigue actuando con la impunidad, el despotismo y la chulería que le caracterizan, ante una sociedad abandonada por sus representantes.

El otro día cambiamos el contador de mi finca. Los vecinos nos preocupamos de mejorar unas instalaciones rotundamente viejas, como la casi totalidad de la red barcelonesa. Los de Fecsa-Endesa nos presentaron un presupuesto indescriptible. Amenazados con una auditoria, lo rebajaron- ¡a la décima parte! Eso sí, lo instalaron cuando les dio la gana. Por fortuna, uno de los vecinos había sido ingeniero en una eléctrica y antes de proceder al contacto general estudió la instalación. Se quedó lívido. La compañía nos había enganchado a 380 voltios. En una finca de 220. Si llegamos a conectar, salta la casa entera. Ordenadores quemados. Teléfonos fritos. Neveras congeladas. Televisores socarrados. Y así sucesivamente.

Franco vive entre nosotros disfrazado de enchufe eléctrico. Y sigue nombrando los gobiernos de cada centro caciquil.

Artículo publicado en: El Periódico, 28 de julio de 2007.

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30 de julio de 2007
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Los amos de la tierra

En el noticiero de la segunda cadena de Televisión Española dan paso a la crónica de una cacería. La corresponsal enviada al país centroafricano nos advierte que la caza de grandes mamíferos se ha puesto otra vez de moda por un módico precio. Ya no son potentados acompañados de bellas señoritas los que otean el horizonte de la sabana sino jóvenes nerviosos los que contratan los servicios de las modernas agencias de viaje.

Vemos a un gran elefante plantarse en seco, como si recordara algo, y caer de lado agitando las orejas. Un enorme hipopótamo con las mandíbulas sujetas por gruesas cuerdas de esparto es arrastrado entre los árboles por esforzados porteadores. Un búfalo solemne resopla, hinca su hocico en el suelo y deja de respirar. A su lado, orgullosos cazadores de raza blanca agitan en el aire su fusil y muestran a la cámara una entusiasta sonrisa.

La periodista localiza al propietario de la agencia que ha descubierto este filón. Es un muchacho joven y bien plantado, un español amable que mira a la periodista con gran interés. La estancia en la que hablan está decorada como la casa de Robert Redford en Memorias de África. Por lo visto su negocio es un éxito del que está muy orgulloso y aprovecha la ocasión para hurgar en el corazón de sus clientes.

“Cuando disparas y ves caer ante ti al animal que has perseguido sientes algo muy profundo. No te lo puedes imaginar. Es una emoción que no se puede expresar con palabras”.

Como qué no se puede expresar con palabras, muchacho. Estás muy equivocado. Al contrario. Se nota que no tienes tiempo para leer, a pesar de los libros de Hemingway, el gran macho, que veo delicadamente desordenados sobre tu mesa de café.

Yo sí puedo imaginar lo que sientes cuando apuntas a tu presa, sorprendida rumiando sus hojas de hierba. Un inaudible zumbido atraviesa tus tímpanos hasta provocar una agradable sensación de vértigo. El sudor mana a raudales por tu piel y poderosos olores excitan tu sentido del placer. Las dudas sobre el alcance de tu hombría han desaparecido. Y los hombres que a tu espalda murmuran se han extinguido como un mal sueño al amanecer. La risa maliciosa de las mujeres que te han abandonado sonará durante algún tiempo, hasta que te parezca un murmullo de admiración. Eres más alto y fuerte que el día que llegaste al Continente Negro y eso es una increíble manifestación del poder que llevas dentro. Ahora se trata de demostrar quién eres y lo vas a conseguir haciendo frente al herbívoro que pace junto a su manada. Míralo, no tiene ni idea de lo que le va a pasar. La voluntad y el coraje que sientes empuñando tu formidable rifle de gran calibre transforman tu rostro aniñado. Se acabaron las ambiguas transacciones del mundo que has padecido. Aquí todo vuelve a ser claro y rotundo, como al principio de los tiempos. Los amos de la tierra han vencido de nuevo y tú disparas en su nombre. La victoria sobre el hipopótamo que toma el sol en la orilla de la charca será inolvidable.

