El castillo blanco, la última novela de Orhan Pamuk traducida al español, narra las aventuras de un científico veneciano capturado por los turcos en el siglo XVII. Ya en tierra firme, el científico es adquirido como esclavo por un astrónomo local ansioso por aprovechar sus conocimientos para ganarse el favor del sultán. Pero esclavo y amo guardan entre sí un notable parecido físico. Y conforme transcurre la trama, empiezan a confundir sus historias, sus vidas y sus memorias hasta borrar los límites entre uno y otro. En una de las escenas más expresivas, los dos personajes se miran juntos en el espejo, y no consiguen discernir quién es quién.
La metáfora de Pamuk describe con gran precisión la actualidad política turca, que responde a esa misma crisis de identidad. La última convocatoria de elecciones anticipadas significó un nuevo choque entre el pasado musulmán –el del país y el del candidato Abdullah Gül- y el laicismo de estado occidental. Pero al final, con la previsible elección como presidente de Gül, el conflicto se cierra volviendo al punto de origen.
De cara al interior, el principal reto del nuevo presidente será apaciguar a las Fuerzas Armadas, guardianes del laicismo desde la fundación de la Turquía moderna. El último golpe de Estado, hace sólo diez años, forzó la dimisión de un ejecutivo islamista. Y este 16 de agosto, en su discurso de despedida del cargo, el general del Ejército Egeo Sukru Sariisik advirtió que su institución protegería a la república secular “contra toda amenaza interior o exterior, especialmente contra los esquemas mentales arcaicos, como ha hecho en el pasado, hasta la eternidad”.
Sin embargo, parece improbable que los pragmáticos islamistas turcos pongan en riesgo los límites entre iglesia y estado. Por lo pronto, Gül ha garantizado que nada cambiará y ha tratado de recabar apoyos entre todos los sectores sociales. El velo musulmán que luce su esposa no parece una razón de alarma demasiado contundente. La constitución de un gabinete de consenso bastaría para aplacar los ánimos.
El verdadero obstáculo se sitúa en el frente exterior. Durante años, el gobierno del primer ministro Recep Tayyip Erdogan, en el que Gül ha ocupado precisamente la cartera de Relaciones Exteriores, ha jugado todas sus cartas a la integración en una Comunidad Europea que le hace ascos. Hoy, la izquierda turca considera que Erdogan obedece mansamente a Europa, brinda apoyo militar a sus campañas y liberaliza la economía ampliando la brecha social, sin recibir nada a cambio. La extrema derecha, que se alimenta del nacionalismo despechado, les ha robado a los islamistas moderados un puñado de escaños parlamentarios en las elecciones de julio.
El hiperactivo Nicolas Sarkozy, que además se está convirtiendo en la única cara visible de Europa, no les pone las cosas más fáciles a Erdogan y Gül. La propuesta francesa de una “relación privilegiada” con Turquía como parte de una liga Mediterránea ha sido tomada como un insulto por amplios sectores del país. Un periodista de Estambul me dice: “Libia prácticamente ha secuestrado a un grupo de enfermeras para liberarlas a cambio de armas. Nosotros hemos pasado por un proceso de reformas y estamos construyendo un estado con garantías y libertades. Pero la propuesta de Sarkozy pone a ambos países en el mismo saco. ¿Debemos tratar de complacer a unos estados que ni siquiera saben quiénes somos?”
La respuesta, al menos en algunos sectores sociales, empieza a ser que no. Europa es un club exclusivo, pero no es el único. Muchos de los analistas y escritores con que hablo durante mi viaje siguieron con interés la cumbre de la Organización de Cooperación de Shangai, que estuvo sazonada con ejercicios militares conjuntos de Rusia, China, Kirguistán, Kazajistán, Uzbekistán y Tayikistán. Desde ese escenario, Putin reclamó un mundo multipolar en clara alusión a la hegemonía norteamericana. La presencia de Irán como miembro observador también fue elocuente.
El acercamiento de Turquía a la Organización de Cooperación de Shangai ni siquiera se ha planteado, pero en Ankara, algunos analistas opinan que se puede convertir en una alternativa interesante a la altivez de la UE. De momento, la organización parece demasiado débil en comparación con la OTAN o el Mercado Común Europeo, pero tiene otras ventajas: por un lado, les ahorra a sus miembros las incómodas exigencias de credenciales democráticas. Por otro, países como India y Pakistán ya han mostrado interés por ingresar en ella. Finalmente, en un grupo con miembros menos ricos, la importancia relativa de Turquía sería mayor.
La palabra clave de todo esto es “energía”. Según los defensores de un acercamiento a Asia, conforme la política internacional se vuelve más dependiente del petróleo, el gas y el uranio, aumenta el interés geopolítico de Turquía como umbral entre los yacimientos de Asia Central y los sedientos consumidores europeos. Ocupada como está en ser una cofradía cristiana, Europa no parece considerar siquiera ese aspecto.
Hasta ahora, nada de esto pasa del territorio de la conjetura. Pero sin duda, Turquía no será la única perjudicada con el rechazo de la UE, y quizá, ni siquiera la principal. En cierto modo, ese país siempre será un espejo con dos caras, como el de la novela de Pamuk. Si Europa no reconoce su propia imagen en ese espejo, podría descubrir, cuando ya sea tarde, que el cristal se ha vuelto transparente, y que Turquía está del otro lado.
Artículo publicado en: El País, 29 de agosto de 2007.