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Los hombres son PC, las mujeres son Mac

Siempre he tenido algo en contra de la palabra orden. Ya sea en su variante femenina, que incita a la obediencia irreflexiva, como en la masculina, que asume al otro como subordinado, el término me es en primer lugar antipático. Especialmente en toda su pureza, la mera idea de una orden o un orden absolutos suena tan escabrosa como los quince yuanes que cobra el gobierno chino a la familia de cada ajusticiado, correspondientes a la bala empleada en el empeño. Y no es que no quiera uno tener su casa, o su escritorio, o al menos su buró en perfecto orden, o siquiera en cualquier especie de orden; tampoco me disgustaría que los meseros trajeran siempre lo que uno ordenó, pero tanto las órdenes como los órdenes presentan toda suerte de fisuras. ¿Para qué, por ejemplo, iba uno a hacer un blog, sino para tratar de abrir una de esas rendijas?

—Mira, Cariño, yo estoy completamente de acuerdo en que un escritorio ordenado es signo claro de una mente enferma, pero de ahí a creer que las horas que pasas buscando cosas que otros encuentran en segundos no afectan gravemente tu salud mental, hay un trecho como el que va del dicho al lecho.

  —De eso se trata, a veces. La razón también sirve para perderla. Juega uno a jugárserla, como cuando de niño se balanceaba colgado de las últimas ramas de los árboles, sobre todo si sus mayores le habían ordenado lo contrario. Como dice la canción de Liliana Felipe: Porque no puede ser sano lo que nunca se ha podrido...

  —Psst, psst, hazme caso, Sweety. ¿Ya te asomaste al refrigerador? Hay más frutas podridas que latas de coca-cola, y eso es tanto como decir que ya no cabe ni una coca-cola. ¿De verdad crees que le haga daño a la novela echar a la basura los duraznos de abril, por decir algo? ¿Perderían intensidad los nuevos párrafos si mínimo una de cada tres veces pagaras el recibo del teléfono antes de que nos corten el servicio? ¿Sabes qué porcentaje de razón se recupera luego de tanto haberla perdido? —se enciende una luz roja intermitente: amenaza la musa con volverse esposa.

  —Sólo recuerda que oficialmente tú no eres tú, sino un disturbio de mi personalidad. Si mi cabeza estuviera en perfecto orden, tus encantos serían invisibles. El solo hecho de sostener ahora mismo una conversación contigo me aparta radicalmente del orden del mundo.

  —Un orden bien imbécil, Schatz, si admites la opinión de una fuereña. ¿O sea que te apartas del orden del mundo cada vez que te paras a hablar con un perro? ¿No es posible tener un pie cómodamente instalado en un mundo y el otro en otro, y ya? ¿Por qué los hombres sólo pueden pensar en una cosa al mismo tiempo? ¿Es problema de hardware o de software?

  —No puedes entenderlo. No es un asunto de configuración, sino de plataforma. Nuestros mutuos sistemas operativos se comunican sólo primitivamente, lo cual no necesariamente es un problema grave. A la gente le basta con eso para aparearse, unirse y procrear.

  —Explícame primero los duraznos de abril.

  —¿Ya entiendes por qué digo que no lo entiendes? A una Mac no le puedes explicar para qué quieres un mouse con dos botones.

  —Que ya en la realidad equivaldría a una rata con cinco patas.

  —Las mujeres preguntan encantadoramente por dónde está el camino, uno tiene antes que eso la dignidad de perderse.

  —Antes de que termine de imponerse la falosofía sobre la razón, y ya que has mencionado el tema de tu personalidad perturbada, Mi Cielo, déjame preguntarte: ¿no será todo este discursillo sobre el orden, las órdenes y tus desórdenes un signo de la angustia de quien vive con una Mac y una PC, cada una peleándose por acaparar sus obsesiones?

  —Súmale a eso una musa, dos cuadernos y un intento de vida personal.

  —A mí tendrías que ponerme de tu lado, Querido. ¿Cómo sabes que no soy yo el orden que te espera al final del desorden?

  —¿Y cómo sé que no obedeces a la orden de ordenarme como a un ordinario?

  —¿Qué tiene tu desorden de extraordinario?

  —Que está secretamente ordenado.

  —De eso ni te preocupes: nadie se va a enterar.