Cuando la muerte corroa tus huesos y el semen se te haya podrido en tus flácidos testículos, desdentado y tembloroso, querrás recordar este momento. Y todo aparecerá nítidamente ante tus ojos. Aprietas el gatillo y antes de caer al suelo, el majestuoso elefante, cuyos colmillos querías ver colgados en el salón de tu casa, te dirije una última y extraña mirada.

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27 de julio de 2007
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Ratón de un solo agujero

En la escuela aprendimos que un paso decisivo en la historia del progreso humano fue la transformación del nómada en sedentario. Nada más que, de entonces para acá, el progreso ha ganado un prestigio desmedido. Como suele pasar con los peores tiranos, al progreso no hay quien lo pare, y encima nadie sabe bien para dónde va. Es como ir en un taxi sin chofer del cual desconocemos la ruta y la tarifa. Basta con que nos digan que lo hacemos en el sagrado nombre de Mr. Progress para que recobremos la confianza y corramos contentos a abordar ese tren supersónico sin el cual el futuro parecería arcaico.

Apilo estas palabras en el más sedentario de los aparatos. Por más que sea portátil y me permita de cuando en cuando pagarme el lujo de una vida nomádica, lo cierto es que lo cargo como los caracoles arrastran con la concha. De visita en alguna ciudad seductora, me doy asco y vergüenza cada vez que descubro que me pasé la tarde entera en un cuarto de hotel por causa de esta caja fragilísima que, en tan desarraigadas circunstancias, es todo cuanto queda de mi casa. Me encantaría decir que tengo alma de nómada y mi vida es una interminable road movie, pero más de uno entre mis seres queridos lloraría de la risa en el acto.

  —Yo, sin duda, colega. Para empezar, confunde usted la terminología. Su existencia no es propiamente sedentaria, sino de hecho monástica; y cuando se le ve más allá de su dique infestado de cocodrilos, no es porque sea nómada sino fugitivo. De sí mismo, que es lo más preocupante —no sé de qué se espanta Afrodita del Carmen, si de algo tienen fama las musas es de ser sedentarias como un ciempiés con uñas encarnadas. Hacen creer que vienen y van, pero lo cierto es que apenas se mueven. No es nada más que a ratos ganen transparencia; también que uno las ve o las deja de ver de acuerdo a sus estrictos anhelos subyacentes.

Dos películas me han alebrestado contra la idea del progreso como una redención incontestable. Una fue 2001, la otra Hasta el fin del mundo. Seguramente disfrutaría más de cada nueva computadora si no estuviera viva la suspicacia despertada por Hal, el villano binario de Stanley Kubrick al cual se hace preciso desconectar para llegar con vida a morirse en Júpiter. En cuanto a la world movie de Wim Wenders, es todavía deleite inenarrable escaparse con Solveig Dommartin en el papel de Claire hacia afuera de todos los caminos trazados. Ciertas mañanas, cuando no sale el sol y la novela empieza a poblárseme de herrumbre, siento la tentación de huir con Afrodita y la MacBook adonde los protagonistas no puedan encontrarnos.

  —Negativo, colega. Ni usted ni yo somos capaces de eso. Y todavía menos si tomamos en cuenta esas mojigaterías suyas de escribir las novelas a mano. Además, como no viaja con pluma fuente y cuaderno, más tarda en estar lejos que en preguntarse cuándo va a volver. Mucho MacBook, pero al final es usted más atávico que los lugartenientes de Yukio Mishima.

  —No recuerdo hasta hoy haberte restregado las ventajas de la depilación con cera o rayo láser frente a esa costumbre premoderna de podarte del muslo hasta el tobillo con mi rasuradora.

  —Costumbre que, por cierto, a usted le alebresta la hormona. ¿Quiere que le recuerde la cajita donde atesora mis bellos vellos, o el modo en que le tiemblan las manitas cuando la abre? —ni siquiera las musas, siempre tan liberales, son inmunes al celo femenino que despierta un cuaderno con las hojas repletas de frases más o menos ilegibles, y cuyo contenido es en su mayoría un embuste que no se deja desentrañar.

