Sergio Ramírez
Albos gatos mansos, entonces, de pelambre esponjosa, que se lamen con fruición encantadora los bigotes, y que parecen incapaces de quebrar un plato, menos aún el plato donde toman la leche. ¿Será el gato heraldo de la muerte, del que hemos leído, uno de estos gatos sanos y barrigones?
Las crónicas no describen al gato anunciador de la muerte del asilo de ancianos de Providence, pero tampoco hablan de ningún gato malvado y fiero, de esos de uñas afiladas, como el que cortó la yugular de un zarpazo al Obispo de León de Nicaragua, Fray Antonio de la Huerta, en venganza por haberlo dejado encerrado en una alacena. El Obispo había castigado al gato, y cuando arrepentido fue a librarlo de su prisión, le saltó al pescuezo, horrendo crimen que pasó a la posteridad porque en la sala capitular del Patio del Príncipe, en la culata de la catedral, el retrato al óleo del obispo muestra también al gato, sentado mansamente a su lado. Pocos retratos como ése, donde el asesino posa al lado de su víctima.
Gatos, cualquiera que sea su color, catadura o pelambre, en los que al fin y al cabo nunca se puede confiar, pues por muy sociables e inocentes que parezcan, son capaces, ya se ve, de aparecerse de pronto como mensajeros oficiosos de la vieja parca.