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20 de agosto de 2007
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La batalla de la lectura

Cuando era feliz e indocumentado, como diría García Márquez, leía en todas partes y en cuanta circunstancia me lo permitiese. Si encontraba la forma de leer durante clase –por supuesto hablo de leer textos de ficción, y hasta historietas, no de libros de estudio-, lo hacía a escondidas de la mirada de la maestra. Cada viaje en autobús era un rato en una biblioteca ambulante: aun cuando ya no cupiese dentro ni un alfiler, yo elevaba mi libro por encima del nivel de las cabezas y leía igual. ¿El baño? Una biblioteca para un único lector. ¿Las vacaciones? Mensuradas en cantidad de libros leídos. (Recuerdo haber armado un bolso con veintinueve novelas para pasar enero en Santa Rosa de Calamuchita, Córdoba. No me alcanzaron. No me quedó más remedio que aprender a andar en bicicleta, de puro aburrido.)

Con el correr de los años las cosas se empezaron a complicar. Ya no puedo leer mientras conduzco el auto. (Aunque a veces lo hago durante el semáforo rojo.) No soy de leer en el dormitorio, tampoco soy de los que lee antes de dormir. El baño sigue siendo irreemplazable, a Dios gracias, pero por lo demás el único espacio que me queda para leer es el sillón del living, que es tan cómodo como –o más que- mi cama.

El otro problema es el tiempo. A menudo las responsabilidades son tantas, que sólo me dedico a materiales que estoy obligado a leer por cuestiones de trabajo. Textos históricos o científicos, novelas que debo comentar o presentar. En los ratos libres, es más fácil ver una película en DVD que meterme dentro de un libro: una película se puede compartir con la gente que te acompaña durante la cena o el café de la noche, un libro no. (Cuando era feliz e indocumentado no existían ni siquiera las videocasseteras, así que uno sólo miraba las películas cuando las pasaban. Ahora uno las mira cuando quiere. Y yo quiero todo el tiempo.) Entre los muchos motivos por los que me gusta viajar, también está el de que me permite leer mucho. Rumbo al Japón, por ejemplo, debo haber dormido seis horas y leído durante dieciocho.

No sé ustedes, pero yo tengo rachas. Paso temporadas enteras en las que mi lectura es mínima, reducida tan sólo a lo que necesito para funcionar. Y hay otras en las que no puedo parar. En estos días, por ejemplo, estoy casi frenético. En los huecos del trabajo leo libros que me sirven o me inspiran para lo que estoy escribiendo: Ondaatje, T.E. Lawrence, Las Historias de Heródoto. En huecos que hago dentro de los huecos leo libros que van cayendo entre mis manos: por ejemplo una antología de relatos sobre sexo llamada En celo, escritos por autores jóvenes argentinos como Juan Terranova, Mariana Enríquez, Florencia Abbate, Patricia Suárez y muchos más. Y en los huecos que hago dentro de los huecos que le hice a los huecos originales leo por puro placer. Así leí Divisadero, la nueva de Ondaatje, y releí El guardián en el centeno, y acabo de terminar The Golden Compass de Philip Pullman. (Que es una trilogía, así que se vienen The Subtle Knife y The Amber Spyglass.)

¿Y ustedes, cómo la llevan? Me refiero a la batalla para conservar espacio y tiempos de lectura: ¿vienen resistiendo, o están perdiendo por goleada? 

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17 de agosto de 2007
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IV. ÁNGELES BAJO ACOSO

En esta historia del asilo de ancianos de Providence, es la primera vez que me encuentro con la mención de un ángel de la muerte en forma de gato. Los gatos, ascendidos a divinidades de primer orden en la cultura religiosa egipcia, no estaban en los altares para asustar con veleidades fúnebres, sino para ser adorados como amables dioses domésticos, guardianes del hogar, y benefactores sociales, porque se comían a las ratas que depredaban las cosechas, y salvaban así a los súbditos del faraón de las hambrunas. Razones prácticas llevan a veces a la canonización.