El progreso pretende ser objetivo, pero es más subjetivo que traumas y complejos, y a menudo obedece directamente a ellos. Cualquier ultracínico vestido de supersónico se transforma en gurú no bien nos habla en nombre del progreso, apelando a esa incauta beatitud que inspira el mañana en quienes aceptamos desconocerlo. ¿Pero qué es progresar, sino avanzar en dirección al fin? Cada vez, sin embargo, que mis ojos avanzan muslo arriba de Afrodita, intuyo que me acerco no al final, sino al mero principio de lo visible y lo invisible.

  —Como quien dice, al centro de lo intocable. Le digo, coleguita, no progresa usted —qué más quisiera uno, finalmente.

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27 de julio de 2007
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INSTRUCCIONES PARA LA CIUDAD DE LOS REYES

Programe su viaje en algún mes entre octubre y mayo. Durante esos meses, Lima es una agradable ciudad soleada, acaso tropical. Pero entre junio y setiembre, las nubes bajas se empozan y se quedan ahí, tan adormiladas que ni siquiera les da por llover. Su acumulación le da a la capital un sombrío color panza de burro apropiado sólo para vacaciones melancólicas postdivorcio. Sin embargo, viajando en estas fechas puede cumplir la fantasía de tocar el cielo con las manos. De hecho, es posible que lo toque con los pies.

Al bajar del avión, sentirá que una medusa gigante y gelatinosa trata de devorarlo. No se asuste, es sólo el aire. La humedad le da esa contextura viscosa, pero no es grave. De todos modos, lleve un machete por si acaso.

Salga del aeropuerto y corra a alojarse en el barrio de Miraflores, el único con hotel Marriot y vista al mar. Miraflores tiene cafés enclavados en el acantilado, parques con artistas callejeros, zonas residenciales, cines y centros culturales. Se la pasará bien.

No se haga ilusiones. Miraflores no es un distrito representativo. De hecho, el adjetivo miraflorino es un insulto en todo el país menos en ese barrio. Pero tampoco se sienta culpable. A pesar de lo que dicen, los pijos no viven realmente ahí. Los verdaderos millonarios viven fuera de la ciudad, en unos barrios custodiados por guardias armados y libres de veredas, porque no se entra ahí sin coche. En realidad, nadie ha visto nunca a sus ocupantes. Corren miles de leyendas sobre ellos, pero ni siquiera los miraflorinos han conseguido atravesar las rejas de esos barrios. Se rumorea que en realidad, detrás de ellas no vive nadie.

Al atardecer, pasee por el malecón. Verá cómo el Sol se pone en el mar en medio de una explosión de matices rojos, naranjas y violetas. Respire el perfume salobre del Pacífico. Es el mejor espectáculo que conseguirá gratis.

De todos modos, no se preocupe en exceso por el dinero. El euro está tan caro que vivirá como un potentado. Gaste, que su dinero vale ahí el triple que aquí. Compre todo lo que vea: artesanías, mecheros, latas de Coca Cola. Compre dos de cada cosa.

Cruzando un puente, llegará a Barranco, un barrio bohemio y turístico que alberga una efervescente vida nocturna. Si le va la marcha, no se mueva de aquí. No necesitará más. Eso sí, si sufre usted de excesiva propensión a la fiesta, por favor, tómelo con calma. Luego no queremos problemas. Ya se nos han perdido cinco alemanes, dos japoneses y un torero.

Al cabo de la noche, cuando su cuerpo no pueda más, cómase un cebiche. Tradicionalmente, los limeños lo toman para recuperarse. Si no tiene hambre, puede beber el jugo del plato: se llama leche de tigre. Si quiere recuperarse pero seguir de fiesta, échele al vaso un chorro de pisco. Esa variante se llama leche de pantera. Y si eso no lo revitaliza, me temo que es probable que usted haya fallecido ya.

En los últimos años, el cebiche y su antiguo pariente pobre, el tiradito, han sufrido una revolución. Miles de nuevas variantes han florecido. Hoy en día hay cebiches amarillos, violetas y naranjas. Así que, sea lo que sea que tenga en su plato, puede ser un cebiche. Pero en general, coma usted todo lo que pueda: ají de gallina, lomo saltado, rocoto relleno. Este último es ligeramente picante. Si lo pide, tenga a mano un pañuelo para secarse las lágrimas.   

