Vicente Verdú
Aparecen días muy ardorosos pero tal como son en Santa Pola estas jornadas indolentes de la naturaleza. La bola del calor, la esfera ardorosa del mediodía aparece envuelta en una esponja de humedad, tan cálida como la totalidad de la esfera que nos cierra, pero a la vez chorreando como si fuera, vista desde la distancia, una emanación de alivio contra el bochorno. No se trata de esto, sin embargo. El mismo bochorno segrega a la vez aquellas exudaciones cálidas como si sustituyera la respiración neumática por la hidráulica y el mismo calor del aliento enfermo se trasmite a las secreciones líquidas que todos vamos emanando. La mágica ventaja de esta sudoración aparece cuando, al captar alguna brisa, el cuerpo resucita aquí y allá con una veta de frescor pero es sólo un instante, un matiz muy fugaz. De inmediato se recubre esa asadura fresca o ese omóplato enfriado de la misma capa de cera líquida en que se convierte el efecto húmedo del sol. Nos hallamos pues como sumidos sin cesar en un caldo escurrido, una inmanente salsa invisible que a cada instante podemos como rebañar de nuestra piel sin hacer herida, del dorso de las manos o la espalda, desbordándose como un reguero sobre los pliegues del estómago, derramándose por las líneas de la frente y permeando por las membranas de las axilas. No hace propiamente calor como si se produjera afuera sino que ese calor se presenta tan asiduo y espeso, que se deposita en el interior de los cuerpos y los posee hasta el colmo. De esa manera es como se realiza la traspiración. No acosados por el calor sino como poseídos por él, no rebozados por él, sino embuchados de su grasa meliflua y tremebunda. Transfigurados en albóndigas calorífugas.