Pero si lo vemos bien, escurridizo y misterioso como es, un gato está bien dotado para cumplir las funciones de heraldo de la muerte. Le faltan las alas, asunto que debe ser echado en falta, pero no tanto. Algunos de los más conspicuos ángeles del antiguo testamento, anunciadores de desgracias funestas, nada menos que la destrucción de Sodoma y Gomorra bajo una lluvia de fuego, que ni los bombardeos en Irak, no tenían alas del todo. Y esa vez eran tres, tan atractivos de estampa como para que los pervertidos vecinos de Sodoma quisieran violarlos, algo que impidió el viejo Lot con el sabio recurso de ofrecer a los amotinados sexuales a sus propias hijas doncellas, a cambio de que dejaran en paz a los varones celestiales.

Qué tal sin en lugar de mancebos de cabellera rubia hubieran sido gatos esos tres ángeles de la muerte. Se hubieran defendido mejor con sus zarpas afiladas del acoso de la turba lasciva.

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17 de agosto de 2007
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LA RADIO

Muchos de los que somos aficionados a la radio nos preguntamos si su progreso tecnológico ha sido abandonado definitivamente. La televisión permite acceder a canales de diferentes países con un abono al paquete temático más simple pero en la radio las interferencia, los chirridos, los ruidos parasitarios se encuentran en casi todos los puntos de España una vez que se abandona, por ejemplo, Madrid.

O las emisoras no se han ocupado en incrementar su potencia, dentro y fuera del país, o los receptores han prosperado poco. Lo esperable sería poder escuchar cualquier emisora del continente o del mundo con nitidez pero debe de ser que el avance tecnológico capaz de introducir miles de melodías en un iPod y sumas gigantescas de información en un móvil ha desdeñado la radio que probablemente pertenece ya a un mundo, previo a Internet, y fosilizándose en la foto fija de hace quince o veinte años.

Si hay esperanzas que, como demuestro, no conozco, se agradecerá la información.

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17 de agosto de 2007
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LIBREROS

Conozco libreros de todas las clases. Algunos son amigos. Incluso muy amigos. Han sido, los libreros, parte de mi vida. Debería haber sido librero. Todavía pienso que cuando sea mayor, cuando esté a punto de vivir entre las ruinas de mi inteligencia, podría vivir en un pueblo cerca del mar y con una librería de viejo.

No todos los libreros, como tampoco, por ejemplo, los camareros, merecen su nombre.

Una amiga me cuenta la historia de una librera de su universidad. Una pequeña historia de una librera de Vigo. Mi amiga, estudiante de filología, emocionada con algunos poetas y especialmente tocada por la realidad de ese poeta que descubrió, ese deslumbramiento llamado Cernuda. Decidió que debería hacer realidad su deseo de tener un libro de Cernuda. Se dirigió a la librería. Buscó por las estanterías, no encontraba a Cernuda. Le extrañaba no encontrar ningún libro de Cernuda en una universidad de humanidades. Preguntó por el libro de Cernuda a la librera. La librera, muy convencida, le contestó que se debería estar confundiendo de nombre. Que eso de Cernuda no le sonaba, que seguramente quiso decir Neruda. Mi amiga no daba crédito. Insistía en que era Cernuda, CER NU DA, repetía bien claro. Y la librera, escéptica y tozuda, repetía que estaba segura de que se equivocaba. Que llevaba muchos años de librera y que el poeta que se parecía a ese nombre que pronunciaba era Neruda, NE RU DA…

Cuando me contaron la historia me reí. Me pareció una exageración. No me parecía posible en una librería española, no encontrar un libro de Cernuda. Me parecía difícil haber vivido sin leer a Cernuda. Luego recordé cómo somos. Y qué leemos. También recordé algunas historias de profesores de literatura. Incluso algunas historias de algunos libreros. Todavía me acuerdo de la pregunta en una muy famosa librería cuando pregunté al librero por Lolita- ¿para qué, para quién querría yo volver a comprar ese libro?- y el librero muy serio, me preguntó el autor. Se lo dije. Y entonces me volvió a preguntar, ¿y en qué genero se inscribe?... Me dio la risa. Quizá estaba pensando que era un libro que caza de mariposas. En fin. Historias singulares de raros no libreros.