La cocina peruana es lo mejor de esa ciudad y de buena parte del mundo. No exagero. Hay tours gastronómicos a Perú. Grupos de turistas viajan por un fin de semana para probar todos los restaurantes que puedan. Ese sofisticado arte culinario es un producto histórico. La cultura de la pobreza aguzó el ingenio popular para preparar manjares con dos patatas. La capital del imperio español atrajo a los grandes chefs del siglo XVI al XIX. Y luego llegaron las migraciones. Hoy en día, hay restaurantes chino-peruanos –se llaman chifas-, y últimamente, peruano-japoneses. Estos en particular constituyen un nuevo boom internacional. Robert de Niro tiene uno en Nueva York. Pero en los de Lima comerá igual por la tercera parte del precio.

Cuando ya no pueda comer más, es probable que le interese conocer la Lima antigua, bautizada durante la colonia como “ciudad de reyes”. Acérquese al centro. La zona colonial de Lima es una de las más hermosas de América. En la iglesia de San Francisco, aún se pueden visitar las tenebrosas catacumbas. Y las casas palaciegas de los alrededores siguen siendo las que ocupaban los conquistadores.

El centro de Lima también es escaparate de la historia republicana del Perú y sus extravagancias. En la plaza San Martín encontrará un peculiar monumento al libertador de las Américas. Cuando lo construyeron, el alcalde pidió que esculpiesen una mujer con una llama votiva en la cabeza, como la estatua de la Libertad. Pero las únicas llamas que conocía el escultor eran unos camélidos andinos parecidos a las alpacas. De modo que ahí está la Libertad, la pobre, con un glorioso cuadrúpedo en la cabeza. Cuando la vea, no se ría. Caerá usted mal.

Antes de tomar el avión de regreso, verifique su peso y medida. Debería usted haber ganado un par de litros de historia de América, unos centímetros de playa y fiesta, y varios kilos de barriga sin atenuantes. De lo contrario, no ha estado usted en Lima. 

Artículo publicado en: El Periódico, julio 2007.

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27 de julio de 2007
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II. EN MANOS DE LA CONDESA.

La condesa Gamiani trataba acerca de una mujer pervertida, refinada en sus juegos sexuales que solía ejecutar no sólo con hombres de cualquier calaña, criados o nobles, y con otras mujeres, sino también con animales, principalmente perros de caza. Sólo muchos años después, en mis correrías por tantas librerías, volví a encontrarme con La condesa Gamiani, que se llamaba, en verdad, Gamiani: dos noches de excesos, y descubrí que aquel libro inolvidable no había sido escrito por una mano anónima como siempre había creído, pues en ninguna parte del viejo cuaderno se mencionaba el nombre del autor. Era una obrita de Alfred de Musset, deliciosa para un adolescente ansioso de penetrar en los secretos de la carne, con todo lo que entonces tenía de mito y adivinación a ciegas.

Esa sensualidad de las lecturas ha permanecido intacta en mí desde entonces, y se ha trasladado al cuerpo mismo de los  libros. Siempre entro en ellos oliendo primero su perfume al abrirlos, y no dejo de recordar con inacabada nostalgia aquellos tomos en rústica de cuadernillos cerrados que era necesario romper con un abrecartas porque en la imprenta no los refilaban, una manera de ir penetrando poco a poco en los secretos de la lectura oculta en cada pliego sellado. Por eso es que desconfío tanto de esas horribles predicciones de un futuro en que no habrá más libros que acariciar y que oler, porque toda lectura será electrónica y esas caricias deberemos traspasarlas a las frías pantallas de cuarzo.

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27 de julio de 2007
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EL GUSTO DEL VESTIDO

Lo diré más rudamente: una mujer que viste mal se hace al cabo insoportable. Una mujer que viste mal no por falta de medios económicos sino por falta de criterio estético. La falta de gusto para vestir supone una mutilación esencial y aplicada a las ropas que se visten se convierte en una lastimera manifestación de su autor. No es sólo desagrado el que produce una mujer mal vestida sino, ante todo,  piedad; lástima por su minusvalía en el arte de la seducción lo que obliga a la otra parte a la condescendencia y al perdón. Pero ¿cómo sentirse excitado por quien nos comunica menesterosidad?

Es necesario un ejercicio de generosidad superlativo para superar la barrera de ese vacío, un desmedido esfuerzo por olvidar lo que obviamente no se olvida.

Finalmente, el esfuerzo por aceptar y amar a la amante feamente vestida conlleva un sacrificio que nunca se otorga gratuitamente, sin importar la buena disposición. Una cota de la pasión se despilfarra en ello, una buena porción del erotismo debe ser reconducido reflexivamente por conductos que no se hallaban en la entrega. Y, al cabo, el suculento pastel que se pierde cuando sus ropas no son emocionantes significa una pérdida de cuantiosa proporción. El amante decepcionado sólo se recupera con una gimnasia suplementaria que duda sobre su propia  justificación. ¿Por qué rendirse a la fealdad? ¿Por qué no mantener la legítima reclamación a la belleza de las ropas? El vestido es tanto o más que la piel. Tanto como la voz e igual que al sentido que se le atribuye a la amante. Quien viste mal es un sinsensato y, con frecuencia, un malhadado. Va encaminado al error o reside en él. Se acomoda al despropósito y a la ofuscación. No dilucida y, en consecuencia, no será posible que nosotros, el amante, se sienta en verdad distinguido. Si es tan desatinada en su vestir ¿cómo no ha de serlo en el juzgar? Su amor sin singularidad vestimental parece un amor a granel, suscitado por la necesidad o por el hambre. Amor de necesidad y no de distinción. Ante él somos menos una golosina que un rancho. Un menú par llenar el apetito que un festín. De eso se deduce una decepción hacia el objeto amado y, de paso, hacia sí. Uno y otro se ven envueltos en la mediocridad del mal gusto o, lo que es peor, en la pestilente indiferencia del no gusto. El fin de la ilusión, el principio del hedor.

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27 de julio de 2007
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Sobre libros ‘non-sanctos’ de efectos beatíficos

Así como todos hemos visto películas menores que produjeron acordes mayores en nuestro corazón, también leímos libros –libritos, novelitas- que nos conmovieron de igual forma. A mí me ocurrió, al menos. A lo largo de mi vida, muchas novelas de esas que producen arcadas a los críticos me depararon momentos inolvidables. Recuerdo por ejemplo la lectura de Salem’s Lot, que aunque es la segunda novela de Stephen King fue la primera suya en caer en mis manos. Yo era chico, estaba de vacaciones en Córdoba, me había quedado solo en una casa enorme y crujiente mientras afuera llovía y el viento silbaba entre los sauces. Fue una experiencia maravillosa. Durante la escritura de La batalla del calentamiento traté de reproducir con mi pueblito imaginario de Santa Brígida el mismo efecto que King me inspiró, al meterme de a poco en el pueblo de Salem’s Lot y hacerme sentir que estaba viviendo en él. (Aunque en Santa Brígida no haya vampiros, o por lo menos no de la misma clase.)

Mi madre era una lectora omnívora y quizás indiscriminada. Era capaz de mezclar Haroldo Conti con Aeropuerto y demás novelitas de Arthur Hailey. Su criterio de selección no resistiría un análisis académico, pero sería injusto si no reconociese que le debo buena parte de mi eclecticismo. Una falta de prejuicios que encuentro saludable, para qué los voy a engañar. El otro día, conversando con Marcelo Piñeyro, coincidimos al recordar que en su momento nos había encantado la lectura de El abogado del diablo, de Morris West. Después pasamos por una librería y nos atrevimos a preguntar, pero ya no tenían nada de West desde hace años; después de su muerte todo el mundo olvidó sus libros, que en su hora de gloria vendían al nivel de best-sellers pero contaban historias fascinantes, y por lo tanto dignas de durar. En fin, tengo que pasar por la casa familiar para ver si encuentro sus libros en las estanterías polvorientas. Si los releo, les cuento.

También me encantó cuando era chico otro best-seller que le robé a mi vieja: El solitario, de Guy des Cars. Recuerdo convencerme de que su historia podía inspirar una película fascinante –tenía que ver con un hombre ciego, sordo y mudo al que acusaban de un crimen durante un viaje por alta mar, si la memoria no me traiciona-, pero la película nunca llegó, o de haber existido pasó sin pena ni gloria. (Disculpen que no me ponga a googlear, me divierte más jugar con la baraja de los recuerdos.)