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17 de agosto de 2007
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La conexión neozelandesa

Afrodita volvió precedida por su habitual puntería: corrían los mejores treinta minutos de la semana cuando se deslizó y acurrucó a mi lado, bajo las sábanas; gesto provocador al cual contraataqué con una larga salva de silencios. Pero era un gran momento y ella así lo entendió, de forma que los dos nos sumergimos en un sigilo a coro tan perfecto que ya sólo fue interrumpido por progresivas risotadas en estéreo. Uno puede aceptar e incluso saborear el llanto sin compañía, pero las carcajadas vale más compartirlas, por aquello del feedback. Siento un respeto limitado por el llanto (arma de chantajistas, frecuentemente), no así por la risa (que es libre y no se deja fingir). Por lo demás, arreglar un entuerto con lagrimitas es empeño tardado, costoso y fatigador, sobre todo si se compara con la eficiencia de un par de carcajadas coincidentes que se retroalimentan mutuamente.

La mejor media hora de la semana la pasamos delante de la televisión, en el silencio ya reverencial de quienes abominan la idea de perderse siquiera dos palabras de Flight of the Conchords, un evento tan raro como la perspectiva de reírse a solas frente a la pantalla y de un momento a otro descubrirse cantando junto a los personajes. Que a todo esto no son personajes, sino músicos reales interpretándose a sí mismos a partir de una idea ficticia, aderezada con un par de canciones por programa: clásicos instantáneos y contagiosos cuyas solas letras hacen especialmente antipática la idea de morirse sin escucharlas. "Eres tan hermosa que podrías ser una mesera; eres tan hermosa que podrías ser una sobrecargo en los sesentas; eres tan hermosa que podrías ser una prostituta de categoría", rezaba el hit romántico del primer capítulo.

Flight of the Conchords es originalmente un dúo de músicos neozelandeses, Jemaine Clement y Bret McKenzie, nominalmente adscritos al folk pero capaces de parodiar cualquier cosa, pertrechados por sendas guitarras, ante un público que apenas tiene tiempo para guardar silencio entre una y otra risa. Partiendo, pues, de su exitosa rutina escénica y radiofónica, Jemaine y Bret se reinventan en dos personajes misérrimos y patéticos que cargan con sus mismos nombres y sobrenombres —Hip-hopopótamo, Ritmoceronte— y sobreviven como virtuales parias en Manhattan, armados de bajísima tecnología y presupuestos rara vez mayores de tres dólares. Vemos así a la banda de dos pasando lista ante una computadora casera de los tardíos setenta o grabando su primer videoclip con la cámara de un teléfono celular. Pero no hay que engañarse: las letras son veneno y los dos que las interpretan son tan buenos cantantes como actores. Perdedores de extremo a extremo de la pista, los personajes de Jemaine y Bret se desquitan de las diarias humillaciones —las mujeres los tratan como a leprosos, no sin motivos amplios y cumplidos— con líneas del más puro nihilismo hi-tech: "Es tan cachonda, la perra, que me está haciendo sexista." "¿No sientes frío allá afuera, Bowie? ¿Empleas tus pezones puntiagudos de antenas telescópicas para transmitir datos a la Tierra?"

—¿Te digo algo, Cariño? —me gusta el nuevo estilo, entre amenazador y complaciente, como es característico en las musas triple A —Hace tiempo que no me hacía fan de nada. Y hace más todavía que la vergüenza ajena no me simpatizaba tanto. Sólo tengo una leve objeción: los pelmazos no son así de encantadores.

Mel, se llama la única fan de la banda de dos. Está casada con otro perdedor, carece de la mínima vida propia y los acosa de esquina en esquina, con una devoción que acusa sueños húmedos monotemáticos. Murray, el manager, otro neozelandés disfuncional, prefiere referirse a ella como Base de Fans, que al menos suena a algo más numeroso. ¿Quién más me garantiza media hora completa de reír, sonreír y canturrear, sin hacer ni pensar otra cosa porque literalmente no se puede? Hasta donde se sabe, Flight of the Conchords tendrá una duración de doce capítulos; nueve de ellos han sido ya estrenados y son de riguroso culto. Solicito, por tanto, a la piadosa muerte que si viene en camino se aguante tres semanas. Noventa minutitos, por vida del Señor.

—Amén, Darling —siempre soñé con una musa encimosa. Al cabo no la quiero por sincera, como por convincente.

Vídeos de pie de página

En concierto

Los humanos están muertos.

Hip-hopopótamo vs. Ritmoceronte.

Piénsalo, piensa, piénsalo.

De la serie

La chica más hermosa de la habitación.

Capítulo uno: Sally.

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17 de agosto de 2007
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El secreto Prochazka

No consigo recordar cómo llegó a mis manos un ejemplar de Un único desierto. Sé que nadie me había hablado de él, y que lo hallé husmeando en alguna biblioteca. Pero no recuerdo si era la de mi casa, o la de alguno de los amigos que nos robábamos libros mutuamente. Incluso he olvidado cuándo ocurrió. Mi imagen mental de esta lectura parece demasiado antigua para ser posterior a 1997, su año de publicación.

Supongo que mi memoria ha querido rodear al libro de un halo de misterio, como si fuese el hallazgo de un manuscrito perdido. Yo no conocía ningún otro título de ese autor, ni de esa editorial con nombre de aventura a lo desconocido: Australis. Y al menos en mi imaginación, el apellido de Enrique Prochazka tenía ecos góticos de Europa Oriental. Pero sin duda, el ingrediente principal del secreto Prochazka eran los propios relatos, que me abrieron las puertas de un universo inexplorado. 

En esos años –esto sí lo sé con seguridad- yo devoraba cuentistas limeños: Ribeyro, Bryce, Cueto, Ampuero, Loayza, Niño de Guzmán. Además, acababa de descubrir a los latinoamericanos reunidos de la antología McOndo, compilada por Alberto Fuguet y Sergio Gómez. Con esos antecedentes, mi concepto del cuento se había vuelto muy compacto, y podía resumirse en cinco reglas. Quitando el principio básico de la brevedad, un cuento tenía que ser 1) urbano, 2) realista, 3) intimista, 4) clasemediero, y preferentemente 5) triste.

Ya. Estaba Borges, estaba Cortázar, pero eso había sido hacía mucho tiempo (Supongo que cuando tienes veintidós años, “mucho tiempo” es muy poco en realidad). En todo caso, daba igual. Mi vida podía estar llena de complicaciones e incertidumbres, pero al menos, yo tenía claro qué es un cuento.

Hasta que Un único desierto barrió mi única certeza.

Los personajes de estos cuentos no se llaman Alberto ni Pedro, sino Frithleif, Kazka o, mi favorito, Choktoi el Teócrata, Sacerdote Espléndido de todos los Valles de Zungaria. Sus peripecias no discurren por Lima la gris, por las cantinas del centro o la garúa del malecón, sino por Rusia, Camboya o Filipinas. Ni qué decir que no son poetas malditos o funcionarios mediocres, sino arqueros, sacerdotes, hechiceros de la Edad Antigua, la Edad Media o el siglo XX.

Todos consideran –incluso el autor, según el Testamento que incluye en la primera edición- que estos son cuentos borgianos. Y sin duda, el tema recurrente del doble y los escenarios enciclopédicos lo emparentan con el autor de El Aleph. Pero las ficciones de Prochazka no se agotan en esa influencia. Hay referencias literarias mucho más explícitas, como Orwell o Kafka. Y sobre todo, hay un universo creativo más personal del que su propio autor parece reconocer.

Los personajes de Un único desierto se enfrentan siempre a leyes cósmicas que escapan a su control. El revolucionario del futuro traza un juego de poder circular, el arquero se dispara a sí mismo, el electricista no consigue morir, y todos se aproximan en cada párrafo a un descubrimiento fatal, y a menudo mortal. Todos son especialistas en un arte, y consideran que todos sus movimientos están bajo su control. Pero su soberbia les hace transgredir un límite. Entonces descubren que sólo son piezas en un engranaje infinito, peones en el ajedrez del universo. Las historias de este libro retratan la impotencia del sabio, que cree en su conocimiento como una herramienta para trascender a los demás y entiende tarde, demasiado tarde, que ese conocimiento tan sólo lo guía directamente al abismo. Que todo su aprendizaje vital no ha sido más que el camino hacia la muerte.