Pero de todos los best-sellers que mi madre compraba, el que me produjo una impresión más duradera fue uno llamado La palabra, de Irving Wallace. El protagonista era un exitoso publicitario norteamericano, a quien visitaban unos clientes insólitos, por cuanto provenían del Vaticano. La cuestión tenía que ver con el descubrimiento arqueológico de un quinto Evangelio: después de someterlo a las pruebas de rigor, la Iglesia se había convencido de su autenticidad y reclamaba el oficio del publicista para difundir la buena nueva al mundo. Este hombre, escéptico por naturaleza, leía el texto recuperado y se descubría tocado en el alma: si bien los hechos atribuidos a Jesús eran los mismos en esencia, sus palabras echaban luz sobre cuestiones de innegable actualidad, como el racismo, la discriminación por causas sexuales y la violencia. Al final el quinto Evangelio es divulgado ante el mundo y produce un efecto beatífico en todas partes. Pero el publicista descubre que se trata de un fraude y se ve enfrentado a un dilema: ¿debe callarse y dejar que su efecto benéfico siga operando sobre la gente como lo está haciendo, o debe decir la verdad por inconveniente que sea? En fin, hoy no puedo dar fe del mérito literario de La palabra, pero como ven, su historia sigue viviendo en mí aunque pocos se acuerden del viejo Irving Wallace.

Me imagino que ustedes también deben recordar libros non sanctos que sin embargo los conmovieron…

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27 de julio de 2007
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TEÑIRSE

Yo me doy cuenta de lo clásico, por llamarlo de alguna manera, que puedo ser cuando me escucho decir algunas cosas. Quiero decir que soy, estoy, pasado de moda. Sobre todo cuando hago juicios tan arbitrarios como los de algún juez español. No llego a tanto, pero es una estrategia antigua, tendencia o lo que sea, que consiste en machacarme a mí mismo. Se cómo hacerlo. Y lo hago mejor que casi nadie. Sé de qué hablo, y no tengo que deprimirme o mosquearme con el juicio de terceros, o cuartos, que me importan un bledo o así. El caso es que me siento “mayor” cuando pienso cosas tan “estrechas” como que no me fío de los hombres que se tiñen. Sin embargo, y para mayor carcundia mía, no me importa que se tiñan ellas. Me gusta Marilyn Monroe teñida, y no me creo, por ejemplo, a Cary Grant teñido. Yo creo que estoy perdido para las causas del feminismo, y para casi todas las causas de la modernidad, normalidad o cómo queráis llamar a eso de ser tan normalmente moderno. Absolutamente modernos, decía uno de mis poetas de cabecera, de pie y de otros espacios vitales.

No soy nada moderno. No me fío de los teñidos. Una vez me encontré a un olvidable, cursi, intenso y maniobrero líder de la “izquierda” desunida española en una farmacia comprando un tinte para el pelo. Yo ya me había fijado que en su pequeñez altiva, en su presunción paleta, discursiva y previsible había algo que, además de todo lo dicho y algunas pinzas más, no me gustaban. Me faltaba el último dato, mi manía de “antiguo”, clásico o lo que sea: nunca me podría creer a un señor que se tiñera. Si además, no era un rey, o un republicano, del glam, ya me resultaba mucho menos creíble. Pues eso. Después comprobé que algunos amigos, que algunos admirados y queridos, también le daban al frasco de disimular la edad. O de cambiarse el “look”. Casi les comprendo. Casi les imito. Pero mi sentido del ridículo me paraliza esos gestos.

Y todo esto viene a cuenta de haber visto en la televisión a uno de los destacados representantes de la secta mayoritaria, a uno de los jefes del clan de la iglesia que manda por los pagos occidentales. A un canta…, a un portavoz de los obispos y sus tribus, uno que tengo visto porque va de “joven” maduro espabilado, oscuro y confuso. Además de portavoz de su causa, ayer daba la cara, el morro y la palabra para defensas indefendibles… eso es normal, habitual y no noticiable. Lo que me gustó de mis renovados desafectos es que el tal representante, el vocero de esas cosas, se había teñido… ¡Qué curioso! Teñido, cómo otros que yo se me. Como algún político de muchas derrotas.