Para mí, o al menos para el lector que yo era a fines de los años noventa, el mundo real era un lugar previsible, poco interesante y, lo peor de todo, profundamente feo. En el Perú de esos años, los seres humanos eran unas alimañas regidas por objetivos mezquinos cuando no francamente desagradables. Las máximas que guiaban la vida eran, más o menos: gana dinero, ten sexo y engaña a quien puedas, y si así no eres feliz, es probable que seas idiota. La televisión te exigía eso todo el tiempo, desde el programa de Laura Bozzo hasta los vladivideos. En la literatura, todo el mundo quería escribir como Bukowski. Los de mi edad salíamos de la universidad, nos estrenábamos en la vida, y se sentíamos obligados a convertirnos en algo repelente o huir.

Un único desierto fue uno de los escapes más bellos. Quienes lo descubrimos, encontramos en sus páginas un mundo en el que reinaba un orden. No me refiero a un orden político o social, sino a una armonía cósmica. Unas leyes que estaban por encima de los hombres y del tiempo, y unos personajes de ambiciones tan desmesuradas que trataban de dominarlas. Honestamente, nos habría bastado con cualquier aspiración más alta que una bragueta. Pero Un único desierto era mucho mejor.

Mi recuerdo más intenso del libro es que estaba lleno de poderosas imágenes visuales. Yo volé con Taylor mientras huía de la cárcel, y comí tortugas en una isla desierta con Valderrama, conquistador de la nada. Recibí un medallón de manos de Conrado de Mazovia y le disparé a Bu flechas que no podrían perderse. Y por unos instantes, mientras convivía con esos personajes, creí de verdad que el mundo era ése, y no la ciénaga que encontraba al abrir los ojos. Le estoy profundamente agradecido por eso a Enrique Prochazka. 

Pocos meses después de leer el libro, descubrí que Enrique Prochazka y yo teníamos una amiga común. Ella trabajaba con él en un ministerio. Recuerdo que me costó asimilar que el fantasma de Prochazka se materializase, para colmo, trabajando en un ministerio: ¿De verdad es un ser humano normal? ¿No vive entre conjuros y hechizos? ¿Tiene una oficina? ¿Va al baño? Yo también era empleado público, y pensé vanidosamente que huíamos de lo mismo, y que durante la fuga, él me había permitido acompañarle en un tramo de su camino.

Nunca lo conocí personalmente.    

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17 de agosto de 2007
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III. OSCAR, VIEJO AMIGO

Este gato agorero, que ha merecido artículos científicos en el New England Journal od Medicine, se llama Oscar. Para empezar, ya se ve que tiene un nombre familiar, desprovisto de toda malicia. Se le podría llamar con toda confianza Oscarito, y seguramente no tiene aspecto de asustar a nadie. Son especulaciones mías esto de que tiene aspecto inocente, porque deseo de verle la cara no tengo ninguno.

Se sabe a lo que llega, pero no de dónde viene, ni donde vive. Así de sorpresivas son sus apariciones frente a los pacientes del asilo, todos ellos dementes, dato que creo había olvidado en consignar. Es un gato ajeno, por tanto, que si tiene hogar pacífico será en algún otro lado, o a lo mejor sobrevive en la calle, y robará su comida en los tachos de basura, en las cocinas de los restaurantes, o en la misma cocina del asilo de ancianos que ha elegido para hacer sus anuncios.

Aparece, entrando por la ventana, o colándose por algún pasadizo que sólo él conoce. Va directo a una cama, salta sobre ella, extiende la pata en señal de elección, dilata sus pupilas de cara al elegido, y se lame los bigotes de manera golosa. Y por donde vino se va.

Quién quiere a su lado a un gato semejante por meloso que sea.  ¡Zape!

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16 de agosto de 2007
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AIRE ACONDICIONADO

Gracias al aire acondicionado han podido habitarse, explotarse, comercializarse y destruirse ecológicamente impensables zonas del planeta. El aire acondicionado actúa como un poderoso vehículo de la civilización a lomos del cual cabalgan millones de seres humanos y sus planes en este mundo, los aeropuertos, los hoteles, las alcobas, los hospitales y los centros comerciales. También los negocios y toda suerte de ocios.

Y, sin embargo, el mundo entero que se ha encerrado dentro de él abomina asiduamente de su presencia. Acaso no hay invención que junte tanto el deseo y la aversión, su atracción y su rechazo, su condición de bien contra el malestar del calor insalubre y su incuestionable carácter de nocivo  para la salud. Entramos en el aire acondicionado, conectamos el aparato y nos abandonamos a su influjo con la convicción de que nos perjudicará pero ¿cómo no enchufarlo?

El establecimiento sin aire acondicionado delata su penuria o su atraso. En cualquier lugar, casi en cualquier latitud y en todo espacio interior el aire llega acondicionado. Acondicionado para librarnos del calor pero acondicionado, a la vez, para empujarnos al catarro, la neumonía, la faringitis o las fiebres sin definición exacta.

¿Tampoco se les ocurre nada al sector tecnológico para evitar que el mundo entero, globalizado, refrigerado, se encuentre bajo la sevicia de este invento a medias, con tantos años de experiencia interhumana y sin haber logrado todavía acondicionarse? Ser efectivamente acondicionado a nuestra condición.

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16 de agosto de 2007
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La insoportable levedad del cine

Cuando vi por primera vez La insoportable levedad del ser, la película de Philip Kaufman, no había leído aun la novela original de Kundera. Si mal no recuerdo, por aquel entonces estaba harto de que todo el mundo hablase de Kundera como si fuese la Octava Maravilla, y yo, que siempre me tuve por rebelde (prohibido reírse), no estaba dispuesto a sumarme al rebaño. Pasaron unos cuantos años antes de que me permitiese abrir la novela. Fue amor a primera, aunque tardía, lectura. Creo que es un gran libro, que alterna ligereza y gravedad con la sabiduría de la vida misma, que recrea de manera indeleble el mundo del que habla (Praga durante y después de su Primavera) y que nos regala un trío de personajes inolvidables: todos hemos sido Tomás, Teresa o Sabina en algún momento de nuestras vidas.

Ahora volví a ver la película y me gustó todavía menos. Es verdad que Kaufman trató de pisar sobre seguro: contaba con un productor acostumbrado a respetar las grandes novelas, como Saul Zaentz, con un guionista laureado como Jean-Claude Carriere y con un trío de actores soberbios como Daniel Day Lewis, Juliette Binoche y Lena Olin, que de verdad están muy bien. (Hasta los animales brillan, tanto los chanchos que hacen de Mefisto como los perros que intepretan a Karenin.) Pero algo se ha perdido en la traducción, ese algo que tan a menudo extrañamos en las traslaciones de grandes relatos a la pantalla. La historia es la misma y los personajes no han sido cambiados, pero…

Lo que yo extraño es la voz del relator, ese Dios tan sabio como arbitrario que es parte esencial de La insoportable levedad del ser, al punto de cortar el relato por la mitad y recordarnos que Tomás, Teresa y Sabina no existen más que en su cabeza. Supongo que Kaufman y Carriere habrán creído que esa voz tan idiosincrática no podía ser honrada por el mecanismo habitual del relato en off, cosa con la que concuerdo. Pero al quitarla por completo y quedarse tan sólo con los hechos que la historia hila, perdemos –al menos yo lo siento como una pérdida- las razones por las cuales esa gente y esos hechos se conviertieron para el autor en algo que no podía dejar de contar. Kaufman habrá aspirado a que sus propias elecciones como narrador (secuencias, encuadres, edición, la marcación de los actores) equivaliesen dentro del relato fílmico a las que Kundera toma en el libro delante de nuestros ojos, pero en todo caso el experimento no funcionó.

Todo lo cual remite al viejo tema de la dificultad de las adaptaciones literarias en el cine. Ahí están, para desconcertarnos, las grandes películas salidas de novelas convencionales –desde Vértigo hasta El bebé de Rosemary- y los bodrios en que el cine convirtió tantas novelas que nos resultaban inolvidables. (El mundo según Garp, por mencionar tan sólo un caso de los que lamento personalmente.) También están las películas que parecen haber obtenido un triunfo mediante el recurso de la traición exitosa, recreando la historia casi desde cero para que el cine se engañe y la viva como cosa suya: por ejemplo Blade Runner, que reinventa una novela de Philip K. Dick, o El paciente inglés, que deconstruye la novela de Ondaatje para quedarse tan sólo con los elementos que en ella remiten al cine de David Lean.

Imagino que ustedes se acordarán de muchos otros casos. En el fondo, cada lector de una novela la está dirigiendo en su cabeza mientras la lee, y juzgará a la adaptación cinematográfica ulterior de acuerdo al modo en que coincida o no con ‘su’ versión.

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16 de agosto de 2007
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