No vamos mal en modernidad cuando en nuestra matria se tiñen el pelo hasta los curas. Se terminarán por modernizar como aquél cura censor que Berlanga disfrutó. ¡Un cura tan moderno que llevaba reloj de pulsera!... Ya sabía yo que se empezaba por el reloj de pulsera y se podía llegar al teñido del pelo. Cualquier día faltan a la misa de doce.

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26 de julio de 2007
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Tóxico City Blues

Como veinte millones de chilangos, aprendí a intoxicarme desde pequeño. Creo que mi organismo, como es costumbre aquí, ha ido desarrollando hacia las toxinas una forma de tolerancia francamente rayana en preferencia. Nos gusta intoxicarnos de formas tan variadas como caminos pueden imaginarse para sacarle la lengua al mal fario, por el puro placer de descartar tres ases y quedarse con dos cartas impares. Y esto, decía, empieza temprano. Ya en los primeros años escolares nos vemos desafiados a devorar toda suerte de caramelos picantes, amén de polvos rojos y anaranjados que hacen a los novatos retorcer las facciones y estremecerse como en mitad de un síndrome de abstinencia.

Pero eso pasa pronto. No aprendemos aún a sumar y restar y ya jugamos a los toxicomanitos. Me recuerdo en la escuela, vaciándome los sobres de chamois, chile piquín y polvo de limón directo en la campanilla, con una fanfarronería no muy distinta de la de esos borrachos de Plaza Garibaldi que pagan por mostrarle a sus compadres cuántos choques eléctricos resisten.

—¿Y eso como preludio a qué, colega? Porque a mí esos rituales privados del compadrazgo me parecen más sospechosos que un mariachi vestido de Pierrot.

—Pues de Pierrot no sé, pero debe de haber docenas de afectos a vestirse de Thalía. Costumbres nacionales, ya sabrás.

—¿Nacionales? No sea usted tan pacato, colega. ¿Cuándo va a terminar de descubrir que hay vida más allá de su pinche pueblo? ¿No se da cuenta que un mariachi vestido de Thalía es Patrimonio de la Humanidad?

—Yo no estaría tan seguro. De hecho, no creo ni que sean especie en extinción. ¿Qué hora tienes?

—Las dos de la mañana. ¿A poco está pensando en traerme serenata?

—Es muy temprano. Casi ningún mariachi se viste de Thalía antes de las cinco. A partir de esa hora las puedes encontrar en El 33, peleándose con las Paulinas Rubio. Un lugar tóxico, ese 33.

—¿Hay algo en Garibaldi que no sea tóxico?

—Ay, Afrodita, qué ternura me das. Ni siquiera en ti, y yo diría que en ti menos que en nadie, hay un solo rincón que no sea tóxico —dicho esto me le arrimo como el mariachi a su guitarrón, bajo una serenata de fuego glandular cruzado y a mansalva.

—¡Atrás con esas glándulas, que está infringiendo cláusulas! —retrocede, amenaza, me recuerda a zarpazos oculares que en estos menesteres, como en tantos, una cosa es una cosa y otra cosa es otra. Y viceversa, claro.

—¿Vas a negarme ahora que ese par de pupilas pugilistas son plenamente ajenas a la toxicidad circundante?

—Una cosa es que por su culpa mis pupilas estén que destilan ponzoña, como las de una cobra que recién inhaló chile piquín, y otra es que usted insista en ponérseme venenoso como poodle de beata pervertida.

No sé cómo llegamos hasta aquí, el tema eran los niños y sus gustos tempranos. El punto es que en los años que separan al niño de siete años del habitué de Plaza Garibaldi median tantas y tan intensas toxinas que sólo algunos lisiados sociales consiguen la proeza de no habituarse. Ahora mismo, al tiempo que patino en la presente sintaxis, me intoxico escuchando a Jaime López y José Manuel Aguilera, cuyos mutuos talentos virales y cruzados difícilmente me dejarían mentir.

Me huye el médico, se me esconde el éxito, ciudad de México: no me lo vas a creer... —¿quién, que haya oído cantar a una musa, puede volver a ser el sordo que era?

Materia tóxica, se llama la canción. No es casual que Afrodita se la sepa completa.

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26 de julio de 2007
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El Boomeran(g)
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